The Project Gutenberg EBook of Cosas de España; tomo 2, by Richard Ford

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Title: Cosas de España; tomo 2
       (El país de lo imprevisto)

Author: Richard Ford

Translator: Enrique de Mesa

Release Date: February 19, 2019 [EBook #58916]

Language: Spanish

Character set encoding: UTF-8

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(Biblioteca Nacional de España. )







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COSAS DE ESPAÑA
(EL PAÍS DE LO IMPREVISTO)

TOMO II Y ÚLTIMO {4}

COLECCIÓN   ABEJA

1.—El tulipán negro, de A. Dumas (con un retrato del autor).—6 pesetas.

2.—La maja y el torero, de T. Gautier (con ilustraciones de Romero Calvet).—4,50 pesetas.

3.—Emelina, del Conde de Gobineau. (Viñetas de Alicia Rey Colaço.)—3,50 pesetas.

4.—Aventuras de un mayorazgo escocés, de R. L. Stevenson (con un retrato del autor).—5,50 pesetas.

5.—Cosas de España (El país de lo imprevisto), por Ricardo Ford. Tomo I.—5 pesetas.

6.—Cosas de España. Tomo II.—5 pesetas.

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Colección Abeja

RICARDO FORD

COSAS DE ESPAÑA
(EL PAIS DE LO IMPREVISTO)

Traducción directa del inglés; prólogo de

Enrique de Mesa

Tomo II y último



Jiménez Fraud, Editor

Diego de León, 5.—Madrid



ES PROPIEDAD
QUEDA HECHO EL DEPÓSITO
QUE MARCA LA LEY

IMPRENTA DE RAFAEL CARO RAGGIO. MENDIZÁBAL, 34, MADRID

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Al Índice

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Capítulo XV.

HABIENDO ya discurrido bastante, y suponemos que satisfactoriamente, acerca de las comidas y bebidas de España, no estará demás que dirijamos nuestra atención a esas casas en que, por caminos y ciudades, se pueden encontrar esos consuelos para los hambrientos y cansados, o no se pueden encontrar, como suele suceder en este «país de lo imprevisto». Las posadas de la Península, salvo raras excepciones, se han clasificado de tiempo inmemorial en malas, peores y pésimas; y como las últimas, al mismo tiempo que las más malas son las más numerosas y castizas, durarán hasta la eternidad. Pocos países habrá en que el viajero esté más veces de acuerdo con el discurso del amado Johnson a su amigo el caballero {8}Boswell[1]: «Pocas cosas habrá inventado el hombre que proporcionen mayor felicidad que una buena taberna». España presenta muchos argumentos en contra de la afirmación de nuestro gran tragón y moralista: las posadas, en general, ofrecen más distracciones para la imaginación que comodidades para el cuerpo, y siempre, aun las más nuevas y renombradas en el país, son inferiores en mucho a las que acostumbramos a tener los ingleses en el nuestro y se han extendido ya por todos los sitios del continente más concurridos por nuestros compatriotas. Pocas personas dirán aquí con Falstaff: «Iré a mi posada a holgarme». Es imposible evitar las incomodidades de los malos caminos y de las ventas, viajando a caballo y lentamente, y teniendo que soportarlas, por lo tanto; mientras que el ferrocarril arrastra al pasajero, lejos de todas esas molestias, con la rapidez de un cometa, y las cosas que se pierden pronto de vista se olvidan aún con mayor rapidez; pero que ningún escritor digno de tal nombre, tenga miedo en abandonar los caminos para seguir las veredas de la Península. «Hay una gran parte de España—dice el mismo Johnson a Boswell—que no ha sido aún recorrida. Me gustaría que fueseis allí; un hombre de talentos inferiores a los vuestros nos podría procurar observaciones útiles sobre aquel país».

Es muy fácil de explicar por qué los hospedajes públicos están tan abandonados. La Naturaleza y los habitantes parece que se han puesto de acuerdo para{9} aislar más y más la Península, que ya de por sí lo está bastante por un mar huraño y por barricadas de montañas casi impracticables. La Inquisición ha reducido al español a la condición de un fraile encerrado en su convento de altos muros, alerta siempre a no dejar pasar al extranjero con sus peligrosas novedades[2]. España, pues, sin visitar ni ser visitada, resulta arreglada exclusivamente para los españoles, y no se ha ocupado de procurarse ni las mejoras más elementales y más adecuadas a las necesidades de otros europeos y extranjeros, que ni son deseados ni queridos, ni siquiera se piensa en ellos por los indígenas, que rara vez viajan como no sea por necesidad, y nunca por divertirse. ¿Y para qué habían de hacerlo? ¿Para ellos no es España el Paraíso, y la parroquia de cada uno el cacho mejor de gloria? Cuando los nobles y los ricos visitan las provincias, se alojan en sus propias casas o en las de sus amigos, lo mismo que los frailes, cuando van de un lado a otro, siempre se hospedan en los conventos. La gran masa de las familias peninsulares, que no están sobrecargadas ni{10} de dinero ni de exigencias, han estado y están habituadas a infinitas molestias y privaciones: viven en su país en una abundancia de privaciones, y piensan que al salir de casa lo han de pasar peor, pues saben perfectamente que en las posadas españolas la comodidad brilla por su ausencia. Al igual que en Oriente, no conciben que el viajar no sea una serie ininterrumpida de trabajos, que soportan, cuando es necesario, con resignación estoica, considerándolos como cosas de España, que siempre han sido así, y para las cuales no hay remedio, sino paciente resignación. La feliz ignorancia y el desconocimiento de lo mejor han sido siempre el gran secreto de la ausencia de descontento, mientras que para aquellos que están habituados a vivir en continua fiesta, cualquier cosa que no sale a medida de su deseo es un desengaño; pero los que comen a diario pan duro y escaso y sólo beben agua, consideran un lujo el más pequeño exceso.

En España no se pide ninguna de esas comodidades que se han introducido en el continente por nuestros nómadas compatriotas, que llevan consigo su té, sus toallas, sus alfombras, su sibaritismo y su civilización. El viajar por placer es una invención moderna, y como resulta caro, los ingleses son, por lo común, quienes más viajan, pues tienen elementos para ello; pero como España está fuera de sus itinerarios corrientes, las posadas conservan el primitivo estado de suciedad y abandono que tuvieron muchas{11} del continente hasta que las pulieron nuestras indicaciones y nuestras guineas.

En la Península, donde el intelecto no viaja a gran velocidad, las posadas, principalmente las de camino y las de orden inferior, continúan en el mismo estado que en tiempo de los romanos, y aun probablemente que antes de ellos. Es más, aun las cercanas a Madrid, «la única corte de la tierra», son tan clásicamente miserables como la hostería de Aricia, cerca de la Ciudad Eterna, era en tiempos de Horacio. En realidad, las posadas españolas de lugares apartados son de tal suerte, que una señora inglesa no debe aventurarse a penetrar en ellas, a menos de estar preparada para soportar una serie de molestias de las que no pueden formarse la más remota idea los que sólo han viajado por Inglaterra, aunque pueden ser y han sido soportadas aun por gente enferma y delicada. En cuanto a la gente joven, y a todo hombre que goce de buena salud, de buen humor y de la bendita previsión, comida y una cama no han de faltarle, a las que el hambre y la fatiga las hará más deleitosas que todos los recursos del arte; y por fortuna para el viajero, en todo el continente, y especialmente en España, se encuentra siempre el pan y la sal, como en los tiempos de Horacio, para reparar el estómago desfallecido, y después de eso, al que duerme bien no le pican las pulgas. Estos pequeños inconvenientes están muy compensados por los placeres que proporciona el viajar en este país primiti{12}vo, y además pueden aminorarse mucho haciendo acopio de provisiones, tanto en la cesta como en la cabeza. Las expediciones abundan en incidentes, aventuras y novedades; todos los días se representa a nuestra vista un nuevo espectáculo de la vida real y nos proporciona medios de conocer el fondo de la naturaleza humana y guardar un cúmulo de datos interesantes para el porvenir: después se recuerda todo lo agradable, y las molestias, si no se olvidan por completo, se atenúan mucho, pues aun las que se soportan en una batalla, al recordarlas y charlar sobre ellas, resultan divertidas. El viajero no debe esperar el encontrarse con demasiadas cosas; si cuenta con no encontrarse nada, difícil será que se lleve un desengaño. España, como Oriente, no puede ser gozada por los excesivamente dengosos para las comodidades corporales; así, pues, los que analicen excesivamente, los que atisben demasiado detrás de las cortinas culinarias o domésticas, no puede esperarse que pasen una existencia tranquila.

Entre estos refugios para los desamparados, colocaremos en primer término la fonda. Como indica su nombre, es una cosa extranjera, importada de Venecia, que en sus tiempos fué el París de Europa, el centro de la civilización sensual y el asiento de toda mentira e iniquidad. Los fondacco sirvieron de modelo a los fondack turcos. La fonda sólo se encuentra en las grandes ciudades y puertos principales donde se ha impuesto la necesidad de ellas por la concu{13}rrencia de extranjeros. Casi siempre tiene anejas una botillería, donde se expenden bebidas de todas clases, y una nevería, donde se sirven helados y pasteles. En la fonda sólo se acomodan las personas; los animales, no; pero suele haber cerca alguna cuadra o una posada modesta, donde se envían los caballos. La fonda está, por lo común, bien provista de todos los artículos con que los sobrios y severos indígenas se contentan; el viajero al hacer comparaciones no debe nunca olvidar que España no es Inglaterra, a la cual muy pocos de ellos pueden sacar de la cabeza.

Que España es España, es una perogrullada que no se repetirá bastante, y en ser tal como es consiste su originalidad, su gracia, su idiosincrasia, su mayor encanto y su más alto interés, a pesar de que los españoles no lo crean así y, por una tonta imitación de la civilización europea, todos los días le hagan perder algún encanto substituyéndolo por cosas vulgares que no van bien con su carácter y menos aún con el de sus antepasados gótico-árabes. Los frailes, como ya hemos dicho, han desaparecido; las mantillas van desapareciendo; la sombra del algodón versus trigo ya ha obscurecido la risueña ciudad de Fígaro, y el fin de todas las cosas se aproxima, ¡Ay de mi España!

En España, especialmente en las provincias cálidas, hay que luchar contra el calor y no contra el frío; por lo tanto, las alfombras, los tapetes, las cortinas, etcétera, etc., serían un estorbo positivo que dificultarían{14} la ventilación, y, en cambio, favorecerían de manera intolerable la cría de polillas. Las paredes, por lo general, están sencillamente enjalbegadas; los irregulares suelos, de ladrillo, se suelen cubrir con una estera de esparto, como se hacía en nuestros palacios en los tiempos de la reina Isabel; completan el parco ajuar del cuarto una cama baja de hierro o madera sobre ruedas, con bastos pero limpios colchones y sábanas, unas cuantas sillas duras, y, a veces, un sofá de respaldo derecho, muy incómodo, y una mesa desvencijada. Los precios son moderados: unos dos duros, o cosa así, diarios por persona, incluyendo habitación, desayuno, comida y cena. Los criados, si son españoles, cuestan generalmente la mitad; los criados ingleses, que ninguna persona discreta llevará al continente, en ninguna parte serán menos útiles y más molestos que en este país, donde se sufre hambre y sed, y donde no hay té, ni cerveza, ni carne. Dan más trabajo, necesitan más alimento y atención, y están diez veces más descontentos que sus señores. Estos, a lo menos, tienen el sentimiento de lo bello, y sienten un placer estético en el viaje en sí mismo, que les compensa sobradamente de las grandes faltas de comodidades materiales, que constituyen, en cambio, la única preocupación de la servidumbre, que sólo tiene el cerebro lleno de pudding y de sus buenas cuatro comidas diarias. Las fondas son más caras en Madrid y Barcelona, ciudad comercial la última donde los hoteles son{15} más europeos tanto en las comidas como en los precios.

Los que hayan de estar una temporada larga en una ciudad deben hacer un arreglo con el fondista o alojarse en una casa de pupilos o de huéspedes, donde tendrán más ocasión de aprender el español y observar las costumbres del país. Este sistema es muy corriente, y puede saberse que en una casa se admiten huéspedes por un papel blanco que se coloca en un lado del balcón, siendo este modo de colocarlo, precisamente, lo que indica la industria de la casa, pues si el papel se ostenta en medio del balcón, entonces significa que está el cuarto para alquilar. Los precios de estas casas son razonables.

Desde la muerte de Fernando VII se han realizado muchas mejoras en algunas fondas. En los cambios y vueltas de las revoluciones, todos los partidos han intervenido y gobernado, matando o desterrando a sus contrarios. Realistas, liberales, patriotas, moderados, etc., cada uno en su época, han sido expatriados; y como la rueda de la fortuna y la de la política no se cansan de dar vueltas, gran parte de ellos han regresado a su querida España después de un amargo destierro en Inglaterra o Francia. Muchos de estos viajeros fueron expatriados para el bien público, pues pudieron averiguar que, allende el mar y allende el Pirineo, muchas cosas estaban bastante mejor arregladas que en su país. De tiempo en tiempo empezaron a sospechar, aun cuando nunca lo confesaran{16} delante de un extranjero, que España no era enteramente la más rica, la más inteligente, la más fuerte y la primera de todas las naciones, sino que podía tomar algún que otro ejemplo en ciertas fruslerías, entre las que quizá podían incluírse las referentes a alojamientos de hombres y animales.

Además, con las facilidades de vapores, coches y diligencias acuden más extranjeros, y se hace necesario el aumento de posadas y el servicio de las mismas. A cada instante se nota el fermento de la levadura extranjera, y si el mosto nacional no se hubiera mezclado con aguardiente francés, seguramente podría aún producirse algo bueno.

En los puertos y en las grandes ciudades situadas en el camino de Madrid, toda la civilización, en lo concerniente a café y cocina, viene de la belle France. Ha desaparecido el obscurantismo monástico y el reinado de los conventos, para dar paso al de la cocina, y al contemplar los espaciosos ámbitos de los monasterios abandonados, no se puede menos de pensar en «los establecimientos de primera línea», donde seguramente se paga más y se reza menos. Hace poco han llegado noticias de Málaga por las que nos enteramos de que se están construyendo algunos hoteles ultracivilizados que han de ser regidos por ingleses, quienes, al parecer, son tan necesarios para reglamentar estas novedades en el continente, como para construír ferrocarriles y vapores. Los cuartos estarán empapelados, los suelos de ladrillo se substi{17}tuirán por entarimado, con alfombras por encima; se colocarán chimeneas, se pondrán campanillas y otros detalles que seguramente parecerán increíbles a los que recuerden a la España de antes. Tocarán esas campanas a muerto por lo nacional, y mucho nos equivocaremos si el viejo y ceñido Cid no contesta en persona a la primera que se toque en Burgos, atravesando al innovador con su tizona. Aun hay más, para que lo maravilloso no acabe: han llegado rumores al extranjero de que se intenta hacer gabinetes solitarios y excusados donde por mágico mecanismo el agua corre en torrentes, pero éste, como otros muchos rumores, vía Madrid-París, necesita confirmación. Seguramente el espíritu de la Santa Inquisición, que aun se cierne sobre la ortodoxa España, rechazará todas estas herejías inglesas, miradas con horror incluso por la librepensadora Francia.

El alojamiento genuinamente español es la posada, que seguramente quiere decir casa de reposo para después de las fatigas de una jornada. Hablando en puridad, el posadero sólo está obligado a dar alojamiento, sal y medios para guisar lo que el viajero lleve consigo o compre, y, en este sentido, difiere de la fonda, en donde procuran comida y bebida. La posada sólo puede compararse con su modelo el Khan de Oriente, pero en modo alguno con las hospederías europeas. Si los viajeros, y especialmente los ingleses, se hicieran cargo de esto, se ahorrarían mucho tiempo, mucho trabajo y muchos desengaños,{18} y no se expondrían a perder la paciencia y a tener un disgusto. Ningún español se molesta por no encontrar comodidades ni por que no se ocupen de él. Y, a pesar de que en otras ocasiones, a la menor afrenta personal, su sangre arde sin necesidad de fuego, toma estas cosas fríamente, como rara vez lo hace el extranjero. Al igual de los orientales, no espera encontrar nada, y, por lo tanto, nunca es una sorpresa para él el tenerse que conformar con lo que lleve consigo. Reserva su estupefacción para cuando encuentra algo preparado, lo cual considera una bendición de Dios. Como la mayoría de los viajeros llevan provisiones, la incertidumbre de la demanda hace que los posaderos se abstengan de llenar su despensa de géneros que se estropean con facilidad; además, antiguamente, por privilegios locales completamente absurdos, les estaba prohibido vender a los viajeros cosas de comer y beber, pues los señores o propietarios de las ciudades o pueblos tenían tiendas en las que ejercían el monopolio de tales artículos. Todos estos inconvenientes son mayores en el papel que en la práctica, porque donde quiera que las leyes están en completa oposición con el sentido común y con el beneficio público, prácticamente se neutralizan, eludiendo el cumplirlos, cosa que se consigue sin gran dificultad. Por lo tanto, si el posadero no tiene nada en casa precisamente, sabe dónde puede encontrarlo. Se debe pagar una cantidad diaria por alojamiento, servicio y preparación de alimentos:{19} esto se llama el ruido de la casa, pareja del antiguo incommodo della casa italiana, y es una indemnización al patrón por las molestias que se le puedan ocasionar con el ruido, y no puede haberse elegido palabra más propia para expresar el espantoso estrépito de mulas, arrieros, cánticos, bailes y risas, el polvo y la marimorena que arman los hombres y los animales españoles. El viajero inglés, que, probablemente, será quien haya pagado más por el ruido, es por lo general la persona más tranquila de la casa y tendría derecho a reclamar una indemnización por las injurias hechas a sus órganos acústicos si siguiera el sistema del soldado turco, que obliga a su anfitrión a pagarle una cantidad para compensarle del daño que sufrieron sus muelas al masticar manjares ordinarios.

Parejo de la posada es el parador, palabra derivada probablemente del árabe waradah, «lugar donde hacer alto». Son grandes caserones, donde se acomodan los carros, coches y bestias de carga, y suelen estar situados en las afueras de las ciudades con objeto de evitar las molestias de las puertas, donde hay que pagar un impuesto municipal por todo artículo de consumo. Este impuesto es la antigua sisa, palabra derivada del hebreo sisah, tomar la sexta parte, y hoy se llama el derecho de puertas, y es y ha sido siempre tan impopular como el octroi semejante de Francia. Demás de ello, como suele estar arrendado, es exigido, con gran severidad y descortesía, a las clases populares, contribuyendo, como otros{20} muchos detalles del equivocado sistema político y económico de España, a que cunda el descontento y la mala voluntad hacia las autoridades que con tales trabas crean dificultades al comercio y a los viajeros. Los empleados no son, por lo común, muy exigentes ni groseros con las clases elevadas, y si el extranjero se dirige a ellos cortésmente y les dice que es un caballero inglés, el cerbero oficial abre la puerta y le deja pasar sin molestarle, y más aún si le tranquiliza con el don virgiliano de una propina. Las leyes en España son severas en el papel, pero los que las administran, si se ventila el propio interés, noventa y nueve veces entre ciento, las eluden o tergiversan: se obedece pero no se cumple. Las clases inferiores de empleados están tan mal pagadas, que se ven impelidas a buscar un suplemento de ingresos aceptando propinas y regalos que, como el backshish en Oriente, se pueden ofrecer siempre y ser aceptados como un cumplimiento. La idea del soborno se rechaza como ofensa a la dignidad o al pundonor, pero si se da una cantidad a un empleado superior, para que la gente a sus órdenes tome una copa, la delicada atención es embolsada por el jefe, debidamente apreciada y produce el debido efecto.

Otro término casi equivalente a la posada es el mesón, que se puede aplicar más propiamente a las hosterías de las ciudades pequeñas y los pueblos que a los alojamientos de los grandes. El mesonero, lo mismo que la ventera, tienen en España mala repu{21}tación, y siempre será conveniente, al tratar con ellos, estipular de antemano el precio. El proverbio dice: Por un ladrón pierden ciento en el mesón y Ventera hermosa, mal para la bolsa. Entre los mesoneros es donde se pueden encontrar los ladrones verdaderos y más peligrosos de España, pues no suelen pensar en otra cosa que en el medio de que la cuenta suba más. Bien es verdad que si no fuera por la ganancia, no habría muchos que quisieran ser mesoneros, pues en España es uno de los oficios que están mal mirados, por las ideas indias de casta, respeto de sí mismo, limpieza de sangre, etc., etc., que aun existen. El hospedar extranjeros por ganancia está en contra de las sagradas leyes de hospitalidad orientales. Ningún español, si puede, se rebaja a este oficio, y casi todas las fondas de las ciudades están dirigidas por franceses, italianos, catalanes, vizcaínos, que todos son extranjeros para los castellanos, y, por tanto, mal mirados. Por esto vemos que el ventero de Don Quijote asegura que es cristiano, aunque ventero, más aún cristiano viejo y rancio, que es el término usado comúnmente para distinguir a los de cepa de los judíos y moros renegados que por no abandonar España se convirtieron.

El parador, mesón, posada o venta, llámese como se quiera, es el romano stabulum, cuya primitiva aplicación era alojar el ganado, y sólo en segundo término se acomodaban en él los viajeros, que es precisamente lo que sucede hoy en España. Los ani{22}males están perfectamente acondicionados: frescos y cómodos establos, amplios pesebres, pienso y agua abundantes, en una palabra, todas las comodidades necesarias para el ganado se pueden encontrar; pero las personas, ya es otra cosa. Puede decirse que les ocurre todo lo contrario y que, si necesitan algo, lo deben llevar de fuera. Solamente se les dedica una pequeña parte del edificio, y para eso ha de colocarse abajo entre los brutos, o arriba en el desván, entre los sacos de pienso. En cambio, si le preguntan al hostelero: ¿qué hay?, le contestará que hay de todo, como un bribón de ventero respondía a Sancho Panza que en su despensa estaban todos los pájaros del aire, todos los animales de la tierra y todos los peces del mar, fanfarronería muy española, y que suele reducirse a tener que comer lo que uno lleva de repuesto. Donde sucede esto con más frecuencia es en las ventas situadas en las carreteras y en lugares poco frecuentados, los cuales, aun cuando con la despensa vacía, están llenas hasta el borde del espíritu de Don Quijote, y las cosas que en ellas suceden son tan extrañas e inesperadas, que cuesta trabajo hacerse cargo, y que no parece que se vive en el mundo actual, sino que se está soñando. El artista y observador olvidará muchas veces que no ha comido al hallar tanto pasto espiritual, pero, en cambio, el español que le acompañe, si es de clase distinguida, no verá nada de esta belleza, y se avergonzará de lo que él se encante y renegará, y quizá con razón, de la triste falta{23} de civilización, y de los manteles sucios, y de la mala comida. De todos modos, mientras el uno está soñando con los godos y con los árabes, viviendo dos mil siglos atrás, él está pensando en Mivart; y mientras aquél cita a Marcial, él y el ventero piensan que está rematadamente loco y que no dice más que tonterías; es más: muchas veces, un caballero español, no pudiendo imaginar que esas cosas sean objeto de admiración, cree que se burlan de él en sus barbas si alguien se muestra satisfecho de las cosas que él considera como una vergüenza, y que se está juzgando a un país como romano o africano, en una palabra, como no europeo, que es lo que más le molesta.

Las ventas han sido de tiempo inmemorial objeto de burlas, lo mismo de españoles que de extranjeros. Quevedo y Cervantes se extienden en diatribas contra la bellaquería de sus dueños y lo malo de sus aposentos; Góngora las compara con el Arca de Noé, y es una comparación muy acertada, por la gran variedad de animales que en ella se encuentran, desde los mayores hasta los más pequeños, y de estos últimos, no ciertamente una pareja, ni de una sola especie. La palabra venta se deriva del latín vendenda, aun cuando podría anteponérsele un non, puesto que no se vende en ellas nada a los viajeros. Covarrubias explica este sistema de negociar, como consistiendo «especialmente en vender gato por liebre», práctica tan usual en las ventas que ya ha quedado la fra{24}se como equivalente a engañar a uno. A los indígenas no les disgusta la tribu felina cuando está bien guisada. En la Alhambra no había gato seguro, porque los galeotes le echaban mano en un segundo. Este rasgo ventero de gastronomía ibérica no escapó al recopilador de Gil Blas.

Hablando en puridad, una venta es una posada aislada en la carretera o salón de los caminos, que si no ofrece atractivos físicos, los ofrece al menos espirituales, y de ahí el gran lugar que ocupan en todas las narraciones personales y de viajes por España; aguzan el ingenio tanto de hambrientos cocineros como de autores despejados, pues sabido es que ingenii largitor venter es tan viejo como Juvenal. Muchas de estas ventas han sido construídas en gran escala por los nobles o las comunidades religiosas dueños de los pueblos o terrenos cercanos, y algunas conservan a cierta distancia el aire de una mansión señorial. Sus muros y torres elegantes se elevan hacia el cielo alegremente, dando idea de algo confortable, y, en cambio, en el interior todo es obscuridad, suciedad y ruina, asemejándose a sepulcros blanqueados. El piso bajo es un espacio común para personas y animales; la parte dedicada a establo suele estar abovedada y es muy obscura y difícil de ventilar, tanto, que aun en pleno día cuesta trabajo distinguir los detalles. Los pesebres están alineados a lo largo de las paredes, y los arreos de las caballerías se cuelgan en los pilares que sostienen los arcos;{25} una puerta grande que da a la calle conduce a esta gran cuadra; un espacio pequeño en el interior está reservado, y en él entran las personas a pie o a caballo; no hay una criada, ni un mozo que salga a recibir a los huéspedes, y ni siquiera el dueño se muestra obsequioso con ellos. El ventero suele estar sentado al sol, fumando, y su mujer no interrumpe por nada la tarea de buscar caza menor en la espesa pelambrera de su hija. El huésped, por su parte, no pone tampoco mucha atención en ellos. Sin decirles nada, se dirige a una ventruda tinaja, que siempre está colocada en sitio visible, y saca de ella una jarra de agua, o toma del anaquel que hay en el muro una alcarraza de agua fría, refresca su abrasado gaznate, vuelve a llenarla y la coloca de nuevo en su agujero del taller, que parece el repostero de los vinos en la despensa de un mayordomo. El viajero procede luego a buscar acomodo para sus caballerías—sin que le ayuden el hostelero ni ningún criado—, les quita las sillas y los arreos y acude al ventero en demanda de pienso. El frío recibimiento de que es objeto el viajero contrasta con el caluroso que le espera a la hora de dormir: su llegada es una bendición de Dios para la tribu de insectos, que, como el ventero, no tienen muy bien provista la despensa. El no come en su cuarto, sino que es comido, como Polonio; las paredes están marcadas con señales indelebles de los combates nocturnos y sin cuartel, verdaderas guerrillas españolas que se empeñan sin un tratado de{26} Elliot entre enemigos que, si no son exterminados, matan el sueño. Si estas pulgas y piojos actuasen de común acuerdo, acabarían con un Goliat, pero, por fortuna, como otros españoles, no operan nunca juntos, y, por consiguiente, se les puede sojuzgar y destruír individualmente; de aquí la proverbial expresión para indicar una gran mortalidad entre personas: mueren como chinches.

Después de haber procurado por el bienestar de sus caballerías—pues «el ojo del amo engorda el caballo»—el viajero comienza a pensar en sí mismo. Ya hemos dicho que la mayor parte del edificio está destinada al ganado, y otra, a sus propietarios. Enfrente de la entrada está generalmente la escalera que conduce al piso superior, que es el dedicado al forraje, las aves de corral, los insectos y los viajeros más distinguidos. La disposición de la mayoría de las ventas y posadas es la de un convento, y está calculada para dar cabida al mayor número de huéspedes en el menor espacio posible. La entrada y salida se facilita por medio de un largo corredor, al cual abren las puertas de las habitaciones separadas, llamadas cuartos, palabra de donde debe venir la inglesa quarters. Por rara casualidad se encuentra en ellos un mueble ni nada de lo que se necesite; si se quiere algo hay que pedirlo, y el hostelero lo traerá. Un puritano rígido se acongojaría por la falta de cualquier artificio mecánico que pueda contener un poco de agua, y para el que en estas ocasiones quiera la{27}varse, lo mejor será que se vaya a la orilla de un río, pero éstos, en el interior de las Castillas, son a veces más difíciles de encontrar que una jofaina de agua.

No hay, pues, que echar redes donde no hay peces, ni hay que esperar encontrar ciertas comodidades allí donde los naturales del país no las necesitan, pues esos artículos que parecen al extranjero de lo más corriente y necesario, son desconocidos por los indígenas. Además, como no hay tapices que se estropeen y el agua fría tiene las mismas propiedades, que esté en un caldero o en un cubo, siempre podrá uno hacer sus abluciones. Después de todo, hay que reconocer que una venta es una buena escuela para los esclavos del comfort; ¡y sin cuántas cosas que parecen absolutamente necesarias se puede vivir, y tan felizmente! ¡Y qué lecciones se aprenden de jovial paciencia y del talento del marinero inglés de sacar el mejor partido de cualquier incidente y de estimar bueno cualquier puerto en caso de tormenta! Es inútil quejarse ni protestar de nada, pues si se le dice al ventero que el vino que da es más agrio que el vinagre, no será raro que conteste: «No puede ser, señor, porque los dos son del mismo barril».

La parte del piso bajo, que separa el zaguán del establo, se dedica a cocina y habitación de los viajeros. Esta cocina se compone de un gran hogar abierto, por lo general en el suelo, donde se colocan en círculos alrededor del fuego las ollas, pucheros y demás vasijas necesarias, multa villica quem coronat{28} ollâ, como dice Marcial (igual que lo diría hoy cualquier buen español) al escribir a su amigo Juvenal, al volver a España después de treinta y cinco años de ausencia en Roma, dándole cuenta detallada de las satisfacciones que disfruta al volver a su muy querida patria, relato que recuerda los detalles domésticos del primer capítulo del Quijote. Estas hileras de pucheros están sostenidas por piedras redondas que se llaman «sesos»; encima hay una chimenea alta y ancha, armada con alguna barra de hierro que se utiliza para colgar los peroles de grandes dimensiones; algunas veces hay también fogones u hornillas de mampostería, pero más frecuentemente se usan unas portátiles, como en Oriente. A lo largo de las renegridas paredes se cuelgan los peroles y pucheros, parrillas y sartenes en hileras desiguales para aprovechar el terreno, semejando renacuajos de distintos tamaños, dispuestos para servir a pocos o a muchos huéspedes. Y cuantos más haya, mejor: es buena señal, pues en casa llena, pronto se guisa la cena.

Como la proximidad del hogar es el sitio más caliente y el más cercano a la olla, suele ser la querencia, el refugio favorito de los arrieros y buhoneros, especialmente cuando hace frío o humedad, o cuando tienen hambre. Dice un proverbio que el que primero llega es el mejor servido en asuntos de amor y comida. El que llega antes, toma el sitio más cómodo junto al fuego y asegura la mejor asistencia. Para los huéspedes distinguidos suele haber un aposento{29} «privado», o se habilita el cuarto de la ventera; esta distinción la hacen con aquellos que se presentan dando muestras de gran cortesía y aparentan llevar bien repletos los bolsillos; pero tales comodidades, fuera de uso, no son propias para un autor o un artista, y la cocina general resulta preferible a un aposento aislado. Cuando un extranjero entra y saluda diciendo: «Caballeros, no se molesten ustedes», o indica cortésmente el deseo de tratarlos con respeto, seguramente le será devuelto el cumplido con creces; y como la buena crianza es instintiva en el español, se levantarán y le obligarán a ocupar el mejor sitio. Mayor, ciertamente, será su satisfacción y agrado si el invitado puede hablar con ellos en su idioma y demuestra que conoce su manera de sentir, haciendo circular sus cigarros y su bota entre ellos.

Junto a la cocina hay una alacena, especie de escondrijo, donde el ventero guarda los materiales que son la base de los guisos nacionales, y, entre los cuales, el ajo representa el principal papel: su solo nombre, como el de fraile, es suficiente para agraviar a la mayor parte de los ingleses. Lo peor de este condimento es el abuso y no el uso que se hace de él, pues en algunas regiones, sobre todo en el Mediodía, no hay ningún plato que no esté cargado de ajo, considerado entre los naturales como muy gustoso, estomacal y vigorizador, lo que induce a pensar algunas veces que debe ir bien con la naturaleza de la gente del país, por lo que dice el refrán: Donde crece la{30} escoba, nace el asno que la roa. Y tampoco es cierto que el ajo sea un veneno o un signo de vileza, pues a Enrique IV, al nacer, su abuelo le frotó los labios con uno, siguiendo la respetable y vieja costumbre de los bearneses.

Pan, vino y ajo crudo, hacen andar al mozo agudo, dice un proverbio castellano. Las clases distinguidas se tapan las narices al oler un perfume tan agradable para las clases bajas. Alfonso XI prohibió el uso del ajo a sus caballeros de La Banda; y Don Quijote aconsejaba a Sancho que, al ser gobernador, se abstuviese de este manjar, que no era el más propio para su dignidad; pero aun dichos personajes tienen que vencerse, y es uno de los mayores sacrificios que pueden ofrecer al altar de la civilización y a les convenances. Hablando en justicia, hay que reconocer que el ajo de España, si se administra con cautela (pues como el ácido prúsico todo depende de la cantidad), es mucho más suave que el de Inglaterra. Las cebollas y el ajo españoles degeneran cuando se transplantan a Inglaterra; después de tres años de estar plantados ganan en sabor y olor; como los perros de caza ingleses, al ser trasladados a España, pierden su fuerza y su olfato a la tercera generación. A las cabezas de ajo se las llama un diente. Los que no gusten del picante condimento, ya pueden estar atentos y vigilar a la cocinera de la venta mientras prepara la sopa, pues, de lo contrario, ni Avicena le salva; pues si Dios envía los alimentos (y aquí son{31} una bendición del cielo), el maligno manda a los cocineros de las ventas, que, seguramente, embrujan muchas cosas.

Feliz cien veces el viajero que tenga la suerte de contar con un criado previsor que, habiéndose pertrechado bien en el camino, le presente bocados exquisitos que no hayan recibido el aliento de una Canidia castellana. Mientras se guisan, puede, si se siente poeta, hacer sonetos que rivalicen con aquel del Quijote a Sancho Panza y al jumento y a las alforjas que mostraron tu cuerda providencia. El olorcillo y las noticias de haber llegado golosinas extraordinarias se extiende pronto por el pueblo, y, generalmente, atrae al cura, que es aficionado a saber cosas nuevas y al cual tampoco desagradan los manjares sabrosos. La sobriedad de un español, como su piedad, es una cosa forzada; su pobreza y no su voluntad le obliga a muchos más ayunos que los decretados por la Iglesia. El hambre, la salsa de San Bernardo, es una de las pocas cosas que no faltan en una venta española. Nosotros solíamos tener por costumbre invitar al cura rogándole que bendijese la olla, lo cual hacía siempre de buen grado. Cortés y agradecido, pagaba con creces la visible merma con sus informaciones locales, sus bondades y el crédito que nos daba a los ojos de los naturales del país el ser acogidos y protegidos por su párroco y maestro. No hay que ocultar los profundos suspiros y exclamaciones—¡qué rico!—que cuando se servía un estofado de perdiz{32} se escapaban de los envidiosos labios del hambriento rebaño al contemplar y oler el oloroso plato al pasar humeando ante ellos como la locomotora de un ferrocarril.

Pero, hay que decirlo, no toda la hospitalidad estaba de una parte: en más de una ruda venta, particularmente en la provincia de Salamanca, nos ha ocurrido que el canoso cura, cuyos emolumentos apenas le bastarían para cubrir sus más perentorias necesidades, al oír que había llegado un inglés, se apresurase a ofrecernos su casa y su mesa. Tal invitación, o la de otro cualquier español, no debe aceptarla el que tenga poco tiempo que perder, o desee una gran libertad; más vale que se invite al buen hombre a sentarse a la cabecera de la mesa de la venta, y se le regala con el mejor cigarro que se tenga, y empezará a contar las proezas de el gran Lor—el Cid de Inglaterra—, y contará las victorias del Duque de Wéllington, y se extenderá en consideraciones sobre la buena fe, la piedad y la justicia de nuestros valientes soldados, y la crueldad, rapacidad y perfidia de los que huían ante sus brillantes bayonetas.

Pero volvamos a la venta. Estén las alforjas o el estómago llenos o vacíos, el ventero no se conmoverá a la llegada de un huésped, que no parece sino que él nunca sintió apetito, ni lo perdió, ni ha comido en su vida. Bien es cierto que a los de su ralea nunca se les ve comer como no sea invitado por algún forastero. Parece como si se mantuviera del aire,{33} a semejanza de los sobrios camaleones, y, más aún que él, su mujer y demás parientes, a quienes nunca se ve comer, ni aun con los forasteros; es más, en algunas familias españolas de la clase humilde deben tener una cazuela con sobras, al lado de la del gato, en algún rincón. Tal es la situación de inferioridad en que se tiene a la mujer, lo cual es, sin duda, una reminiscencia de las costumbres romanas y árabes. El marido y señor, el posadero, no concibe por qué los extranjeros son tan impacientes cuando llegan a la posada, y la misma sorpresa demuestran ante su apetito desordenado, siendo lo último que se le ocurre la pregunta usual de un hostelero inglés:—¿Desea usted tomar algo?—Algunas veces, dándole un cigarro, engatusando a la mujer, adulando a la hija y acariciando a Maritornes, quizá se consiga que mate un par de pollos de los que andan por allí picoteándolo todo y esperando que los atrapen y los guisen en la cazuela.

Todas las operaciones de matarlos, escaldarlos, desplumarlos, asarlos y, por último, comerlos, se hacen, por supuesto, en la cocina, a la vista de todos, y las ejecutan la ventera y sus hijas, o las criadas, o una vieja arrugada, ahumada y con gesto de vinagre, que es, o a lo menos se la llama la tía, objeto de las bromas del cortés y hambriento caballero antes de la comida y de sus chanzas de estómago agradecido después de ella. La reunión está sentada alrededor del fuego y cada cual procura echar una ojeada{34} a su comida, siguiendo el proverbio que dice: Un ojo a la sartén y otro a la gata. La existencia de este cuadrúpedo en la venta y entre los pucheros es un verdadero milagro, y casi todas presentan la particularidad, que sería seguramente interesante para un naturalista, de tener las orejas y el rabo cortados hasta el mismo hueso.

Todos y cada uno de los viajeros, cuando sus respectivos platos están dispuestos, se agrupan alrededor de la sartén, que se retira caliente y humeante del fuego y se coloca sobre una mesa baja o un tocón de madera, ante ellos, o bien se vierte el contenido en una fuente honda de barro, cuya forma y color es exactamente el paropsis que describen Marcial y otros antiguos autores. Las sillas son un lujo: las gentes de la clase baja se sientan en el suelo como en Oriente, o en taburetes muy pequeños, y caen sobre el plato de una manera completamente oriental, ignorando del modo más antieuropeo el empleo del tenedor[3], que substituyen con una corta cuchara de palo o de cuerno, o bien meten una sopa de pan en la fuente, o sacan las tajadas con la punta de sus navajas. Comen bastante, pero con gravedad; con ape{35}tito, pero sin gula, pues habrá pocas naciones en las que la masa esté mejor educada y tenga mejores formas que la clase humilde española.

Son muy insinuantes en sus invitaciones en donde quiera que hay una comida. Nadie, por humilde que sea su posición, consentirá que pase una persona al lado suyo cuando está comiendo sin decirle: ¿Usted gusta? Asimismo ningún viajero debe prescindir de esta cortesía, al acercarse a él un español, sea de la clase que sea, sobre todo en esas comidas que con frecuencia se hacen en pleno campo; y no lo deben tomar por pura fórmula, pues todas las clases consideran un cumplido que un extranjero, sobre todo un inglés, acceda a participar de su comida. En los pueblos pequeños será frecuente que no acepten el convite de un inglés, aun las clases elevadas y aquellos que ya han comido, pues tienen como a desaire el rechazar la invitación, además de que siempre están dispuestos a tomar un bocado de un plato escogido que no suele, por lo general, tener a diario en su frugal mesa; todo lo cual es muy árabe. Sin embargo, ningún español acepta un convite de buenas a primeras: siempre procura hacerse rogar un poco, para que parezca que hacen violencia a su estómago, aceptando por hacerse grato. Los ángeles declinaron la hospitalidad de Lot hasta que se les «instó grandemente». Los viajeros en España deben tener en cuenta este rasgo oriental aun existente, porque, si no insisten en su invitación, se figurarán, seguramente,{36} que lo hacen por mero cumplido. Nosotros hemos conocido españoles que se han presentado con intención de quedarse a comer, y que se han marchado por haberles parecido que la ceremonia de la invitación no se había hecho en la forma que su susceptibilidad estimaba debía hacerse y que es en un todo opuesto a nuestra manera de ser. La hospitalidad en un país donde son raras las posadas se convierte en un sagrado deber, como ocurre en Oriente; si uno consume todas sus provisiones solo, no puede esperar tener muchos amigos. Hablando en términos generales, el ofrecimiento no se acepta: se rehusa siempre con igual cortesía que inspira la invitación: Muchas gracias, que le haga buen provecho, que es una respuesta parecida al prosit de los campesinos italianos después de comer o de estornudar. Estas costumbres de invitar y rehusar la invitación concuerdan exactamente, aun en las expresiones, con las que se usan entre los árabes de hoy. Los orientales invitan a todo el que pasa junto a ellos diciéndole: Bismillah ya sidi, etc., etc., que quiere decir: «En el nombre de Dios, Señor (es decir), ¿quiere usted comer con nosotros?», o: Yafud-dal: «Hágame el obsequio de compartir conmigo esta comida». Y los que rehuían la oferta lo hacen con la expresión: Heneê an: «Que aproveche».

La cena, que, como entre los antiguos, es la comida principal, se riega con abundantes tragos de vino del país, bebido en un jarro o en una bota, pues los{37} vasos no abundan. Cuando se termina, se encienden los cigarros, los toscos asientos se acercan al fuego y se charla de todo, pero con preferencia de asuntos de ladrones o de amor, de los que los últimos son los menos fantásticos; se dan y se reciben bromas, y la risa forma el coro de la conversación, especialmente si se ha comido y bebido bien, para lo cual es el mejor postre. Luego comienzan los cánticos: se empieza a oír el rasgueo de una guitarra—pues nunca falta un patilludo Fígaro que esté enterado de la llegada de los huéspedes, y acuda a la reunión por puro amor al arte y al encanto de un cigarro—; luego se congregan los campesinos de uno y de otro sexo, se inicia el baile, se olvidan las fatigas del día, una simpática alegría se extiende sobre todos y la velada se prolonga hasta bien entrada la noche; y como todos han dormido su correspondiente siesta, tienen los ojos más abiertos que lechuzas, y gritan y alborotan como condenados. En vano lucharán la pluma y el pincel por pintar la escena. La gritería, el polvo, la carencia de todo en estas ventas humildes, son emblemas de la simplicidad de la vida española, que es una broma. Uno a uno se va deshaciendo la reunión; la gente mejor acomodada se va al piso de arriba; los más pobres—siempre los más numerosos—preparan su cama en el suelo, junto a los animales, y, como ellos, hartos y libres de preocupaciones, se duermen instantáneamente, a pesar del ruido y la molestia que les rodea. Este remedo de la{38} muerte es más igualatorio que la muerte misma, como dice Don Quijote, porque un honrado arriero español, tumbado en una dura saca de paja, duerme más tranquilo que la inquieta cabeza de un embaucador que ciñe corona ajena. «El sueño—dice Sancho—cubre a uno como una manta», y una manta, o su émula la capa, constituye la mejor parte del guardarropa de un español durante el día, y de su ropa de cama durante la noche. El suelo es hoy, como fué en tiempo de los iberos, la cama nacional; hasta la palabra que expresa esta comodidad, cama, se deriva del griego χαμα. Por lo tanto, todos se acomodan en el suelo, y de ese modo se escapan de las tres clases de animalitos que se encuentran juntos siempre, como las tres Gracias, en los climas templados al por mayor y en las ventas españolas al por menor. Su almohada es las alforjas o el albardón, y duermen con un sueño corto, pero profundo. Mucho antes de amanecer todo está en movimiento, «levantan las camas», dan de comer a los animales, los aparejan, los cargan y despiertan a los dormilones. El tocado de la mañana es por todo extremo sencillo: ni hombres ni cuadrúpedos emplean tiempo ni jabón en él: se echan a cuestas su guardarropa y dejan a la lluvia y al sol el cuidado de limpiar y blanquear; pagan su pequeña cuenta, se cruzan saludos o protestas (generalmente lo último), según el importe de ella, entre el ventero y los huéspedes, y comienza otro día de ajetreo. Nuestro fiel escudero siempre tenía para un par{39} de horas, después de salir de la venta, de juramentos, invectivas y lamentaciones sobre la carestía de las posadas, la bellaquería de sus dueños en general y del de la última en particular, a pesar de que, probablemente, del par de duros pagados por nosotros alguna parte se repartiera entre él y el honrado ventero.

Estas escenas de la venta española varían cada día y cada noche, a medida que un nuevo grupo de actores hace su primera y última presentación ante el viajero. De una cosa puede éste estar seguro: de que se encuentra fuera de Inglaterra y del año del Señor en que creía vivir. Su innegable sabor de antigüedad les da un gustillo, una borracha, que es completamente desconocido en la Gran Bretaña, donde todas las cosas están fundidas y modernizadas; aquí se pueden ver y estudiar las costumbres y los sucesos tal como ocurrieron, en los mismos lugares, en tiempos de Aníbal y Escipión, según se colige de los autores clásicos. No podemos resistir a hacer la comparación de una de estas ventas españolas con la posada romana, descubierta a la entrada de Pompeya, y su copia, la moderna ostería, en el mismo distrito de Nápoles. En el Museo Borbónico pueden verse modelos de la mayoría de los utensilios usados ahora en España, y el antiquísimo y oriental estilo de cocina también puede ser fácilmente reconocido por las noticias que nos han transmitido los libros de cocina de la antigüedad. Lo mismo puede decirse de los tamboriles, castañuelas, canciones y bailes;{40} en una palabra, de todo. Y cuando se contempla a estos hombres aquietados por el sueño y extendidos como cadáveres entre sus animales, en particular los valencianos, con sus alpargatas y sus zaragüelles, sus mantas, sus cestas de junco y sus esterillas, no puede menos de pensarse que Estrabón debió contemplar a los antiguos iberos exactamente con los mismos trajes y en la misma posición cuando nos dice lo que ahora vemos que es cierto: πλεον εν σαγοις, εν ὁις περ και στιβαδοκοιτουσι[4].

El ventorrillo es una venta de segundo orden, pues aun en esto hay clases: es el kneipe alemán o cervecería, y, muchas veces, no es más que una choza, construída con cañas o ramas de árboles al borde del camino, en la que se vende agua, mal vino y aguardiente; éste siempre detestable, áspero y estropeado por el anís, y que al echarlo en el agua la pone blanca como agua de Colonia, prueba, por supuesto, que no suelen hacer los españoles. Estos ventorrillos son, por lo general, sitios sospechosos, puntos de reunión de espías, de ladrones o salteadores de caminos, si los hay, los cuales están de acuerdo con la dueña. Esta, por su parte, generalmente puede servir de modelo para Hecate o para alguna de las brujas de Shakeaspeare, inclinada sobre el caldero, y sus parroquianos son lo bastante interesantes para dedicarles un capítulo aparte.{41}

Capítulo XVI

UNA olla sin tocino sería tan sosa como un volumen sobre España sin bandidos: el estimulante es tan necesario para el gusto extendido en nuestro mercado, como el aguardiente para el jerez de importación. Y mientras unos, los tímidos, dudan de asomar las cabezas en estas supuestas cuevas de ladrones, tanto como en una casa encantada, otros, los que no participan de los miedos de los críticos de café y de los escritores exquisitos para álbums de señoritas, sino que atacan audazmente el avispero, vuelven firmemente convencidos de que la casta de los ladrones ha desaparecido. En España, el país de lo imprevisto, la inesperada ausencia de estos personajes que hacen intransitables los caminos, es una de las muchas sorpresas, y no ciertamente la más desagradable, que esperan al que quiere juzgar un país por experiencia propia, y no se contenta con creer{42} de buena fe las deducciones preconcebidas y los prejuicios estereotipados de los que no la tienen, aun cuando estén dispuestos a juzgar a los primeros y a pronunciar su fallo sin una inspección previa. Este verano, unos cuantos amigos nuestros han hecho varias excursiones, a caballo y en coche, por rincones de la Península verdaderamente sospechosos, sin escolta de ninguna clase y sin armas, y no han tenido la buena suerte de encontrarse con ningún ladrón; realmente hay que reconocer que las historias de frailes y bandidos se refieren más al pasado que al presente.

La seguridad actual de los caminos españoles se debe a los moderados, como se llama a los afrancesados e imitadores del juste milieu, cuyo jefe es el señor Martínez de la Rosa. Este señor es un moderado en poesía lo mismo que en política y un modelo de la sublime mediocridad, que, según Horacio, ni los hombres, ni los dioses, ni los libreros pueden tolerar; su reputación como autor y estadista—¡pobres Cervantes y Cisneros!—demuestra la presente decadencia de España. Su pluma y su espada están embotadas, sus laureles marchitos y sus entrañas agotadas; pero en tierra de ciegos el tuerto es rey.

Este dramaturgo, en mayo de 1833, fué llamado de su retiro de Granada a Madrid por el suspicaz Calomarde. La diligencia en que viajaba fué detenida por unos ladrones, a cosa de las diez de una lluviosa noche, cerca de Almuradiel; y al primer aviso, el conductor y los postillones se echaron al suelo, con{43} la cara en el polvo, como para demostrar su gran respeto a estos señores del camino. Los pasajeros eran él, un artista alemán y un amigo nuestro, inglés, residente ahora en Londres, el cual fué tratado con mucha cortesía por los satisfechos bandidos, porque con la mejor voluntad no opuso ninguna resistencia a entregar su bien guarnecida bolsa; no así el Deutscher, que estuvo a punto de ser maltratado, como venganza por lo vacío de su bolsillo, de no haber intervenido nuestro amigo explicando cuál era la profesión del alemán y logrando que le dejaran en libertad. Entretanto, el Don se dedicaba a esconder en el forro del coche, después de rajarlo, su reloj y los pocos duros que llevaba, y cuya existencia negó resueltamente al preguntarle por ellos; bien que luego reaparecieron ante la amenaza de una paliza, que casi ejecutaron. Después de esta detención, los viajeros pudieron continuar libremente su camino: el jefe de los bandidos dió la mano a nuestro compatriota, y se despidió deseándole un feliz viaje y diciéndole: «Vaya usted con Dios y sin novedad. Usted es un caballero, como lo son todos los ingleses; el alemán es un pobrecito, y el español, un embustero». Este último señor, tan duramente tratado por ese Lavater español, ha embolsado ya más de lo que le robaron, pues ha llegado a ser presidente del Consejo de Ministros con la reina Cristina y un humilde y adicto siervo de Luis Felipe: ¡cosas de España!

Es muy posible que este pequeño incidente diese{44} origen a la creación de la guardia montada que existe hoy en las ciudades, y que tiene la misión de vigilar las carreteras: se llama la guardia civil, y ha venido a substituír a la «hermandad», de Fernando e Isabel. Van vestidos a imitación de la gendarmería francesa; y como los españoles nunca pierden la ocasión de dar un mote acertado o de largar una pulla a las cosas de su vecino que no son de su agrado, les llaman polizontes o polizones, palabras que equivalen a la francesa polissons, bergantes, o les llaman hijos de Luis Felipe, pues son lo bastante mal educados, a pesar del matrimonio de Montpensier y de las hazañas nelsonianas de monsieur de Joinville, para considerar las dos palabras como sinónimas.

El número de estos bribones, hijos del rey francés, o guardias civiles, como se les quiera llamar, pasa de cinco mil. Durante el reciente maquiavelismo de su padre putativo, se han utilizado en las ciudades tanto como en el campo, y en funciones políticas más que de pura policía, empleándolos en calmar a la opinión pública indignada, y, en vez de perseguir malhechores, apoya a criminales de primera línea, nacionales y extranjeros, que se dedican ahora a despojar a la pobre España de su oro y de sus libertades; pero siempre ha ocurrido lo mismo. Cuando nosotros llegamos por primera vez a la Península y preguntamos por los bandidos, pudimos convencernos, como lo están ya los españoles sensatos, de que no los encontraríamos en los caminos, sino en los{45} confesonarios, en los bufetes de los abogados y, mejor aún, en las oficinas del Gobierno: aun en la misma Inglaterra están más expuestos los bolsillos en los Ministerios y Cancillerías que en muchos caminos y veredas de la Península.

Mucho se tardará, sin embargo, en conocer esta verdad, pues para ello tendrían que contradecirse muchos de los que escriben y contribuyen a hacer el gusto del público, los cuales tendrían que comerse sus propias palabras y ver sus opiniones debilitadas y combatidas, y esto es tan poco agradable como tener que volver a la escuela cuando ya uno está crecido, como ocurre cuando se estudia la Historia Romana, de Niebuhr, y encontrarse con que hay que empezar de nuevo a estudiar el alfabeto, porque todo lo que nos enseñaron como cierto está equivocado. España se ve desde lejos con un telescopio, atribuyéndola riquezas y bondades exageradas, de las que hay que rebajar mucho, pues como dice el refrán de dineros y bondad se ha de quitar la mitad, o aumentando los peligros y dificultades a un punto extremo. Un mal nombre dado a un perro o a un país es una cosa muy pegadiza y que todo el mundo repite. «Il y a des choses—dice Montesquieu—; que tout le monde dit, parce qu’elles ont été dites une fois»; y en castellano se dice: ovejas y bobas, donde va una van todas. Consecuencia de esto es que el error corre y llega a tener más crédito que la verdad misma.

Es cosa tan admitida, al escribir sobre la románti{46}ca España, que se prescinda del sentido común y los escritores se remonten a las nubes y hablen a la manera de Cambises, que, a los que descienden a la humilde prosa y se limitan a pintar las cosas como son, se les tacha no solamente de antiestéticos, prosaicos y faltos de inventiva, sino también de inverosímiles y pocos observadores. El espíritu del país, al hablar de sus propias cosas, es muy dado a decir lo que no es, y guiándose por los datos que se recojan sobre el terreno hay mucho adelantado para formar un concepto erróneo. Las leguas interminables de llanuras y montañas solitarias, donde las aves de rapiñas tienen su nido y en las que los sombríos buitres cruzan con pesado vuelo el claro cielo, son muy a propósito para que una imaginación volcánica las pueble con ejemplares igualmente rapaces de la especie de bípedos sin plumas de Platón. Los desfiladeros entre rocas, que parecen especialmente preparados para las emboscadas, las enmarañadas cañadas cubiertas de maleza, a pesar de toda su hermosura, que atrae al artista, no pueden menos de sugerir la idea de una cueva de culebras y de ladrones. Contribuyen a ello las frecuentes cruces colocadas sobre los clásicos montoncitos de piedras, en recuerdo de algún individuo asesinado, que tienen por único y conmovedor epitafio el nombre del muerto y la fecha de la desgracia, e implora del viajero, que se encuentra en igual situación que el muerto y que hasta puede serlo en un instante, que rece una oración por{47} su alma en pena. La sombra de la muerte parece cernirse en tales lugares, y el extranjero se sume más y más en sus pensamientos, que desde mucho antes están en armonía con lo que tiene ante sus ojos. Y no será ciertamente aquella cruz, con sus brazos extendidos, muchas veces adornada de flores, lo que haga a nadie pensar en burlarse de la muerte; ni hay sermón más elocuente que una de estas piedras silenciosas con sus sobrias palabras. A los españoles les impresionan menos que a los extranjeros, pues están habituados a ver cruces y sangrientos crucifijos en las iglesias y fuera de ellas; además, saben de sobra que la mayoría de estos pequeños monumentos se han erigido para recordar asesinatos que no han sido perpetrados por malhechores, sino que son resultas de alguna pelea o de alguna venganza, y de diez veces, nueve tienen por causa el vino o una mujer. De todos modos, son lo bastante para que un valiente inglés no se encuentre muy tranquilo a su vista, aun cuando no sirve para nada asustarse cuando ya se está en el sitio: el mejor modo de defenderse es afrontar el peligro y seguir el camino. Así, pues, querido lector, cierra el oído a todas las historias espeluznantes que te contarán por esos pueblos apartados, los crédulos y tímidos habitantes. Como a nosotros nos ha ocurrido con frecuencia, te congratularás de haber pasado tal o cual bosque y tendrás la seguridad de que infaliblemente serás robado en tal o cual lugar, unas leguas más adelante, pues siem{48}pre hemos experimentado que este fuego fatuo, de igual manera que el horizonte, retrocede conforme avanzamos, y el sitio peligroso está siempre un poco detrás o un poco delante del lugar en que nos encontramos, y se desvanece, como ocurre en la mayor parte de las dificultades cuando valientemente nos acercamos a ellas para empuñarlas.

Al mismo tiempo, esta clase de sitios y de sucesos permiten que se luzca mucho la imaginación de los que han vuelto sanos y salvos de ellos, para no decir nada de la dignidad y heroicidad que supone el dar tales pruebas de valor durante un viaje de vacaciones. Además, los sombreros de medio queso, el escaparse por el canto de un duro de los cuchillos largos y de los bigotazos, el estar tumbado boca abajo en el suelo durante una hora, mordiendo el polvo, son pequeños entremeses, tan diametralmente opuestos a la civilización y a la aburrida y prosaica rutina de los libres ciudadanos británicos, que pagan contribuciones para caminos y para policías, que son tópicos casi irresistibles para la pluma de un escritor fácil. Tales animados incidentes tienen la seguridad de hallar mucho público en Inglaterra, donde existe gran afición a estos relatos auténticos de España, que les dan las más nuevas y mejor informadas noticias sobre ella y que tan bien casan con la idea que ellos tienen formada de antemano. De aquí que los más populares sean aquellos autores que ponen el amor propio de su lector en la mejor armonía con sus pro{49}pios conocimientos. Y esto explica la frecuencia con que se habla en los apuntes peninsulares, en las narraciones personales, etc., de atracos y de robos, más fáciles de encontrar en sus páginas que en las llanuras de la Península. Los escritores saben que en el relato de un viaje por España se espera la aventura de bandidos lo mismo que en una novela de la señora Ratcliffe; estos efímeros libros están principalmente compuestos de «grandes acontecimientos», de manera que los autores ensartan todos los horrores tradicionales que circulan y que pueden amontonar sobre los caminos españoles, alimentando y manteniendo de esa manera la idea que existe en muchos condados de Inglaterra, de que la Península está totalmente poblada de bandidos. Y los que tal creen, no piensan que, si esto fuera cierto, sería imposible la vida de relación, y que si casi todos los que cuentan las aventuras han escapado de ellas por milagro, lo mismo les ocurrirá a otros.

Nuestros ingeniosos vecinos, cosa extraña en un pueblo tan valiente, tienen una verdadera bandidofobia, pues, según lo que se les dice en letras de molde a los papanatas de París, todo el temerario que piense tomar asiento en la diligencia española debería antes, a toda costa, hacer su testamento, como cuatro siglos atrás se hacía al salir en peregrinación para Jerusalén. Es muy posible que esto sea una idea de la diplomacia francesa, la cual siempre se ha distinguido por sus ocultas intenciones, y puede convenirle pro{50}palar ese rumor, como hacen los monederos falsos cuando corren la voz de que ciertos lugares están habitados por fantasmas, para evitar que otros vayan y asegurarse así una pacífica posesión. Es posible también que la superabundancia del esprit francés preste color y substancia a cosas insignificantes en sí mismas, como un pintor que esté pensando en las musarañas junto a la chimenea convierte las cenizas en castillos monstruos, y otros seres imaginarios; o también puede ser que, como la conciencia hace a todo el mundo cobarde, estos señores vean realmente un bandido en cada arbusto de España y esperen ver surgir de detrás de cada roca un ministro vengador que lleve en el bolsillo una lista de todos los vasos sagrados, Murillos, etc., que se echaron de menos después de la invasión de sus compatriotas. Sea como quiera, lo cierto es que, incluso un hombre tan avisado como monsieur Quinet, un verdadero doctor Sintaxis, llena páginas enteras de su libro Vacances[5] con sus constantes temores, aun cuando por haber llegado al término de su jornada, sin ningún accidente, bien que no sin miedo a ellos, le pasase por la mente la idea de que el coco sólo existía en su imaginación, mostrando con esto en su agradable libro un modo de ser que, a lo menos en Inglaterra, no inspira interés ni respeto, pues no se considera muy heroico el exceso de precaución.{51}

Hay que convenir también en que es muy fácil equivocarse respecto a la respetabilidad y carácter de muchos españoles cuando van de viaje, a no ser que lo hagan en un carruaje público, pues, como hemos indicado en el capítulo noveno, al ponerse en camino, abandonan a la mujer y la levita y visten el traje nacional, que es muy parecido al que usan los bandidos de melodrama, y, por tanto, no es extraño que se les tome por uno de ellos, pues, además, casi todos son morenos, tienen los ojos negros y penetrantes, el pelo desgreñado, y, en caso de viaje, prescinden de la toalla y la navaja; una barba sin afeitar da, no sólo en España, un aspecto tenebroso, que aumentará seguramente si el individuo lleva un fusil y un cuchillo. Además, estos señores así trajeados, tienen la costumbre de quedarse mirando fijamente por debajo del sombrero gacho, cuando pasa por su lado un extranjero, vestido para ellos de un modo raro, que excita su curiosidad y suspicacia, y, naturalmente, es un poco difícil distinguir a la oveja del lobo cuando los dos van disfrazados con la piel del primero, es decir, con una zamarra. Un caballero español que en su pueblo sería un modelo de ciudadanos, o un respetable tendero pacífico, ejemplo de burgueses inofensivos, se aparecerá, cuando salga a una excursión comercial, como el Bravo de Venecia u otros héroes de este estilo que atemorizan a los chicos en los teatros de pueblo. Comoquiera que desde niños estamos oyendo que viajar en este país{52} es cosa imposible, resulta que muchos de nuestros compatriotas creen, de buena fe, que en la Península sólo se pueden encontrar ladrones, y exageran su número de modo extraordinario, como los lenceros de Falstaff; y los supuestos Rinaldo Rinaldinis se alarman probablemente aún más por tomar también a nuestros compatriotas por ladrones, y este mutuo error continúa hasta que ambos explican su ligera equivocación sobre su mutuo carácter e intenciones. Aun cuando nosotros no hayamos nunca confundido a los pacíficos buques mercantes españoles con corsarios o navíos de guerra, ellos han cometido más de una vez esta injusticia con nosotros; y, probablemente, se nos hizo este honor a causa de la atención que pusimos en imitar el traje y el porte de su gran Rob Roy y en su propia patria, lo cual, para uno que quisiera acometer, en aquellos días, largas y solitarias cabalgadas a través de la Península, era una enorme ventaja.

Pero aun en aquellos tiempos de más peligro, los robos eran la excepción y no la regla, a pesar de las detalladas y precisas relaciones de indígenas y extranjeros, tan exageradas las unas como las otras. En realidad, esas conversaciones son el plato obligado, el tópico común de todos los viajeros de la clase baja, cuando charlan y fuman alrededor del fuego de la venta, y constituye la natural y agradable religio loci, la natural compañía en los lugares salvajes y llenos de asesinos. Y aunque el placer de los narra{53}dores va mezclado de miedo y de dolor, se complacen en esas historias como los niños con las de duendes. Su imaginación oriental corre parejas con su credulidad, y concluyen por creerse sus propias invenciones, a fuerza de repetirlas. Cuando en realidad se comete un robo, la noticia se extiende por todas partes y va ganando en lujo de detalles y de feroces pormenores, pues no hay cuento de arriero o andaluzada de marinero que pierda al correr de boca en boca, y la misma horrenda historia (aunque sólo hayan variado los nombres, las fechas y los lugares) se cuenta en otros muchos sitios, como ocurría en los tiempos medievales con un milagro frailuno, multiplicándose así infinitamente. Y se habla del suceso por meses y meses en todo el país, y, en cambio, nadie recuerda los miles de viajeros que recorren diariamente aquellos parajes sin que les ocurra nada. Ocurre con esto como con la lotería: que todo el mundo se fija en el premio gordo sin prestar atención a la infinita mayoría de los no premiados. Las historias de ladrones llegan a las ciudades y a oídos de gentes respetables que nunca se movieron una legua más allá de las murallas y que simpatizan con todo el que se expone por obligación a los grandes peligros y penalidades de un viaje, esforzándose con la mejor buena fe en disuadir de su propósito a los temerarios aventureros que intentan afrontarlos, dando como seguras las aprensiones de su credulidad y su imaginación.{54}

Los arrieros, venteros y la masa de españoles vulgares, advierten en las caras ansiosas de su tímido auditorio que está en vena de escuchar y de creérselo todo, y como son gárrulos y egoístas por naturaleza, se agarran a un tema en el que están fuertes, sintiéndose satisfechos de ser considerados en él una autoridad, con la superioridad que presta a esta clase de gentes el poder dar datos precisos y amedrentar a los oyentes. Su vivo ingenio, en el que pocas naciones les gana, pronto advierte el género de información que el «corresponsal» necesita, y, como las palabras no cuestan dinero, el voraz papanatas hace buen acopio de las noticias que desea. Estas historias aparecen luego impresas y se las cree por estar en letras de molde; y así tenemos que las jugarretas hechas al pobre míster Inglis y su libro de notas fueron el hazmerreír de la Península entera. Alguna gente seria se dejó influír por el contagio, y los chistes de bandidos de míster Mark se imprimieron y se les dió tanto crédito como si el autor fuese un apóstol en vez de un cónsul.

Como fué nuestro destino el viajar por la Península cuando Fernando VII era rey de las Españas y José María (a cuyo solo nombre aun tiemblan allí los viejos y las mujeres) era el amo de Andalucía, nos encontramos en un momento muy propicio para estudiar la filosofía de los bandidos españoles, y nuestras especulaciones se beneficiaron por haber tenido la fortuna de conocer al mismo temible jefe, del cual,{55} como de muchos de sus inteligentes compañeros, sólo podemos contar amabilidades y valiosas informaciones, a las que quedamos profundamente agradecidos.

Históricamente hablando, España nunca ha gozado de buena fama en este asunto de los caminos; en la antigüedad, realmente, no tiene una reputación definida, pero en toda época los extranjeros son los que la han acusado. Los romanos, a quienes no costó gran trabajo invadirla, fueron hostilizados por los guerrilleros indígenas, esas bandas indisciplinadas que sostenían esa lucha de guerrillas que siempre ha hecho Iberia. Molestados por estos tiradores sin disciplina llamaron a todos los españoles que les resistían latrones, como más tarde los invasores franceses, por las mismas razones, los llamaron ladrones o bandidos, por no llevar uniforme, como si el usar un casco impuesto por un general que se dedique al saqueo, pudiera convertir a un pillo en un hombre honrado, o el no llevarlo significara que era un ladrón el noble patriota que defendiera su propia hacienda y su país, sin tener en cuenta que, como dicen los franceses l’habit ne fait pas le moine, y que aunque la mona se vista de seda, mona se queda, replican los españoles.

Los hombres armados han sido siempre la plaga de España, tanto en tiempo de paz como en guerra: el estar en contra de la humanidad parece como que es instintivo en todos los descendientes de Ismael, y,{56} particularmente, en esta rama quijotesca, cuyos caballeros andantes o reformadores a caballo han sido no pocas veces ladrones disfrazados. Durante la guerra contra Buonaparte, la Península hervía en insurrectos, muchos de ellos impulsados de un sentimiento de lealtad a su rey, de indignación por su religión ultrajada y de odio arraigado al gabacho. Buenos servicios prestaron los Minas y Compañía a la causa de su legítimo rey; pero otros utilizaban sus patrióticos oficios como capa para cubrir su instintiva pasión por el saqueo y el libertinaje, y antes de que el país se viera libre de invasores, eran ya un enemigo formidable para todos los partidos. El duque de Wéllington, con su sagacidad característica, vió desde luego, al concluír victoriosamente la lucha, lo difícil que sería arrancar este «fruto nacido de un árbol injerto en patriotismo». De matar a un francés, a saquear a un extranjero, no había más que un paso para estos verdugos patriotas, entre los cuales se contaban todos los descontentos y los que no pudiendo cavar la tierra se avergonzaban de mendigar. El mal disminuyó bastante en los últimos años del reinado de Fernando VII; primeramente, porque murieron muchos de los viejos, y, además, por las mejorías introducidas en la sociedad, que hicieron desaparecer, o poco menos, estas ocupaciones fuera de la ley, del mismo modo que el cultivo del campo ahuyenta a las alimañas. Estos males, que quedan anulados por la tranquilidad interior y los continuos esfuerzos de las au{57}toridades, aumentan en los tiempos de revueltas, los cuales, como la tormenta, hace levantar el vuelo a los petreles, prestan actividad a la parte peor de la sociedad, creando una especie de caquexia civil, como está ocurriendo en Irlanda.

Otra fuente era, por no decir es, Gibraltar, este foco de contrabando y cuna del contrabandista, que es la prima materia del ladrón y el asesino. La absoluta ignorancia financiera de los gobiernos españoles les llama para corregir los errores del ministro de Hacienda: trovata la legge, trovato l’inganno. Los reglamentos fiscales son tan ingeniosamente absurdos, complicados y vejatorios, que el honrado comerciante encuentra molestias y entorpecimientos allí donde el estafador halla mil facilidades. Los excesivos derechos sobre las cosas necesarias a la gente puede compararse, en el caso del tabaco en Andalucía, con lo que ocurre con éste y otros artículos en las costas de Kent y de Sussex; en ambos países el azote del fisco conduce a perturbaciones de orden público, perjuicios al comerciante honrado y pérdida de renta al Tesoro, haciendo al mismo tiempo perezosos, feroces y rateros a campesinos que, con otro sistema más prudente, serían trabajadores y virtuosos. En España el eludir estas leyes se considera como un engaño a quienes tratan de engañar a la gente; los campesinos favorecen con toda su alma al contrabandista, como hacen en Inglaterra con el cazador furtivo. Hay curas montañeses cuyos rebaños son todos de esa{58} casta, que en sus sermones hablan del contrabando como un crimen convencional, no moral, y, como otras personas, decoran las rinconeras de sus casas con una figura de barro pintada del pecador con un traje completo de majo. El mismo contrabandista, lejos de considerarse rebajado, goza de la reputación que corresponde al éxito en las aventuras personales ante un público orgulloso de las proezas individuales: es el héroe del escenario español, y cuando aparece vistiendo todas sus galas y trabuco al brazo cantando la conocida romanza Yo, que soy contrabandista..., causa las delicias de todos los espectadores, desde el Estrecho al Bidasoa, sin exceptuar a los mismos empleados de Aduana.

El prestigio de tales representaciones teatrales, al igual de Los Bandidos, de Schiller, es bastante para que todos los estudiantes de Salamanca deseen echarse al camino. El contrabandista es el Turpin, el Macheath de la realidad y algo semejante a aquellos héroes de las viejas baladas y teatros ingleses, que han desaparecido a causa de los cercados, las comunicaciones rápidas y el empedrado (pues nada más odioso para un salteador de caminos que el gas y las barreras de portazgo) más que por miedo a la cárcel. Los escritos de Smollet y los relatos de los peligros corridos por muchos que aun viven en Hounslow Heath y Finchley Common, pintan costumbres que hace poco han desaparecido de entre nosotros y que en España se han modificado más recientemente aún.{59} El verdadero contrabandista es bien recibido en todos los pueblos; es como el noticiero y el medio de entenderse unos con otros: lleva té y charla para el cura, cigarros y dinero para el juez, cintas e hilos para las mujeres; va vestido espléndidamente, lo cual es siempre un atractivo para los ojos moroiberos; es valiente y resuelto—«nadie más que el bravo merece la hermosa»—; buen jinete y tirador; conoce palmo a palmo los rincones del país, tanto los bosques como los ríos, los montes como las llanuras; en una palabra, está admirablemente educado para andar por los caminos, para hacer la vida que Froissart llamaba, hablando del celebrado Amerigot Tetenoire, «hermosa y santa», y para él no es mucho más difícil quitarle la bolsa a un individuo en medio de la carretera que robar las rentas del rey.

Muchas son las circunstancias que concurren a hacer popular esta profesión entre las clases bajas. El atractivo del poder, la demostración de osadía y valor, la idea de llegar a hacerse rico fácilmente, tan sugestiva siempre para las naciones medio civilizadas, que prefieren exponer su vida una hora para obtener alguna ganancia que trabajar penosamente durante años; el aparato, el lujo, las canciones, las francachelas, las sonrisas de las bellas y todo el encanto de la vida de libertad y de camaradería son cosas que tienen un encanto irresistible para los pueblos enérgicos, luchadores y de rica imaginación.

El contrabando fué el origen de la profesión de{60} José María, que llegó a los más altos puestos en ella, ni más ni menos que «Napoléon le Grand» y «Jonathan Wild the Great» en las suyas respectivas, y, principalmente, como dice Fielding de su héroe, por su capacidad para el mal y por creer que la honradez es una corrupción de honosty, las cualidades de un asno (ονος). Pero es un gran error creer que hay siempre hombres capaces de ser capitanes de una cuadrilla formidable: la naturaleza no es pródiga en la producción de tales ejemplares de peligrosa grandeza. Y así como pueden pasar siglos antes de que caiga sobre el mundo el azote de otro Alarico, Buonaparte o Wild, también pueden pasar años antes de que España tenga otro José María.

El ladrón en grande es un aristócrata de primer orden en su clase: es el capitán de una cuadrilla metódicamente organizada, de ocho o catorce hombres, bien armados y montados en buenos caballos, que le siguen y obedecen sin discutir. El mando y la disciplina son formidables, y como son fuertes y rara vez atacan si no están seguros de su superioridad, y con emboscada y por sorpresa, cuando tienen todo en su favor, es inútil generalmente la resistencia, que sólo conduce a resultados fatales. Nunca se debe, por salvar un maletín, correr el riesgo de ser enviado al Erebo; por lo tanto, lo mejor es someterse desde luego y de buen talante a la intimación, que no admite negativa, de abajo, boca a tierra. Los que puedan disponer de una veintena de duros, cuya pérdi{61}da no arruina a nadie, rara vez serán maltratados; la entrega franca y de buen grado previene los malos tratos y hasta asegura ciertas consideraciones durante la desagradable operación; porque, después de todo, como solía decir míster Cribb, las pistolas y los sables son poca defensa comparados con las buenas palabras. El español, por naturaleza bien educado y caballero, responde siempre al llamamiento de cualidades que él cree son el orgullo de su nación; respeta la sangre fría, con la cual los valientes, aun cuando sean bandidos, siempre simpatizan. ¿Y por qué un hombre ha de perder su presencia de ánimo y quizá la vida a causa de unos cuantos duros? Estas grandes figuras del bandidaje no dejan de tener cierta magnanimidad, como sabía perfectamente Cervantes; prueba de ello, su pintura de Roque Guinart, cuya conducta con sus víctimas y su proceder con sus camaradas cuadra perfectamente, como sabemos con certeza, con la observada por José María, y era completamente análogo a los mismos rasgos de carácter del bandido italiano Ghino de Tacco, inmortalizado por Dante, así como los de nuestro Robin Hood y los guardabosques de Diana. Como eran fuertes podían permitirse el lujo de ser generosos y compasivos.

No obstante estas seguridades morales, y aun cuando sólo sea para una mayor seguridad, un inglés, cuando viaje por comarcas expuestas, hará bien en llevar una provisión decente de duros que llenen{62} una buena bolsa, que pese bien en la mano, y que es la suma aproximada que el bandido español piensa que un natural de nuestro proverbialmente rico país debe llevar consigo en sus viajes.

Es admirable la facilidad que tienen para calcular por el equipaje y el aspecto del individuo el dinero que puede llevar encima el que viaja. Si la suma no es tan crecida como suponen, se ofenden grandemente, al verse robados de los gajes regulares a que se consideran con derecho, según tradicionales costumbres de los caminos. A la persona que va completamente sin dinero se hace, generalmente, en ella un buen escarmiento, pour encourager les autres, dándole una buena paliza o dejándole completamente en cueros, según la antigua costumbre de los ladrones de Jericó. El viajero tiene que llevar algún reloj; uno con una brillante cadena dorada y colgantes es lo más indicado; y no llevarlo, le expone a más indignidades que la bolsa vacía, porque el dinero puede haberlo gastado, pero la ausencia del reloj supone la intención premeditada de que no se lo roben, y esto es para el ladrón la más injustificable tentativa para defraudarle de sus derechos.

Los ladrones españoles van armados por lo general con un trabuco que cuelgan del arzón de la silla, de perilla muy alta, que lleva una cubierta de lana azul o blanca, como un símbolo de su deseo de esquilar al prójimo. Quizá se haya concedido la orden del Toisón de Oro a algunos extranjeros como re{63}compensa a haber aliviado a España del peso de su independencia y de algunos Murillos. El traje que usan la mayoría de ellos es muy rico y de lo más fantástico que puede imaginarse; por la indumentaria son la envidia y el modelo de las clases bajas, que van ataviadas a la moda de los contrabandistas o de los toreros; en una palabra, como el majo o elegante de Andalucía, región que es la cuna y asiento de todo el que aspira a ejercer alguna de las profesiones indicadas. La segunda clase de bandidos—omitiendo otras menos importantes, como los salteadores, que se reúnen en grupos de tres o cuatro para acometer de improviso al viajero desprevenido—son los rateros. No están especialmente instruídos en la profesión, ni organizados de modo regular, sino que aprovechan las ocasiones que se les presentan para dar un golpe; y como la ocasión hace al ladrón, después de haber realizado alguna ratería vuelven tranquilamente a la ocupación u oficio que antes ejercieran.

El raterillo es un salteador en pequeño que nunca ataca más que al individuo que va solo y sin defensa, y el cual, después de todo, si le roban, debe culparse a sí propio, pues no se debe nunca hacer caer a un español en la tentación de realizar una hazaña de esta clase. El pastor que guarda un rebaño, el labrador que va arando la tierra, el viñador en su viña, todos llevan su escopeta, al parecer para protegerse a sí mismos, la cual les proporciona medios sobrados{64} de ataque contra los que no llevan más defensa que sus piernas y su buena fe. Estos ladronzuelos de ocasión son extremadamente corteses con los viajeros que van armados y apercibidos: les saludan quitándose el sombrero con mucho respeto y los obsequian con un «Buenos días tenga su merced», o «Vaya usted con Dios», tan sencillo e inocente como podría oírse en una bucólica, en un bailable de ópera o en cualquier otra exacta representación de la vida rural. Estos rateros son despreciados profundamente por los ladrones de alta categoría, como ocurría con los políticos de su clase antes de que los partidos fuesen traicionados por los tránsfugas que, con colas o sin ellas, desertaban al campo enemigo. El ladrón en grande desprecia a su vil competidor de igual manera que un doctor en Medicina y miembro del Colegio de médicos desprecia a un curandero que se atreve a cobrar honorarios y a matar sin licencia. Aun cuando despreciables, estos rateros son muy peligrosos, pues, careciendo de la nobleza de sentimientos que llevan consigo el poder y la fuerza, tienen la cobardía y la crueldad de los débiles, y de aquí que muchas veces asesinan a sus víctimas, porque los muertos no hablan.

La diferencia entre estos bribones de alta y baja estofa se puede comprender mejor comparando al Napoleón de la guerra con el Napoleón de la paz. El Corso era el ladrón en grande: guerreó con la Humanidad, permitió a sus secuaces el pillaje y el saqueo,{65} haciendo la cueva y el almacén de todos los bienes del continente; pero lo hizo abierta y valerosamente, ganándolo con su brazo y con su espada, y el valor y la audacia son cualidades demasiado bellas y raras para no inspirar admiración, siquiera en algunas ocasiones no está bien aplicada. Luis Felipe es un ratero que, escondiendo sus intenciones con el disfraz de la amistad y la buena fe, trabaja callada y astutamente para conseguir sus avarientos y ambiciosos fines, y valiéndose de malas artes, mientras besa a la reina, la saca del bolsillo una corona.

Conviene hacer constar, para los efectos de la Historia, que en la época en que España estaba, o se decía que estaba, plagada de rateros y bandidos, había, como es natural, remedio para ello, pues, según dicen los españoles, todo tiene arreglo menos la muerte; y claro está que, como el mal era muy grande, es natural que existiesen igualmente medios para combatirlo. Si las cosas hubieran llegado al extremo que puede deducirse de algunos exagerados relatos, hubiese sido imposible toda clase de tráfico de mercancías y viajeros en la Península. Las diligencias, protegidas por el Gobierno, eran atacadas muy rara vez, y los que se valían de otros medios de comunicación, y lo pedían a las autoridades, rara vez dejaban de llevar la suficiente escolta. Había un cuerpo organizado para este objeto que se llamaba de Miqueletes, derivado, según se dice, de un Miguel de Prats, satélite armado del famoso o infame César{66} Borgia. En Cataluña se les llama Mozos de Escuadra, y son la moderna Hermandad que constituían la antigua policía rural armada de España. Se componía de jóvenes escogidos y activos, que hacían el servicio a pie, a las órdenes de los poderes militares, e iban ataviados con un traje entreverado de militar y de majo. Llevaban polainas negras, en vez de amarillas, y chaquetas azules ribeteadas de rojo. Iban bien armados, con escopeta, y una canana a la cintura donde llevaban las municiones (cosa mucho más práctica que nuestra caja de cartuchos); una espada, una cuerda para poder atar a los presos y una pistola, que llevaban en la espalda, metida en la faja. Este cuerpo hacía perfecta pareja con los ladrones, entre los cuales se escogían algunos de sus individuos, pues la condición usual para obtener el indulto es alistarse a fin de extirpar a sus antiguos compañeros: poner a un ladrón para coger a otro ladrón; y así los renegados, en unión de los Miqueletes honrados, perseguían a la mala gente, como los guardabosques a los cazadores furtivos. Los ladrones los temían y respetaban: una escolta de diez o doce Miqueletes podía aventurarse a resistir no importa qué número de bandidos, quienes, por otra parte, rara vez atacan cuando saben que han de resistirles; y al atravesar lugares sospechosos, estas escoltas tomaban, con arte especial, todo género de precauciones, enviando destacados individuos al frente y a los flancos. Ocupaban al marchar un buen trecho de terreno, teniendo{67} cuidado de no ir nunca más de dos juntos, y no alejándose unos de otros a mayor distancia de un tiro de fusil; regla que bueno será que recuerde todo el que viaje, para obligar a observarla en caso de sospecha. Los raros ejemplos en que ingleses, especialmente oficiales de la guarnición de Gibraltar, han sido víctimas de robos, han tenido por causa el olvido de esta precaución. Si todo el grupo camina unido, es mucho más fácil sorprenderlo y cogerlo como en una red.

Hay que advertir que los ladrones españoles han sido muy tímidos para atacar a los viajeros ingleses, sobre todo si han visto que estaban prevenidos. Los bandidos no gustan de luchar, y mucho menos sin ventaja; pues como tienen la cabeza poco segura, odian el peligro que puede conducirles a mal lugar; no tienen valor caballeresco, ni más nociones abstractas de lo que es una lucha leal que las que pueda tener un turco o un tigre, que son bastante poco civilizados para desperdiciar una ocasión. Por lo tanto, no se aventuran si suponen que su enemigo ha de defenderse, como suele ocurrir con los ingleses. Aborrecen con especialidad los fusiles y la pólvora ingleses, que, sin disputa, son infinitamente superiores a los españoles. Aun cuando tres o cuatro ingleses no tuvieran, en realidad, nada que temer, yendo una señora era mejor llevar una escolta de Miqueletes, que tenían mucha vista y conocían, por las huellas de los caballos y otras señales que escapan a{68} los observadores superficiales, la presencia del peligro.

Además eran infatigables, y marchaban junto a un carruaje día y noche, desafiando el frío y el calor, el hambre y la sed. Como estaban pagados por el Gobierno no tenían derecho, en rigor, a ninguna remuneración de parte de los viajeros a quienes escoltaban; pero era costumbre dar a cada uno un par de pesetas diarias y un duro al que hacía de jefe. Se les regalaban algunas fruslerías, como unos cuantos cigarros, una bota o dos de vino, un poco de arroz y bacalao para la cena; el ejercicio avivaba su apetito, y ellos estaban siempre dispuestos a hacer honor a sus amos, bebiendo a su salud y a su bolsa, y protegiendo ambas.

Aquellas personas indígenas o extranjeras que no podían conseguir o permitirse los gastos de una escolta, podían aprovechar alguna oportunidad para unirse a otros viajeros que la llevaran. Es admirable la rapidez con que corría la noticia de que había una escolta para una partida, y cómo se engrosaba ésta con individuos sueltos que aprovechaban la ocasión. Como todos iban armados, cuanto más numeroso era el grupo, era a la vez más fuerte y, por lo tanto, los riesgos menores. Si no se tropezaba con nadie que viajase escoltado, entonces se aguardaba el paso de tropas que protegían los envíos que hacía el Gobierno, de dinero, tabaco o cosas semejantes. Si no se presentaba ninguna de estas oportunidades, se{69} unían todos los que pensaban viajar, formando verdaderas caravanas, costumbre muy oriental y que tomó carta de naturaleza en España, con tanta más facilidad cuanto que era y es casi imposible viajar solo, pues los otros se unen a uno: los grupos pequeños se unen a los mayores y más fuertes, que siguen el mismo camino sin consultarles y sin preocuparse de que les parezca bien o mal. Los arrieros son los más sociables y aficionados a la compañía y no tienen inconveniente incluso en variar de itinerario, con tal de ir en unión de unos o de otros. La caravana va engrosando como una bola de nieve, aun cuando suele ser siempre considerable en el momento de partir, pues los arrieros y dueños de coches, conocidos todos, se comunican unos a otros el número de los que han de ir con cada uno de ellos.

Viajar por caminos extraviados en un coche de colleras, y especialmente si se lleva un carro con equipajes, es cosa muy expuesta a los robos. Cuando la caravana llega a los pueblos pequeños, en seguida corre la voz, y si se dice que van extranjeros, suponen que van cargados con el oro y el moro.

La llegada de un convoy de esta naturaleza es un acontecimiento cuya noticia se extiende como la pólvora, y congrega a toda la «gente maleante», holgazanes y vagabundos, que ejercen de espías y están al habla con sus cofrades; además, la balumba del equipaje, el ruido de las colleras y el charlar de los hombres, se ven y se oyen desde lejos, y no se es{70}capa a los ladrones, si los hay, que estarán escondidos en alturas o escondrijos, bien provistos de anteojos y de largas y finas narices, que, como dice Gil Blas, huelen las monedas en los bolsillos de los viajeros, mientras que la lenta marcha y la imposibilidad de la fuga hacen de un convoy semejante una fácil presa para jinetes bien montados.

Todo lo anteriormente dicho respecto a los peligros reales o imaginarios se refiere, naturalmente, a viajes por caminos de herradura, o a través de provincias poco visitadas y por las cuales no cruzaban los coches del servicio público. Sin embargo, siendo tales comarcas reputadas como las peores, tenían la ventaja de verse libre de las partidas organizadas, por la misma razón de que era poca la gente que pasaba por ellas, y, por lo tanto, no iban a estar ocupadas por bandidos, los cuales son como las arañas, que sólo tienden sus telas donde hay una buena provisión de moscas. La masa de la gente humilde en España se preocupa poco de los bandoleros ni de los revolucionarios, pues tienen poco que perder y pasan inadvertidos, tanto para los unos como para los otros. Sus andrajos son su salvaguardia: un hermoso clima los cobija, un fértil suelo los alimenta; dormitan tranquilamente en medio de su pobreza (la mejor protección que siempre hubo en España), o rasguean la guitarra entonando coplas en alabanza de la bolsa vacía. Los mejor acomodados tienen que mirar por sí mismos; pues como la ley es insuficiente, han de{71} protegerse a sí o sus propiedades, o administrar la justicia por su mano para obtener satisfacción de entuertos, lo cual, en castellano neto, se llama vengarse. Un propietario irlandés arma a sus servidores y levanta altas paredes que rodeen su demesne—un señor inglés emplea guardas para proteger a sus faisanes—; del mismo modo, en las comarcas sospechosas, un hidalgo español protege su persona alquilando hombres armados, que se llaman escopeteros, nombre que puede aplicarse a casi todos los españoles. Esta costumbre de ir armado en el campo y de trabar conocimiento con el fusil desde muy pronto, es la razón principal de que a la menor alarma se formen con toda facilidad numerosas agrupaciones de hombres, que los españoles llaman soldados: en todas partes se encuentra la materia prima: un hombre con un mosquete. Bagajes, comisariado, pagos, raciones, uniforme y disciplina, cosas más bien europeas que orientales, podrán encontrarse en cualquier ejército mejor que en el español. Esto explica la facilidad con que la nación española se levanta tan magnánimamente en armas y que, después de ataques aislados y una lucha de guerrillas, desaparezcan de pronto al experimentar un revés: cada hombre en su casa como es tradicional que ocurra en Oriente, y eso con o sin proclama previa. Estos escopeteros, ladrones en ocasiones también, viven del robo o de evitarlo, porque también hay su honor entre los bandidos; los lobos no se comen unos a otros, como no{72} estén muy a la cuarta pregunta. Estos individuos, naturalmente, tratan de alarmar a los viajeros en exagerados relatos de peligro, y de ogros y de antros, con objeto de que no prescindan de sus servicios. Y no faltan inocentes que se traguen todas las invenciones, y anoten, como cosa verídica, los mil embustes que les cuentan mientras los presentes se burlan de ellos a sus espaldas; pero, como dice el refrán, en luengas vías, luengas mentiras.

Como estamos haciendo historia, habremos de añadir que los grandes bandidos, como José María, facilitan pasaportes en muchas ocasiones. Este verdadero soldado de la raza de Deloraine estaba mal avenido con las letras, pero, aun cuando apenas sabía poner su nombre, rubricaba[6] como cualquier otro español que ejerciera algún mando, o el mismo Fernando VII. Su rúbrica, verdadero salvoconducto, era una colección de garrapatos que hubiera podido dar crédito a Alí Pachá. Un íntimo amigo nuestro, alegre gastrónomo y dignidad de Sevilla, que se dirigía a los baños de Carratraca para reponerse del abuso de las ricas ollas y del valdepeñas, y que no tenía maldita la gana, como el abad gotoso de Bocac{73}cio, de verse sometido al régimen médico bandolero, se procuró un pase de José María y tomó uno de sus secuaces para que le sirviese de escolta, y nos le describía como su santito, como su ángel guardián.

A propósito de esta creencia en la protección espiritual y sobrenatural, diremos que casi todo el mundo usa, con gran fe, alguna reliquia, un rosario, un escapulario o una medalla de la Virgen. La duquesa de Abrantes, no hace mucho tiempo, colgó del cuello de su torero favorito una medalla de la Virgen del Pilar, escapando aquél, por tanto, ileso. Pocos son los soldados españoles que van a la guerra sin llevar amuletos de esta clase, a los que suponen el poder de detener las balas y desviar el fuego como un pararrayos, y quizá lleven razón, en vista de los pocos que mueren en el campo de batalla. En los tiempos románticos de España no se podía verificar un duelo o un torneo sin que precediese una declaración de los combatientes de que no llevaban encima reliquia ni amuleto alguno. Nuestro amigo José María atribuía su constante buena suerte a una imagen de la Virgen de los Dolores de Córdoba que llevaba siempre junto al peludo pecho. Entre la clase baja de España puede ser frecuentemente conocido el pueblo de origen de cada uno por los adornos piadosos que lleva consigo. Escogen sus amuletos entre los santos o reliquias más venerados en la comarca y que se estiman más milagrosos. Así, tene{74}mos que la imagen del «Santo Rostro», de Jaén, se usa en todo el reino de Granada, así como en toda Murcia, la Cruz de Caravaca; y el rosario de la Virgen es común a toda España. La siguiente prueba milagrosa de sus salvadoras virtudes estaba frecuentemente pintada en los conventos: Un ladrón fué muerto por un viajero y enterrado en el campo mismo; algún tiempo después, pasando sus compañeros por aquel sitio, oyeron una voz que les llamaba; abrieron la fosa y, con gran sorpresa, lo encontraron vivo y sano. Y era que, al ser muerto, llevaba un rosario colgado al cuello, y, entonces, Santo Domingo (fundador de esta devoción) intercedió con la Virgen para que lo salvara. Esta confianza en la Virgen no es sólo española; los bandidos italianos llevan siempre un pequeño corazón de plata de la Madonna, y esta extraña mezcla de ferocidad y superstición es uno de los rasgos más terribles de su carácter. San Nicolás, el inglés «Old Nick», es en todos los países el patrón de los estudiantes, ladrones, o como Shakespeare los llama, «escribanos de San Nicolás». «Guarda tu cuello del verdugo, pues sé que adoras a San Nicolás como lo haría un hombre falso»; y como el Santu Diavolu, Santu Diavoluni, que es el santo apropiado para los bandidos sicilianos.

San Dimas, «el buen ladrón», es un santo muy conocido en Andalucía, donde, según dicen, tiene muchos discípulos. Una escultura muy célebre de{75} Montañés, en Sevilla, es la llamada El Cristo del Buen Ladrón, de Sevilla, en cuyo título se subordina al Salvador. Los ladrones españoles han sido siempre muy buenos católicos. En Rinconete y Cortadillo, de Cervantes, cuyo Monipodio parece haber servido de modelo a Boz para Fagin, se coloca un platillo delante de una imagen de la Virgen, en el que cada ladrón va depositando su óbolo, y uno de ellos dice que «roba para servir a Dios y a los hombres honrados». Sus mendicantes confesores de las montañas, animados de un piadoso amor a los duros cuando han de ser gastados en misas expiatorias, consideran el acto de pagarles en buenos doblones como una devolución tan loable, un arrepentimiento tan sincero, que dan derecho al contrito culpable a una amplia absolución, a la indulgencia plenaria y a toda la protección de la Santa Iglesia. A pesar de lo cual se sabe que estos desagradecidos «buenos ladrones» no tienen el menor escrúpulo en desvalijar a sus directores espirituales si los encuentran en un camino.

Pero volvamos al poder de estos talismanes. Nosotros mismos nos colgamos, en nuestra zamarra, una medalla de plata de Santiago de las que se venden a los peregrinos en Compostela, y llegamos a Sevilla después de una larga excursión sin que nos ocurriera el menor contratiempo, ni tuviéramos que sufrir más robo que el de los venteros y el de nuestro fiel escudero, cosa que fué completamente atribuída por el{76} dignatario de que hablamos antes a la protección que el patrón de las Españas otorga siempre a todo el que lleva su insignia, la cual protege al portador de ella de la misma manera que el distintivo de un barquero del Támesis le libra de una leva forzosa.

El relato de la ejecución de uno de la partida de José María, que nosotros presenciamos, será un final propio de todo lo que llevamos dicho sobre este asunto, y un acto de justicia hacia nuestras bellas lectoras por estas noticias sobre la perturbación del orden público y por la mala compañía en que las hemos introducido. José de Rojas, más conocido (pues generalmente tienen un apodo) por el mote de El Veneno, a causa de sus virtudes viperinas, fué sorprendido por unos cuantos soldados; les resistió desesperadamente; y cuando cayó al suelo con la pierna herida por una bala, mató al soldado que corría a prenderle. Cuando le llevaron a la cárcel ofreció denunciar a sus compañeros si le prometían no ahorcarle. Se aceptó la oferta y se le envió con bastante fuerza a buscar a sus compañeros; y era tal el terror que le tenían, que todos se rindieron, pero de ningún modo a él, y fueron perdonados. El Veneno fué después encausado por todos sus crímenes anteriores, juzgado y condenado, sin que le valiera de nada alegar que había hecho indirectamente lo que prometió para que le dejaran vivo; pues tales juicios son en España una pura fórmula para dar un aire de{77} legalidad a una sentencia de antemano pronunciada. Las autoridades se mostraron conformes con la condena.

Kept the word of promise to the ear
But broke it to the hope[7].

Y como El Veneno no tenía ni amigos ni dinero, con lo que Ginés de Pasamonte untó la mano de la justicia y salió libre, la sentencia tuvo naturalmente que cumplirse. Los tribunales de justicia y la cárcel de Sevilla están situados cerca de la plaza de San Francisco, que ha sido siempre el sitio de las ejecuciones públicas. El día anterior al que debía verificarse, nada indicaba lo que había de ocurrir allí a la mañana siguiente; todo lo relativo a estas lúgubres ceremonias es visto con repugnancia por los españoles, y no precisamente por el horror abstracto al derramamiento de sangre—que en otras naciones induce a las gentes de humilde condición a aborrecer a los ejecutores de la justicia, como las tribus aladas pequeñas aborrecen a las aves de rapiña—, sino más bien por un antiguo prejuicio oriental de contaminación, y porque todos los empleados en estos menesteres se les considera como infames, y pierden su casta y limpieza de sangre. El patíbulo se levanta siempre por la noche, silenciosa y ocultamente, y al día siguiente aparece tétrico y aislado para afrentar al sol y entristecer el despertar de Se{78}villa. Cuando el reo es noble, la plataforma, que de ordinario es de tabla, se cubre con bayeta negra. La operación de ahorcar en un pueblo tan poco mecánico y con ninguna patente de invención especial para el caso, se solía hacer de una manera grosera y cruel. Los miserables culpables eran arrastrados por la escalera del patíbulo, por el verdugo, el cual se montaba sobre sus hombros y se lanzaba al espacio con sus víctimas, y mientras los dos se balanceaban en el aire, se ocupaba aquél, con dedos de araña, en manosear el cuello de los desdichados, hasta que le parecía que estaban bien muertos, y después, deslizándose por los cuerpos, se dejaba caer al suelo. La horca fué graciosamente abolida por Fernando VII, El Deseado; este padre de su pueblo decretó que en lo sucesivo los que se hicieran acreedores a la pena de muerte fueran ejecutados por el garrote, modo de hacer pasar a un mundo mejor a aquellos de sus súbditos que lo mereciesen, que está más en consonancia con el dogal de los orientales.

El Veneno fué puesto en capilla, como es costumbre, el día antes de su ejecución, lugar y momento en que se le procuran al reo todos los últimos consuelos de la religión. La capilla era una habitación reducida de la cárcel, y de un aspecto por todo extremo melancólico en aquella mansión del dolor, que tal es una cárcel en España, hoy lo mismo que cuando la describiera Cervantes, que la conocía por triste experiencia. Una verja de hierro partía el corredor{79} que llevaba a la capilla. El paso estaba cubierto con individuos de una caritativa hermandad que se dedica a asistir a los ajusticiados y que pedían limosna a todos los presentes para aplicar luego misas en sufragio del alma del criminal. Allí había grupos de oficiales y de rollizos padres franciscanos que fumaban y charlaban, y, de tiempo en tiempo, lanzaban ansiosas miradas a la suma recolectada que había de beneficiar a sus cuerpos tanto como al alma del condenado. La frivolidad de aquellas gentes formaba un gran contraste con la melancolía del interior. Una pequeña puerta se abría en la capilla, sobre la cual se podían escribir las palabras de Dante:

Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate!

En este recinto había una mesa con un crucifijo, una imagen de la Virgen y dos velas de cera. Junto a ella hacía centinela un soldado, con un sable desenvainado, y otro guardaba la puerta con su fusil al brazo. En un rincón de esta habitación obscura había un jergón, donde El Veneno estaba echado, encogido como una serpiente y cubierto hasta la boca con una manta a rayas, que no dejaba al descubierto más que su encrespada cabellera y sus ojos chispeantes, que se movían sin cesar en sus órbitas. Cuando se acercaron a él, se levantó de un salto y se sentó en una silla. Estaba casi desnudo; un rosario de cuentas le colgaba sobre su descubierto pecho y contrastaba con las cadenas que oprimían sus miem{80}bros. La superstición le puso sus grillos al nacer, y al morir le ponía sus esposas la ley. La expresión de su rostro, aun cuando baja y vulgar, era de las que, una vez vistas, difícilmente se olvidan: una mirada cabizbaja de criminal empedernido; su cetrino color parecía más cadavérico aún con la media luz, y la barba negra sin afeitar, creciendo vigorosamente sobre la cadavérica faz, le hacía más imponente. Se mostraba conforme con su suerte y repetía como una máquina algunas frases que le decían los frailes. Su situación, probablemente, era más triste para el espectador que para él mismo, pues en él había cierta indiferencia ante la muerte, nacida más bien de ignorancia de su terrible significación que de un alto valor moral; era una especie de Bernardino de Shakespeare, «un hombre que recibe la muerte con la misma frialdad que un profundo sueño, sin cuidado, sin preocupación, sin temor a lo pasado, a lo presente ni a lo porvenir, insensible a la mortalidad e irremediablemente mortal».

A la mañana siguiente la triple fila de los viejos balcones, azoteas y todo el área de la mora y pintoresca plaza estaban ocupados por gente de la clase baja; los hombres, arrebujados en sus capas—era una mañana de diciembre;—las mujeres, con sus mantillas; muchas, con niños en brazos, que llevaban a que en los comienzos de su vida presenciaran el fin de ella. Las clases altas no sólo no asisten a las ejecuciones, sino que evitan toda alusión a ellas, pues las{81} consideran como una prueba de barbarie; pero los humildes, para quienes las conveniencias sociales tienen poca importancia, no pierden la ocasión de satisfacer su curiosidad malsana contemplando estas escenas de terror, que indudablemente tienen una influencia especial en las mujeres, pues se sienten impelidas de modo irresistible a ser testigos de escenas repugnantes y de sufrimientos que no soportarían por nada del mundo. Ellas, como los niños, tienen gran afición a lo espeluznante, lo mismo en la realidad que en la ficción. Para los hombres era como una tragedia que acaba con la muerte, muerte que llama la atención de todos, que antes o después han de seguir el mismo camino[8]. Ellos desean ver cómo se porta el criminal, simpatizan con él si se muestra sereno y animoso y le desprecian al menor síntoma de debilidad. Alrededor del patíbulo se abrió un cuadro con filas de soldados formados, en el que se permitía la entrada a los oficiales y a los religiosos. Conforme se iba aproximando la hora fatal, la multitud empezaba a dar muestras de impaciencia, quejándose de lo lentamente que el tiempo pasaba; este tiempo que para ellos no tenía importancia alguna y que tan precioso era para el desgraciado cuyos momentos estaban contados.

Cuando al fin el reloj de la catedral dió la fatal hora, la multitud, en un general movimiento de ex{82}pectación se alzó de puntillas, y todos se empujaban unos a otros para colocarse mejor. Aun transcurrieron diez minutos, pues el reloj de la cárcel iba atrasado de intento, con objeto de que, dado el caso de que se concediese indulto al reo, pudiese llegar a tiempo. Por fin, también sonó este reloj y todas las miradas se dirigieron a la puerta de la cárcel, por donde salió el reo acompañado de algunos franciscanos, pues había elegido los de esta Orden para que le auxiliasen en sus últimos momentos, privilegio que se concede siempre al criminal. Iba éste cubierto con una hopalanda de bayeta amarilla, color que indica el crimen o el asesinato, y es siempre con el que se representa a Judas Iscariote en las pinturas españolas. Marchaba penosamente en su último viaje, medio sostenido por los que le rodeaban y deteniéndose muchas veces para besar el crucifijo, que un fraile sostenía, aunque más bien, para prolongar la existencia—¡amada vida!—siquiera fuese un momento. Cuando al fin tuvo que llegar al patíbulo se arrodilló en los escalones, umbral de la muerte; los reverendos que le auxiliaban le taparon con sus mantos, y su última confesión fué oída en lo invisible. Después subió a la plataforma acompañado por un solo fraile, se dirigió a la multitud con desfallecido aliento y palabras entrecortadas, y le dijo que moría arrepentido, que merecía el castigo que se le imponía y que perdonaba al verdugo. «Mi delito me mata y no ese hombre». «Ese hombre» es una expresión despreciativa, casi{83} un insulto: el sentimiento dominante del español se mostraba a la hora de la muerte contra el degradado funcionario. Después, el criminal exclamó: «¡Viva la fe!» «¡Viva la religión!» «¡Viva el rey!» «¡Viva el nombre de Jesús!», gritos a los que no contestó ninguno de los que lo oían. En el momento de la muerte, gritó: «¡Viva la Virgen Santísima!», y, entonces, de todas las bocas salió la misma exclamación. ¡Tan profunda es la devoción a la Virgen y tan tibia su relativa indiferencia hacia su rey, su fe y su Salvador! Mientrastanto el verdugo, un hombre joven vestido de negro, se ocupaba en los detalles de la fúnebre operación. El fatal instrumento es muy poco complicado: el reo se sienta en un banquillo, con la espalda apoyada en un poste alto y fuerte, al cual se sujeta una especie de collar de hierro, que le rodea el cuello y está dispuesto de modo que se junte con el poste al apretar un potente tornillo. El verdugo ató tan fuerte los desnudos brazos y piernas de Veneno, que se le hincharon y pusieron negros—precaución que no está de más, pues el padre de este funcionario fué muerto por un criminal en el momento de la ejecución. El fraile que asistía a Veneno era un hombre corpulento y finchado, que se ocupaba más de quitarse el sol de la cara que de su misión espiritual. El bandido se sentó con un retorcimiento de agonía y castañeteando los dientes. Cuando todo estuvo dispuesto, el verdugo tomó con ambas manos la palanca del tornillo, reunió todas sus fuerzas para{84} un vigoroso esfuerzo muscular, y, a una señal convenida, apretó el férreo collar, en tanto que el ayudante cubría con un negro pañuelo la cara del ajusticiado; un crispamiento de sus manos y una palpitación de su pecho fueron los únicos signos visibles del tránsito del alma del ladrón. Después de una pausa de algunos momentos, el verdugo miró cautelosamente por debajo del pañuelo, y después de dar otra vuelta a la palanca, se lo quitó, lo dobló, se lo metió en el bolsillo y se dispuso a encender un cigarro.

—with that air of satisfaction
Which good men wear who’ve done a virtuous action.»[9]

La cara del muerto estaba ligeramente crispada, la boca abierta, los ojos desencajados y vueltos. Al pie del cadalso colocaron un féretro negro, con dos faroles colgados de unos palos y un crucifijo; y también una mesa pequeña y una bandeja, en la que se seguían depositando limosnas para pagar a los curas que dijesen misas por su alma. El populacho, después de haber discutido sobre los crímenes del muerto y haber criticado a las autoridades, a los jueces y al verdugo, por su manera de ejecutar (era la primera vez que lo hacía), se fué dispersando poco a poco, con gran contento de los plateros de la vecindad, que empezaron a atreverse a abrir los escaparates, porque hasta aquel momento habían confiado más en las{85} barras y los cerrojos que en el ejemplo que las gentes estaban presenciando. El cadáver permaneció en el patíbulo hasta la caída de la tarde, hora en que, metido en un carro de la basura, fué conducido por el pregonero fuera de la jurisdicción de la ciudad, a una explanada llamada «La mesa del Rey», donde los cuerpos de los ajusticiados son descuartizados—«buen plato para la mesa del Rey»—. Allí el verdugo y sus secuaces tajaron y picaron al difunto con ese inimitable desprecio de la anatomía, por el que tanto ellos como los cirujanos españoles son igualmente famosos:

«Le gambe di lui gettaron in una fossa;
Il Diavol ebbe l’alma i lupi l’ossa.»[10]
{86}

Capítulo XVII

DESPUÉS de tratar de los venteros españoles, nos fué cosa fácil hablar de los ladrones, y no es más difícil pasar de este tema al de los médicos. Aquéllos, al menos, ofrecen una cortés alternativa, puesto que piden «la bolsa o la vida», mientras que los médicos, en la mayor parte de los casos, se quedan con ambas; pero por no vestirse de modo tan pintoresco, ni ejercer su oficio de manera tan dramática, no gozan de tanta reputación en Europa como los bandoleros. Por el contrario, mientras todos los que han escrito y escriben sobre la Península nos advierten que debemos guardarnos de los ladrones que se ocultan en las encrucijadas de los caminos, nadie nos pone en guardia contra el Sangrado, cuyo arte es más mortífero que la insolación, tan corriente en Castilla. ¡Desgraciado del que caiga en sus manos! Ya puede ir previniendo que tomen medida de su sepultura, pues, como suelen decir, tomar el pulso{87} es pronosticar al enfermo la losa. Probablemente, por conocer bien a esta clase de gente, vino, o fué enviado a Madrid, desde París, monsieur Orfila, cuando se casó Montpensier con la Infanta, con la esperanza de librar a su hermana mayor la reina, a la «inocente» Isabel, de la lanceta, de las fatales lancetas indígenas—una bienintencionada interferencia del extranjero, dicho sea de paso, que ofendió a la facultad española y que rechazó unánimemente; y tampoco fueron recibidas con el agradecimiento que se merecían las previsoras advertencias de este eminente toxicólogo, o investigador de materias venenosas, con respecto a la administración de medicinas.

Aunque en otro tiempo los hospitales y casas de misericordia de España estuvieron magníficamente dotados, hoy no queda nada del antiguo esplendor para la pobre y doliente humanidad. Administradores y mangoneadores entraron a saco en sus bienes, y han acabado con todo. Los depositarios de las rentas para beneficencia se ven sin defensa alguna contra la avaricia oficial, y, siendo cuerpos sociales, carecen de la santidad de los intereses privados, que todo el mundo defiende. De aquí vino que el codicioso privado, Godoy, empezara la expoliación, apoderándose de los fondos y dando, en cambio, garantías gubernamentales que, naturalmente, pronto no tuvieron valor alguno. Luego vino la invasión francesa y la conspiración de los déspotas militares. La guerra civil hizo lo restante, y ahora que se han suprimido{88} los conventos, la falta se nota mucho más, pues antes, en las comarcas arrinconadas, los frailes socorrían a los pobres y procuraban medicinas a los enfermos. En general, y salvo raras excepciones, los hospitales y las Casas de Misericordia están muy lejos de ser un modelo en España, y las de locos y de expósitos, a pesar de algunas mejoras introducidas recientemente, dan poco crédito a la ciencia y a la caridad.

Los bajos, brutales y feroces Sangrados de España han sido objeto de las burlas de escritores del país y extranjeros, que han dicho muchas verdades. La expresión vulgar para indicar la gran mortalidad de sus clientes es decir mueren como chinches. Esta indiferencia por la vida, esta falta de atención al sufrimiento humano y este atraso en la ciencia de curar son enteramente orientales; pues aun cuando la ciencia, en general, haya salido de Este a Oeste, la Medicina y la Cirugía no tienen ese origen. En Oriente, como en España, han sido ciencias de segundo orden, y los que se dedicaban a ellas eran considerados como gente de condición inferior, obstáculo enorme en la Península, donde el hombre prefiere morir a ejercer una profesión que pueda enturbiar el brillo de su honor personal. El cirujano de los moros españoles solía ser un despreciado y aborrecido judío, lo que creaba una tradicional repugnancia hacia la profesión. El médico era de casta algo superior, pero, lo mismo que el botánico y el químico, era{89} más fácil hallarle entre los infieles que entre los cristianos. Así Sancho el Graso tuvo que ir a Córdoba en busca de asistencia. Y todavía en España, como en Oriente, todos aquellos cuya profesión es condenar a muerte a seres vivientes, están casi excomulgados socialmente: el carnicero, el torero, el verdugo, por ejemplo. El soldado, que acuchilla, ocupa puesto preeminente en aquella sociedad; el médico, que cura, el más bajo. El doctor en Medicina, a quien el infalible Papa consulta y el Rey autócrata obedece, sólo tiene entrada en las buenas casas en caso de enfermedad, y vuelven a cerrársele las puertas en el momento en que la salud se recupera; pero él sabe vengarse de los que le desprecian; y si todos los españoles son temibles con el cuchillo, el cirujano lo es muy especialmente. Madrid puede llamarse con razón la Corte de la Muerte, y el Escorial es muestra palmaria de ello con la prematura muerte de las personas reales, y eso que es de suponer que ellas congreguen en torno suyo la más refinada y escrupulosa asistencia, tanto médica como teológico-terapéutica, que la capital puede proporcionar; pero el tránsito de la realeza es breve, especialmente en el caso de las mujeres e infantes, y el resultado es innegable en estas estadísticas de la muerte; la causa de ello está en el clima y en el doctor, que, como se ayudan mutuamente, puede honradamente dejárseles que decidan entre sí la cuestión de la relativa excelencia de cada uno.{90}

El médico español es rehuído no solamente por prejuicios antiguos, y porque es considerado peligroso como una serpiente de cascabel, sino también por los celos que la gente de iglesia siente hacia una profesión rival, creyendo que, si fuesen bien mirados, podrían tener que partir con ellos los legados y secretos que tan fácilmente se obtienen en el lecho de muerte, cuando el cuerpo y la inteligencia han perdido su vigor. Además, un médico y un confesor españoles miran al enfermo desde diferentes puntos de vista: el médico sólo piensa o debería pensar en salvarle en este mundo; el confesor trata de librarle de los tormentos del otro; ambos emplean todos los medios a su alcance para conseguir su objeto, aun cuando, en muchos casos, no es aventurado asegurar que ni uno ni otro tienen mucha fe en ellos: la práctica espiritual no cambia, porque la misma novedad, que es una herejía en religión, no se cree sea favorable en ninguna otra cosa. Así, las Universidades, gobernadas por eclesiásticos, convencieron al pobre fanático de Felipe III para que dictara una ley prohibiendo el estudio de todo sistema nuevo de medicina y exigiendo los textos de Galeno, Hipócrates y Avicena. Letrados y hombres para quienes el sol había detenido su carrera, rechazaron las ciencias exactas y la filosofía experimental como peligrosas innovaciones que, según ellos, hacían de cada médico un Tiberio que, por ser aficionado al estudio de las matemáticas, en donde todo necesita{91} demostración, era poco respetuoso con los dioses y diosas del Panteón; y así, en 1830, atemorizaron al tímido Fernando VII (cuya semejanza con Tiberio nada tenía que ver con Euclides), diciéndole que las escuelas de Medicina formaban materialistas, herejes, ciudadanos reyes, liberales, insurrectos y revolucionarios. Convencido el amado monarca, cerró las Universidades, si bien, en cambio, y como compensación, fundó una escuela de tauromaquia: los hombres pueden ser destrozados impunemente, pero es muy conveniente que los toros mueran con todas las reglas del arte y los honores de la ciencia.

La poca consideración social al médico es muy clásica: en Roma eran esclavos libertos, y sólo fueron elevados a la categoría de ciudadanos en tiempo de César, que quiso atraerse a estos ministros de las terribles Parcas cuando la población de la capital era muy reducida a causa de la excesiva emigración: acto de favor que puede tener dos fines, pues Adriano VI (maestro del español Carlos V) aprobó que hubiese en la Ciudad Eterna quinientos individuos que practicasen la Medicina, pues, de lo contrario, «la multitud de seres vivientes se hubiera devorado entre sí». Con todo, cuando le llegó a él su turno de ser eliminado, el pueblo, agradecido, obsequió con una serenata a su cirujano, llamándole el «salvador de la patria». En nuestros días sólo un médico era admitido en Sevilla entre la gente de sangre azul, o buena sociedad, cuando gozaban de salud{92} fuerte y antiflebotómica; y a todos los extraños les informaba a manera de excusa el exclusivista anfitrión, de que el doctor era de casa conocida, dándole así entrada en el mundo su persona y no su profesión. Y mientras hay una porción de aventureros que ostentan un título, ni al más liberal dispensador de mercedes se le ocurre dar un título a su médico, honor que es algo más que el de par de Francia y menos que una baronía médica de Inglaterra. Estos prejuicios de casta hacen que los médicos no frecuenten más sociedad que la suya, que, como no se recetan unos a otros, no es ni desagradable ni peligrosa. En Sevilla se reunía una tertulia de ellos en la botica de Campelos, y puede decirse que era una bandada de aves de mal agüero que graznaban sobre la salud general que afligía a la ciudad y que rogaban a Dios, como Sangrado en Gil Blas, que por favor divino sobreviniesen pronto muchas enfermedades. El que este nido de cornejas estuviese atestado o vacío era el mejor barómetro para conocer la salubridad de la bella capital de Bética; y mientras nosotros vivimos allí lo consultamos a menudo con ansiedad, pues por mucho que la gente se burle de los médicos cuando están rebosantes de salud, cuando la enfermedad trae al médico se acaban todas las bromas, y entonces todo el mundo les hace mucho caso, aun en España, por preferir ese mal a otros y por miedo al confesor y al sepulturero.

En ningún país son los pobres muy aficionados al{93} hospital, y en España, además del orgullo natural, que hace retraerse en todas partes a muchos enfermos de establecimientos admirablemente montados, aquí un fundado temor aleja al paciente, que prefiere morir de muerte natural. Además, por el hecho de ser pobres, es menos evidente para los directores que para los pacientes la necesidad que en absoluto tengan éstos de vivir, pues, como dicen los maltusianos, no hay en la mesa de la naturaleza sitio vacante para los que no pueden pagar; y así ocurre que los directores del hospital no se apresuran a ofrecer mesa y cama a los solicitantes; la muerte de un paciente es ahorro de dinero y trabajo, cosa muy digna de tener en cuenta en un país en donde el primero escasea y el segundo tiene muy pocos partidarios, y en donde un hombre sano vale poco y uno enfermo, aun menos. Por otra parte, los médicos no siempre adquieren fama por obrar curas, como podríamos demostrar con varios casos de mujeres y herederos en general; así, si en los hospitales de la Península sólo mueren la mitad de los enfermos, se piensa que es una gran suerte; además, los muertos no abren el pico, y los vivos cantan grandes alabanzas por haber escapado milagrosamente: El médico lleva la plata, pero Dios es el que sana. Los sepultureros, en cambio, viven atareados y satisfechos, como los de Hamlet y como, en general, lo están todos los enterradores cuando tienen entre manos un trabajo que les producirá ganancia. Cavan profundamente en la{94} silenciosa tierra la profunda fosa, de la cual no volverá a salir el viajero. Cantan y bromean mientras echan polvo sobre el polvo y entierran el corpus delicti, y con él los desatinos del médico. En este momento todos quedan satisfechos, excepto el difunto: el hombre de la lanceta queda contento, porque la desagradable prueba del delito desaparece de la vista; los obreros de la pala y el azadón, porque aquello les proporciona el sustento, y, una vez terminado el entierro, unos y otros ponen en práctica el proverbio español: Los muertos a la huesa y los vivos a la mesa.

En ninguna época han dado los españoles gran importancia a su vida, y mucho menos a la de los demás, pues no es pueblo de buenas entrañas. La familiaridad con el dolor hace insensibles aun a las personas empleadas en nuestros hospitales, porque todo el que vive por la muerte sólo siente por los vivos cariño de sepulturero, y le importa tanto la poesía de la salud inocente como a míster Giblet un cordero domesticado. Y son cosas estas muy difíciles de mejorar en España, donde todo contribuye a educar a hombres y mujeres en una gran indiferencia hacia la sangre: las heridas, la sangre y la carnicería de los toros, los gritos de muera de las multitudes y de pásele por las armas, los decretos draconianos y mil otras prácticas de los poderes públicos; por esta razón, el bisturí o puñalada fatal del cirujano son mirados como cosas de España. La filosofía de la in{95}diferencia general por la vida en este país, que es casi el fatalismo oriental, en la multitud de ejecuciones y la general resignación ante el derramamiento de sangre, dependen en gran parte de que para muchos la vida no es en el mejor caso sino una lucha por la existencia, y así, al jugársela, sólo arriesgan moneda pequeña, y cuando uno desaparece, los demás viven mejor en cierto modo; de aquí el que cada uno mire sólo por sí y por el día presente, y après moi le déluge: el último mono se ahoga; o como decimos nosotros: que el diablo cargue con el último.

El abandono de los hospitales que habían estado bien dirigidos y administrados, ha repercutido en los españoles. Los que se dedican a la carrera de Medicina carecen de las ventajas de estudiar clínica y observar los casos difíciles resueltos por maestros expertos. Recientemente se ha procurado en algunas ciudades de importancia, sobre todo en las costas, introducir reformas y mejoras; pero la socaliña oficial y la rutina ignorante figuran aún entre los males que no tienen cura en España. En 1811, cuando el ejército inglés estaba en Cádiz, un médico llamado Villarino, empujado por algunos de nuestros indignados cirujanos, llevó a las Cortes el asunto del mal estado de los hospitales españoles. Se nombró una comisión, y ésta redactó un lastimoso informe, aún existente, en el que se puso de manifiesto que los fondos destinados a sostenimiento y asistencia de los enfermos se quedaban entre las manos de los admi{96}nistradores y demás empleados. El resultado de ello fué el que podía esperarse: que las autoridades se unieron y persiguieron a Villarino, tachándole de revolucionario, consiguiendo que no se hiciere caso de sus palabras. El superintendente de ese establecimiento era el famoso Lozano de Torres, que mató de hambre al ejército inglés después de Talavera, y que, según las palabras del duque de Wéllington, era «un ladrón y un mentiroso». Después de este escándalo la regencia le nombró gobernador de Castilla la Vieja, y Fernando VII, en 1817, le hizo ministro de Justicia.

Como edificios, los hospitales son, por lo general, muy grandes, pero el espacio está en ellos tan poco habitado como en las vastas llanuras de Castilla. En Inglaterra se necesitan salas para los enfermos; en España, enfermos para las salas. Los nombres de algunos de los hospitales mayores están muy bien elegidos; el de Sevilla, por ejemplo, se llama de La Sangre y de Las cinco llagas, que están esculpidas en el arco de entrada como racimos de uvas. Sangre es un nombre fatal para este reino del Sangrado, cuya lanceta, lo mismo que la navaja española, no da cuartel. En materia de vida o de muerte, este establecimiento se parece a los arsenales de España, en donde en el momento preciso siempre falta de todo. Su dispensario presentaba, como la tienda del boticario de Shakespeare, una colección de cajas de píldoras vacías.{97}

El gran hospital de Madrid se llama el general, y la asistencia médica en él corre parejas con la ayuda de algunos generales españoles, tales como Lapeña y Venegas, que en el momento preciso abandonaron en absoluto a Graham en Barrosa, y al Duque en Talavera. Por supuesto que en ello no hay nada nuevo, pues, como el viejo proverbio dice, socorros de España, o tarde o nunca. En casos de batallas y muertes repentinas, en paz y en guerra, los españoles profesionales, militares y médicos, son muy buenos para asistir a ellas, dando a esta palabra únicamente la acepción de estar presentes, sin mezclarse para nada en su marcha. Y esto ocurre cuando se reparten golpes, no sólo con los médicos, sino con toda la nación española: si un hombre cae herido en la calle, se desangrará seguramente, a menos que las autoridades lleguen a tiempo de levantar el cuerpo y curar las heridas; los demás—excepción hecha de los ingleses, y hablamos por experiencia—pasarán de largo, y no ciertamente por miedo a la sangre ni odio al asesinato, sino por el horror que el español siente a la sola idea de verse mezclado en las redes de La Justicia, cuyos funcionarios detienen a todo el que interviene o está presente, como sospechoso o como testigo; y cuando uno cae en las garras de la justicia española puede estar seguro que no saldrá de ellas hasta dejarse el último céntimo.

Las escuelas y los hospitales, especialmente en las ciudades del interior, carecen de toda clase de ade{98}lantos mecánicos y modernos descubrimientos, y los pocos que los tienen, son de manufactura francesa y de segundo orden. Cosa parecida ocurre con los libros de medicina y las obras técnicas: todo lo que hay es copiado y malo; se ha visto que es mucho más fácil traducir y copiar que inventar, y por eso en la medicina española, lo mismo que en arte y literatura, hay muy poca originalidad: todo es adaptación de las ideas de otros, o una adaptación de la ciencia antigua y de la ciencia árabe. Muchos de sus términos médicos, así como muchas de sus drogas, son puramente árabes (jalea, elixir, jarabe, rob, sorbete, julepe, etc.) y denuncian el origen de los conocimientos, pues no hay nada tan seguro para averiguar las fuentes de donde se ha tomado una ciencia como estudiar su lenguaje y fraseología. Cuando los españoles se apartan del camino seguido por sus antepasados es para adoptar un tímido velo francés. Las pocas publicaciones modernas de medicina son traducciones de sus vecinos, y la escasa existencia de medicamentos de sus boticas se ha hecho más peligrosa e inútil con los productos de los cúralotodo de París. Es una verdadera desgracia para la Península que todo lo que se conoce de los trabajos que hace la pensadora y escrupulosa Alemania y la decidida y práctica Inglaterra haya de pasar por el alambique de la traducción francesa, y el original queda así doblemente estropeado, y la sagrada causa de la verdad y de los hechos es demasiado frecuentemente{99} sacrificada a la gálica manía de suprimir los dos por el honor de su propio país. No es de extrañar, pues, que los médicos españoles desconozcan casi en absoluto las obras, las operaciones y los inventos modernos, y que sus textos de consulta se limiten a Galeno, Celso, Hipócrates y Boerhaave. Los nombres de Hunter, Harvey y Astley Cooper les son tan desconocidos como los últimos descubrimientos de Herschel: la luz de estos planetas tan distantes no ha podido aún llegar hasta ellos.

Ahora, el Colegio de San Carlos, o sea la Escuela de Medicina de Madrid, confía mucho en poder enseñar la obstetricia por medio de figuras de cera: bien es verdad que aprender una ciencia práctica sobre el papel no es exclusivo en España de la clase médica. La gran escuela naval de Sevilla está dedicada a San Telmo, el cual, reuniendo en sí los atributos de Cástor y Pólux, aparece en las tormentas en el palo maestro en forma de luces para socorro de los marineros, y en cuanto empieza a sentirse el viento, sople de donde quiera, ya están las tripulaciones de rodillas rogando a este Hércules marino, en vez de recoger las velas y empuñar los remos. Nuestros marineros, que sienten afición al mar con todas sus consecuencias, como no tienen ningún San Telmo que les socorra en el mal tiempo (aun cuando aquel artillero algo irreverente del Victoria llamara al héroe de Trafalgar San Nelson), arriman el hombro y realizan el milagro por sí mismos: aide toi, et le ciel{100} t’aidera. En nuestros tiempos, los guardiamarinas aprendían el arte de la navegación en una sala con un modelo de navío de tres puentes que estaba sobre una mesa, con lo cual tenían la gran ventaja de no estar expuestos al mareo. El infante don Antonio, almirante de la Marina española, estaba paseando en el Retiro, junto al estanque, cuando alguien le propuso embarcarse en una lancha, y él respondió excusándose: «Desde que vine de Nápoles a España no me he arriesgado nunca a embarcarme». Por contado que en esto, como en otras muchas cosas, hay un criterio distinto a orillas del Támesis y a las del Betis; y así ocurre que junto al Hospital de Greenwich, una gran fragata flotante, grande como la vida, es la escuela de la que salen los que a diario recuerdan que los veteranos del Cabo de San Vicente y de Trafalgar supieron «cumplir con su deber», siendo la evidencia de las victorias de ayer una garantía para la realización de sus esperanzas, basándose el futuro en el pasado.

Con los cuarteles, cárceles, arsenales y fortalezas, los establecimientos dedicados a las miserias corporales, son poco dignos de verse, y el extranjero que pueda hará bien en evitarlos, pues, seguramente, encontrará en su país ejemplares mejores. Para dar más fuerza a esta afirmación, presentaremos una ligera descripción de alguno que tuvimos ocasión de ver hace unos pocos años. Los manicomios en España se llaman casas de locos, palabra que se deriva del ára{101}be locao; y, como sus congéneres del Cairo, estaban tan mal dirigidos, que no parecía sino que los directores hacían méritos para ingresar en ellos. La locura, indudablemente, trastornaba al mismo tiempo la inteligencia de los enfermos y endurecía las entrañas de los que les cuidaban, y la inversión absurda de los escasos fondos producía un resultado verdaderamente desastroso. No había ni asomo de clasificación, cosa por cierto nada corriente en España. El maniático, el loco furioso y el tranquilo estaban revueltos en confusión de suciedad y miseria: allí gritaban dirigiéndose insultos los unos a los otros, se les encadenaba como a fieras y se les trataba peor que a criminales, pues las pasiones de los más furiosos eran exacerbadas con el salvaje látigo. Ni siquiera había una cortina para excusar las necesidades de aquellos seres humanos reducidos a la condición de animales: todo era público, hasta el trance de la muerte, dándose el caso de que el último suspiro de algún sin ventura se mezclase con la risa histérica de los espectadores. En casos especialísimos, el cuerpo de alguno de aquellos cuya inteligencia estaba perdida, se encerraba en una celda aislada, sin más compañía que su aflicción. Algunos de éstos, al entrar allí, llevados por sus parientes para quitarlos de enmedio, no estaban locos; pero tardaban poco en estarlo, pues la soledad, la pesadumbre y el hierro acaban con los cerebros. Estos establecimientos, que los naturales del país deberían ocultar por vergüenza, eran los que{102} primeramente enseñaban a los extranjeros, en particular a los ingleses, pues como nos consideran a todos como locos, creen que es una cosa muy natural que nos encontremos a gusto entre nuestros iguales.

Los españoles, de acuerdo en esto con muchos otros habitantes del continente, tienen la creencia de que a todo inglés intrépido le falta un sentido, y fundan esta creencia en varias observaciones, alguna de las cuales no deja de ser razonable. Ven que en todo caso prefieren los usos, dichos y hechos ingleses a los suyos, y esto, ante los ojos de un español y de un francés, es señal evidente de chifladura. Además, nuestros compatriotas dicen la verdad en sus boletines, usan toallas y rasuran a diario los pelos superfluos. Y aparte detalles de excentricidad de menos importancia, ¿no son los naturales de Inglaterra, Escocia e Irlanda los reos de tres actos, que cualquiera de ellos les calificaría como locos de atar, si el ministro de Justicia diese un decreto de lunatico inquirendo? ¿No se han desangrado en dinero y hombres por España en el campo de batalla, en la Bolsa y en los ferrocarriles?

«¡Oh Anticyris tribus caput insanabile!»[11]

Pero volvamos a los locos españoles y a los manicomios. Su aspecto era tristísimo y desagradable{103} para el cuerdo, y degradante para el loco. Los locos furiosos imploraban una «limosna» de los extranjeros, pues sus compatriotas no les daban más que piedras. No deja ciertamente de haber una especie de locura en la furiosa energía y el intenso anhelo de todos los mendigos españoles; y en los que están en los manicomios, aun cuando hayan perdido todas sus facultades, queda viva y despierta la natural propensión a pedir, sin duda alguna porque es la más indestructible y como el «sentido común» del país.

Por lo general, en los manicomios había algún enfermo cuyo estado de miseria agravada le hacía objeto de una curiosidad malsana. En Toledo, en 1843, los guardianes (palabra que también se usa para los que guardan fieras), siempre llevaban a los extranjeros a la jaula o cubil de la mujer de un célebre capitán general de Cataluña, categoría superior a la de Lord-Lieutenant de Irlanda. Se le permitía revolcarse desnuda en lodo, y aquello se enseñaba como un caso raro. Los moros, por lo menos, no encierran a sus inofensivas locas, que pasean desnudas por las calles, y a los locos los encierran como santos cuya inteligencia ha volado al cielo. Los antiguos médicos iberos, de acuerdo con Plinio, creían que la locura se curaba con la hierba vettonica, y la hidrofobia, con un cocimiento de cynorrhodon o escaramujo, por ser inadecuado al paladar canino. Los españoles modernos parece como que sólo desean, por ignorancia, obs{104}curecer todo momento de lucidez en un delirio uniforme.

Los hospicios estaban, en la época en que los vimos últimamente, tan mal dirigidos como los manicomios. Se les llama Casas de expósitos o la Cuna, como si fuera la cuna y no el sepulcro de los pobrecitos niños. En casi todas las capitales de provincia hay uno de estos asilos; los principales se asientan en las ciudades levíticas, pues ellos son el resultado natural del celibato del clero rico, tanto regular como secular. La Cuna en nuestros tiempos podría definirse como un lugar donde los inocentes son martirizados y al que los padres desnaturalizados llevan a sus hijos para que los vayan matando de hambre lentamente. El primer hospicio lo fundó en Milán, en 787, un sacerdote llamado Dateo. El de Sevilla, que vamos a describir, fué fundado por el clero de la catedral, y lo dirigían y administraban doce individuos, seis clérigos y seis seglares, de los cuales pocos se ocupaban de él como no fuera para aumentar el número de sus asilados. El hospicio está situado en la calle de la Cuna; junto a una ranura, preparada para los donativos de la caridad, hay un mármol con una inscripción en latín, que dice este verso de los Salmos: «Cuando mi padre y mi madre me abandonen, me recogerá el Señor».

Hay un pequeño postigo en el muro que se abre cuando llaman a él para admitir a los inocentes hijos del pecado, y, durante la noche, vela siempre un{105} ama para encargarse de los niños cuyos padres ocultan su culpa en la obscuridad.

«Toi que l’amour fit par un crime,
et que l’amour défait par un crime à son tour,
funeste ouvrage de l’amour,
de l’amour funeste victime».

Muchos de los niños que llevan están moribundos, y los dejan allí para evitarse los gastos del entierro; otros van casi desnudos, y muy pocos son los que llegan vestidos con todo lo necesario. Estos últimos suelen ser vástagos de gente de clase alta que quieren ocultarlos por algún tiempo. Con ellos suelen llegar cartas rogando al ama que tenga cuidado con un niño que seguramente será recogido en su día, y también acompañan algún distintivo o señal por el que pueda ser reconocido e identificado, siguiendo en esto las costumbres de la antigüedad. Todos los detalles referentes a los niños expósitos se consignan en un libro que es un triste recordatorio de los crímenes y remordimientos humanos.

Aquellos niños que son reclamados pagan unos seis peniques por cada día que han estado en el hospicio; pero no se presta mucha atención a las recomendaciones de cuidado, ni a la promesa de reclamación, porque los españoles no se fían mucho unos de otros. Como no lleve el niño la indicación del nombre que ha de ponérsele, se le bautiza generalmente con el del santo del día en que fué admitido. El número de expósitos en este hospicio era muy{106} grande, aumentando a medida que la pobreza se extendía, mientras que los fondos destinados a su sostenimiento disminuían por la misma razón. La Semana Santa y la Navidad tienen un gran influjo en la población de estos establecimientos, pues nueve meses después de estas fiestas, en que la gente se pasa la noche arrodillándose ante reliquias e imágenes, es decir, en enero y en noviembre, el número diario de entradas aumenta en una proporción de quince a veinte.

Siempre hay un exceso de amas de cría en la Cuna, pero, por lo general, son las de malas condiciones, que no pueden encontrar colocación en casas particulares; usualmente cada una tiene a su cargo tres niños. Algunas veces, cuando una mujer decente quiere ponerse a criar y, por lo tanto, tiene interés en que no se le retire la leche, se va a la Cuna; el pobre niño a quien amamanta engorda un poco; pero luego, cuando le falta aquel plus de alimento, vuelve a estropearse y se muere. Las amas que hay fijas alimentan a los niños, no con arreglo a las necesidades de éstos, sino teniendo en cuenta el número. Algunos niños son enviados a madres que han perdido sus hijos, para que los críen, y cobran unas diez pesetas al mes; los niños así criados son los que tienen más probabilidades de vida, pues ninguna mujer que ha sido madre y ha dado el pecho a su hijo, sería capaz de dejar morir de hambre a un niño que tuviera a su cargo. Las amas de la Cuna conocen el{107} hambre muy de cerca, y aun cuando no se quedaran sin leche, o ésta no se les volviera de malas condiciones con la alimentación que reciben, nunca podrían satisfacer a los hambrientos pequeñines. La proporción de los muertos era terrible: parecía aquello un sistema organizado de infanticidio. La muerte es un bien para el niño y un ahorro para el establecimiento; y si la vida de un hombre no tiene mucho valor en España, menos la ha de tener la de un niño abandonado. La manera que tenían los griegos y los romanos de exponer a los niños a una muerte inmediata, era menos cruel que la muerte lenta de estos osarios españoles. Esta Cuna, cuando la visitamos por última vez, estaba dirigida por un sacerdote vulgar, que, como buen español, era un mal administrador y malversaba los fondos. Se hizo rico, como el visitador de Gil Blas, en Valladolid, mirando por la hacienda de los pobres y huérfanos. Sus departamentos bien alhajados y su rollizo aspecto, hacían un triste contraste con la condición de sus consumidos administrados. Éstos estaban en grupos, separados los enfermos de los sanos; aquéllos colocados en una gran estancia, en un tiempo salón de actos, cuyo techo dorado y de hermosas proporciones contrastaba con la presente miseria. Los niños estaban echados en filas en sucios colchones, a lo largo del suelo, sin asistencia y sin cuidado alguno. Sus cabezas grandes, sus cuellecitos flacos, sus ojos hundidos y sus caritas amarillas, tenían el tinte de la muerte.{108} Traídos al mundo sin culpa ni deseo por su parte, su vida se extinguía apenas empezada, mientras su madre estaba lejos pensando: «Cuando haya llorado bastante por su nacimiento lloraré por su muerte».

Los de alguna más salud estaban en cunas, apareados a lo largo de una gran habitación, con el hambre retratada en sus mejillas y en sus ojos. Al penetrar en aquel recinto hería los oídos el grito agudo de las infelices criaturas, que, como estaban mal alimentadas, lloraban siempre y no tenían un momento de tranquilidad. Su existencia empieza con el primer sollozo de la cuna, como dice Rioja; pero todos lloran al venir al mundo y muchos se marchan de él sonriendo. Algunos, los que acababan de ingresar y no habían mamado de sus madres lo suficiente, estaban alegres y de buen color y dormían tranquilos, inconscientes de su suerte y de lo que les reservara el porvenir.

De doce, uno solía sobrevivir para holgazanear por el hospicio, mal vestido, mal alimentado y peor enseñado. Los chicos eran destinados al ejército; las chicas, al servicio doméstico, o a algo peor si la voz pública no calumniaba al cura director. Se criaban egoístamente y sin ningún afecto; sin noción de lo que es amabilidad y cariño, sus jóvenes corazones se cierran apenas abiertos: «el mundo no les protege, ni las leyes tampoco». En sus cabezas aprendía el barbero a afeitar, y todos eran visitados por los{109} pecados de sus padres. No teniendo a nadie que los quiera y que se ocupe de ellos, se vengan de su abandono odiando a la humanidad. Su única preocupación consistía en pensar quién pudiera ser su padre y en si serían reclamados algún día y llegarían a ser ricos. Algunos, por excepción, eran adoptados por personas cariñosas que no tenían hijos, y que se interesaban por uno de los desgraciados cuneros; pero si uno de estos niños adoptados era reclamado por sus padres, tenían que entregarlo. Townshend cita una costumbre completamente oriental que se conserva en Barcelona: cuando las muchachas están en edad de casarse se pasean en procesión por las calles, y todo el que desee elegir a alguna de ellas para su mujer puede hacerlo «tirándola su pañuelo». Esta costumbre española se conserva todavía en Nápoles.

Así era la Cuna de Sevilla cuando la visitamos la última vez. Ahora, según hemos oído decir, con gran placer por nuestra parte, está admirablemente dirigida bajo un patronato de señoras que, aquí como en todas partes, son las mejores guardianas del hombre en su primera o segunda infancia, por no decir nada de todas las edades intermedias.

Nuestros lectores tendrán que convenir con nosotros en compadecer a los desgraciados que se ponen enfermos en España, pues la dolencia que tengan irá seguida de peores síntomas en la persona del médico del país, y si la opinión que de éstos tienen{110} sus compatriotas es cierta, no les salvará ni el mismo Esculapio. Los facultativos de Madrid llevan poca ventaja a sus colegas de provincias, y aun son a veces más dañinos que ellos, puesto que siendo médicos de la mismísima corte, el paraíso en la tierra, son, según corresponde, superiores a los médicos del resto del mundo, de los que, como es natural, no tienen que aprender nada. Están, pues, un siglo atrasados, por lo menos, con respecto a sus congéneres de Inglaterra. En las naciones y en los individuos suele haber una idea falsa de las excelencias propias cuando no se tiene suficiente conocimiento de los méritos de los demás y, por lo tanto, se carece de términos de comparación; y esto es tanto más fuerte entre los menos informados y los que menos salen de su rincón. Así ocurre que, a pesar de todas las deficiencias de que iremos hablando, la presunción de la clase médica española es aún mayor que la de la militar, si es que esto es posible; unos y otros han matado a millares. Se consideran los mejores espadachines, médicos y cirujanos del mundo y los más indicados para manejar las tijeras de las Parcas. Sería una pérdida de tiempo el tratar de disipar esta fatal ilusión, y seguramente al consejero mejor intencionado se le tomaría por envidioso, malévolo e imbécil, porque ellos creen que su ignorancia es la suma perfección. Los extranjeros tienen muy pocas probabilidades de éxito entre ellos, y ni aun los mismos del país que han hecho fuera sus estudios encuentran{111} facilidades para implantar sistemas nuevos. Sus compañeros formarían liga contra ellos por considerarles innovadores perjudiciales, no los llamarían nunca en consulta (la rama más lucrativa de la profesión), y entretanto, los confesores envenenarían los oídos de mujeres (que son las que gobiernan a los hombres), previniéndolas del peligro que correrían sus almas si sus cuerpos eran curados por un judío, o hereje, o extranjero; términos sinónimos para ellos.

Esto no obsta para que, como en los tribunales de justicia y otras muchas cosas en España, todo resulte admirablemente en el papel, pues las formas, reglas y sistema son perfectos en teoría. Los colegios de médicos y cirujanos dirigen la vida científica; los profesores son miembros de infinitas academias y sociedades; se dan conferencias, se sufren exámenes y se expiden certificados de suficiencia debidamente sellados y firmados. El Galeno de nuevo cuño sale provisto de una licencia para matar; pero lo que falta desde el comienzo hasta el fin, al paciente y al médico, es la vida. El médico sabe, no obstante, de memoria todos los aforismos antiguos, y discursea tan elocuente y plausiblemente sobre cualquier caso como los ministros puedan hacerlo en las Cortes. Ambos improvisan magníficas teorías y opiniones, para las que su espléndida lengua les proporciona palabras que parecen llenas de pensamiento. Pero lo que es deficiente es la educación clínica, en que el caso se trae ante el estudiante aplicando el tratamiento con{112}veniente, y, como consecuencia, las muertes casuales son más frecuentes que las curas.

La disección es repulsiva y contraria a sus prejuicios, totalmente orientales, y, por tanto, los alumnos, en vez de hacer experiencias en individuos, estudian con grabados, diagramas, preparaciones y esqueletos. En España, lo mismo que en todos los pueblos de la antigüedad, y hoy en Oriente, está muy generalizada la creencia de que el tocar un cuerpo muerto contamina; y, además aun no está vencida la objeción levantada por el clero de que huele a impiedad el mutilar un cuerpo hecho a imagen y semejanza de Dios. Si me lee algún médico podrá recordar que Vesalius, el padre de la anatomía moderna, fué condenado por la Inquisición, a la hoguera, en tiempo de Felipe II, por haber hecho una operación. El rey lo envió en peregrinación a los Santos Lugares para que expiase su pecado; en el camino naufragó y murió de hambre en Zante.

No es de extrañar, pues, que con una educación semejante, la práctica de la medicina esté anticuada y conserve todos los prejuicios clásicos y orientales y sea necesariamente muy limitada. En casos de fracturas graves, heridas de bala, los médicos suelen desahuciar al paciente casi al momento, aun cuando sigan visitándole y cobrando honorarios, hasta que la muerte le libra de sus muchos sufrimientos. En los males crónicos y de menos importancia, son menos peligrosos; porque como los remedios no hacen daño{113} ni provecho, la naturaleza obra sola y en muchos casos cura. En enfermedades e inflamaciones agudas rara vez tienen éxito, pues aun cuando son aficionados al empleo de la lanceta, la utilizan con miedo y se asombran de la decisión de los ingleses en ciertos casos en que a ellos sólo se les ocurre encogerse de hombros, invocar a los santos y pronunciar un pedantesco discurso sobre la imposibilidad de emplear en la Católica España, donde el sol es brillante y el aire templado, el mismo sistema que en la fría, húmeda, brumosa y herética Inglaterra.

La mayor parte de los españoles acomodados que pueden permitirse ese lujo, tienen su médico de cabecera y su confesor, pareja que cuida de los cuerpos y de las almas de todos los de la casa, les dan conversación y comparten con ellos el puchero, la bolsa y el tabaco. Ellos dominan al marido por medio de la mujer y los hijos, no permitiendo que sean infringidos sus privilegios exclusivos. La etiqueta es la vida de los españoles, y algunas veces su muerte, como todos sabemos (aunque los españoles juren que todo es una mentira de los franceses) después de haber oído decir de Felipe III que se dejó morir antes que alterar la etiqueta de la Corte. Cuentan que una vez estaba sentado muy cerca del fuego, y aun cuando se quemaba materialmente, no se le ocurrió ni por un momento cometer la inconveniencia de que el rey de España se moviese sólo de su sitio, y al rogar a los que estaban presentes que le separaran el asiento,{114} ninguno se permitió la libertad de hacerlo hasta que llegó el encargado de este servicio. En el caso de una enfermedad repentina en cualquier familia, a menos que el médico de cabecera se halle presente, ningún otro se atreverá, aun cuando haya sido llamado, a tomar iniciativa alguna hasta que el Esculapio de la casa llegue. Un médico inglés, amigo nuestro, tuvo ocasión de salvar la vida de un señor, por llegar en el momento en que sufría un ataque de apoplejía, con la boca llena de espuma y luchando con la muerte, con la particularidad de que en el cuarto inmediato estaba otro médico sentado tranquilamente en la camilla fumando al lado del brasero y charlando con las señoras de la casa, pero sin asistir al enfermo, porque no era el médico de la familia. Nuestro amigo sacó instantáneamente 30 onzas de sangre del brazo del paciente, sin que ninguno de los presentes se moviese de su sitio. ¡Apolo le salvó la vida! El mismo médico fué llamado casualmente para ver a una persona que tenía una inflamación en la córnea; preguntando, supo que el individuo había consultado a varios médicos y que por todo remedio le habían recetado baños de mar, leche de burras y caldo de culebra de Chiclana. Nuestro amigo, el hereje, trató la enfermedad con cáusticos, y cuando en la consulta que se celebró dió cuenta de su sistema, los médicos indígenas se horrorizaron y asombraron, y más aun creció su asombro cuando vieron que el enfermo se puso bueno en una semana.{115}

Es regla general que, al ser llamados por primera vez para ver a un enfermo, le miren con mucha atención, muevan la cabeza delante de las mujeres y aumenten la importancia del mal; procedimiento muy acertado para todo el mundo, pues, como todos los médicos, si no curan, matan al enfermo; si se da el primer caso, su mérito es tanto mayor cuanto más grave sea la enfermedad, y en el segundo, su responsabilidad es menor, pues el mal se considera superior a la ciencia humana. Los médicos prolongan con la mayor naturalidad la asistencia, y, como cosa rara, puede observarse que sienten la necesidad de obrar unidos; así que, en cuanto el de cabecera considera la dolencia un poco grave, pide una junta. Todos sabemos lo que es una junta española en asuntos de paz o de guerra, y una de esta clase no tiene por qué ser mejor ni peor que las demás: en ellas no se hace nada, y si se hace algo se hace mal. En estas juntas, en las que se suelen reunir de tres a siete médicos, según el bolsillo del paciente, cada uno de ellos ve al enfermo, le toma el pulso, le dirige algunas preguntas y luego se retira al cuarto inmediato, donde se reúnen todos para discutir el caso, proporcionando en muchas ocasiones al enfermo la satisfacción de oír lo que dicen. El Protomédico preside; y mientras todos encienden los cigarros, el médico de cabecera explica la enfermedad, comenzando su relato por la historia del enfermo, su constitución, la dolencia y las medicinas que se le han propinado. Después, cada{116} uno de los presentes, por orden de edades, expresa su opinión, hablando a menudo durante media hora, y, por último, el que preside hace un resumen y algunos comentarios a lo dicho por todos. El final suele ser que se sigue con el mismo tratamiento, o se introducen ligeras modificaciones; pero lo seguro es que al día siguiente se celebre una nueva junta, en la que los honorarios son caros, pues cada uno de los que acuden en consulta cobran de tres a cinco duros. A menudo la consulta dura muchas horas, convirtiéndose al fin en una enfermedad crónica.

Debemos decir, para hacer justicia a estos hábiles doctores, que, como cuerpo, son muy cuidadosos en el vestir: el aspecto exterior, por no decir la elegancia en el vestir, encumbra a los ojos de muchos una profesión que es de crédito moral muy incierto. Y por la misma razón, ¡qué cuidado en el traje, qué brillante la botonadura de la camisa de los violinistas extranjeros cuando vienen a Inglaterra! El digno doctor andaluz de nuestra familia española, hombre de mucha ciencia, como podrían atestiguarlo dos de sus pacientes que ahora descansan en paz, no hacía visitas si no iba vestido de punta en blanco. También el matador, cuando sale a la plaza, se atavía con su mejor traje de majo. Este cuidado especial de la persona se debe en parte a la moro-ibera afición a la ostentación, y en parte, a profundos principios de Galeno y a un alto concepto de los deberes de su cargo. Las autoridades de la antigüedad{117} recomendaban a los doctores que se presentaran ante los enfermos rodeados de todo aquello que pudiese hacer buena impresión para ser recibidos a la cabecera del enfermo como mensajeros de buenas nuevas y como ministros de la salud, no de la muerte, pues consideraban que un atavío solemne despertaba ideas tristes en el enfermo. Un traje color de ala de cuervo, unido a un aspecto académico y lúgubre, son nuncios de tristeza y luto que nadie, ni en plena salud, gusta de contemplar, y el efecto que tales facies hippocratica produce en un desgraciado enfermo cuyo estado es desesperado, puede ser fatal.

Las recetas de estos elegantes caballeros suelen ser más anticuadas que sus levitas, siendo la más corriente de todas no hacer nada, sino devengar honorarios, y que la naturaleza obre por sí sola; y así, los que son jóvenes y fuertes y no sufren dolencias muy graves, son mimados por la Naturaleza y se curan por su vis medicatrix, que, cuando no se la estorba, suele producir curas maravillosas.

El Sangrado puede atestiguar que un español, de cualquier sexo que sea, está mejor hecho que un reloj, puesto que su maquinaria tiene dentro fuerza y condiciones para regular sus propios movimientos y reparar los accidentes; y por esta causa, el relojero no tiene necesidad de desarmarlo, bastándole en la mayoría de los casos con ponerle un poco de grasa o limpiarlo para que marche perfectamente. Los remedios que se suelen emplear, cuando llega el caso,{118} son sencillos, y son buscados más bien entre los vegetales de la superficie de la tierra que entre los minerales en sus entrañas. Las recetas externas se reducen a cataplasmas en el vientre, sinapismos en los pies, fomentos de agua de malvavisco y de manzanilla, y el cura. Los internos, tisanas, leche de almendras o de burras, cocimientos de arroz, etc., etc., se siguen unos a otros con tanta regularidad, que el novato no tiene más que repetir los pasajes médicos de las sátiras de Horacio. En ningún país, sin embargo, se puede esperar mejor que se curen las enfermedades, por aquello de que todo tiene remedio menos la muerte. Si, por desgracia, el enfermo muere, se culpa a la enfermedad y al médico. Es posible que la costumbre de los antiguos iberos fuese, después de todo, la más atinada: sacaban al enfermo a la puerta de la calle, y a todo el que acertaba a pasar le preguntaban su parecer, y las recetas que daban podían surtir tanto efecto como los santos, las reliquias, el caldo de lagarto o la leche de burras:

And, doctor, do you really think
that asses’ milk I ought to drink?
It cured yourself, I grant, is true
but then’t was mothers’s milk to you[12].

Además, aun cuando los médicos sepan y quieran recetar con arreglo a los adelantos de la ciencia, es casi imposible que encuentren los medicamentos,{119} como no sea en las ciudades más grandes, pues las boticas suelen estar como la famosa de Romeo, con los estantes llenos de frascos vacíos. El comercio de drogas no es libre, y no puede haber más que un número limitado de farmacéuticos, examinados, por supuesto, y con su licencia, aun cuando ésta puede obtenerse por dinero. Ninguno de ellos expenderá una medicina fuerte sin una receta firmada por un médico local; todo es un monopolio. Las drogas corrientes están adulteradas en la mayoría de los casos, o no las hay; pero, como ocurre con sus arsenales y su despensa, nunca lo confesará el boticario, pues en su casa hay de todo, y si no tiene lo necesario para componer la receta que se desea, finamente lo substituye por otra cosa, y, como las indicadas son inofensivas en el noventa por ciento de los casos, no pueden producir grandes trastornos.

Esto no es cosa nueva: Quevedo, en las Zahurdas de Plutón, presenta a un juez de faz amarillenta que azotaba a los boticarios españoles por hacer exactamente lo mismo. Porque «sus tiendas—decía el juez amarillento, sermoneando al mismo tiempo que les zurraba—, no se habían de llamar boticas, sino armerías de los doctores, donde el médico toma la daga de los lamedores, el montante de los jarabes y el mosquete de la purga maldita, demasiada, recetada a mala sazón y sin tiempo». Pero éstas y otras cosas parecidas se han hecho siempre impunemente, pues, como Plinio dice, ningún médico ha sido nunca{120} ahorcado por asesino. Una ventaja del poco crédito de médicos y boticarios, es que la masa general de la gente no se preocupa mucho de sí ni de sus dolencias, y así, escapan a las puramente imaginarias, que son las que más atormentan y las más difíciles de curar; porque ¿quién puede dar con la medicina apropiada para un mal que no existe? De esta poca fe en los remedios resulta el que se toman poquísimos, y, por lo tanto, las boticas son tan escasas en España como las librerías. No se ven por las noches globos encarnados, verdes o azules, que iluminen los escaparates, pudiendo asegurarse que en una ciudad poco importante de Inglaterra se encontrarían más farmacias que en la capital de España. Bien es cierto que en Madrid no es corriente el comer plum pudding, diluído con sidra agria y crema coagulada.

Muchas de las recetas de España se refieren a cosas de la localidad, como un manantial, una hierba, un animal, los aires de determinada comarca, los baños éstos o aquéllos; todo lo cual, sin embargo, se dice que es muy peligroso, si no se consulta previamente al médico del lugar en que radica el remedio. Baste con un ejemplo entre mil: cerca de Cádiz está Chiclana, donde invariablemente envían los médicos a todos los enfermos que no pueden curar, es decir, al noventa y cinco por ciento de ellos, para que tomen los baños de mar, que es la gran receta después de una tanda de días de leche de burras; y si esto falta, entonces se le da al enfermo un caldo hecho con una{121} larga e inofensiva culebra, que abunda en los aromáticos desiertos cercanos a Barrosa. Hemos olvidado el nombre genérico de estos valiosos reptiles de Esculapio, uno de los cuales debería coger vivo uno de nuestros naturalistas y criarlo en el Regent’s Park, o por lo menos, comparar su anatomía con la de las exquisitas víboras que contribuyen, como ya dijimos, a que sean tan sabrosos los cerdos de Montánchez.

No podemos abstenernos de hablar de otra prescripción. Muchos de los asesinatos que se cometen en España, pueden llamarse más propiamente homicidios, pues rara vez son premeditados, y dependen muy especialmente de la facilidad que tienen las gentes para sacar la navaja, que las clases bajas siempre llevan consigo, como las avispas su aguijón. Siempre la tienen a mano cuando la sangre se calienta y antes de que empiece ningún proceso refrigeratorio. Así, en los casos en que un inglés desarmado cierra el puño, un español abre su navaja. Este instrumento ruin es fatal en pendencias de celos, cuando las clases bajas encienden su cólera en la antorcha de las Furias, y no atienden a más razón que la navaja. Y entonces la puñalada va a su sitio, pues así como los Sangrados son torpes y desconocen casi en absoluto la anatomía y el modo de manejar el escalpelo, el común de las gentes sabe a la perfección maniobrar con la navaja y el sitio en que debe asestar el golpe; y no suelen errar, pues la herida, aunque no sea tan{122} profunda como un pozo ni tan ancha como la puerta de una iglesia, «lleva lo suyo». Generalmente, las dan a la manera traicionera de sus antepasados los iberos y orientales; y si es posible un navajazo «por bajo de la quinta costilla», es lo suficiente. La hoja, como su congénere el cuchillo de Arkansas o de Bowie de los yanquis, puede perfectamente sacar las tripas de un hombre, o atravesarlo de parte a parte, de modo que se pueda mirar a través de su cuerpo. El número de muertos en romerías y ferias excede, seguramente, del que arroja la mayor parte de las batallas españolas, aunque no se suela decir una palabra en los periódicos, porque son considerados como cosa corriente, y aun los crímenes, que harían que se publicara hoja doble en nuestros diarios, en el continente apenas se mencionan, pues los extranjeros ocultan lo que nosotros publicamos sin rebozo.

En casos menores de flirteo en los que el culpable no quiere hacer un castigo ejemplar, sino solamente dejar un recuerdo, suelen dar un navajazo en la cara del contrario, diciendo al mismo tiempo, ya estás señalao. Esto recuerda el winkel quarte, la herida en la cara, que es la única salida de un estudiante alemán para salvar su honor cuando le llaman ein dummer junge, un pollo estúpido:

«Und ist die quart gesessen
So ist der touche vergessen»[13].
{123}

Las expresiones: Mira que te pego, mira que te mato, son bromitas cariñosas de las que dice una maja a su majo, y, cuando sólo amenazan con la señal en la cara, dicen en Sevilla: Mira que te pinto un jabeque (que es también el nombre del afilado falucho mediterráneo). «Se burla de las cicatrices el que nunca sintió una herida»[14], pero aquellos o aquellas que han recibido un jabeque, avergonzados del estigma y no atreviéndose a mostrarse en público, sienten la natural ansiedad por recobrar la fama y la piel, cosa que sólo puede lograrse con un cosmético, panacea universal. En tiempos de Felipe IV se decía que lo mejor para hacer desaparecer esas superfluas señales era la grasa de gato, y Don Quijote afirmaba que solamente se curaban los arañazos hechos por las mujeres o los felinos con aceite de Apariccio.

Con los adelantos de las ciencias se sustituyeron aquellos medios por el unto del hombre o grasa humana. Nuestro amigo don Nicolás Molero, cirujano muy práctico de Sevilla, nos decía que antes de la invasión francesa preparaba él este específico, vendiéndolo a peso de oro; pero que habiendo sido después adulterado por empíricos sin conciencia, se había desacreditado. La receta del bálsamo de Fierabrás ha hecho romperse la cabeza a los comentaristas del Quijote, pero a nosotros nos ahorró trabajo la{124} amabilidad de don Nicolás que puso a nuestra disposición la fórmula de esta pommade divine o, mejor dicho, mortal. «Cójase a un hombre de buena salud que haya sido muerto violentamente (cuanto más reciente la muerte, mejor), quítesele el sebo que envuelve el corazón, el cual se derritirá después a fuego lento, y clarificándolo se le coloca en un sitio fresco hasta el momento de usarlo. Los numerosos días de fiesta y ceremonias religiosas de España, que reunen a multitud de personas, combinados con el sol, el vino y las mujeres, han asegurado siempre una provisión de sujetos escogidos.

En España, como en otras partes, la manía del médico es una diversión muy cara, que las clases pobres y más numerosas, de los distritos rurales especialmente, se permiten con rareza. Las gentes, lo mismo que las mulas, están rara vez enfermas y sólo se meten en la cama para morirse. Claro está que en el partido hay un médico con el que están igualados, y cuando muere, su vacante se anuncia en los periódicos oficiales y va otro a reemplazarle. Sus modestísimos honorarios les son pagados en dinero y en especie, tanto en trigo, y tanto en metálico; el principio a que se atiende es al de la baratura y, como en nuestra nueva ley de pobres, es preferido el que contrate al mayor número de personas por la cantidad más pequeña. Sus igualados declinan a veces el prestar entera confianza en su ciencia o en su maña y consultan con más frecuencia al barbero o{125} curandero, porque en la ortodoxa España siempre hay algún charlatán donde quiera que se trate de manejar la espada, la pluma, la lanceta o el rosario. Los hechizos, conjuros, reliquias, encantamientos, etcétera, etc., a que se recurre, son si no medievales, por lo menos muy poco cristianos. Pero la farmacopea espiritual de esta patria de Fígaro es demasiado interesante para que vaya a la cola de ningún capítulo.{126}

Capítulo XVIII

EL reverendo doctor Fernando Castillo, estimable autor y maestro español, hace notar, en su luminosa vida de Santo Domingo, que, como España ha sido tan espléndidamente dotada por el cielo con un hermoso clima, un suelo fértil y un número extraordinario de santos, sus habitantes sienten inclinación a la pereza y hacen poco aprecio de tan raras ventajas. Ciertamente, no se dedican con tanto afán como en otras tierras menos favorecidas a cavar y labrar la tierra; pero el reproche de que nunca se sienten Hércules en ningún trabajo y de que no sacan el mayor partido posible de Santiago en cualquier importante dilema, es excesivamente severo; pues en caso de enfermedad no hay sitio en que más se confíe en las salvadoras virtudes de las reliquias y en los conjuros de los benditos frailes.

Como de sobra saben nuestros cultos lectores, la práctica de la medicina en la antigüedad, como ocu{127}rre hoy entre los orientales, tenía más de exótica que de científica. Cuando en las enfermedades se veía un castigo divino por los pecados, era tenido por un malvado el que solicitaba el auxilio humano; por esto se vituperó a Asa, y, por la misma razón, los musulmanes y los españoles se resignan con su suerte, desconfiando, y con razón, de sus médicos: «¿Soy yo un dios para matar o para dar la vida?» En las ciudades grandes hay ya gentes que en estos días de progreso se someten a la curación según el sistema europeo; pero en los pueblos pequeños y escondidos—y hablamos por repetidas experiencias personales—no ha desaparecido ni con mucho la antigua y buena confianza en las reliquias y en los conjuros, y aun cuando el doctor Sangrado y Felipe III, cuyos decretos sobre materia médica adornan aún las ordenanzas españolas, deploren la introducción de la perturbadora química, la terapéutica mineral es aún letra muerta en muchos sitios, pues la Iglesia ha trasladado la eficacia de la fe de los asuntos espirituales a los temporales y a las heridas de fusil. Aun Ponz, el Lysons de España, se aventura a asombrarse (y aun no estaba la Inquisición abolida) del número de imágenes de San Lucas, que, según él, no fué un escultor, sino un médico, de donde probablemente provenía su eficacia curativa. Los antiguos iberos eran grandes herbolarios y consideraban que todo el que tenía en su casa una planta determinada estaba a salvo de ciertas enfermedades, como el que tiene hoy{128} una palma bendita está libre del rayo. También empleaban una bebida compuesta de cien hierbas, que llamaban centum herbæ o bebida de cien hierbas, con la cual, lo mismo que con las píldoras vegetales de Morison, se curaban todas las enfermedades, y era tan agradable al paladar, que se bebía en los banquetes, cosa que no ocurre ciertamente con las medicinas de hoy; además, según Plinio, curaban la gota con harina y las inflamaciones de la garganta colgando al cuello verdolagas. Hoy en España los curas y curanderos hacen conjuros y maleficios, del mismo modo que Ulises detenía cantando la salida de sangre; una medalla de Santiago cura la fiebre; un pañuelo de la Virgen, la oftalmía; un hueso de San Magín sirve para todos los casos en que está indicado el mercurio; un huesecillo de San Justo suple en Segovia la pérdida del sentido común; la Virgen de Oña acabó con las lombrices de los Reales Infantes, y la faja de la de Tortosa ayudó al parto a las Reales Infantas. Todo aldeano murciano cree que no le alcanzará ninguna enfermedad a él, ni a su ganado, si lo toca con la cruz de Caravaca, que los ángeles bajaron del cielo y la pusieron sobre una vaca colorada. Cuando visitamos Manresa la última vez, el digno individuo que enseñaba la cueva en que Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús, hizo penitencia durante un año, se procuraba una rentita vendiendo piedras pulverizadas de la cueva, que los fanáticos tomaban en los casos en que un médico inglés recetaría polvos de Do{129}ver[15]. Cada provincia, por no decir cada pueblo, tiene su santo y su reliquia particular, altamente venerados en la jurisdicción y muy poco fuera de ella, pues, al parecer, su eficacia le ha sido concedida por Santiago, como la Reina Victoria concede autoridad a sus magistrados, para ejercerla solamente dentro de los límites de la provincia. Zaragoza está muy bien dotada de favorecedores: a un pedazo del hígado de Santa Engracia acuden los pacientes necesitados de píldoras mercuriales; el aceite de sus lámparas, que no ennegrece los techos, cura los lamparones, o sea los tumores en el cuello, mientras que el que arde ante la Virgen del Pilar, o imagen de la Virgen que bajó del cielo sobre un pilar, restituía las piernas perdidas. El cardenal de Retz cita en sus Memorias el caso de un hombre con piernas de palo que las tiró porque le crecieron las suyas cuando se frotó con el aceite de la lámpara; y este portentoso milagro fué durante largo tiempo celebrado por el deán y el capítulo, tal como se merecía, con un día especial de fiesta, pues el aceite de Macasar no puede hacer mucho más. Esta imagen esculpida es en este momento un objeto de adoración popular, y la veneración que despierta puede aun disputársela con la que experimentan por el tabaco y el dinero: son innumerables los mendigos cojos, ciegos, lisiados de toda especie que se apiñan alrededor de su altar,{130} como la triste humanidad antigua, para la que los médicos no encontraban remedio, se apretaba alrededor del de Minerva; y hay que confesar que se ven curas verdaderamente maravillosas.

Naturalmente que todo lo dicho es un resto de la superstición y el obscurantismo medievales, y es muy probable que la clase médica de Madrid y otras grandes ciudades, y sobre todo los que han hecho sus estudios en París, no tengan una gran fe en estos remedios espirituales, ni probablemente en ningunos otros puramente españoles; pero su eficacia médica está probada en docenas de historias de provincias españolas que felizmente poseemos, todas las cuales han pasado por la prueba escrutiñadora de la censura eclesiástica, y han sido aprobadas como no conteniendo nada contrario al Credo de la Iglesia de Roma, ni a las buenas costumbres; ni puede permitirse que una Iglesia que declara ser siempre una la misma, y la única verdadera, pueda, cuando le convenga, volverse la espalda a sí misma y negar sus propias drogas y doctrinas. Todo lo que se cuenta aquí era perfectamente evidente bajo el reinado de Fernando VII, y cualquiera que sea la idea que los doctores en Medicina o Filosofía puedan tener acerca de España, lo cierto es que, sobre todo en los distritos rurales a los que no ha llegado aún la civilización extranjera, se tiene mucha más fe en los milagros que en las medicinas.

Nosotros hemos visto muchas veces en las calles a{131} niños pequeños vestidos de frailes franciscanos—Cupidos con cogulla—, cuyos piadosos padres habían hecho la promesa de llevarlos vestidos con el hábito de la Orden, con tal de que su santo fundador protegiese a los angelitos contra el sarampión o los trastornos de la dentición. Es corriente ver a mujeres y aun señoras de la mejor sociedad que hacen promesa de llevar, durante un año, un traje religioso, que se llama el hábito, o con una insignia en las mangas en señal de idéntica protección. En nuestra época ocurrió un caso que divirtió a todas las tertulias de Sevilla, que maliciosamente atribuían la rápida mejoría que una paciente, soltera y muy bella, de la alta sociedad, experimentó de una aparente hidropesía, a causas no por entero sobrenaturales. Don Ricardo, decían a menudo sus amigos de igual edad y rango, «usted que es extranjero, vaya y pregúntele a la querida Esperanza por qué lleva el hábito de la Virgen del Carmen; y luego vuelva a contarnos lo que le dice, y sabrá por nosotros la verdad». ¡Vaya, vaya, don Ricardo, usted es muy majadero!, contestaba la penitente si sospechaba quiénes eran los autores y cuál el motivo de la embajada.

Entre los antiguos, la gente piadosa erigía templos a Minerva médica o a Esculapio, del mismo modo que los españoles levantan altares a Nuestra Señora de los Remedios, o a San Roque, cuya intervención pone «más fuerte que una roca», proverbio inventado{132} en su honor por nuestros antepasados, quienes, antes de la Reforma, confiaban igualmente en él; y ambos pensaban, si hay que dar crédito a Cicerón, que estos patronos hacían tanto, por lo menos, como el médico. ¡Pobre humanidad, tan paciente y crédula que aun se traga charlatanerías médicas como éstas, y que continuará haciendo lo mismo, aunque uno de los difuntos se levantase de su tumba para condenar el absurdo tratamiento que le costara la vida a él y a otros muchos!

Sin embargo, a manera de compensación, la salvación del alma ha sido considerada en España tan importante como en Inglaterra la salud del cuerpo. Estas reliquias, conjuros y amuletos, equivalen a nuestras medicinas, y es maravilloso que nadie en la Gran Bretaña sea condenado a muerte en este mundo, o que en la Península se condene nadie a perder el otro: probablemente las penitencias no han sido en ninguno de los casos completamente específicas. Sea como quiera, es lo cierto que en España los conventos e iglesias son mucho más numerosos y mejor acondicionados que los hospitales; los almacenes de reliquias están mucho más provistos de huesos y ensalmos que los museos anatómicos y las boticas; y después que un español ha sido herido, matado de hambre o ejecutado, acude a su lado un tropel de santos médicos, que, seguramente, no hubieran dado un paso para salvar todo un ejército de compatriotas cuando están en vida; en cambio, ¡cuántas mone{133}das se recogen ahora para pagar misas que libren su alma del purgatorio!

Procura, sin embargo, amable lector protestante, no morirte en España, como no sea en Cádiz o en Málaga, donde, si quieres ser enterrado cristianamente, hay acomodo para los herejes; y si estimas la vida, evita el estar aun enfermo en Madrid; pero si te echa la mano la Facultad, haz testamento a toda prisa, pues si la opinión que sobre sus propios médicos tienen los españoles es cierta, no te salvará de los cuervos ni el mismo Esculapio; huye, pues, de los médicos españoles como de perros rabiosos, y tira sus medicinas apenas vuelvan la espalda.

En España todos tienen sus patronos y protectores a quienes acudir en momentos de apuro. Los reyes—que Dios guarde—tienen la prerrogativa de una patrona especial: la Virgen de Atocha de Madrid, a la cual visitan, con el resto de la real familia, cada domingo del año, cuando están en buena salud. Apenas caía el soberano gravemente enfermo y los médicos de la Corte no sabían lo qué hacer, como algunas veces ocurre aun en Madrid, se llevaba la imagen a la cámara real; de esto puede dar fe el caso de Felipe III, descrito por Bassampièrre: «Los médicos desesperan desde esta mañana, en que se ha acudido a los auxilios espirituales y se ha trasladado a palacio la imagen de Nuestra Señora de Atocha». El rey murió tres días después de llevar la imagen.{134}

Aun cuando ni el médico ni el cura crean completamente en la eficacia de amuletos y reliquias, acuden gustosamente a ellos, por que si la cosa marcha mal, ¿cómo puede esperarse que un simple mortal triunfe si fallan los remedios sobrenaturales? Todos los cargos que en un caso desgraciado se podrían hacer quedan destruídos, atribuyendo la muerte a la voluntad de Dios. Además, si una reliquia no cura, tampoco puede matar, como se sabe que puede ocurrir con los calomelanos. Este principio interruptivo, distinto de los remedios humanos, está admitido por la Iglesia en las rogativas por los enfermos; y donde la fe es sincera, aun las reliquias deben ofrecer un poderoso cordial médico-moral, obrando sobre la imaginación y prestando confianza al enfermo. Este consuelo le está negado al pobre protestante, ni aun a un recién convertido anglicano, porque, realmente, para creer en la eficacia de un hueso monjil, se necesita haber aprendido la lección en la misma cuna. Su substitutivo en los países luteranos in partibus infidelium se encuentra en el láudano, las novedades y la chismografía, siendo esta última el gran específico, por medio del cual sir Henry mantenía la vida de innumerables señoras, con gran desesperación de los hijos, que pagaban su pensión de viuda, desde marquesas hasta baronesas. ¡Y qué profundo agrado produce el amable cuchicheo! «No tiene idea Su Señoría del interés que Su Alteza Real {135}la... se toma por la salud de Su Señoría». La forma del restaurativo moral puede variar según el clima, las creencias, las costumbres, etc., etc., pero sólo a la substancia es a lo que el médico filosófico debe mirar. Debe tocarse aquella cuerda, sea la que fuere, a la que el pulso del paciente responda; y si se consigue curarle, poco importan los medios que para ello se hayan empleado.

Una palabra sobre la obstetricia española. En este país no hay afición a los médicos para asistencias a partos, y la comadre trae generalmente al mundo a los españoles dejando obrar a la naturaleza, y con la ayuda de manteca de puerco, botadura muy apropiada para un niño, que, si sobrevive hasta la edad de la razón, gustará seguramente del tocino. Se envuelve luego al recién nacido como si fuera una momia egipcia y se tiene un cuidado especial en preservarlo del aire, del jabón y del agua; se le cuelga al cuello un amuleto contra el mal de ojo, o una medalla de la Virgen, para asegurar la buena suerte; y así, desde la cuna, se inculcan ideas en los niños sobre los errores que deben evitar y sobre las defensas en que debe resguardarse, que no olvidarán después en toda su vida. Sin entrar en más detalles acerca de los niños, puede decirse que este sistema de asistencia contribuye mucho a la escasa población de la Península. Los partos son también con frecuencia desgraciados. En casos normales la comadre sirve perfectamente, pero en cuanto surge la menor complicación pierde la cabeza y también a la parturienta; en estos{136} difíciles momentos, como en las operaciones críticas de la cocina, es cuando un artista varón es preferible.

Las Reinas e Infantas de España gozan de especiales ventajas. El Paladio de la ciudad de Tortosa es la cinta que la Virgen, acompañada de San Pedro y San Pablo, trajo ella misma bajando del cielo a un sacerdote de la Catedral en 1178, acontecimiento en honor del cual se dice todavía una misa el segundo domingo de octubre. Este gracioso presente fué declarado auténtico en 1617, por Pablo V, y para justificar su infalibilidad, obra toda clase de milagros, principalmente en casos de obstetricia. También se saca para defender a la ciudad en cualquier momento de calamidad pública; pero no valió de nada cuando el ataque de Suchet. Esta cinta, más famosa que el ceñidor de Venus, fué llevada en 1822, en solemne procesión, a Aranjuez, por orden de Fernando VII, con objeto de facilitar el parto de las dos infantas; y así como Lucina, cuando se la invocaba debidamente, favorecía a las mujeres que estaban con los dolores de parto, Sus Altezas Reales fueron igualmente saliendo felizmente del caso, y uno de los niños que entonces nacieron es el marido de Isabel II. Para las mujeres humildes de Castilla, cuando estaban embarazadas, procuraron un remedio espiritual los canónigos de Toledo, que tomaban el más vivo interés en la mayor parte de los casos. La entrada principal de la Catedral tenía trece escalones, y toda mujer que los subiera y los bajara, podía estar segura de que{137} llegaría al final de su embarazo pronto y bien. No es maravilla, por lo tanto, el que, cuando el número de escalones se redujo a siete, todas las mujeres, solteras y casadas, lo tomaran muy a mal. Todas estas cosas de España tienen un sabor marcadamente oriental; hoy los moros tienen un cañón en Tánger, con el cual fué hundido un barco cristiano, y las mujeres deben pasar sobre este artefacto guerrero para salir bien del paso. En todas las edades y en todos los países en que la ciencia de la obstetricia no ha hecho mucho progreso, es natural que se recurra a medios espirituales para contrarrestar los peligros inevitables del momento del parto. En Italia la panacea era el cinturón de Santa Margarita, una cosa parecida a la cinta de Tortosa, que sacaban los frailes siempre que se presentaba un caso difícil. Y se suponía que beneficiaba al bello sexo, porque cuando el demonio quiso comerse a Santa Margarita, la Virgen le ató con su faja y se amansó como un cordero. Esta faja dió también a luz otras fajas, y en el siglo XVII se habían multiplicado tan extraordinariamente, que un viajero afirmaba que «si se uniesen todas unas a otras, llegarían hasta Londres»; pero la historia natural de las reliquias es demasiado conocida para que insistamos sobre ella.

Hacer referencia a médicos españoles sin tener que apuntar alguna muerte, sería tan raro como una cacería con buenos sabuesos en la que no se cobrara ninguna pieza, bien que en el momento crítico no{138} gusten los médicos de estar presentes, al contrario de lo que les ocurre a los cazadores. El médico, en el momento en que las terribles Parcas se mezclan en el asunto, escurre el bulto dejando el campo libre al cura; de aquí el dicho español: «cuando empieza el cura, acaba el médico». En el Quijote se dice que tan pronto como el barbero tomó el pulso al pobre caballero, le advirtió que atendiera a su alma y enviara por el confesor; y hoy, cuando un hidalgo castellano se mete en la cama, sus amigos le persiguen con la misma tonada, y a menudo no se hace esperar la catástrofe. Lord Bacon, grande en sabios ejemplos y sentencias, pedía que su muerte le viniese de España, porque así tardaría en el viaje; pero no sabía que el caballero vestido de negro era una excepción en las proverbiales lentitud y tardanza, característica de sus compatriotas. Como los enfermos se mueren pronto, la ley del país[16] condena a la multa de diez mil maravedises al médico que no dispone en su primera visita que el paciente se confiese, pues el principal objeto en la enfermedad es, como dice el preámbulo, curar el alma; y así ocurre en Italia, donde Gregorio XVI publicó en 1845 tres decretos, uno condenando los ferrocarriles, otro prohibiendo las reuniones científicas, y un tercero ordenando a todos los médicos abandonar la asistencia de los enfermos que no hubieran enviado a buscar al cura y comulgado después de su tercera visita. En Espa{139}ña, la primera pregunta que en nuestro tiempo se dirigía a un enfermo no era si, realmente, se arrepentía de sus pecados, sino si había adquirido la bula; y si la respuesta era negativa o si su vieja nodriza se había olvidado de comprar una, se le negaban los últimos sacramentos al infeliz moribundo.

Digamos una palabra sobre esta maravillosa bula, que desarma a la muerte de su aguijón, y que, aun cuando la mayoría de nuestros lectores no tengan la menor noticia de ella, juega un papel más importante en la vida española que el toro en la plaza. En ninguna parte se observa el ayuno con más rigor que aquí, donde la Cuaresma representa el Ramadán del mahometano. Para evitar contravenciones, los creyentes de buen apetito acudieron a la paternal indulgencia de su Santo Padre en Roma, que en consideración a que era necesario que los cruzados españoles estuviesen lo bastante aguerridos para aplastar más eficazmente a los infieles, concedió a San Fernando el permiso para que sus ejércitos pudieran comer carne durante la Cuaresma, con tal de que hubiese alguna, pues dicho sea en honor de la administración militar española en general, pocas tropas hay que ayunen más regular y religiosamente. El día feliz en que se proclama la llegada de esta grata bula que anuncia la comida, se celebra con repique de campanas, como si se tratara de una boda. En provincias, los alcaldes y las corporaciones van a la Catedral con toda solemnidad, asombrando a la multitud y{140} divirtiendo a los señores con la resurrección de las carrozas, las mazas y atavíos antiguos y abigarrados, con los que estas sombras de un antiguo poder y dignidad tienen la esperanza de subrayar su insignificancia individual y colectiva. Una copia de esta preciosa bula no puede, naturalmente, conseguirse de balde, y como hay que pagarla, y al contado, constituye una de las rentas públicas más saneadas. Aun cuando lo que se recauda por este concepto debería ser aplicado a las cruzadas, Fernando VII, el rey católico y único soberano poseedor de una renta semejante, nunca contribuyó con un ochavo para ayudar a los griegos cristianos en su reciente lucha con los infieles turcos.

Estas bulas o, mejor dicho, esta clase de papel moneda se preparan con el mayor cuidado, y constituían uno de los artículos más provechosos de manufactura española. Se temía una guerra marítima con Inglaterra, no tanto por atención a las ayunadoras almas trasatlánticas, como por el temor a perder, como ha demostrado el doctor Robertson, los varios millones de dólares y de plata enviados desde América a cambio de estos tesoros espirituales. Se imprimían en Sevilla, en el convento de dominicos de Porta Cœli; pero Soult, que ahora parece que está volviéndose beato, quemó esta puerta del cielo con sus pasaportes y sus imprentas. Las bulas sólo sirven para el año en que se expenden; doce meses después, quedan anticuadas e inútiles. Hay, entonces, dice{141} exactamente Blanco White, porque muchas veces lo hemos visto, «una prodigiosa prisa de comprar las nuevas por todos los que quieren la felicidad de sus almas y no descuidan la holgura y satisfacción de sus estómagos». Todos los años hay que tomar una nueva, como si se tratase de una licencia de caza, antes de que los españoles se aventuren a recrearse con ave o cuadrúpedo, y con razón pueden estar contentos de que no les cueste tres libras y pico, como las licencias, pues por la suma de dos reales, hombre, mujer y niño, pueden obtener la gracia del clero y de la cocina; pero al cazador furtivo puede acontecerle grandes males, pues la cadena perpetua es una broma al lado de la perdición que aguarda a su alma. Este certificado es pedido por el confesor o guardador de conciencia cuando le coge en la trampa de la enfermedad, y si no la tiene, el fallo es seguro, pues no puede alegar ignorancia de la ley, ya que hay fijada una postdata y requisitos en todas las noticias de jubileos, indulgencias y demás ventajas para el purgatorio, que están fijadas en las puertas de las iglesias; y su lenguaje es tan cortés y perentorio como el de nuestros papeles de contribuciones: Se ha de tener la bula si se espera conseguir algún alivio mitigando las penas del purgatorio, cosa que la mayor parte de los españoles muy vivamente desean; de aquí viene la frase corriente usada por cualquiera al cometer un pecadillo en otras materias: tengo mi bula para todo. La posesión de este documento actúa sobre todas las co{142}modidades corporales como la soda en la indigestión, pues, realmente, lo neutraliza todo, excepto la herejía.

Como es barata, un vecino protestante, aunque no crea por completo en sus salvadoras cualidades, hará bien en comprar una en obsequio a la tranquilidad de conciencia de sus débiles hermanos, pues en esta religión de formas y de prácticas externas se siente más horror por los rígidos españoles al ver comer carne a un inglés durante un día de vigilia, que si hubiera quebrantado los diez mandamientos. La cantidad que la nación cobra por estas bulas es muy importante, aun cuando quedan muy mermadas antes de que al final se paguen a la Hacienda, pues algo de la miel libada por tantas abejas se le pega a las alas. Y el puesto de jefe encargado de la bula es más productivo que el de aduanas o impuestos de los países infieles.

Pero volvamos al moribundo: si tiene la bula se le da el viático con toda solemnidad. Se conduce al Señor en procesión, con gran acompañamiento de personas que llevan luces, cruces, campanillas e incienso, y, como la casa queda abierta al público, se unen a la comitiva todos los desocupados que la encuentran al paso. El espectáculo es siempre imponente, como debe ser, considerando que se cree que el mismo Dios está presente. Y es particularmente llamativo el Domingo de Resurrección, cuando se lleva el Sagrado Viático a todos los enfermos que no han podido ir a comulgar a la parroquia. Este día el sacerdote va bajo un vistoso palio y en el mejor ca{143}rruaje de la ciudad; y mientras todos, al pasar él, se arrodillan ante la hostia que conduce, él sonríe interiormente, pensando en el dominio que tiene sobre sus prosternados vasallos; las calles se adornan como para el paso triunfal de un rey vencedor; las ventanas se cuelgan con terciopelo y tapices, y los balcones están ocupados por el bello sexo, adornado con sus mejores galas, que arroja bellas flores al paso de la procesión y más bellas sonrisas durante todo el resto de la mañana a sus adoradores de la calle, cuya múltiple adoración está embargada por las divinidades femeninas.

Morir sin sacramentos es la mayor calamidad que puede suceder a un español, puesto que no puede salvarse mientras que se le enseña que hay en esos actos una propia virtud protectora independiente de ninguna diligencia por parte suya. El viático se suele dar cuando se han perdido ya todas las esperanzas humanas, y la excitación, el calor, el ruido y la confusión, rara vez dejan de matar al ya exhausto paciente. Después, cuando la vida ha salido perezosamente con la última boqueada, se coloca el cuerpo en la capilla ardiente, que es un cuarto dispuesto como una capilla, y despojado de todos los adornos y muebles. Cuando se trata de una familia rica, se habilita para este momento una habitación del cuarto bajo, y en ella se coloca un altar y varias filas de candelabros con velas alrededor del féretro. Entonces se permite entrar a la gente en la cámara mor{144}tuoria, aun cuando se trate del rey: así vimos a Fernando VII, en su lecho de muerte, completamente vestido, con el sombrero puesto y el bastón en la mano. Esta exposición pública es una especie de pesquisa judicial; antes, como hemos podido observar en varias ocasiones, se vestía al difunto con un hábito de fraile, con los pies descalzos y las manos cruzadas sobre el pecho; la sombra sepulcral que la capucha daba a las muertas y plácidas facciones, producía casi siempre un solemne e indefinible sentimiento en el corazón de los espectadores, y era como si hablasen a los vivos un lenguaje que no podía ser incomprendido.

Los hábitos de lana de las órdenes mendicantes eran los más populares, por la idea que había de que si eran viejos, estaban demasiado saturados de olor de santidad para las viles narices del demonio; y como uno andrajoso valía a menudo al fraile más de media docena nuevos, la venta de los hábitos viejos era negocio para el piadoso vendedor y comprador; los de San Francisco eran siempre los preferidos, porque en las visitas trienales de este santo al purgatorio, conocía su enseña y se llevaba al cielo a los que lo ostentaban. Por una idea semejante pobló Milton su sombrío limbo con lobos cubiertos con pieles de oveja:

«Who to be sure of Paradise,
Dying put on the robes of Dominick,
or in Franciscan think to pase unseen»[17].
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A las mujeres, en nuestra época, las vestían de monjas, llevando también el escapulario de la Virgen del Carmen, que ella dió a Simón Stock, asegurándole que ninguno que muriese con él podría nunca sufrir las penas eternas. Estas graves costumbres, tan generalizadas en España, indujeron a un extranjero de espíritu muy exacto a observar que no moría en España nadie más que los frailes y las monjas. En este cálido país, el entierro sigue inmediatamente a la muerte, y no puede ser de otro modo, pues la descomposición de los cadáveres es muy rápida. Los oficios de difuntos se suelen hacer de una manera un poco indecorosa. Antes se enterraba en las iglesias o en los patios anejos a ellos; pero esta costumbre se suprimió por razones de higiene. Entonces se edificaron unos cementerios públicos, que producen, por lo menos, un cuatro por ciento de interés, en las afueras de las ciudades, donde se ven largas filas de sepulturas abiertas ansiosamente para los que pueden comprarlas, y una fosa grande para los pobres. En este camposanto, la muerte nivela a todos, cosa que no deja de ser dura para los que han construído y dotado capillas, con objeto de asegurarse una sepultura entre sus antepasados. Y, sin embargo, no protestaron de la medida ni se preocuparon gran cosa de los sepulcros arruinados y de las rotas efigies de sus «abuelos tallados en alabastro»; la verdadera oposición la hicieron los curas, que perdían ingresos, y, en consecuencia, aseguraron a su grey que no había re{146}surrección posible para unos cuerpos enterrados en esos nuevos depósitos.

Sea ello como quiera, el cuerpo es conducido en un ligero féretro, acompañado de sus amistades masculinas y colocado luego su nicho sin ninguna otra oración o ceremonia. Las mujeres que mueren poco tiempo después de su boda y antes de que las horas nupciales hayan terminado su danza, suelen ser enterradas con el vestido de novia y cubiertas de flores, como en las recomendaciones que para la hora de su muerte daba la reina Catalina de Aragón a su doncella, en la obra de Shakespeare El rey Enrique VIII:

«When I am dead, good wench,
Let me be used with honour; strew me o’er
With maiden flowers, that all the world may know
I was a chaste wife to my grave»[18].

En estos entierros se abre la caja al ir a ponerla en la sepultura, para satisfacer la indecorosa curiosidad de la gente, y luego, por toda la ciudad, se habla del modo cómo iba vestido el cadáver, y se discute si el entierro fué o no muy lucido. El sitio reservado para los niños que mueren antes de los siete años está aparte del de las personas mayores. Su temprana muerte debe mirarse en España más bien como una alegría que como una pena, pues los amados de los{147} dioses mueren jóvenes, y los epitafios son una mezcla de dolor y de satisfacción. El párvulo fué arrebatado a la gloria:

«There is beyond the sky a heaven of joy and love,
And holy children, when they die, go to that world above»[19].

Pero como la naturaleza es en todas partes la misma, hemos visto a más de una madre sollozando junto a la tumba de su hijito, y adornándola con rosas y limpiándola de los hierbajos que crecieron en ella. El cuerpo de los pequeñuelos suele ser llevado al cementerio por niños de la misma edad del muerto, vestidos de blanco, y se arrojan sobre el cadáver flores, bellas como ellos, y que, también como ellos, se marchitan y mueren pronto. Los padres vuelven a casa suspirando por el hijo perdido, su cuna queda vacía, no se oye más su llanto, sus juguetes están donde él los dejara, y todo recuerda el cruel vacío que el dolor no puede llenar aunque

«Stuffs out its vacant garments whith its form»[20].

Los cadáveres de la gente pobre, vestidos con los trajes que usaron en vida, son llevados al cementerio en angarillas, a hombros de cuatro individuos, en la manera que describía Marcial: «no van encerrados en inútiles ataúdes», sino que los conducen{148} como al hijo de la viuda de Nain. Algunas veces hemos visto las horribles angarillas a la puerta de una casa, y tenían en la madera la huella de un cuerpo humano, impresa seguramente por los cientos de cargas que se habrían llevado anteriormente. Estos cadáveres son sepultados en la fosa como los de los perros, y muchas veces, desnudos, pues los supervivientes o sepultureros les despojan de sus andrajos. Aquellas gentes tan pobres que no pueden pagar ni los derechos más baratos, cuando pierden un hijo suelen colocarlo en un cesto a la puerta del cementerio. Una vez vimos a un español embozado que paseaba tristemente por el camposanto de Sevilla, y, cuando abrieron la fosa común, sacó de debajo de su andrajosa capa el cadáver de un niño, lo echó al hoyo y desapareció. Y así, medio mundo vive sin saber cómo muere el otro medio.

En las clases acomodadas la verdadera ceremonia del entierro comienza después de dar tierra al cuerpo. El primer paso es hacer una visita para dar el pésame dentro de los tres días de ocurrida la desgracia. La familia está reunida en la mejor habitación de la casa y sentados en sillas, colocadas al fondo de ella, a un lado los hombres y a otro las mujeres. Cuando entran una señora y un caballero, aquélla da la mano a todas las otras señoras, una tras otra, y después se sienta junto a ellas en la silla vacante más próxima; el caballero se inclina ante cada uno de los hombres presentes, los cuales se levantan de su asiento y{149} le devuelven la cortesía con gran gravedad y dando muestras de profunda aflicción. Al saludar a los más interesados en la desgracia, cada uno de los visitantes le saluda con esta frase: Acompaño a usted en su sentimiento, y, mientras tanto, todo el mundo permanece silencioso como si fuera una reunión de enterradores. Después de estar sentados con ellos el tiempo adecuado, se retiran cada uno en la misma forma en que han entrado.

A los pocos días se envía una esquela, en nombre de todos los parientes, participando la muerte a los amigos de la familia y rogando la asistencia a los funerales; estas invitaciones van encabezadas con una cruz, que se llama El Cristus. Antes de la invasión francesa, que no sólo derribó los muros de los conventos, sino que también atacó a las creencias religiosas, se imprimían muchos libros y se escribían muchas cartas encabezadas con este signo. En nuestra época, muchos médicos de Sevilla lo ponían en sus recetas, pues el Cardenal Arzobispo había concedido un cierto número de años de indulgencias a todo los que santificaran con esta señal sus recetas, aunque fueran de sena y ruibarbo. En las esquelas mortuorias, debajo de la cruz, se ponen las letras R. I. P. A., que significan «Requiescat in pace. Amén». El día indicado, y a la hora precisa, se reunen las personas que acuden al duelo en la casa mortuoria, y, desde allí, se dirigen a la iglesia. Todos van vestidos de riguroso luto, y antes de los progresos de la civiliza{150}ción y de los paletos, no llevaban capas; y como esto les hacía estar a todos más incómodos que a San Bartolomé sin la piel, era considerado como una prueba de verdadero dolor a los manes del difunto. El quitarse la capa en España es una muestra de respeto, equivalente a quitarse el sombrero entre ingleses. Cuando la comitiva llega a la iglesia es recibida por los sacerdotes, y se celebra la ceremonia con toda solemnidad ante un catafalco cubierto con un paño mortuorio, colocado ante el altar y rodeado de candelabros con velas de cera. Cuando termina el oficio, todos los concurrentes saludan al duelo, que está siempre colocado en sitio aparte, y así termina la tragedia. Los padres no llevan luto por los hijos pequeños, lo cual es una reminiscencia de la superioridad patriarcal romana del cabeza de familia, al cual, si muere, se le rinden todas las muestras de respeto imaginables. La forma y el tiempo del luto están escrupulosamente prescritos y son observados rigurosamente, incluso por los parientes lejanos, que se retraen de toda clase de diversiones:

«None bear about the mockery of woe
To public dances or to private show»[21].

Recuerdo la muerte de una amable y venerable marquesa en Sevilla, precisamente días antes del Carnaval, cuya principal preocupación en sus últimos{151} momentos era el pensar en las muchas jóvenes de su familia que se verían privadas de asistir a los bailes y mascaradas, y ellos, por su parte, estaban interesadísimos en su salud y rogaban ansiosamente a la Virgen que prolongase la vida de la señora siquiera sólo fuese por unas pocas semanas.

El triste noviembre trae consigo otras solemnidades fúnebres, muy en armonía con la caída de las secas y amarillas hojas, que Homero compara con las generaciones de la humanidad mortal. La noche antes del 1.º de noviembre, o sea de la fiesta de Todos los Santos, en España se pasa en vela, y es la indicada para los misterios y adivinaciones, pues en ella las impacientes mozas casaderas acostumbran sentarse en el balcón para ver si pasa o no pasa la imagen de los destinados para maridos suyos. El primero del citado mes se dedica a todos los santos, y el 2 a las almas del purgatorio, llamándosele el día de los difuntos, y es rigurosamente observado, en particular por los que han perdido algún pariente o amigo durante el año, ¡y cuán pocos se exceptúan! Desde el amanecer todas las campanas lanzan al viento un lúgubre tañido para recordar a los que no han de acudir ya a sus llamadas, y se visitan los cementerios. En Sevilla se solían ver largas procesiones de mujeres vestidas de negro, que, con lámparas encendidas, montadas en unos palos, andaban lentamente dando vueltas, musitando rezos melancólicos, y volvían al anochecer, formando una larga hilera de brillantes{152} luces. Las sepulturas son visitadas durante el día por los que toman un triste interés en los ocupantes, y se colocan lámparas y coronas de flores en testimonio de cariño, y se rocían con agua bendita, cada gota de la cual tiene la virtud de librarles de alguna de las llamas del purgatorio. Estas pintorescas costumbres recuerdan a la vez el Eed es Segheer del Cairo moderno, el feralia de los romanos, el Νεμεσια de los griegos; aquí están las ofertas de flores de Electra, el funes assensi de los griegos, y las antorchas funerales de los paganos, en vano prohibidas a los cristianos españoles por su antiguo Concilio de Illiberis. En Navarra y provincias del noroeste de España se hacen ofertas de pan y de trigo, que se llaman robos y que son lo mismo que los dones ofrecidos por el descanso de las almas de los difuntos por la gente piadosa de la antigua Roma.

Como en el día citado el cementerio se convierte en el sitio de recepción pública, muy a menudo parece más bien un alegre paseo de moda que un acto triste y religioso. La liviandad de los meros curiosos y de la multitud contrasta violentamente con la tristeza de los realmente acongojados. Pero la vida en este mundo se impone a la muerte y la alegría sigue de cerca al dolor; el sitio está lleno de mendigos, que apelan a la orden del día e importunan todos los piadosos recuerdos, pidiendo por el alma del llorado muerto. Fuera de los tristes muros todo es vida y alegría, pues hay un ruidoso comercio de dulces, cas{153}tañas y chucherías, un estrépito de coches y caballos y un torrente y baraúnda de juramentos de los que cuidan de ellos, que seguramente no será del agrado de las benditas ánimas del purgatorio, por las que todas las clases españolas manifiestan tanto interés y cariño.

Ya hemos visto cómo se da tierra al cuerpo del ortodoxo castellano; en cuanto al alma, si va al purgatorio, se considera desde luego salvada, pues es seguro su admisión en el Paraíso al expirar el término de castigo, es decir, «cuando está purificada de los crímenes cometidos en carne humana», como dice el fantasma en Hamlet, que no había olvidado su Virgilio. Si el docto objeta a un clérigo español que todo eso es pagano, se le contestará que puede ir más lejos y pasarlo peor. Tratándose de un verdadero católico, este plazo de trabajos forzados puede ser mucho más corto, pues esto puede hacerse por medio de misas, de las cuales pueden decirse todas las que se quieran, pagándolas previamente. El vicario de San Pedro tiene las llaves que siempre abre las puertas a los que ofrecen el áureo don con que Caronte fué sobornado por Eneas; y así, nada hay más fácil para un creyente rico y juicioso, suponiendo que crea al Papa contra la Biblia, que ir derecho al cielo; tampoco los pobres son completamente relegados al olvido, como puede verse por la infinidad de días de indulgencia que es fácil ganarse visitando cualquier altar de España practicando las más falsas{154} rutinas. Lo único extraño es cómo cualquier creyente puede dejar de asegurarse el escapar de este presidio espiritual sin tener que ir a él para nada, o, por lo menos, sólo como un formalismo.

Un alemán exacto y laborioso calculó que un hombre activo, gastando tres chelines en coche, podía ganar en una hora, visitando varios altares privilegiados en Semana Santa, veintinueve mil seiscientos treinta y nueve años, nueve meses, trece días y tres minutos y medio de disminución de las penas del purgatorio. Estas mercedes fueron ofrecidas por los curas españoles en Sud América, en más grande estilo, adecuado a aquel colosal continente; por una misa sencilla en San Francisco de Méjico, el Papa y los prelados concedieron treinta y dos mil trescientos diez años, diez días y seis horas de indulgencias. Ello constituye un buen medio de sacar dinero; como dice una autoridad en asuntos mejicanos: «yo no daría esta sencilla institución de las misas por las ánimas benditas, por el poder de tributación que posea cualquier gobierno, puesto que no se necesita ningún recaudador y la contribución se paga con la mejor voluntad del mundo, porque, ¿quién no paga para librar a un pariente o a un amigo del fuego eterno?»

El purgatorio ha sido siempre una verdadera mina de oro de Golconda para Su Santidad, pues aun los más pobres tienen un albur, puesto que las personas caritativas pueden librar ánimas anónimas{155} del purgatorio obteniendo un auto de habeas animam, esto es, pagándole al cura una misa. Para esto hay días especiales señalados en el almanaque y que conoce cualquier mozo de posada; pero, además, en las puertas de las iglesias se pone un cartelito con el letrero: Hoy se saca ánima. Por lo general, estos días son más numerosos en primavera, sin duda porque en invierno no es tan molesto estar cerca del fuego.

¡Pobres protestantes, que, no pagando el dinero de San Pedro, han cometido un nuevo acto de herejía, y el peor de todos, el que Roma nunca podrá olvidar! Estos rebeldes sólo pueden esperar salvarse por su fe y sus frutos las buenas obras; deben arrepentirse de sus amados pecados y comenzar una nueva vida, pues para ellos no hay cordón de San Francisco que les saque, si cayeron al pozo, ni rosario de Santo Domingo que les traslade, prontamente, a toda velocidad, del tormento a la felicidad eterna.

Fuera del seno del Vaticano, sus almas no tienen redención, y dentro de las fronteras de España, difícilmente correrán los cuerpos mejor suerte, si muriesen en aquel ortodoxo país, donde los más avanzados liberales difícilmente tolerarían que se enterrasen los cadáveres de los herejes de negra sangre, pues el trigo no crecería al lado de sus tumbas. Hasta hace poco tiempo, en los puertos de mar se solía enterrar a los protestantes en un hoyo abierto en la playa, más allá de la línea de la marea baja; pero hasta esta concesión a los infieles ofendió a los pescadores semi{156}moros que, en verdaderos creyentes y perseguidores, temían que sus lenguados se envenenaran; a pesar de lo cual no hay marinero ni sacerdote que se niegue a aceptar una moneda inglesa, porque dicen que: El dinero es muy católico.

Afortunadamente, las cosas han mejorado algo en estos últimos años, con respecto a los protestantes, y puede ser un consuelo para los enfermos que son enviados a España para cambiar de clima y que sean exigentes, el saber, en caso de ocurrirles una desgracia, que se permiten ahora cementerios protestantes en Cádiz, Málaga y otras pocas capitales. La historia de la concesión es curiosa, y que nosotros sepamos, nunca se ha contado. En tiempos de Felipe II, los luteranos eran peor tratados que los perros: si se les cogía vivos se les quemaba por orden del Santo Tribunal, y si muertos, los arrojaban al muladar. Cuando en 1622 envió nuestro cobarde Jaime I su pacífica y mal juzgada misión, por la cual se libraba a España de ulteriores humillaciones, Mr. Hole, el secretario del embajador lord Digby, murió en Santander. No se permitió que fuese enterrado y se colocó el cadáver en una caja y se echó al mar; pero apenas se marchó Su Excelencia, «los pescadores», según escribe Somers, «temiendo que mientras el cadáver de un hereje estuviese en el agua no tendrían pesca», lo sacaron, y «el cuerpo de nuestro hermano y compatriota fué abandonado en el campo para pasto de las aves de rapiña». En el tratado de 1630,{157} el artículo 31 determina lo que ha de hacerse con los bienes de los ingleses que mueran en España, pero no dice nada de sus cuerpos. «Estos, dice un comentador de Rymer, tienen que quedar apestando en campo abierto, con el fin de que los perros los encuentren con seguridad». Cuando Mr. Wáshington, paje de Carlos I, murió en Madrid, en la época en que su señor estaba allí, Howell, que estaba presente, dice que, sólo como un favor especial al pretendiente de la Infanta, se permitió que el cadáver fuese enterrado en el jardín de la embajada, al pie de una higuera. Algunos años después, en 1650, fué asesinado Ascham, el enviado de Cromwell, y su cuerpo fué enterrado en un hoyo, sin ninguna ceremonia; pero el Protector era hombre con el cual no se podía jugar y que conocía perfectamente cómo debía tratar a un Gobierno español, siempre pusilánime y fanfarrón, del cual no se consigue nada con amabilidad y cortesía—cualidades que toma por debilidad—y, en cambio, concede inmediatamente lo que se le exige atemorizándole. Entonces exigió que se estipularan y determinaran las condiciones en que se debía enterrar debidamente a sus súbditos, y el jactancioso Gobierno español accedió inmediatamente, figurando en el tratado de Carlos II, en 1664, y concediéndose después, en 1667, con sir Ricardo Fanshawe.

Sin embargo, nada figura en ninguna parte relativo a este asunto hasta 1796, en que lord Bute com{158}pró terreno para enterrar a los ingleses más allá de la puerta de Alcalá, en Madrid. Durante la guerra, cuando toda la Península era un cementerio para nuestros compatriotas, un digno señor madrileño se apropió esta parcela de terreno, no para sepultura suya precisamente, sino para cultivarlo bien y provechosamente. En 1831, míster Addington hizo algunas averiguaciones, encontrando los documentos que acreditaban la compra del terreno indicado en la Contaduría de Hipotecas que la atrasada España tiene y que no posee la avanzada Inglaterra. El intruso fué desposeído, aunque con grandes protestas por su parte. Antes de la época de lord Bute, los ingleses eran enterrados de noche, sin ceremonia de ninguna clase, en el jardín del Convento de los Recoletos, y cuando el terreno adquirido por lord Bute tuvo valor, los piadosos frailes quisieron cambiarlo por el rincón que en un jardín tenían los ingleses; pero el trato no pudo hacerse, por la reciente ley que prohibía los enterramientos dentro de las ciudades.

El campo comprado por lord Bute está ahora sin cercar y sin cuidar; afortunadamente, no se ha utilizado mucho, pues en los últimos treinta años sólo han muerto en Madrid quince protestantes. En noviembre de 1831, Fernando VII resolvió al fin esta grave cuestión, dando un decreto en el cual se concedía permiso para construír cementerios protestantes en todas las poblaciones en que residiese cónsul o un agente inglés cualquiera, aunque en las condi{159}ciones más degradantes. El primero que se hizo, en virtud de este decreto, firmado por el hombre que fué repuesto en el trono por la muerte de treinta mil ingleses, fué obra de míster Mark, nuestro cónsul en Málaga, el cual cercó un espacio de terreno en la parte este de la ciudad, colocando sobre la puerta una lápida con el decreto en cuestión, y encima una cruz como si clamara a los sentimientos dominantes en los españoles: su lealtad y su religión. Los malagueños no salían de su asombro al ver el símbolo de la cristiandad sobre la última morada de los perros luteranos, y exclamaban: «¡También estos judíos usan la cruz!» Hay que recordar que el término judío es el colmo del desprecio para un español. El primer cuerpo que se enterró en este primer cementerio fué el de míster Boyd, fusilado por el cruel Moreno con el desgraciado Torrijos y sus rebeldes compañeros.{160}

Capítulo XIX

NINGÚN buen aficionado al Quijote encontraría completa una pintura del cirujano español si no se mencionara al barbero, aun cuando sólo fuese a la ligera. Aunque los nombres de los dos doctos profesores han sido durante largo tiempo casi sinónimos en España, es mucho más preferible el barbero, por ser sus heridas mucho menos peligrosas y su conversación más agradable. El y el cura formaban la pacífica tertulia del Caballero de la Mancha, como el boticario y el vicario solían formar la de la mayor parte de nuestros señores provincianos de Inglaterra. Por lo tanto, que todos los que lleguen a Sevilla, ya sea un Adonis francés, barbudo como un leopardo, a pesar de su juventud, o una de nuestras bellas lectoras, igualmente libre de los dolores y penalidades del afeitado diario, hagan inmediatamente una peregrinación al santuario de San Fígaro. Su tienda (que como otras legendarias curiosidades locales hay que temer sea apócrifa) está situada junto a la catedral, y{161} es tan famosa como la casa de Dulcinea, en el Toboso, o la torre de Gil Blas, en Segovia: tal es el mágico poder del genio. Cervantes y Le Sage han dado forma, cuerpo y albergue a las aéreas creaciones de su imaginación, como Mozart y Rossini, llenando el mundo con sus melodías, han hecho que en las orillas del Guadalquivir repercutan sus dulces invenciones.

Pero, incluso para los que no tienen música en sus almas, el tránsito de doctores a barberos es armonioso en un país donde las barbas fueron largo tiempo honradas como emblema del valor y la caballerosidad, y el afeitado fué el precursor de la cirujía; y aún hoy mismo, la tienda del barbero está mucho mejor surtida de instrumentos cortantes y de pacientes que muchos hospitales de España. Diremos antes algo de las negras patillas de la morena España. No hay que confundirlas con los antiguos mostachos, palabra clásica, pero ahora rara, que los estudiantes salmantinos derivaban de μυστἁξ, el labio superior, y que hoy se llama bigote, el cual también tiene etimología extranjera, pues es una corrupción del alemán bei gott, y se formó en las circunstancias que vamos a contar, porque los apodos, que se pegan como sanguijuelas, sobreviven muchas veces a la historia que los origina. Los caballeros del séquito de Carlos V, que usaban estos tremendos atributos de la masculinidad, juraban como condenados y se daban un tremendo pisto, con mayor tremendo dis{162}gusto de sus camaradas españoles, que tenían una gran opinión de sí mismos y sentían olímpico desprecio por todos sus aliados extranjeros. Estos extraños mostachos impresionaron sus ojos, como los más extraños sonidos que salían de debajo de ellos impresionaron sus oídos, y como tenían un sentido muy fino del ridículo y un acierto completamente oriental y de chico de escuela para escoger los apodos, aplicaron el sonido a la substancia y bautizaron el formidable adorno peludo con el nombre de bigotes. Este proceso de la formación de palabras es muy conocido de los filólogos, quienes saben perfectamente que, en muchas ocasiones, una parte esencial de una cosa es tomada por el todo. Por ejemplo, el decir sombrero en conversación corriente en España equivale metafóricamente a grande de España, como woolsack (asiento del gran canciller en la Cámara de los Lores) es en Inglaterra sinónimo de la dignidad de Lord Chancellor. Es, pues, natural que los incultos soldados, al oír un lenguaje que no entendían, señalaran a sus enemigos a manera de reproche con aquellas palabras que, al oírlas constantemente, imaginan que deben constituír los fundamentos de la hostil gramática. Así nuestras tropas llamaban a los españoles los Carajos, por sus terribles juramentos y terribles huídas. También los listos franceses designaban con el nombre de les godams a aquellos «estúpidos» de chaquetas coloradas a quienes nunca podían vencer, pero continuaron dando ese significativo nombre a{163} sus vencedores hasta que éstos les enseñaron muy cortésmente el camino más corto para atravesar los Pirineos y volverse a su casa.

El verdadero mostacho español, tal como lo llevaban los legítimos don Whiskerandoses[22], hombres de capas y bolsas más escasas que barbas y tizonas, hace mucho tiempo que ha sido cortado como los rabos de las pelucas de nuestros monarcas y ministros. Pero sus méritos quedan conservados en metáforas más durables que esa obra maestra en bronce, con la que Mr. Wyatt, ebrio de Fidias, ha adornado al rey Jorge y a Charing Cross. Así, pues, un hombre de mucho bigote significa en España ser un personaje de muchas pretensiones, un mozo liberal y bien plantado; todo lo contrario, en suma, a un santito con respecto al vino, a las mujeres o a la teología. Los primitivos mostachos españoles han sido, del mismo modo que los rabos de las pelucas inglesas, inmortalizados por las bellas artes e insuperablemente pintados por Velázquez, que con su creador pincel no necesitaba rizarlos con tenacillas. Retorcidos por puro iracundo y marcial instinto, se les llamaba bigotes a la Fernandina, y su rápido crecimiento era atribuído a la eterna humareda del cañón enemigo, en la que nadie podía evitar que sus valerosos propietarios hurgasen con sus caras. En estos tiempos de degeneración ha disminuído este lujo, a menos que la{164} Historia de la Guerra de la Península, de Napier, esté escrita, como dicen los españoles, con un espíritu de envidia y de celos hacia sus heroicos ejércitos, que, solos, abatieron las águilas invencibles de Austerlitz.

Así como entre los egipcios la jerarquía de los dioses y sacerdotes se manifestaba por la forma de llevar cortada la barba, en España se distingue el militar, el paisano y el clérigo por sus formas, claramente determinadas. La carlista o imperial, como llamamos al mechón de pelos en la mitad del labio inferior (palabra derivada o del rey Carlos o del emperador, su tocayo), se llamaba en España el perrillo[23], al que se le cortaba la cola, que aunque va muy bien en los animales o en los bronces, no casaba del todo con la elegancia castellana.

En la época medieval de la grandeza de España no se usaban patillas, sino barba; y como entre los orientales y antiguos, era considerada como atributo de sabiduría y cualidades militares; el cortarlas suponía un insulto y una injuria, poco menos que la decapitación, y se llevaba este pundonor hasta más allá de la tumba. El cadáver sentado del Cid—así lo cuenta su historia—dió de puñadas a un judío que tuvo la osadía de tirar al viejo león de la barba; la cual, como saben todos los filósofos naturales, tiene vida independiente y crece, quiera o no quiera el{165} dueño, y esté vivo o muerto. Cuando los insolentes galos tiraron de estos colgantes ornamentos de los ancianos senadores romanos, éstos, que habían presenciado con imperturbable dignidad cómo el mariscal Breno robaba sus cuadros y sus vajillas, no pudieron tolerar este último y más grande ultraje. El cambio natural de los tiempos y de la moda hizo que perdiera valor la barba española, que, siendo llevada solamente por los frailes mendicantes y por los chivos, fuese considerada como poco distinguida, siendo substituída entre los caballeros por el bigote a la italiana, colocándose entonces el honor español debajo de la nariz, ese sensitivo centinela.

Hallándose una vez el famoso duque de Alba necesitado de dinero, ofreció uno de sus bigotes como garantía para un préstamo, y un solo bigote fué considerado como garantía suficiente por los Rothschilds del día, que recordaban demasiado bien qué difícilmente había escapado su antecesor, para reírse de nada relacionado con la barba de un héroe; nous avons changé tout cela. Ahora, todos los judíos unidos de París y de Londres no darían seguramente un céntimo por ninguno de los aditamentos capilares de Narváez o de Espartero, ni aun cuando a ellos se añadieran los mostachos reglamentarios de Montpensier y un manojo de legítimas barbas borbónicas, garantizadas.

El uso del bigote en España es obligatorio para los militares, la mayor parte de cuyos generales—su{166} nombre es legión—cuidan tiernamente de sus perillas, temiendo a la navaja tanto como a la espada. Cuando el infante Don Carlos escapó de Inglaterra, la dificultad mayor fué hacerle quitar el bigote, pues casi hubiera preferido perder la cabeza como su real tocayo inglés. Cuando el valeroso Drake quemó en Cádiz la flota de Felipe, llamó sencillamente a esta acción nelsoniana «chamuscar las barbas al rey de España». Zurbano consideraba suficiente castigo para algunos traidores vascos cortarles los bigotes y dejarlos luego en libertad, como ratones sin rabo, pour encourager les autres. Y, ciertamente, es una privación. Así, Majaval, el pirata asesino, que por la gloriosa ambigüedad de las leyes inglesas no fué ejecutado en Exeter, cuando llegó a Barcelona ofreció en acción de gracias a la libradora Virgen la barba que le había crecido en la prisión.

Muchos paisanos y comerciantes españoles, a imitación de los Calicots transpirenaicos, que usan mostachos en tiempo de paz y lentes en tiempo de guerra, les dejan crecer de tal manera, que Fernando VII fulminó un Real decreto con objeto de amputarles de la faz de la Península, del mismo modo que la Sublime Puerta está descolando a sus verdaderos creyentes: tal es el progreso de la moderna e imberbe civilización. La intención de cortar las capas de Madrid por poco cuesta la corona a Carlos III, y este desmochador decreto de su amado nieto fué obedecido como generalmente se obedecen los decretos{167} en España: durante un mes menos veintinueve días; pues estos decretos, como los tratados solemnes, las constituciones, los certificados de mercancías, etc., se usan más principalmente para encender los cigarros. Pero ahora que los moro-españoles tienen a gala imitar el verdadero lustre parisiense, el aire nacional va así desapareciendo, con gran pesadumbre y desdoro del pobre Fígaro.

En cuanto a su tienda y hogar, nadie puede dejar de encontrarle sin necesidad de cicerone, pues el exterior se distingue desde lejos por los emblemas de su antigua y honrosa profesión: primeramente, y ante todo, hay colgado a la puerta un reluciente y metálico yelmo de Mambrino, con una primorosa hendedura semicircular, cortada en su reborde, donde se coloca el cuello del paciente durante la operación del enjabonamiento, que se hace siempre con la mano y muy copiosamente. Junto a la bacía cuelgan enormes muelas, que en cualquier museo inglés pasarían por colmillos de elefantes, y por los de San Cristóbal en las iglesias españolas, donde la anatomía comparada es rechazada como herética en asuntos de reliquias, y es cosa extraña (y ningún teólogo español pudo nunca darnos la razón de ello) que este santo no sea el «patrón especial» contra los dolores de muelas; de éstos, Santa Apolonia es la calmante patrona. Al lado de esos molares se exhiben terribles emblemas flebotómicos y rudas representaciones de sangrías; pues en España, tanto en la iglesia{168} como fuera de ella, la pintura sustituye a la imprenta para los muchos que tienen ojos pero no pueden leer. La pértiga del barbero, con su pintado vendaje, que servía de apoyo para mantener extendido el brazo, no se ve en el umbral de los fígaros españoles, porque la sangría se hace generalmente en los pies, pues así se supone que se mantiene el equilibrio de la circulación. Las muestras suelen representar un pie de mujer, elegido, sin duda, por el artista por ser objeto, y muy razonablemente, de gran devoción en España, aun cuando también tiene en ello influencia la tradición, pues antes se solía sangrar con regularidad a las morenas, como aun se hace con las terneras, para lograr blancura en la carne y hermosear el cutis; y como era costumbre que, con ocasión de la sangría, el novio restaurase a la agotada paciente por medio de un regalo, las bolsas de los galanes llevaban el mismo paso que el agotamiento venoso de las señoras de sus pensamientos. Los Sangrados españoles, sean o no profesionales, han sido siempre muy partidarios del derramamiento de sangre inocente, y pocos pueblos en el mundo son más cuidadosos de la pureza genealógica de su sangre ni más aficionados a verterla como si fuera agua, tanto la de las propias venas como la de los demás; y digamos una palabra de este vital fluido, con el que se riega demasiado a menudo la desgraciada España durante sus discordias intestinas.

Si los anatomistas iberos no descubrieron su circu{169}lación, los reyes de armas han adornado su blasón, como nosotros a nuestros almirantes, con todo el primor del colorido heráldico. Sangre azul es el licor de los semidioses que corre por las venas de los grandes y de los más nobles, cuyo orgullo consiste en ser «un verdadero hidalgo, sin mezcla de sangre de judíos o de moros», alarde que, al igual de muchos otros, necesita confirmación, pues en la mano de cualquier mujer está el contaminar la sangre de Carlomagno; y la naturaleza, que no puede ser mixtificada, ha estampado en sus semblantes la muestra del origen híbrido, y particularmente de estos mismos y aborrecidos linajes; y de este tinte de celestial azul proviene el llamar de sangre azul en España a la flor y nata del universo, a la haute volée, que se encumbra sobre los vulgares mortales. La sangre roja es la que corre por las venas de los hidalgos pobres y los segundones, y apenas se la tiene en cuenta, a no ser por las madres juiciosas que tienen hijas casaderas. La sangre, la sangre ordinaria es la roja arcilla que colorea la mejilla del labrador y del plebeyo; y posee o debe poseer una incompatibilidad perfecta con el fluido mejor coloreado y una propiedad anti-amalgamadora, como el aceite o como el vinagre. Hay más diferencia, según dice Salario, entre esas sangres que entre el vino rojo y el del Rin. Pero estos y otros sueños son metáforas heráldicas, pues el rosado torrente, burlándose de heraldos y reyes de armas, corre inversa y perversamente; en las venas{170} del fornido arriero la sangre es lava de salud y energía, mientras que en el memo barón o marqués se estanca en el torpe letargo de un colapso azul. Su noble sangre está virtualmente más empobrecida que sus rentas nominales, pues la operación de transmitir sangre saludable de unas venas jóvenes a un cuerpo viejo, tan practicada en otras partes, es demasiado refinamiento para la sangre azul y los Sangrados españoles; el fino fluido no se enriquece nunca con la adiposa heredera de un magistrado ni la decaída cepa genealógica es renovada por el dorado injerto de la hija única de un banquero. Los insignificantes grandes de España permitieron tranquilamente que Cristina hollase sus libertades patrias, y sólo protestaron cuando los hijos que ella tuvo del plebeyo Muñoz se interpusieron entre ellos y su nobleza, siendo, pues, indiferentes ante la degradación del trono y ridículamente puntillosos para los prejuicios de su clase. Esas damas peninsulares que tienen la sangre azul y la cabeza en blanco, son igualmente difíciles en lo que se refiere a la mezcla de ella, aunque sea por el himeneo; se cuenta que habiendo ocurrido que una de ellas mezclara, en un momento de debilidad, su color azul con otro algo pardusco, alegó en excusa que lo había hecho por salvar su reputación. «¡Qué disparate, señora mía!», fué la respuesta de su bella confidente; «diez bastardos no hubieran empañado tanto el brillo de vuestro linaje como un hijo legítimo habido en un matrimonio tan desigual».{171}

Pero volvamos a nuestros colores: la sangre negra es la ruin pez, infernal vileza que se encuentra en los esqueletos de los moros, judíos, gentiles, luteranos y otros herejes combustibles, cuyos cuerpos quemaba el Santo Tribunal por el bien de sus almas. Es más; en el caso de los hebreos se supone que, además, esta sangre negra hiede; de donde viene el que los judíos fueran llamados por los doctos latinistas putos, quia putant; y no se puede negar que en Gibraltar los hijos de Israel no huelen a rosas, aunque para narices heterodoxas o no heráldicas no huelan menos mal los creyentes frailes españoles. Recientemente se ha asignado el color negro a la sangre de los enemigos políticos, y la constante panacea de todos los Sangrados militares ha sido un abundante «derramamiento de vil sangre negra». ¡Cómo se tocan los extremos! Así esta aristocracia del color que en la vieja y despótica España se sitúa en las venas, la coloca la joven y republicana América en la piel, porque, ¿cuál será el libre y sencillo yanqui que reconozca un hermano en un negro?

Pero volvamos a nuestro Fígaro. Es muy difícil confundir su tienda con otra, pues aparte de las señales exteriores que anuncian las finas artes que se practican dentro, su umbral es el punto de reunión de todos los desocupados, así como de los que desean limpiar sus caras del espeso rastrojo que en ellas ha crecido durante tres días. La barbería ha sido, desde los tiempos de Salomón y de Horacio, el centro de{172} las noticias y de la murmuración, de la sátira y del epigrama, como lo fué la tienda de Pasquino, el sastre, en Roma. Es el círculo de las gentes humildes que se sitúan aquí y escuchan, liados en sus capas como romanos, a algún lector de la Gaceta que, con su cigarro, representa a la moderna civilización, y se consuela con vanos humos. Es asimismo un cuadro de escándalo, pues todo el que haya vivido íntimamente algún tiempo entre españoles sabe lo aficionados que son a despellejar al vecino en cuanto vuelve la espalda, y que a veces las gentes bajas usan cuchillos más afilados aún que sus lenguas. También acuden jugadores que, sentados en el suelo con cartas de color de tierra, siguen las peripecias del juego, como si de él dependiera la vida, cosa que algunas veces ocurre, pues nunca falta un guapo que llegue y, apoderándose de las cartas, diga: Aquí no se juega más que con mi baraja. Si los jugadores se acobardan, cada uno le da una perra chica; pero si uno de los desafiados es un espíritu rebelde, suele retarle diciendo: Aquí no se cobra el barato sino con un puñal de Albacete. Si el otro acepta el reto, contesta: Vamos allá; y entonces se acaba el juego y todos se disponen a presenciar un écarté más interesante. Se han dado casos, cuando un bribón se encuentra con otro, de atarse los dos pies, que avanzan para luchar, y haber esgrimido el cuchillo y la capa durante un cuarto de hora antes de asestar el golpe. El cuchillo se empuña firmemente,{173} apoyando el pulgar en línea recta contra la hoja, y calculándolo según sea para cortar o para pinchar.

La palabra barato significa propiamente la propina que se da al mozo que trae una baraja nueva. Se deriva del árabe baara, «don voluntario»; por corrupción, baratero viene a significar un don involuntario. El término legal inglés barratry se deriva del medieval barrateria, que quería decir fullería en el juego. Cervantes sabía muy bien que baratar, en español antiguo, era cambiar de mala fe, escamotear, vender una cosa por menos de su valor, y por eso llamó ínsula Barataria al imaginario gobierno de Sancho. El baratero es una cosa peculiar de España, donde se da mucha importancia al valor personal, y los hay en todos los regimientos, en las cárceles, en los barcos y hasta entre los galeotes.

El interior de la barbería es, igualmente, una cosa de España. Su vecina puede jactarse de ir a la cabeza de Europa en las artes del peinado y de esquilar a los perros de agua; pero Fígaro se ríe de su civilización y no hay gato que tenga las orejas y el rabo mejor afeitados que el suyo.

Las paredes de su sala de operaciones están pulcramente blanqueadas; en una percha se ven colgados su capa y su sombrero de catite; la anaquelería está adornada con pintadas figuras de yeso de pintorescos truhanes, ataviados con todos los trajes andaluces: bandidos, toreros y contrabandistas, todos los cuales, especialmente los últimos, son más populares{174} que cualquier enlevitado ministro. Animan las paredes toscas estampas de bailes de fandangos, milagros y corridas de toros, que deleitan tanto a las clases populares españolas; son muy aficionadas, como las nuestras, para las notabilidades del pugilismo y de los deportes. Y a menudo tampoco falta el retrato de su morena. Junto a éstas se ven imágenes de la Virgen (pues en España la religión se mezcla a todo), y los santos patronos, con pilitas de agua bendita y alumbrados constantemente por una lamparita de aceite. Antiguamente ningún barbero empezaba un trabajo, bien fuese sangrías, o afeitar, o sacar una muela, sin hacer la señal de la cruz. Santificados de esta manera, los utensilios para su arte están en perfecto orden; su espejo, jabón, toalla, correa, y la guitarra, que con la navaja constituyen el género barbero. Decía Don Quijote de estos notables que eran, o guitarristas, o copleros; o inventan coplas, o acompañan a los cantantes con la guitarra. Por eso Quevedo, en las Zahurdas de Plutón, castiga a los malos fígaros colgando cerca de ellos una guitarra, que les atormenta por no poder tocarla y se aleja cuando quieren cogerla.

Pocos son los españoles que se afeitan solos; lo consideran demasiado mecánico, y, como los orientales, prefieren la «navaja alquilada»; y como eso tiene que pagarse, es raro el que se permite el lujo de afeitarse a diario. Don Quijote advertía a Sancho, cuando fué a gobernar la ínsula, que se afeitara por{175} lo menos un día sí y otro no, si quería tener apariencia de caballero. La palidez típica de los españoles se acentúa más por el contraste con las cerdas negras de la cara. El fígaro de hoy se viste con arreglo a la moda, en que aparece en los escenarios transpirenaicos; siguiendo los buenos consejos de Galeno, tiene cuidado de no alarmar a sus pacientes con un traje lúgubre. A su alrededor no hay nada negro ni que recuerde la sepultura: va lleno de borlas, tejuelos, colorines y bordados; a cada paso dice agudezas y cuchufletas; nunca está quieto; siempre inquieto, miente y enjabona, hace la barba o una zapateta, acá y acullá y en todas partes: Fígaro la, Fígaro qua. Si tiene un momento libre de rapar barbas o de liar pitillos, descuelga la guitarra y canta la seguidilla de moda, desechando así las preocupaciones, que son enemigas de la música alegre. Desempeña sus deberes profesionales mucho mejor que su rival el cirujano, y al mismo tiempo no descompone el cuadro si toma parte en una función de aficionados, pudiéndose decir que representan más funciones los barberos en Sevilla que en muchos teatros de Europa.

Según reza el proverbio: Los barberos, o locos o parleros, y por eso, el autócrata andaluz Adriano contestó cuando le preguntaron cómo quería que le afeitaran: «en silencio». El común de los mortales tiene que soportar la charla del fígaro mientras le sirve, sin ni siquiera poder responder, pues no es cosa fácil sostener una conversación sentado en el{176} sillón de la barbería con las mejillas enjabonadas y las narices entre un índice y un pulgar. Según se dice, los barberos españoles aprenden su oficio en la cabeza de los hospicianos, y a aquel de que hablaba Marcial nada escapó de sus manos, a no ser un cauto macho cabrío. Los experimentos en las venas y en la boca de los pacientes son muchas veces cómicos, pero otras son bastante serios, como podemos afirmar por triste experiencia propia, pues tuvimos la poca precaución de dejar en España dos muelas de juicio como reliquias, recuerdos y trofeos de la implacable hazaña de Fígaro. No nos queda ya sino recordar su existencia y que eran de más valor que las perlas de las orejas de Cleopatra que disolvía en sus gazpachos. «Una boca sin muelas decía Don Quijote, es peor que un molino sin piedra». Y el caballero tenía razón.{177}

Capítulo XX

DESPUÉS de tratar de los medios más aceptados en España para viajar, vivir y ser enterrado, es natural que nuestros amables lectores deseen averiguar qué atractivo especial puede inducir a personas que viven con cierta holgura a aventurarse en esta tierra de pasa-trabajos, en la que, donde menos se piensa, saltan las ratas, no la liebre. «Lo digno de observación» es algo muy difícil de explicar, porque, ¿quién puede proveer a la infinita variedad de gustos, a las diferencias por las cuales la naturaleza da a cada carácter lo que la conviene? ¿Y quién se atrevería a decidir cuando los doctores no se ponen de acuerdo, como siempre les ocurre, en cuestión de gustos, ya que cada cual tiene su manera de ver las cosas y sus manías y predilecciones? No hay, pues, que decir que todo el mundo es un yermo ni empeñarse en hallar cizaña donde se crían flores. El buscar lo bueno es el camino más seguro de llegar a la excelencia, y el no apreciarlo donde está, es síntoma{178} seguro de mediocridad. El esfuerzo constante por refinarse acostumbra a pensar, y, por la larga contemplación del bello mundo externo, se sorprenden trozos del bello mundo interno, y los pocos escogidos pueden permitirse una ojeada de los esplendores ocultos para el gran vulgo, que tiene ojos, pero no ve, y que apenas si observa las cosas de la naturaleza externa hasta que se le dice qué es lo que debe mirar, dónde se encuentra y cómo debe contemplarlo, con lo que se les concede un nuevo sentido, una segunda vista.

¡Felices cien veces aquellos que han perdido las telillas de los ojos y que, en lugar de mirar puerilmente, han aprendido realmente a ver! Para ellos brota limpia, pura y abundante, una fuente de placeres desconocidos, según la proporción en que comprendan las formas, bellezas y colores infinitos con que la Naturaleza adorna cada una de sus obras, aunque sus más puros goces se revelan a los iniciados como premio reservado a los que se dirigen a su altar con sencillez de espíritu y se entregan a su adoración con toda su alma, su corazón y su entendimiento.

Con estas caritativas intenciones fué con las que nuestro buen amigo John Murray ideó primero las Guías, y luego las escribió él mismo, enseñando a los demás cómo mojar la pluma para escribir esos libros rojos, que enseñan a hombres, mujeres y niños lo que han de observar para acabar con los laquais de{179} place, y anular a los autores de excursiones de verano. Pocos señores de los que publican notas de sus rápidos viajes por la Península mejoran sus superficiales diarios con estudios profundos de los que suelen tratar las Guías; resbalando, como golondrinas, por la superficie y persiguiendo insectos, ni atienden, ni distinguen las joyas que se esconden allá abajo, en el fondo; ven toda la paja y la escoria que flota en la superficie y apuntan en sus cuadernos todo lo que está podrido en España. De aquí la semejanza de algunas de sus obras; libros y bandidos se parecen unos a otros, llegando así los escritores y los lectores a encontrarse encerrados dentro de un círculo vicioso. Nada molesta tanto a los españoles como ver volúmenes y volúmenes acerca de ellos y de su país escritos por extranjeros que sólo han echado una rápida ojeada sobre un aspecto del asunto, y ése, precisamente, el que más avergüenza a los españoles, y lo consideran menos digno de atención. Este entrometimiento continuo en los defectos de la tierra, para hablar luego de ellos, ha aumentado el desagrado que sienten hacia la tribu del Curioso impertinente. Bien conocen ellos, y bastante lo sienten, la decadencia de su país; pero, igual que los hidalgos pobres, que sólo pueden enorgullecerse del pasado, ocultan con ansiedad estos secretos de familia hasta a sí mismos, y mucho más a la curiosidad de aquellos que casualmente son superiores a ellos, si no por la sangre, por las riquezas materiales. El temor de{180} ser descubiertos agudiza su innata suspicacia, cuando un extranjero desea «observar» y examinar sus defectuosos arsenales e instituciones, confundiendo lo bueno y lo malo y anotándolo todo como Pablo Fisgón[24].

If there’s a hole in a’your coats,
I rede ye tent it;
A chiel’s amang ye, taking notes
And faith! he’ll prent it[25].

Cuanto menos se observe y se diga acerca de las cosas de España, de los pingajos que ahora cuelgan de su antes altiva bandera, en la que nunca se pone el sol, más fácilmente, piensan ellos, se zurcirán porque: «Sanan cuchilladas, mas no malas palabras».

Y que ningún autor se imagine que por imparciales que sean sus observaciones, presentando a España tal cual es, y sin decir nada maliciosamente, pueda nunca complacer a un español; su orgullo y amor propio son tan grandes como la presunción y vulgar fachenda del americano: ambos son morbosamente sensibles y susceptibles y les perturba la idea de pensar que el mundo entero, que no se cuida para nada de ellos, no piensa en otra cosa y que conspiran conjuntamente contra ellos por envidia, celos o ignorancia; «veo que no nos entienden ustedes». La{181} verdad, a no ser que tenga la forma de un cumplido, se la considera como una enorme calumnia y se la persigue como un embuste y una falsedad, desde el Estrecho hasta el Bidasoa; y un buen ejemplo es la historia de Napier. El español, que difícilmente se acostumbra a una prensa libre, o, más bien, licenciosa, y a la propensión de escarabajo con que en Inglaterra y en América hurga esa prensa en las cloacas de la vida privada y en las gangrenas de la pública, se disgusta de que se cuenten pormenores y le parece que los extranjeros no responden a la hospitalidad con que son recibidos. Considera, y con justicia, que no es prueba de buena crianza, de corazón o de inteligencia, el buscar defectos más bien que bellezas, y setas venenosas más bien que violetas; y desprecia a esos cicateros que ven motas más bien que luces en los bellos ojos de Andalucía. Las producciones de los extranjeros, sobre todo las de aquellos que viajan y escriben de prisa, tienen que adolecerse de la celeridad y de las fuentes de que han salido. Los que no conocen bien el idioma ni están en relación con la buena sociedad española, tienen necesariamente que ponerse en contacto con la vida y las costumbres de la clase más baja, y así resulta que sus informaciones son las que les proporcionan los postillones, posaderos y demás gentualla, que pueden ser divertidas para los que gusten de eso, pero que proporcionan opiniones bien pobres para discurrir sobre lo que más honre a un país, y datos poco sólidos para{182} juzgar de su situación efectiva. ¿Cómo podía a nosotros gustarnos que los españoles se guiaran para juzgar a Inglaterra y los ingleses por los calendarios de Newgate, las narraciones de los cocheros o los anales de las cervecerías?

Siendo como son muchas las cosas dignas de estudio en España, no pocas de las cuales sólo allí pueden verse, bueno será advertir las que no han de encontrarse, pues no hay cosa que haga perder más tiempo que el darse uno cuenta de eso por sí mismo después de perder el tiempo y el esfuerzo. Los que quieran ver arsenales bien provistos, librerías, restaurantes, instituciones literarias o de caridad, canales, ferrocarriles, túneles, puentes colgantes, maquinaria, ómnibus, fábricas, politécnicos, cervecerías y semejantes instrumentos y pertenencias de un alto estado de civilización política, social y comercial, harán bien en no moverse de su casa. En España no hay administración de peajes, ni tribunales trimestrales, ni tribunales de justicia, de acuerdo con la significación real de la palabra, ni ruedas de castigo, ni consejos parroquiales, ni presidentes, directores, jueces extraordinarios del tribunal de cancillería, ni comisarios de beneficencia, ni mítines contra el tabaco y el alcohol, ni sociedades para ayudar a los misioneros, ni para ayudar a las paridas y reciénnacidos; nada, en suma, que valga la pena de atraer la atención de un curial algo distinguido, a menos que sienta cierta predilección por el estudio de la ley de quiebras. España no{183} es país para el economista político, salvo como un ejemplo de la decadencia de la riqueza de las naciones, y como un buen tema para estudiar los errores que deben evitarse, así como para teorías experimentales y planes de reforma y mejora. En España impera la Naturaleza, que la ha dotado pródigamente con su suelo y su clima magníficos, dones que los españoles parece como que han tratado de inutilizar durante los últimos cuatro siglos con su culpable negligencia de discursos y banquetes agrícolas y no distribución de premios a los verracos y garañones más grandes y a los labradores con más familia.

El terrateniente de la Península es poco más que un hierbajo del suelo; nunca ha observado ni apenas permitido que otros observen el gran partido que podría y debería sacarse de las cosas; parece como si hubiera puesto a España en manos de la curia; tal es la general dilapidación. El país es casi una tierra incógnita para los geólogos, naturalistas y todas las demás ramas de ólogos y de alistas. Por todas partes es allí el material tan superabundante, como deficientes los braceros y artesanos. Todas estas interesantes ramas de investigación, sanas y agradables por ser estudios al aire libre, que ponen al aficionado en contacto directo con la naturaleza, ofrecen a los autores noveles deseosos de originalidad, asuntos más dignos que las viejas historias de bandidos, toreros y ojos negros. Los aficionados a lo romántico, lo poético, lo sentimental, lo artístico, lo arcaico, lo clá{184}sico, en una palabra, a las líneas bellas y sublimes, encontrarán tanto en el pasado como en el presente de España bastantes asuntos al recorrer con lápiz y cuaderno esta nación singular suspendida entre Europa y Africa, entre la civilización y la barbarie; este país de los verdes valles y las montañas peladas, de las inmensas llanuras y las quebradas sierras; aquellos jardines paradisíacos llenos de vides, olivos, naranjos y áloes; aquellos vastos eriales, silenciosos, sin caminos, sin cultivos, herencia de la abeja silvestre; y al huír de la insulsa uniformidad, de la pulida monotonía de Europa, la aromática frescura de este original e inmutable país, donde la antigüedad le pisa los talones al presente, donde el paganismo le disputa el altar al cristianismo, donde los excesos y el lujo reinan junto a las privaciones y la pobreza, donde la negación de todo sentimiento generoso y humanitario va de la mano con las más heroicas virtudes, donde las violentas pasiones africanas conviven y emparejan con la más fría crueldad, y donde la ignorancia y la erudición se presentan en violento y notable contraste.

«Allí—dice la «Guía» en un estilo que cualifica a su autor para escribir en el álbum más elegante y mejor editado—puede el anticuario escudriñar los conmovedores monumentos de miles de años, los vestigios de las empresas fenicias, de la magnificencia romana, de la elegancia árabe, en aquel depósito de costumbres antiguas, en aquel almacén de todo lo{185} olvidado y desvanecido; allí puede admirar los monumentos clásicos, casi sin paralelo en Grecia o Italia, y aquellos mágicos palacios de Aladino, creación de la fantasía y el esplendor árabes, privilegio exclusivo de España, con el que encanta al insulso europeo. Allí el sentimental puede espaciarse en la poesía de su decadencia, que desarma a la envidia y que, perdido su alto puesto, conserva la dignidad de un monarca destronado que, sin queja, sabe respetarse a sí mismo, último consuelo del noble innato que no le arrancará la suerte adversa; allí el artista puede extasiarse ante las obras maestras del arte ideal italiano de Rafael y Ticiano, que se esforzaron en decorar los palacios de Carlos, el gran emperador contemporáneo de León X; podrá admirar a las criaturas de Velázquez y de Murillo, cuyos cuadros sólo en España pueden verse realmente; allí podrá el artista dibujar la traza ceñuda de los castillos, la pompa y magnificencia de las catedrales, donde se adora a Dios de manera tan digna de su gloria como puedan alcanzar las artes y riquezas del hombre mortal; allí puede gozar de la melancolía de los claustros góticos, de los torreones feudales, del inmenso Escorial, del pétreo alcázar de la imperial Toledo, de las soleadas torres de la soberbia Sevilla, de las eternas nieves y de la deliciosa vega de Granada; allí el geólogo podrá trepar por montañas de mármol y por sierras preñadas de minerales; el botánico podrá elegir, en los invernaderos naturales, infinidad de plantas desconocidas, sin rival en color{186} y con el aroma del dulce melodía; allí todos, sabios e ignorantes, escucharán las típicas canciones, el rasgueo de la guitarra y el repiqueteo de las castañuelas, o contemplarán el alegre fandango o la emocionante corrida de toros; todos podrán alternar con el alegre, amable y sobrio campesino, libre, varonil e independiente, al mismo tiempo que cortés y respetuoso; todos podrán convivir con el noble, digno, altivo y pundonoroso español, y disfrutar de su amable y cortés vanidad, admirando a sus mujeres, de ojos negros, tan francas y naturales, a las que la voz de todos los tiempos y de todos los pueblos ha concedido la palma de los atractivos y a las que Venus ha donado su mágico cinturón de gracia y de hechizos; allí... pero bastante es lo dicho para emprender un viaje en el que, como Don Quijote dijo, «ocasión tendremos, hermano Sancho, de meter manos hasta los codos en verdaderas aventuras».

Y no andaba equivocado el hidalgo manchego al atribuir un cierto carácter aventurero a los que buscan en España conocimientos útiles y agradables, pues los naturales acostumbran, y no sin razón, a compararse a sí mismos y a su país a tesoros escondidos; pero también les gusta invertir los términos y atacar a cualquier industrioso extranjero que los desentierre, como Le Sage hizo con el alma de Pedro García. No hay nada que en toda la extensión de la Península sea más sospechoso que un extranjero dibujando o tomando notas; todo el que lo ve sacan{187}do planos, mapeando el país—que esas son las expresiones que se usan al hablar del más sencillo dibujo al lápiz—supone que es un espía, o un ingeniero y, desde luego, que no está allí con buenas intenciones. Las clases bajas, a semejanza de los orientales, dan un sentido vago y misterioso a esta conducta, para ellos ininteligible; y en cuanto ven a alguien dedicado a los trabajos antedichos le conducen ante las autoridades civiles o militares, y, de hecho, en los sitios apartados, en cuanto llega un desconocido, es objeto de vigilancia por todo el mundo, dado lo raro de la ocurrencia. Una cosa parecida sucede en Oriente, donde se supone que los europeos son enviados por sus Gobiernos, pues ni ellos ni los españoles pueden comprender que una persona sufra molestias y gaste dinero, cosa que ningún natural del país hace, con el único objeto de conocer un país extraño, por instrucción o placer. Cuando se hace alguna pregunta o se demanda alguna información sobre cosas que, según ellos, no son dignas de estudio, puede tenerse la seguridad de que los datos que se obtengan serán falsos o, por lo menos, falseados por los que los proporcionen, que en todas partes sólo desean adular al que manda, sea civil o militar. Los españoles dan poca o ninguna importancia a los panoramas, las ruinas, la geología, las inscripciones, etc., etc.; están habituados a verlas a diario y, por tanto, no se explican que pueda tenerla para los extranjeros; juzgan a los demás por sí. En España es{188} raro el individuo que dibuja, y el que lo hace es considerado como profesional y utilizado por los demás.

Una de las peores cosas que los franceses dejaron en España fué la desconfianza por el individuo que lleva lápiz y cuaderno. Antes de su invasión enviaron agentes y espías que, con el aspecto de viajeros, estudiaban el país, y después, despojándose de la piel de cordero, guiaron a los lobos al saqueo y a la destrucción. El anciano prior de la Merced de Sevilla nos decía, al enseñarnos los bastidores y los estuches de donde los Soult y Compañía «mudaron» los Murillos y los vasos sagrados: ¿Lo creerá usted?, entre los ladrones reconocí a un individuo, que se reía burlonamente de mí, al cual, algún tiempo antes de la llegada de los invasores, yo mismo había enseñado nuestros tesoros. «¡Tonto de mí, que tomé a aquel gabacho por un hombre honrado!» No obstante, este digno individuo estaba condecorado con la legión de honor de Bonaparte, el cual, lo primero que pensaba, según su libro de notas, hacer en Inglaterra, después de conquistarla, era llevarse el vaso de Warwick, según Denon[26], que también había desvalijado a los egipcios, le dijo a sir E. Tomason. Nosotros, los ingleses, que a pesar de los deseos de muchos reales folicularios no hemos recibido ninguna visita en nuestras «opulentas tiendas», no podemos compren{189}der bien los sentimientos de los que aun tienen viva la herida y sufren las consecuencias de la expoliación. El gato castellano, que ya ha sido escaldado, huye aún del agua fría.

Por esto hay que excusar en cierto modo a las autoridades españolas, particularmente en los sitios poco frecuentados, cuando se inquietan al ver a un extranjero que fisgonea. Su primera impresión, como ocurre en Oriente, es que puede ser un francés, y de aquí su escama, su temor y su intranquilidad. En Sevilla, en Granada y en otros lugares donde hay abundancia de artistas extranjeros, se les suele permitir tomar apuntes, aunque mirándoles con cierto menosprecio; pero en las comarcas aisladas, aun el que sólo contempla las estrellas, es objeto de una vigilancia extremada por el elemento oficial. El seguramente estará tan ajeno de los ominosos sentimientos y siniestros temores que despierta, como el inocente cuervo lo estaba de la significación que los romanos augures atribuían a su vuelo; y pocos antiguos augures podían rivalizar con los alcaldes españoles de hoy en cuanto a rápidas sospechas y a percepción del mal, sobre todo cuando no hay mal ninguno.

Los que hayan leído la admirable obra The Bible in Spain[27], recordarán que su autor Borrow estuvo a punto de ser fusilado por haberle tomado por Don Carlos, evitándolo la milagrosa intervención del alcalde{190} de Corcubión, el cual, si todavía vive, debe de ser un ave fénix de los alcaldes, y evidentemente digno de observación, pues era un lector del «gran Baintham», o sea nuestro ilustre Jeremías Bentham, al que los reformistas españoles pidieron una constitución de papel, sin conocer a punto fijo el significado de la palabra o de la cosa, ni si estaba hecha de algodón o de pergamino. Otro de los que mejor han escrito acerca de la Península y sus curiosidades, lord Carnarvon, también estuvo expuesto a sufrir la misma suerte por confundirle con don Miguel; el capitán Widdrington, hombre amabilísimo y honorable por todos conceptos, fué detenido por suponerle agente de Espartero; y nuestra modesta persona ha tenido la suerte de ser llevada a un cuerpo de guardia por dibujar unas ruinas romanas, y el honor de ser tomado por Curius Dentatus, un caimán, o por Julio César, pues no hay absurdo ni ignorancia, por inconcebible que sea, demasiado grande para los golillas locales, que casi nunca se inclinan a nada que tenga sentido, y cuando dejan hablar al miedo, son tan sordos a los dictados del sentido común o de la humanidad como si fueran víboras o bereberes; y aquí como en Oriente, aun los mejor intencionados pueden ser tomados por espías y cortárseles las barbas, como se hizo con los emisarios del rey David. En todas las clases sociales está arraigado el odio al extranjero, y en vez de observarle razonablemente y tratar de averiguar lo que realmente sea, tergiversan{191} sus actos y palabras más inocentes, dándoles el sentido que se amolda a sus absurdos prejuicios, hasta que cualquier nonada se convierte en sus cabezas en pruebas más firmes que el mismo Evangelio. Hay que reconocer, sin embargo, que cuando las autoridades se convencen de que el extranjero es un inglés con intenciones pacíficas, nadie les iguala en cortesía y amabilidad, y, sobre todo, si son de clase humilde, miran con curiosidad los dibujos; las clases más altas no prestan atención, en parte por cortesía y en parte por el principio oriental de nil admirari, que ocultando la inferioridad y la ignorancia, es prueba al mismo tiempo de buena crianza.

Sacar dibujos de una población fortificada está terminantemente prohibido en España. Hay tal ignorancia en todo lo referente a artes gráficas, que no saben distinguir entre un apunte artístico y un plano; todo lo consideran dibujo y, como tal, pecaminoso. Un cuartel o un fuerte sólo se puede observar muy a la ligera, y, naturalmente, no hay que hablar de aventurarse a esbozar el más ligero apunte de él o sus cercanías; y si alguno se arriesga a ello, incluso siendo una señora, se expone a ser arrestado o a ser tratado groseramente. Por lo tanto, bueno será que nadie, sea o no artista, muestre la menor curiosidad por las cosas o los edificios militares, ya que, por otra parte, no merecen la pena y no se pierde nada con ello. En nuestra época, las tropas estaban perfectamente desorganizadas: si tenían zapatos carecían{192} de calcetines; si disponían de fusiles, no abundaban los pedernales; si se les daba pólvora, faltaban las balas; en suma, nada había conforme a los reglamentos. Ni siquiera los botones del uniforme de los oficiales estaban nunca en fila; y en cuanto a los números, unos los llevaban hacia arriba, otros hacia abajo y otros de lado; bien es cierto que la uniformidad es una cosa europea, pero no oriental. En estos momentos, en que la Iglesia se muere de hambre, en que las viudedades no se pagan y la bancarrota reina en el país, al que se esquilma para sostener al ejército, cuyas espadas son las que apoyan a la burocracia odiada, las fuerzas de la Guardia Real y las bandas pretorianas no saben marcar el paso ni guardar la fila. Aun cuando todas estas cosas sean muy tristes para los ordenancistas, pensando en artista no podemos menos de lamentar la dificultad de obtener apuntes de estos fuertes medio hundidos y de las ciudadelas desmanteladas, en donde cada bisoño merece figurar en un cuadro con más derecho que el comandante del castillo de Windsor, emparejado con su querida de barquiña corta, digna por entero del pincel de Murillo.

El mejor medio para quien quiera estudiar y publicar sus observaciones en España, es procurarse un pasaporte o salvoconducto, en el cual se especifique claramente el objeto de sus investigaciones. Dirigiéndose al embajador inglés en Madrid se obtiene sin dificultad alguna, y si se trata de una persona cono{193}cida no tiene necesidad de acudir tan lejos; el capitán general de la región se los proporcionará, seguramente. Como estos salvoconductos están escritos en español, todos, altos y bajos, los pueden leer, y así no habrá las dificultades que surgen con los expedidos por nuestros embajadores y aun por nuestro Ministerio de Estado, que, para honra de sí mismos y de la nación, dan a los ingleses pasaportes escritos en francés, de donde nace entre españoles la sospecha de que el portador es un gabacho, cosa poco agradable en España. Entre los recuerdos que aun conservamos de nuestra estancia en la Península, figura un pasaporte firmado por nuestro amable protector el temible conde de España, refrendado por los no menos temidos Quesada y Sarsfield, en el cual se disponía, en claro y escogido castellano, que todas las autoridades mayores y menores, civiles o militares, ayudaran o facilitaran al portador el estudio de las curiosidades y monumentos de España.

Estos autócratas se hacían obedecer más que el mismo Fernando, en sus respectivos distritos, lo cual nos hace recordar a los pachás de Oriente, que son las verdaderas autoridades, tanto civiles como militares, en las comarcas que tienen a sus órdenes; y como no sólo administran la ley, sino que la ajustan a sus propias comodidades, de hecho resulta que ellos la hacen y la conculcan, y todos los que bajo ellos tienen alguna autoridad imitan a sus superiores en todo lo que pueden. Estas cosas de España se llevan{194} con una gravedad verdaderamente oriental, lo mismo por parte de los superiores que por la resignación de los gobernados; los pasaportes firmados por estos grandes hombres eran obedecidos por todas las autoridades subordinadas, tan ciegamente como un firmán oriental; el solo hecho de que un extranjero tenga un salvoconducto del capitán general, pronto es conocido por todo el mundo, y, para usar una frase oriental, «hace que su cara se emblanquezca»; sirve como carta de recomendación y, en realidad, es la mejor de todas, puesto que va dirigida a las autoridades de cada pueblo o ciudad, que, como verdaderos jeques, son mirados por todos sus inferiores con la misma deferencia con que ellos miran a los que están por encima de ellos. La importancia de la persona recomendada se estima por la de la persona que la recomienda: tal recomendación, tal recomendado. Y para completar este cuadro de la oriental España, estos tres déspotas omnipotentes, que desafiaban las leyes divinas y humanas, que hacían dados de los huesos de sus enemigos y copas de sus cráneos, han sido todos asesinados y enviados a dar cuenta de todos los pecados que pesaban sobre su alma. En las monarquías no absolutas, los ministros que se exceden pierden sus puestos; en España y Turquía, las cabezas; y, sin duda, los primeros son los más severamente castigados.

Los que deseen observar el hombre español, que, con la mujer española, constituyen el estudio verda{195}deramente humano, observarán que una clave para descifrar este singular pueblo, apenas es europea, pues esta Berbería cristiana es como un terreno neutral, colocado entre el sombrero y el turbante, y aun muchos de ellos afirman que el Africa comienza en los Pirineos. Sea como quiera, lo cierto es que España, civilizada primeramente por los fenicios, y largamente dominada por los moros, conserva rastros indelebles de ambas dominaciones. Midiéndola, pues, así como a sus hombres y mujeres, por un patrón oriental, se verá cómo se explican muchas cosas que extrañan y repugnan a los usos y costumbres europeas. Pero bueno será no dejar traslucir lo que se piensa a este respecto, pues es de lo que más les ofende. El bello sexo está dispuesto, para desvanecer esta opinión, a prescindir incluso de la clásica mantilla, así como los hidalgos a despojarse de la majestuosa capa romana, ofreciendo la antigua indumentaria como sacrificio en aras de la civilización y a la manía de presentarse igual que el mundo elegante en Hyde Park o en los Campos Elíseos.

Otro rasgo marcadamente oriental es el poco amor a las Bellas Artes y la sobra de Αφιλοχαλια que los antiguos atribuían a los verdaderos iberos. Esto se nota en la general indiferencia y abandono en que tienen las obras árabes, que, en lugar de destruírlas, debieran haberlas conservado bajo fanales, pues son atractivos privativos de la Península. La Alhambra, la perla y la piedra imán de Granada, es para ellos{196} poco más que una casa de ratones, en lo cual casi han llegado a convertirla a fuerza de siglos de incuria. Pocos son los españoles que van a visitarla que comprendan el interés y devoción que despierta en los extranjeros; del mismo modo contempla el beduino las ruinas de Palmira, tan insensible a la belleza presente como a la poesía del pasado. Triste cosa es que los españoles no sepan apreciar la Alhambra, pero igual ocurre con los asiáticos, que no tienen otra preocupación que la del día en que viven y que no se cuidan poco ni mucho del pasado ni del futuro y sólo piensan en sí mismos y en el día de hoy; y así la gran masa de españoles que, aunque no use turbantes, carece de órganos para venerar y admirar nada que no tenga relación con la primera persona y el tiempo presente del verbo, conservan, además, en sus pechos un sedimento de odio hacia los moros y sus obras, y consideran casi como herética la preferencia que los extranjeros muestran hacia los trabajos de los infieles, en lugar de admirar los de los buenos católicos, opinión que pone de manifiesto su mal gusto por no saber apreciar las cosas y su vandalismo por esforzarse en mutilar lo que los moros se esforzaron en adornar. Los deliciosos cuentos de Wáshington Irving y la admiración de los peregrinos europeos han avergonzado últimamente a las autoridades, inspirándoles sentimientos más conservadores con respecto a la Alhambra, siendo este celo extemporáneo tan peligroso como el ante{197}rior abandono, pues como quieren «reparar y embellecer» con criterio de sacristán, se corre el mismo peligro con estas «restauraciones» que con las funestas limpiezas de los cuadros de Murillo y Ticiano, del Museo de Madrid, que están borrando sus más bellas líneas. Y aun este tardío aprecio es algo interesado. Así Mellado, en su última Guía, se lamenta de que no se haga caso de la Alhambra, de la cual habla sin gran entusiasmo, y sugiere la idea de que un libro describiéndola detalladamente, sería una segura especulación, pues los ingleses son muy aficionados a visitarla; convirtiendo de este modo la poesía del maravilloso palacio árabe en prosaica cuestión española de perras y de pesetas.

Conviene, sin embargo, que el viajero piense que muchas de las cosas que para él tienen los arrebatadores y tentadores encantos de la novedad, se miran por el apagado y saciado ojo del natural del país con una familiaridad que engendra menosprecio; están hastiados ¡oh, fatal aburrimiento! hasta de lo bello. «¡Ay!—decía el ermitaño de Montserrat a un extranjero que miraba extasiado por primera y última vez el panorama que desde allí se divisa—esto no tiene ningún atractivo para mí; hace veintinueve años que estoy viendo este mismo paisaje desde que sale el sol hasta que se pone». Pero sordent domestica, como dice Plinio: nada ni nadie es admirado debidamente en su propia casa, desde el día en que Mahoma, el verdadero profeta, no pudo convencer a su{198} mujer y a su criado de que él estaba revestido de un poder sobrenatural. ¿Es de admirar, pues, que las ruinas y cosas viejas sean despreciadas por los moro-españoles o que sus guías (digámoslo así) extravíen y confundan al extranjero? Cosas son éstas imposibles de evitar, dado el caso de que pocos escritores viajan dentro de su país, y menos aún, fuera de él; y como carecen de términos de comparación, no pueden apreciar las diferencias, ni saber cuáles son los deseos y las necesidades de un extranjero; así es que paisajes, trajes, ruinas, usos y costumbres, ceremonias, etcétera, que han visto desde su niñez, son pasados por alto sin mencionar siquiera, siendo así que por su anacronismo para el extranjero, es exactamente lo que más desearía que se le señalara y explicase. Pero frecuentemente los naturales desprecian o se avergüenzan de esas mismas cosas que más interesan y encantan al extranjero, al cual muestran las cosas modernas más bien que las viejas, enseñando especialmente sus malas copias de Europa, con preferencia a sus cosas originales, tan ricas, y con tal aroma racial, haciéndolo nada más que con las costumbres y trajes de la gente baja, que felizmente aun no está contagiada del sarampión del pulimento francés; así, cuando desentierran alguna moneda antigua, la limpian el precioso moho dos veces milenario, porque imaginan que de esa manera la hacen más fácilmente vendible; pero ellos, en cambio, se dispensan de esa limpieza, tanto, que Carlos III, al fracasar en una de{199} sus laudables tentativas para mejorarlos y modernizarlos, comparaba a sus amados súbditos a los chicos díscolos que lloran y patalean cuando la madre quiere lavarlos.

No hay país en el mundo que pueda rivalizar con España, cuyo seco clima, por lo menos, es conservador, en recuerdos de antaño, en torres y torreones, en casas señoriales, en balcones volados, tan viejos, que parece que van a desplomarse a las hondonadas o torrentes sobre los cuales cuelgan. Aquí pueden verse todas las formas y colores de la pobreza pintoresca; las enredaderas trepan por todas las grietas e irregularidades de los muros, mientras abajo las náyades chapotean bañando sus rojas y amarillas vestiduras en los dorados y gloriosos rayos del sol. ¡Qué cuadro para todo el que no sea natural del país! Pero éste no ve ninguna de las maravillas de la luz y la sombra, los reflejos, los colores y las líneas: es ciego a todas las bellezas, y sólo está atento a los andrajos y a los estragos del tiempo; casi sospecha que el dibujo que se haga o la admiración que se muestre por un contrabandista o un torero pueda ser un insulto, y que si se toman apuntes es sólo para mostrar luego en Inglaterra lo que monsieur Guizot llamaba (y nunca se le olvidará) las «brutales» cosas de España. Por lo tanto, mientras uno admira sinceramente encantado y con razón sus fajas y sus zamarras, ellos se esfuerzan en enseñarle su ridículo traje bulevardero; o cuando uno se sienta ante una ruinosa muralla roma{200}na, o ante un desmoronado arco árabe o un templete gótico, ellos le ruegan que deje aquellas vejeces y contemple el último flamante aborto de la Real Academia, fríamente correcto y clásicamente insípido, para poder admirar un ejemplar que acreditará a España de hacer las cosas como se estila en Charing Cross.

Sin que eso suponga que se haya de seguir el consejo de los españoles de mejor intención que gusto, nadie que quiera hacer averiguaciones debe despreciar la compañía de persona que pueda favorecer su objeto, aun cuando vaya provisto de un salvaconducto del Capitán General y de una roja guía Murray. Las informaciones orales que pueden obtenerse de los españoles, no son muy amplias que digamos; estos indolentes semi-orientales, miran siempre con recelo al extranjero, contestan con medias palabras a sus preguntas, le ponen mil dificultades, o, como tienen gran imaginación, ponderan o disminuyen el mérito de las cosas, según convenga a sus intenciones o a sus sospechas. Las expresiones nacionales: ¡Quién sabe! No se sabe, suelen ser el preludio de No se puede.

Estas dificultades son infinitamente mayores cuando un extranjero tropieza con un empleado, por modesto que sea, pues la primera idea de estos golillas es sospechar algo malo y negarse a todo. «No», suele ser siempre la primera respuesta, y aun cuando se lleve un permiso especial, no puede tenerse la certe{201}za de ser bien recibido. Es menester conquistar al guardián, que aquí, como en todas partes, considera como de su propiedad y fuente de propinas los objetos confiados a su custodia: muchas veces, después de haber recorrido una buena distancia sufriendo el calor y el polvo para ver una iglesia, un museo, una biblioteca, y de llamar y esperar durante largo tiempo, le dicen a uno secamente que está cerrado, que no se puede ver, que no es día de visita, que hay que volver al día siguiente; y si es el día indicado, le dirán que no es la hora, que es muy temprano o demasiado tarde; y es posible que la mujer diga que su marido ha salido a misa o a la plaza, o que está comiendo o durmiendo la siesta; o si no ocurre nada de esto, y el marido está en casa y despierto, el buen hombre jurará que su mujer ha perdido la llave, «como siempre hace». Y si con estas u otras excusas no consigue nada, y uno insiste, le asegurarán que allí no hay nada digno de verse, o le preguntarán qué interés tiene en verlo. Por regla general nadie debe dejarse convencer de no visitar cualquier cosa que sea, porque un español de la clase alta le dé su opinión de que no vale la pena, pues tratará de convencerle a uno de que Toledo, Cuenca y otras poblaciones que no tienen igual en toda la Cristiandad, son feas y odiosas ciudades viejas; se avergüenza de ellas a causa de sus calles tortuosas y estrechas, que no están tiradas a cordel, como Pall Mall y la rue de Rivoli. En realidad, su única idea de una ciudad civiliza{202}da es un vulgar grupo de anchas calles rectangulares, construídas y pintadas uniformemente, como soldados en parada, adoquinadas y alumbradas con gas, por las cuales se paseasen los españoles, vestidos lo mismo que los ingleses, y las españolas, como las francesas; maravillas todas que cualquier extranjero puede contemplar en su propia casa sin tomarse la molestia de ir tan lejos y que no merecen seguramente la pena, pues, cuando más, llegan a ser una imitación vulgar, sin gracia, historia, nacionalidad, color ni carácter, salvo el de una utilitaria comodidad o vulgar conveniencia, buena para políticos y contratistas, pero mortal y destructora para el hombre del lápiz y el cuaderno.

Para conseguir visitar las cosas dignas de verse en España, conviene observar algunas escasas y sencillas reglas que casi nunca fallan: primera, ser perseverante; no retroceder nunca; no recibir nunca una respuesta si es negativa; no perder nunca la calma ni los modales corteses; y, por último, hacer oír el tintineo del dinero; si el jefe o personaje es inexorable, indagar privadamente quién es el infeliz subordinado que guarda la llave, o la vieja que barre el cuarto, y entonces enviar un discreto mensajero diciendo que se pagará el servicio, sin decir «nada a nadie». Así se podrá siempre ver lo que se quiere, aun donde con una orden oficial no se consiga. Cuando fuimos por primera vez a Madrid, novatos aún en las cosas de España, tuvimos especial empeño en visitar{203} a diario una galería real que no estaba abierta al público más que ciertos días de la semana. Consultamos nuestro grave dilema a un sensato y experimentado diplomático, y la respuesta del oráculo fué la siguiente: «Sin duda, si usted lo desea, me dirigiré al señor Salmon (ministro de la Gobernación en aquella época), pidiéndole el permiso como un favor personal a mí. Pero vamos a ver, ¿cuánto tiempo piensa usted permanecer aquí?» «Tres o cuatro semanas». «Bueno, pues entonces, cuando ya haga un buen mes que usted se haya marchado, recibiré una cortés y prolija epístola de Su Excelencia lamentando profundamente no haber encontrado en los archivos de su Ministerio un caso en que se haya concedido una petición de esa índole y el verse obligado a responder negativamente, ante el temor de sentar un precedente. Lo que le aconsejo a usted es que le dé un duro al conserje y que repita la suerte siempre que los goznes de la puerta parezca que vayan a enmohecerse y necesiten aceite». El consejo fué tomado, igual que la propina, y las puertas prohibidas se abrieron, tan regularmente, que, al final, hasta conocían el ruido de nuestros pasos. El oro es el sésamo español. Mediante él penetró Soult en Badajoz; por su fuerza, Luis Felipe echó a Espartero e impuso a Montpensier. El oro, el brillante oro rojo, es el remedio soberano que en España resuelve casi todas las dificultades, incluso algunas que resistieron a la fuerza, pues allí las cabezas tercas pueden ser guiadas por una{204} paja de oro, pero no forzadas por una barra de hierro. La mágica influencia de una propina se extiende por el país, donde todo es venal, hasta la misma justicia. Aquí, todo el que tiene algún asunto que sacar adelante empieza a trabajarlo por la base y no por la cúspide, como hacemos en Inglaterra. Para asegurar el éxito hay que engrasar todas las ruedas de la maquinaria oficial. Un pretendiente sensato y discreto soborna desde el portero hasta el ministro, sin olvidar ninguno de los secretarios, según su orden y regulando la cantidad según la categoría e influencia de cada uno. Si olvidáis al portero, éste no pasará vuestra tarjeta, o dirá que el señor Mon está fuera, o que volváis mañana, el tópico eterno; si es el escribiente el que no está interesado, dará carpetazo a vuestra petición o influirá con su jefe en contra de ella. En negocios de gran importancia política, el soberano, él o ella, tiene su parte, y por esto fué Calomarde tanto tiempo el que manejó al amado Fernando y a sus consejeros. Era el ministro que entregaba a la corona más dinero: «Señor, con economía y honradez he conseguido ahorrar 50.000 libras, de las cantidades cobradas en mi departamento, las cuales tengo el honor de poner a la disposición de V. M.»—«Muy bien, mi bueno y leal ministro, toma un cigarro.» Este Calomarde que empezó su carrera como lacayo, contrabandeó en el timo cristinista, por medio del cual Isabel lleva ahora la corona de Don Carlos. El tunante fué recompensado concediéndosele{205} el título de conde de Santa Isabel, que luego ha sido conferido al hijo de monsieur Bresson, como delicada recompensa por los trabajos de Su Señoría en la transmisión de dicha corona a Luis Felipe; pero los españoles son unos ásperos humoristas.

En Oriente, el ejemplo del Sultán y del Visir es seguido por cada uno de los pachás, y hasta por el último animal que tenga la más pequeña autoridad; la enfermedad del picor en la palma de la mano es endémica y epidémica; todos, altos y bajos, necesitan dinero y no quieren pasar por la vergüenza de mendigarlo ni exponerse a los peligros del salteador de caminos. La pobreza pública es el azote del país, y todos los empleados se excusan con la terrible necesidad, viejo argumento de quien no tiene respeto a la ley. Sin embargo, hay que perdonar en parte esta rapacidad que, con muy pocas excepciones, prevalece, teniendo en cuenta que los sueldos, casi siempre cortos, se pagan generalmente con retraso, y que los servidores públicos, por lo común, pobres diablos, aseguran que se ven obligados a cobrarse, poniéndose de acuerdo para defraudar al Gobierno, en lo que no sienten escrúpulos, pues todos saben que es injusto y que puede soportarlo; y como todos son igualmente culpables, difícilmente se admite que haya en eso delito. Cuando el robo y el agio están a la orden del día, los pícaros se protegen unos a otros, como ocurre en Suiza entre los que tienen bocio. Un hombre que no hace su agosto cuando está empleado, no se{206} le cree honrado, sino tonto; es preciso que cada uno coma de su oficio, y como el sueldo es pequeño y poco seguro, no se desperdicia tiempo ni ocasión de llenar la bolsa; así la pobreza y la voluntad aunan sus esfuerzos.

Podemos presentar como ejemplo un individuo que ejercía un alto cargo en una de las principales ciudades de Andalucía. En una ocasión en que entramos en su despacho, acertaba a salir de él una persona envuelta en su capa; la mesa del gran hombre estaba llena de onzas de oro, que él trasladaba a un cajón con gran complacencia, deleitándose en la hermosa redada: «¡Cuántas onzas, Excelencia!—le dijimos». «Sí, amigo mío—replicó—no quiero comer más patatas». Este caballero, que había estado cesante durante la constitución de Riego, las había pasado muy duras, y aprovechaba el tiempo tomando prudentes precauciones para evitar en lo futuro parecidas calamidades. Su sistema era perfectamente conocido en toda la ciudad, en donde la gente decía con la mayor sencillez: «está atesorando», cosa que hubieran hecho todos si se hubiesen encontrado en las mismas afortunadas circunstancias. Los ricos y honestos ingleses no deben, por tanto, juzgar con demasiada dureza estas malas mañas y a estos extraños camaradas con quienes los españoles, más pobres, tienen que convivir: «Donde no hay abundancia no hay observancia, y honra y provecho no cabe en mi saco o techo»; y allí la virtud sucumbe muchas veces a ma{207}nos de la pobreza, empujados a ello por más de medio siglo de desgobierno, con la ruina y desolación de la invasión francesa y las discordias civiles por añadidura.

Pero volvamos a las cosas dignas de verse en España. Feliz podía considerarse en nuestro tiempo el viajero que, incluso dispuesto a dar propinas abundantes, tropezase con un bibliotecario que supiese qué libros había en la biblioteca, o con un cura que pudiese darle cuenta de los cuadros que había en su iglesia: si se le preguntaba por el cuadro de Murillo respondía encogiéndose de hombros o con un seco no hay; de haber preguntado por el «bendito Santo Tomás», quizá le hubiese señalado, por ser el asunto y no el pintor lo que había que saber para el servicio del culto. Este beatífico estado de ignorancia es tan agradable para el cerebro español como el dolce far niente lo es para el cuerpo. Todo lo que supone molestia, turba la felicidad suprema que consiste en ahorrar esfuerzo. Podríamos llenar un capítulo entero con ejemplos que, de no habernos ocurrido a nosotros mismos, creeríamos que eran burdas invenciones. El no responder a las preguntas más sencillas o no dar datos de las cosas más comunes, es tan corriente, que al principio creíamos que era por miedo a la cárcel o por un resto de reserva inquisitorial, más bien que por una ignorancia satisfecha y de buena fe; pero un largo trato y experiencia nos hizo convencernos de que poca gente es más comunica{208}tiva que las clases bajas españolas, especialmente con un inglés, al que revelan sus secretos privados y familiares: su falta de conocimiento se aplica más bien a las cosas que a las personas.

Si se va a visitar a un español y, no encontrándole en casa, se pregunta al criado o criada por el número de la casa para escribirle, seguramente la contestación es: «Yo no sé, señor, nunca me lo han preguntado, ni lo he mirado. Vamos afuera y lo veremos. ¡Ah!, es el número 36.» Una vez queríamos enviar un encargo de Mérida a Madrid, y preguntamos al ventero, barrigón, de negras patillas: «¿Qué día sale su galera para la Corte?» «Todos los miércoles; pierda el señor cuidado»—contestó—. «¡Qué disparate!—replicó su trigueña y ojialegre mujer—, por qué le dices esa mentira a ese caballero? La galera sale los viernes, señor».—Durante la disputa de esta pareja tan bien avenida, quiso mi buena suerte que acertase a llegar el mayoral, el cual nos dijo que los días de viaje eran los jueves, y por fin supimos a qué atenernos. Esto ocurrió en provincias, pero también se puede presentar un ejemplo de algo semejante ocurrido en la capital, cerebro y corazón de las Castillas. «Señor, tenga usted la bondad—dijimos una vez a un grave y pomposo burócrata que despachaba los billetes para la diligencia a Toledo—tenga la bondad de reservarme un billete para el lunes siete». «Creo que se equivoca usted de fecha—respondió muy cortésmente porque habíamos em{209}pezado prudentemente el negocio regalándole un buen habano—: el lunes es ocho del mes corriente». Como no era así, sacamos un almanaque que por casualidad llevábamos en el bolsillo y se lo enseñamos para que se convenciera: «Es verdad, señor—dijo el hombre tranquilamente, después de examinarlo con atención—, bien sabía yo que llevaba razón; este almanaque está impreso en Sevilla—lo cual era verdad—, pero aquí estamos en Madrid, y eso es otra cosa». En esta idea de la diferencia solar y de la preeminencia de la Corte, debe recordarse que el sol, al ser creado, lució primeramente sobre la vecina ciudad adonde iba la diligencia, y que aún en el siglo pasado se consideraba una herejía en Salamanca decir que no giraba alrededor de España. Desgraciadamente se ha pasado allí más tiempo que en las metáforas o en las conferencias astronómicas. España no es un país para los hombres de cálculo; aquí lo que debe ocurrir, y lo que ocurrirá seguramente en otras partes, según Cocker y la doctrina de las probabilidades, es precisamente lo que no sucederá nunca. Sólo puede uno fiarse de un hecho aritmético si lleva consigo una mediana certeza: representando los sucesos por números, puede tenerse la seguridad de que dos y dos darán por resultado tres unas veces, y quizá cinco otras, y siempre hay una diferencia de uno con respecto de cuatro, cuando dos y dos deben de ser siempre cuatro. Hay otra regla cierta con respecto a{210} los números oficiales españoles; por ejemplo, si se dice: «cinco mil muertos y heridos» o «se entregarán cinco mil duros», deben rebajarse dos ceros y a veces hasta tres si se quiere tener el número aproximado.

Como decía el perspicaz y práctico duque de Wéllington, es muy difícil conocer a fondo a los españoles: allí, ni las mujeres, ni los hombres, ni los soles, ni los relojes marchan nunca al unísono; allí, como en un concierto holandés, cada cual elige su tono y su diapasón, y cada uno de los que forman la orquesta trata de ser el primer violín. Todo esto es cosa tanto más corriente cuanto que los españoles, como los irlandeses, toman a broma las equivocaciones, tonterías, faltas de puntualidad, informalidades e inconsecuencias con las que los puntuales hombres de negocios ingleses y alemanes se vuelven locos. Formados de contradicciones y viviendo en el pays de l’imprévu, donde la excepción es la regla, donde las fuerzas motoras son el accidente y el impulso momentáneo, las gentes se dejan llevar buenamente, y, sobre todo en colectividad, obran como mujeres y niños. Una chispa, una nimiedad, pone en acción a las impresionables masas y nadie puede prever el suceso más sencillo, ni hay un español que intente mirar más allá del momento, de la situación actual, ni pueda predecir lo que traerá el mañana, cosas que deja para el extranjero que no le entiende a él. Paciencia y barajar es su lema, y «pacientemente» esperan lo que salga de las vueltas de la baraja.{211}

Una cosa hay, sin embargo, que todos saben con exactitud, una pregunta a la que todos pueden responder, y providencialmente se refiere al asunto más digno de observación para cualquier extranjero: ¿Cuándo y a qué hora son los toros? Y esto siempre se sabe, a pesar del aviso que aparece en los carteles: «si el tiempo no lo impide», pues aun cuando este espectáculo suele ser en verano, época en que la lluvia y las nubes son un mito, las prudentes autoridades desconfían hasta del bendito sol y sospechan de sus procedimientos como si estuvieran irregulados por un relojero castellano.{212}

Capítulo XXI

HACE ya largo tiempo que nuestros honrados John Bulls sienten más predilección por sus homónimos españoles, que por los perpetrados por el Papa o los que hacen en la Verde Erin[28]; ver una corrida de toros ha sido el enérgico objeto de la curiosidad ilustrada desde que nuestros viajeros han tomado y publicado dibujos españoles. Tan pronto como el príncipe Carlos I perdió su corazón en Madrid, su presunto suegro obsequió a él y a su hermosa adorada con uno de estos encantadores espectáculos; acontecimiento que sería para la posteridad de feliz recordación—pensaban los historiógrafos de entonces—, ya que hubo en él gran carnicería de hombres y de animales; los anales de aquel suceso serán siempre las joyas de cualquier biblioteca taurómaca que aspire a ser completa.{213}

Estos deportes, que recuerdan los sangrientos juegos del circo romano, sólo pueden verse ahora en España, donde el pasado alterna con el presente y a cada momento se tropieza con un hueso o una reliquia de antigüedad bíblica o romana. Omitiremos los detalles referentes a la semejanza estrechísima de estos combates con los de las edades clásicas, tanto en lo que se refiere a los espectadores como a los actores, por ser de mayor interés para el erudito que para la generalidad de los lectores, y los que tengan curiosidad por conocerlos los encontrarán en un artículo que publicamos hace algunos años en la Quarterly Review, núm. CXXIV. Y como la naturaleza humana no cambia, los hombres colocados en ciertas e idénticas circunstancias llegarán, sin previo conocimiento o comunicación, a casi iguales resultados; el elegante pasatiempo de alancear y matar toros públicamente y sin ayuda fué probablemente inventado por los moros, o más bien por los moros españoles, pues nada de esto fué nunca costumbre en Africa, ni ahora ni en tiempos pasados. El árabe musulmán, al ser transplantado a un país cristiano y europeo, se amoldó en muchas cosas a los usos y costumbres de las gentes con quienes convivía, así como introdujo ampliamente el elemento oriental que llevaba consigo, en sus vecinos godo-hispánicos. La mora Andalucía es aún el cuartel general del arte tauromáquico, y todo el que quiera conocer a fondo este arte, la ciencia española par excellence, deberá comenzar es{214}tudiando en la escuela de Ronda para doctorarse luego en la Universidad de Sevilla, el Bullford[29] de la Península.

Dicho sea de paso, nuestra expresión de lucha y pugilato bull-fight (pelea, lidia de toros) es una inadecuada y vulgar traducción del reputado título castellano Fiestas de Toros. Los dioses y diosas de la antigüedad se conciliaban por el sacrificio de hecatombes: el mugido de las víctimas regalaba sus divinos oídos, la purpúrea sangre era muy agradable a sus ojos, y los asados solomillos engordaban a los sacerdotes, mientras el gran espectáculo y la muerte deleitaba a la hambrienta asamblea. En España, la Iglesia de Roma, cuidadosa siempre de sus intereses, dispuso, en servicio propio, una ceremonia á la vez provechosa y popular[30]: consagró la carnicería aliándola al altar, beneficiándose de esta dócil asistenta para obtener fondos con que erigir conventos. Aun en la última centuria se publicaron bulas papales en favor de las órdenes mendicantes autorizándolas a celebrar cierto número de Fiestas de Toros, siempre que las ganancias se dedicaran a las obras de su iglesia; y para aumentar la venta en las puer{215}tas, se concedían con las entradas, a manera de bonificación, indulgencias y la facultad de sacar ánimas del purgatorio, siendo el número de años proporcionado a los precios de los asientos para este espectáculo, santificado por sus piadosos fines. Del mismo modo, en la taurobolia de la antigüedad, se absolvía de sus pecados al que fuese rociado con sangre de toro. Los pastores protestantes, que, con mucha razón, temen y desconfían de las bulas papales, las reemplazan por bazares y tómbolas de caridad cuando la capilla de moda necesita un nuevo tejadito azul de pizarra. Además, aun cuando las corridas de toros no se den con un fin religioso, siempre benefician a la caridad: ellas constituyen la renta más saneada de los hospitales públicos, contribuyendo a un tiempo a sostenerlos y poblarlos, pues la circulación venosa del populacho sediento de sangre y abrasada bajo un sol de fuego, y la subsecuente mezcla de sexos, abrir de botellas y navajas, ocasiona más muertes entre los caballeros y las señoras del mundo español que entre las cornudas e hípicas víctimas del anfiteatro.

Es una idea vulgar, y muy equivocada, que en España hay tantas corridas de toros como bandidos; es precisamente lo contrario, porque puede decirse que son consideradas como el placer estético más refinado; una cosa semejante a la Opera italiana en Inglaterra, y ambos son espectáculos bastante caros; bien es verdad que, entre nosotros, sólo la crema del mun{216}do patrocina a los artistas de Haymarket, y en España, por el contrario, todos, grandes y pequeños, altos y bajos, gozan con las corridas de toros. Cada una de éstas cuesta de 5.000 a 7.500 pesetas, y aun más cuando se dan fuera de Andalucía o Madrid, que son los sitios que pueden permitirse pagar una cuadrilla permanente; en otras poblaciones, los toreros y los toros tienen que ir por expresos y desde largas distancias. Por esta causa las corridas ocurren, como las apariciones celestiales, pocas veces y muy separadas; se reservan para las fiestas principales del trono y del altar, para la verdadera devoción de los fieles en los días de los santos patronos y de la Virgen, y también en los acontecimientos de la Corte, como bodas de los reyes, coronación, etc., etc. En este caso se llaman Fiestas reales, quitándoseles el carácter religioso, aunque dándoles mayor importancia y aparato. El espectáculo es realmente de gran pompa, etiqueta y magnificencia, y ha reemplazado a los Autos de fe, ofreciendo a la más católica reina y a sus súbditos las más grandes ocasiones de sentirse enajenados que el limitado poder de goce que tienen los mortales puede permitirse en este mundo, lleno de zozobras y pesadumbres.

Estas Fiestas reales sólo se celebran en Madrid, y en ellas se conservan las antiguas costumbres españolas y árabes de que tan espléndidas descripciones se encuentran en los romances. La plaza principal de la capital, convertida en plaza, es el sitio elegido para{217} el espectáculo. Las ventanas de las altas y curiosas casas se utilizan como palcos, y aparecen adornadas con damascos y terciopelos. La familia real ocupa, bajo un dosel, uno de los balcones de la casa del centro. Allí vimos a Fernando VII presidiendo en la corrida celebrada con motivo del juramento de fidelidad de las Cortes a su hija[31]. Allí estaba, sentado en el mismo sitio en que se había sentado Carlos I dos siglos antes, custodiado por el mismo cuerpo de alabarderos y presenciando el mismo espectáculo. En estas fiestas reales, los toros son rejoneados por caballeros de la nobleza, vestidos y armados a la antigua buena usanza española, como acostumbraban antes de que la fatal ascensión de los Borbones aboliese el traje, las costumbres y la nacionalidad de Castilla. Estos caballeros, vestidos a la moda de los Felipes, y montados en briosos corceles árabes, los mejores de su raza, atacan al fiero animal con una lanza corta, el arma tradicional de los iberos. Los que toman parte en el combate, han de ser hidalgos de nacimiento y tener cada uno por padrino un grande de España de primera clase, que pasa ante el rey en un espléndido carruaje de seis caballos y va escoltado por grupos de lacayos vestidos de griegos, romanos, moros, o de manera fantástica. No es fácil conseguir estos caballeros en plaza, que están ex{218}puestos a serios peligros, aun cuando hay toreros de oficio que les auxilian y cubren su retirada.

En 1833, una hermosa dama dió el nombre de su marido y dueño sin previo consentimiento de éste, como caballero en plaza, y al procurarle esta agradable sorpresa, cuentan que, para explicar su conducta, decía: «O matan a mi marido, y en ese caso me casaré de nuevo, o saldrá ileso y le concederán una pensión». Pero parece ser que le salieron fallidos estos admirables cálculos; ¡tal es la instabilidad de las cosas humanas! El terror de este infortunado héroe malgré lui, al que se había impuesto esta caballeresca misión, al verse expuesto a los cuernos del toro y del dilema por obra y gracia de su cara mitad, era altamente ridículo. Si hubieran sido otros cuernos, pase, ¡pero éstos! Fué herido al primer ataque, sobrevivió, pero no consiguió pensión alguna, pues a poco murió Fernando y son pocas las pensiones que se pagan en la Península desde que ha sido dotada de Constitución, Libertad y Gobierno representativo.

Recordamos ahora otra anécdota en la que también figura una dama, que seguramente será del agrado de nuestras bellas lectoras. La tomamos de una auténtica crónica antigua: «No dejaré de mencionar lo que ocurrió en presencia de Carlos I, de feliz memoria, que, siendo príncipe de Gales, se encaminó a la Corte de España, ya fuese para casarse con la Infanta, o con otro objeto que yo no puedo deter{219}minar. El caso es que las comedias, juegos y fiestas (entre las que figuraban las de toros en Madrid) que en su honor se organizaron, fueron lo más decorosas y magníficas posible para el más soberbio y majestuoso entretenimiento de tan espléndido príncipe. En una de ellas, después de haber matado tres toros, y saliendo el cuarto, aparecieron cuatro caballeros ataviados espléndidamente; a poco, una garrida dama, suntuosamente vestida, acompañada de personas de calidad y de tres o cuatro pajes, salió a la plaza y la recorrió a pie. Quedaron atónitos los espectadores, de que una persona del sexo débil se arrogase la inaudita intrepidez de exponerse a las furias del animal más fiero que puede verse, y que ya había vencido y medio matado a dos hombres forzudos, de gran valor y destreza. Incontinenti el toro se dirigió al rincón en que la dama y sus acompañantes se habían detenido: ella (después que los demás huyeron) sacó impasiblemente su daga, y agarrando al toro por un cuerno se la clavó muy diestramente en el morrillo, no necesitando más para realizar a la perfección su designio; después de lo cual, volviéndose hacia el balcón del Rey, le rindió pleitesía y se retiró grave y solemnemente».

En la jura de 1833 se mataron noventa y nueve toros: con uno más, la hecatombe hubiera sido completa. Esta carnicería al por mayor se ha repetido este año con motivo del casamiento de la misma{220} inocente Isabel[32], que no parece sino que los faustos sucesos de su vida son sentencias de muerte para los cuardrúpedos. Los toros en España representan el mismo papel que los banquetes de coronación en Inglaterra. En aquel hambriento y ascético país los toros se matan, pero no se comen, hecho singular que no escapó al sabio Justino en sus observaciones sobre las antibanqueteadoras coronadas testas de la vieja Iberia.

Estas típicas corridas de toros antiguas eran por extremo peligrosas y mortíferas; pero como el valor era considerado cosa de honra, no faltaban nunca caballeros que expusieran la vida en presencia de las crueles damas de sus pensamientos. Matar al monstruo de no ser muerto por él, ha sido, desde antes de Hudibras, el camino más seguro para conseguir el amor de las mujeres, que admiran más precisamente aquellas cualidades de que ellas carecen:

«The ladies’ hearts began to melt,
Subdued by blows their lovers felt;
So Spanish heroes, with their lances,
At once wound bulls and ladies’ fancies.»[33]

La expulsión de los moros y la consiguiente disminución de los hábitos caballerescos, hizo que estos torneos cayeran en desuso. A la gentil Isabel I le{221} disgustó tanto la fiesta de toros que vió en Medina del Campo, que hizo todo lo posible por prohibirlas; pero fueron inútiles sus esfuerzos, porque la fiesta y la monarquía estaban condenadas a morir juntas. La subida al trono de Felipe V inundó la Península de franceses. Las muñecas de París consideraron a los españoles y sus toros bárbaros y brutales, y sus artistes, desde entonces hasta hoy, prefieren el bœufgras de los bulevares a rebaños enteros de magras vacas ibéricas. Así el espectáculo que había resistido a la influencia de la reina y a las bulas de los Papas cedió ante el despotismo de la moda. Los empelucados cortesanos abandonaron la liza, que era mirada fríamente por los Borbones, mientras que el pueblo, tenaz y enemigo—entonces como ahora—de los franceses y de las innovaciones, siguió aferrado a los deportes de sus antepasados. Pero ya se había dado un golpe de gracia a la fiesta: el arte antes practicado por los caballeros degeneró en la vulgar carnicería de toreros mercenarios que no luchaban por el honor, sino por bajo lucro; y así, al convertirse en la diversión del vulgo, pronto perdió todo prestigio caballeresco. Del mismo modo las fiestas de nuestros caballeros antepasados han degenerado en los vulgares boxeos de rufianes pugilistas.

Acosar en cualquier forma a los toros es algo irresistible para las bajas clases españolas, que desprecian los daños que puedan sufrir sus cuerpos y, lo que es peor, sus capas. La hostilidad contra el cornú{222}peto es innata y va creciendo conforme crecen, hasta formar (puesto que los hombres no son sino niños crecidos), una segunda naturaleza. Los golfillos en la calle juegan al toro, como los ingleses al paso; y llevan la representación con todas las reglas del arte, como hacen los chicos de las escuelas cuando luchan. Pocos serán los jóvenes españoles que, estando en el campo, vean pasar una manada de vacas sin que se despierte su afición y empiecen a provocar a los animales agitando ante ellos las capas, y de aquí viene la suerte que se llama el capeo. En los pueblos en que no pueden permitirse el gasto de una corrida de toros, se contentan con novillos de un año y con embolados, o toros cuyos cuernos van protegidos por una bola. Estos inocentes pasatiempos son mirados con desprecio por la afición, pues como no hay exposición de la vida ni para los hombres ni para los animales, encuentran soso el tal espectáculo, que es una pura ficción. Gritan pidiendo toros de muerte, pues sólo la vista de la sangre calma su excitación. Desprecian la imitación de la corrida, del mismo modo que un gastrónomo la sopa de tortuga hecha con ternera, o un veterano un simulacro.

En los distritos menos poblados de Andalucía el poco ganado que se lleva al matadero va atado con largas cuerdas, y así puede ser toreado por los jovenzuelos de los pueblos que no pueden permitirse el lujo de corridas de toros formales. El gobernador de Tarifa solía permitir que en ciertos días se dejara un{223} toro en libertad por las calles, y la diversión de los habitantes de la ciudad consistía en cerrar las puertas de sus casas y colocarse en las rejas para ver los apuros de los incautos o forasteros que se veían perseguidos por él en las estrechas callejas, sin medio de escapar. Aunque se perdían muchas vidas en esa diversión, un gobernador de nuestro tiempo, llamado Dalmau, que era un bienhechor del pueblo, perdió toda la popularidad de que gozaba por intentar abolirla. Cuando un Borbón, Felipe V, visitó por primera vez la plaza de Madrid, el populacho le pidió a gritos: ¡Toros, dadnos toros, señor! Se cuidaban muy poco de la ruina de la monarquía; pero cuando el intruso José Bonaparte ocupó el puesto de Rey de España, todas las discusiones del pueblo se limitaban a si prohibiría o no las corridas de toros. Y hoy, como siempre, el grito de la capital es: Pan y toros, que es lo que constituye los gajes de la moderna Corte, como en la antigua Roma fué Panem et Circenses. El ceño y el enojo nacional con que fué recibido Montpensier cuando su casamiento, se mitigó por un momento cuando los españoles notaron su fingida admiración por el espectáculo tauromáquico. Nada ha progresado más con las recientes grandes mejoras que ha habido en España, que las corridas de toros—se han hundido conventos, se han destruído iglesias, pero todos los días se construyen nuevas plazas de toros. La difusión de los conocimientos útiles y entretenidos como medio de pro{224}mover la mayor felicidad del mayor número, ha obtenido de esta manera la mejor consideración de los patriotas y hombres de Estado que presiden los destinos de España; el toro es dueño del terreno que pisa. Este último y representativo resto de la nacionalidad española desafía al extranjero y a su civilización; es un fait acompli, que pisotea la charte, aunque el honrado Rey ciudadano jure que desde el momento actual es ya una vérité.

No hay duda en España del día y la hora a que comienzan las corridas, que suelen ser el lunes de Pascua por la tarde, cuando ha pasado el calor del mediodía.

La plaza es una cosa completamente distinta de las plazas de Londres, esos recintos de desmedrados y ennegrecidos arbustos, cercados con empalizadas de hierro para proteger a las niñeras aristocráticas del contacto con la plebe. Es algo más clásico y más divertido al mismo tiempo. La plaza de Madrid es muy espaciosa: tiene unos 1.100 pies de circunferencia y caben en ella 12.000 espectadores. Desde el punto de vista arquitectónico, esta plaza de la corte es inferior a muchas de provincias: no hay en ella el menor intento arquitectónico, ni de pilastras, ni de columnas vitruvianas; nada que recuerde el Coliseo romano: el exterior es desnudo y liso, como hecho de propósito; el interior está lleno de bancos de madera y no es mucho mejor que un matadero; en realidad, no es otra cosa, y tiene aquello un aire utilitario{225} y homicida, que demuestra el espíritu antiestético godo-hispánico, que no siente la necesidad de ninguna manifestación artística, y sólo desea contemplar espectáculos de sangre y de muerte. No tiene necesidad de estimulantes externos; la réalité atroce, como observa un extranjero sensible, «les basta, pues es la diversión del salvaje y lo sublime para las almas vulgares».

El recinto está perfectamente ideado para ver, y éste es un espectáculo enteramente para los ojos. El abierto local está completamente iluminado por la luz del sol, que es siempre más brillante que el gas o que las bujías. El interior está tan falto de adorno como el exterior, y tiene un aspecto realmente mezquino cuando está vacío; alrededor de la arena hay unos bancos de madera para las clases humildes, y sobre ellos, una hilera de palcos para las damas y los caballeros elegantes; pero apenas la plaza se llena de gente, desaparece toda la mezquindad y adquiere una apariencia verdaderamente soberbia.

Al penetrar en la plaza, cuando está llena, el extranjero se encuentra transportado a diez y ocho siglos atrás, a la Roma de los Césares, y en verdad que es realmente espléndido el espectáculo de esta asamblea de miles de españoles con sus trajes típicos, la novedad de espectáculo, que asociamos con nuestros estudios clásicos, y realzados por el azul del cielo que se extiende sobre ella como un dosel. Hay algo en estas diversiones al aire libre à l’antique{226} que impresiona hondamente a los frioleros ciudadanos del Norte, donde el clima contribuye tan poco a la felicidad del individuo. Todos los buenos aficionados bajan al redondel y se mezclan con el populacho, para ocupar los sitios en donde estén más cerca de los toros y los toreros. Lo «clásico» es sentarse al lado de una de las entradas, lo cual permite al elegante mostrar sus bordadas polainas y el buen corte de su pierna. Aquí es donde se critica científicamente la calidad del toro y los buenos lances y el comportamiento del torero.

El redondel tiene un dialecto especial suyo, ininteligible para la mayor parte de los mismos españoles, pero que expresa con intención muy exacta los chistes de los aficionados andaluces, análogamente a lo que ocurre con la jerga y tecnicismo de nuestros boxeadores. Generalmente, los periódicos dan al siguiente día cuenta muy detallada de la corrida, describiendo científicamente cada lance en un estilo imposible de traducir, pero que, redactado por un Boz español, es de lo más deleitoso para todo el que puede entenderlo; la nomenclatura laudatoria o de vituperio se determina con la más exacta precisión de lenguaje, y los más delicados matices de carácter se distinguen con la sutileza de las subdivisiones frenológicas. El fundamento de esta jerga es germanía gitana, metáforas y palabras de doble sentido, y dominarla no es cosa fácil. A un distinguido diplomático y filólogo tauromáquico, a quien nos enorgullecemos{227} en llamar nuestro amigo, le era difícil a menudo comprender el sentido exacto de ciertos términos sin consultarlos con el difunto duque de San Lorenzo, que mantenía con igual dignidad su carácter de embajador español en Londres y de torero en Madrid, y que era un diccionario viviente de caló. Pero que ningún estudiante desista ante las dificultades, pues finalmente verá compensado su esfuerzo cuando pueda saborear por completo la sal andaluza con que están sazonadas las revistas, aunque debamos confesar que no tiene mucho de ática. Que no escatime ni el tiempo ni los esfuerzos; no hay calzada real para Euclides; y la vida, dicen los españoles, es demasiado corta para aprender el arte del toreo. Esto quizá parezca extraño, pero los señores ingleses piensan otro tanto de la caza de la zorra.

Las corridas de toros se anuncian por medio de carteles multicolores, que se pegan en todas las paredes. Lo primero que debe hacerse es procurarse con tiempo un buen sitio mandando por un boletín de sombra; y como lo importante es evitar el resplandor y el calor, los mejores sitios están al norte, o sea en la sombra. El tránsito del sol por la plaza, el progreso zodiacal hacia Tauro es, sin duda, la observación astronómica mejor calculada de España. La línea de sombra en la arena se marca por una gradación de precios. Tanto éstos como las localidades están detallados en los anuncios con los nombres de los toreros y los colores de las diferentes ganaderías.{228}

El día antes de la corrida, los toros destinados al espectáculo son conducidos a la ciudad, llevándoles a pastar a un prado cercano, reservado para ellos. Los buenos aficionados no dejan de salir a caballo a ver el ganado, lo mismo que los entendidos en caballos van a Tattersall el domingo por la tarde, en lugar de acudir a los oficios divinos. Según Pepe Hillo, que era hombre muy práctico y el primero que arregló al estilo moderno la plaza, de la que era su más brillante ornamento, y en la que murió lleno de gloria, «la afición a los toros es innata en el hombre, especialmente en el español, en cuyo glorioso pueblo siempre ha habido corridas desde que hubo toros, porque los españoles son más valientes que los demás hombres, lo mismo que sus toros son más bravos que los demás toros». Ciertamente, estos animales que se han criado en llanuras enormes completamente en libertad, tienen que ser más salvajes que los de John Bull, pero en cuanto a belleza y fuerza, serían rechazados en una exposición inglesa de ganado: un toro inglés de raza, con su cuello ancho y sus cuernos cortos, daría buena cuenta de los caballos y los toreros de España; sus «lanzas» no serían de menos efecto que las bayonetas de nuestros soldados, o las picas de nuestros braceros, de los que se calcula por los economistas que tres y tres octavos de ellos comen más carne y hacen más obra que cinco y cinco octavos de igual material extranjero. Digamos de paso que la correcta palabra castellana para nombrar{229} los cuernos del toro es astas, del latín hastas, lanzas. La palabra cuernos no se debe usar nunca entre la buena sociedad española, porque su significación figurada puede implicar grave ofensa a los presentes: las alusiones a las calamidades comunes no se deben hacer nunca ante oídos bien educados: en cambio, entre gente vulgar es lo más corriente nombrar las cosas por sus impropios nombres y hasta gritarlos, como en tiempo de Horacio: Magnâ compellens voce cucullum.

No todos los toros sirven para la plaza y sólo se escogen los más fieros, a los que se prueba varias veces desde que son muy jóvenes; los mejores son los de Utrera, cerca de Sevilla, y de los mismos prados donde aquel ganadero, el viejo Gerión, criaba aquellos bueyes maravillosos que a los cincuenta días reventaban de gordos y que fueron «retirados» por el invencible Hércules. El señor Cabrera, Gerión moderno, sintió tanta amistad, o tanto miedo, por José Buonaparte, que le ofreció cien toros como una hecatombe para alimentar a sus tropas, que, más valientes y hambrientas que Hércules, no hubieran vacilado en seguir el ejemplo del semidiós.

El toro manchego, pequeño, de mucho poder, y vivo, se considera como la raza española original: a ella pertenecía Mancheguito, el favorito del vizconde de Miranda, un noble taurómaco de Córdoba, que solía entrar en el comedor, pero un día mató a un huésped, y entonces lo mataron, a pesar de la in{230}sistencia del vizconde, que tuvo que rendirse ante las órdenes terminantes del príncipe de la Paz.

A Madrid suelen llevarse los toros criados en la vega del Jarama, cerca de Aranjuez, que son célebres, de tiempo inmemorial. De aquí salió aquel Harpado, el magnífico bruto de la magnífica balada mora de Gazul, que indudablemente fué escrita por un torero experto y en el mismo lugar; los versos brillan de luz y de color local como un Velázquez, y son tan minuciosamente exactos como un Paul Potter, mientras que la «corrida de toros» de Byron es la invención de un poeta extranjero y está llena de pequeñas inexactitudes.

El encierro, o sea la conducción de los toros a la plaza, es una faena peligrosa: van rodeados de bueyes mansos por un camino especial, resguardado por los dos lados y conducidos a toda velocidad por vaqueros expertos armados de pica. Es un espectáculo excitante, original y pintoresco, y los pobres que no pueden permitirse el lujo de asistir a la corrida, arriesgan sus vidas y sus capas para tener los primeros lugares y el albur de un achuchón en passant.

A la tarde siguiente la multitud acude en tropel a la plaza de toros. No hay que preguntar por el camino: basta con lanzarse a la corriente, que en estas cosas le arrastrará seguidamente consigo. No hay nada que pueda compararse a la alegría y brillantez del público español que va ansioso y engalanado a la corrida. No se moverían más de prisa si fuesen{231} corriendo de algún peligro. Las calles y los alrededores de la plaza aparecen llenos de gente, ofreciendo al extranjero ese espectáculo, pues la verdadera España se ve y se estudia mejor en las calles que en los salones. Ahora, al viajero inglés no puede caberle duda de que se encuentra fuera de su casa y en un nuevo mundo; alrededor de él todo es una perfecta bacanal; todas las clases están confundidas en una corriente de seres humanos, un cruel pensamiento inflama todos los corazones y un mismo corazón late en diez mil pechos; cualquier otro asunto está olvidado; el amante abandona a su amada si ella no quiere acompañarle; el médico y el abogado renuncian a sus enfermos, a sus escritos y a sus honorarios; la ciudad dormida se despierta, y todo es vida, ruido y movimiento, donde al día siguiente reinará calma y el silencio de la muerte; la inclinada línea de la calle de Alcalá, que a diario es ancha y triste, como la plaza de Portland, constituye en ese momento la aorta de Madrid, y resulta estrecha para la enorme circulación; va entonces llena de una masa densa, de abigarrados colores, que culebrea como una pintada serpiente que va en busca de su presa. ¡Qué polvo y qué baraúnda! La alegre multitud lo es todo, y, como el coro griego, siempre está en escena. ¡Qué típicos los trajes de la gente del pueblo!, pues sus superiores sólo van a la moda del bulevar o del último figurín inglés. ¡Cuánta manola! ¡Cuánto amarillo y rojo! ¡Qué de flecos y volantes! ¡Qué en{232}jambre de pintorescos vagabundos arremolinándose alrededor de las calesas, cuyos salvajes caleseros corren al lado de ellas dando latigazos, gritando y blasfemando! Esta clase de vehículos, de forma y de color napolitanos, están ¡ay! llamados a sacrificarse en aras de la civilización, para sustituírlos con el vulgar ómnibus y el coche de punto.

La plaza es el foco de un fuego que sólo con sangre puede extinguirse: lo que las reuniones públicas y los banquetes son para los ingleses, las revistas y las «razzias» para los galos, y la misa o la música para los italianos, es la absorbente corrida de toros para los españoles de todas clases, sexos y condiciones, pues su alegría es muy contagiosa; y, sin embargo, una espina asoma entre estas rosas; cuando el deslumbrante resplandor y el ardiente sol africano calcinan la tierra y los cielos, enardece a hombres y animales hasta la locura, una rabiosa sed de sangre asoma a los fulgurantes ojos y a la irritable y pronta navaja, y la pasión del árabe triunfa de la frialdad del godo. La excitación sería terrorífica, de no ir encauzada al placer; y no hay ciertamente sacrificio, aun el de la castidad, ni renuncia, aun la de la comida, que no se sientan dispuestos a hacer para encontrar dinero con que asistir a la corrida: es el lazo con que el diablo coge a muchas almas masculinas y femeninas.

Los hombres van lujosamente vestidos con sus galas de majo; las señoras se ponen mantillas blan{233}cas de encaje, y cuando se sofocan, parecen, como decía el humorista andaluz Adriano, salchichas envueltas en papel blanco; todas lucen su abanico, que es tan necesario como lo fuera en tiempo de los romanos. Los venden a la puerta de la plaza por una bicoca, y está hecho de papel basto pegado a un mango de caña o de palo, y los morenos galanes los regalan como una delicada atención para el cutis de sus trigueñas queridas; mientras que las clases más modestas, especies de salamandras, soportan en esta ocasión el fuego mejor que en la guerra, y preferirían achicharrarse vivos a lo auto de fe que perder estas tórridas fiestas.

Las plazas, como los mataderos del continente, están situadas en las afueras de la población, tanto con objeto de disponer de más terreno, cuanto porque cuando se conduce a los toros por entre calles es muy fácil estropearlos, a semejanza de lo que ocurre en la City en los días de mercado, como no ignora el alcalde de Londres.

Las localidades ocupadas por la chusma se llenan más rápidamente que nuestras galerías de a peseta y los «dioses» que las ocupan son igualmente ruidosos e impacientes. La ansiedad de los inmortales quiere matar el tiempo y el espacio y hace felices a los aficionados. Ahora su majestad el público reina triunfante, y ésta es la única reunión pública—fuera de las de las iglesias—que se permite; pero aún aquí, como en el continente, brillan las odiosas bayonetas,{234} y el piquete de soldados recuerda que las diversiones inocentes no son libres, y que los cobardes déspotas siempre temen traiciones y estratagemas, incluso en el momento en que no hay en todo el mundo sino la idea de divertirse. Todas las clases sociales se confunden en una masa humana homogénea; su buenhumor es contagioso; todos dejan en casa penas y preocupaciones, y entran con un corazón alegre y un propósito de divertirse que desafía las inquietudes; las pullas y los chistes, no de los más finos, se cruzan de un lado para otro con elocuencia más enérgica que falta de adornos; se habla de las cosas y de las personas como para asustar a los perifrásticos gongoristas; hay una perfecta libertad de lenguaje, y todo se hace de un modo parlamentario, sin que nadie se sienta ofendido. Sólo están tristes los que no han entrado; los repudiados quedan fuera rechinando los dientes como las tristes sombras del otro lado de la Estigia, escuchando ansiosamente los alegres gritos de los tres veces bienaventurados que se encuentran dentro.

En Sevilla se reserva un escogido palco de sombra, a la derecha del de la presidencia, como sitio de honor para los canónigos de la Catedral, que asisten con traje talar; y se procura que los días de corrida sean aquellos en que no tienen ningún oficio importante que les impida asistir. El clero español ha sido siempre enemigo declarado del teatro, al que no asiste nunca; pero ni la crueldad ni el desenfreno{235} de la plaza han despertado jamás el celo de los más elegidos o de los más fanáticos; por lo menos nuestros puritanos arremetieron contra las luchas de osos con perros, lo que indujo al caballero Hudibras a defenderlas; y nuestros metodistas denunciaron el acoso de toros con perros, que fué patronizado por el honorable W. Windham, en el memorable debate de 24 de mayo de 1802 sobre Mr. Dog Dent. El clero español concede todo el debido respeto a los bulls[34] tanto papales como cuadrúpedos, y no les gusta que se les hable de ese asunto, sobre el que generalmente contestan: Es costumbre; siempre se ha practicado así; son cosas de España; que son, en resumen, las respuestas que dan los españoles cuando una cosa es incomprensible para los extranjeros, y que ellos no pueden o no quieren explicar. En vano escribió San Isidoro un capítulo contra el anfiteatro; a su capítulo no le importa; en vano, Alfonso el Sabio prohibió que asistiera el clero a él. El sacrificio del toro ha figurado siempre en la religión romana antigua y en la española, antigua y moderna, en la cual se incluye entre las obras de caridad, puesto que contribuye a sostener a los enfermos y heridos; por esta razón todos los morenos paisanos de San Ignacio de Loyola se adhieren a la doctrina jesuítica de que el fin justifica los medios.{236}

CAPÍTULO XXII

CUANDO la fijada y tan deseada hora llega, la Reina o el corregidor ocupan el puesto de honor en un espléndido palco central, después de haber expulsado previamente a la chusma del redondel, operación que se llama el despejo y que resulta muy divertida, por la resistencia que el populacho ofrece a ser sacado de allí. Luego, a una señal convenida, comienza el espectáculo con un desfile de lidiadores, precedidos por alguaciles, o sea policías vestidos a la antigua usanza española y que son los encargados de detener a cualquiera que trate de infringir las severas leyes porque se rige el espectáculo. Detrás van los picadores, a caballo, con las picas. Sus originales sombreros de ala ancha van adornados con cintas de colores, y la chaquetilla, de seda con bordados, contrasta por su ligereza con la pesada protección de las piernas, forradas de hierro y cuero, que les da el desgarbado aspecto de un postillón francés; pero esa precaución es necesaria para defenderlas de los{237} cuernos del toro. Siguen luego los chulos, ataviados como Fígaro en la ópera, y llevan además capas de seda de alegres colores. Los matadores van detrás de ellos, y, cerrando el cortejo, un tiro de mulas, ricamente enjaezadas, destinado a arrastrar a los toros muertos fuera del redondel. En cuanto a los toreros, al que muere en la plaza, si no puede confesarse, se le niega el entierro en sagrado. Como suelen proceder del populacho, son muy supersticiosos, y van cargados de reliquias, talismanes y otros amuletos papales. Un cura, sin embargo, está de guardia con los sacramentos, para el caso de que haya que dar Su Majestad a un torero herido mortalmente.

Después de saludar a las autoridades, se retiran todos y suena el clarín fatal; entonces el presidente echa la llave de la puerta por donde ha de entrar el toro, a uno de los alguaciles, que debe recogerla en el sombrero. Cuando la puerta se abre, el digno funcionario galopa todo lo que puede, entre los silbidos y gritos de la multitud, no porque monte como un ministril, sino por la instintiva enemistad con que la chusma distingue al servidor de la ley, igual que los pajarillos gustan de chillarle a un halcón; y más de mil amables corazones le desean que el toro le alcance y le cornee. Mientrastanto, el brillante ejército de lidiadores se derrama como una granada que revienta, y ocupa sus respectivos sitios, con la misma regularidad con que los hacen nuestros jugadores de cricket.{238}

Y en este punto comienza el verdadero espectáculo, que consta de tres actos. Cuando se levanta el telón es un momento muy emocionante; todos los ojos están pendientes de la primera aparición del toro en este escenario, porque nadie puede decir cómo ha de comportarse. Al darle salida de su negra celda parece al principio pasmado de la novedad de su situación; arrancado de sus pastos, prisionero y expuesto al público, atolondrado por el ruido, mira un instante alrededor, a la muchedumbre, al resplandor y a los pañuelos que se agitan, ignorante del destino que inevitablemente le aguarda. En el morrillo lleva clavada una cinta, la divisa, que es la marca del ganadero, y el picador trata de arrancársela para ofrecérsela como trofeo a su novia. El toro está condenado a muerte sin remisión, ya se porte bien, ya se resista desesperadamente; toda la tragedia tiende y se precipita a este desenlace, que aunque obscuramente bosquejado de antemano, como en una tragedia griega, no disminuye el interés, puesto que todos los cambios y suertes intermedios son inciertos; de ahí la excitación sostenida porque la acción puede pasar, en un instante, de lo sublime a lo ridículo, de la tragedia a la farsa.

Apenas el toro recobra sus sentidos, cuando su furia espléndida, semejante a la de Aquiles, enciende todos sus miembros, y con cerrados ojos y abatidos cuernos se precipita contra el primero de los tres picadores, que están colocados a la izquierda, junto a{239} las tablas, o sea, la barrera de madera que rodea el anillo. El jinete se mantiene sobre su tembloroso Rocinante, con la pica bajo el brazo derecho, tan firme y valiente como Don Quijote. Si el animal no es muy bravo, la afilada punta detiene su acometida, porque recuerda bien esta garrocha con que le han educado e impuesto disciplina los vaqueros, y un picador hábil aprovecha este momento para volver el caballo a la izquierda y librarse del bruto. Los toros, aun cuando irracionales, saben al momento si sus enemigos son valientes y diestros, y les disgustan particularmente las picas. Si huyen y no dan cara al picador, se les grita como a viles malhechores que quieren defraudar al público, y se les insulta llamándoles «cabras» o «vacas», cosa al parecer muy ofensiva para ellos; estos criminales son, además, fuertemente apaleados cuando pasan cerca de la barrera por bosques de palos que el populacho lleva ya a prevención; el que usan los majos para ir a los toros es especialmente típico y se llama la chivata; tiene de cuatro a cinco pies de largo y termina en un bulto o porra; la empuñadura es ahorquillaba, y en ella se mete el pulgar; va pelado o pintado, en anillos alternados, negros y blancos o rojos y amarillos. La gente baja se conforma con un vulgar garrote, pero prefiriendo siempre los que tienen un nudo al final, para que el golpe que con él se dé sea más eficaz. Este instrumento se llama porro, por ser pesado y grueso.{240}

Y en verdad que esta paliza no parece inmerecida, pues las cualidades que ennoblecen la tauromaquia son el valor, la destreza y la energía, y, cuando faltan, la carnicería con todos sus incidentes repugnantes resulta repulsiva para el extranjero; pero para él sólo, pues las emociones más suaves de piedad y compasión, que rara vez mitigan ningún asunto de la dura Iberia, están aquí completamente desterradas del corazón de los naturales; entonces sólo tienen ojos para las manifestaciones de destreza y de valor, y apenas si advierten esos crueles incidentes que embargan y horrorizan al extranjero, el cual, por su parte, también está ciego para aquellas excelencias que redimen el espectáculo y en las que sólo está puesta la atención de los espectadores. Ahora se ha vuelto la tortilla para el extranjero, cuya imaginación estética puede ver la poesía y belleza de los pintorescos harapos y las derruídas aldeas españolas, y está ciego para la pobreza, miseria y falta de civilización, que es lo único a que atiende el español de las clases cultas, en cuya alma exaltada resplandecen los futuros bienestares que le proporcionará el algodón.

Cuando el toro sale de la acometida del primer picador, pasa por los otros dos, que le reciben con la misma cordialidad. Si el animal es dominado por la destreza y valor de los picadores, se celebra la victoria del hombre con atronadores aplausos, y si, por el contrario, vence al jinete y al caballo, entonces{241}—pues la distribución de elogios y censuras se hace con la más perfecta justicia—las aclamaciones son para el fiero señor de la arena y se grita con entusiasmo: ¡Bravo toro! ¡viva el toro!, deseándole una larga vida los miles de espectadores, que saben que ha de morir antes de veinte minutos.

Un animal valiente no se acobarda por una herida de una pulgada, sino que, acorneando al caballo en el flanco, se anima y cobra coraje con el «bautismo de sangre», progresando en su carrera de honor, de sangre y de gloria. Los picadores están muy mal montados por lo general, pues los caballos los proporciona al más bajo precio posible un contratista, el cual corre el riesgo, sean muchos o pocos los que se matan. Son, en realidad, la única cosa que se economiza en este lujoso espectáculo, y son unos pencos propios solamente para la perrera de un señor inglés o para el carruaje de un pair extranjero. Esta circunstancia aumenta el riesgo en que se halla el jinete, pues en los combates antiguos se utilizaban caballos sumamente ligeros y vivos que, rápidos como el relámpago, al menor contacto escapaban a la mortal acometida. Los pobres caballejos, que no verían tranquilos acercarse la muerte, llevan los ojos vendados como los criminales al dirigirse al lugar de la ejecución y no pueden ver la fatal acometida del cuerno que ha de acabar con su vida de miseria.

Los picadores sufren tremendas caídas: el toro, muchas veces, da en el suelo con caballo y jinete jun{242}tos, y cuando sus víctimas caen con estrépito al suelo, sacia su furia en sus postrados enemigos. El picador, siempre que puede, procura caer del lado contrario al en que esté el toro, y de este modo el caballo le sirve de barrera y de muralla entre él y el toro. Cuando ocurren estas mortales luchas en que la vida pende de un hilo, en todas las cabezas que pueblan el anfiteatro pueden verse reflejados la ansiedad, la impaciencia, el miedo, el horror y la satisfacción en los agresivos rostros: si la felicidad consiste en la cualidad, intensidad y concentración de sentimientos más que en la duración de ellos, y así es en efecto, estos momentos de excitación son mucho más preciosos que años enteros de plácido, insípido y uniforme estancamiento. Estos sentimientos alcanzan un grado máximo de excitación cuando el caballo, enloquecido por las heridas y el terror, sumergido en la lucha mortal, con sus rojas cicatrices veteando su cuerpo cubierto de espuma y de blancuzco sudor, huye del furioso toro, que sin cesar le persigue y acornea; en este punto es cuando se pone de relieve el valor, la presencia de ánimo y la maestría del diestro y sereno picador. Es realmente un lastimoso espectáculo el ver a los pobres y lacerados caballos pisoteándose las entrañas, y, sin embargo, sacando valientemente ilesos a sus jinetes. Pero, así como en los sacrificios paganos, los palpitantes intestinos, temblorosos de vida, eran los presagios más propicios (¿con qué no nos familiarizará un hábito precoz?), del{243} mismo modo a los españoles no les afecta más la realidad que a los italianos el abstracto tanti palpiti, de Rossini.

Cuando el miserable caballo está muerto, es sacado a rastras, marcando su paso con un reguero de sangre en la arena, como los lechos de los ríos en las llanuras áridas de Berbería se señalan por una roja franja de floridas adelfas. En estos terribles momentos, todas las simpatías están de parte del picador: los hombres se ponen en pie, las mujeres gritan; pero pronto se tranquiliza todo; y el picador, si está herido, se le saca fuera y se le olvida, porque a muertos y a idos, no hay amigos; nadie le echa de menos; otro le reemplaza, la batalla sigue con encarnizamiento, las heridas y la muerte están a la orden del día, y como surgen nuevos incidentes, no hay lugar para la lástima ni para la reflexión. Recordamos haber visto en Granada a un matador terriblemente acorneado por un toro; le sacaron de la plaza como muerto e inmediatamente ocupó su puesto su hijo, con la misma sangre fría con que un vizconde hereda los estados y el título del conde, su padre. Carnerero, el músico, murió tocando el violín en un baile, en Madrid, el año 1838, y ni los demás músicos ni los bailarines se detuvieron un momento. El valor de los picadores es grande. Francisco Sevilla, en una ocasión, había sido derribado por el toro y se hallaba caído debajo de su caballo agonizante, y cuando el toro le embistió, agarró al bicho por las orejas, y volvién{244}dose al público, se echó a reír; pero, en realidad, los largos cuernos del toro no le permiten fácilmente acornear a un hombre que está en el suelo; generalmente le olfatea y no permanece largo tiempo ocupado con su víctima, porque su atención es desviada por los brillantes capotes de los chulos, que acuden instantáneamente al quite. Con todo, puede asegurarse que pocos picadores, aunque sean de bronce, tiene una costilla sana en su cuerpo. Cuando uno es retirado aparentemente muerto, pero vuelve inmediatamente montado en un nuevo caballo, la atronadora ovación del público domina el mugido de mil toros. Pero si se diera el caso de que el herido no volviese, n’importe, pues por muy cortejado que esté fuera de la plaza, ahora se le considera como al gladiador entre los romanos, poco menos que a una bestia, o algo así como a un esclavo bajo la perfecta igualdad y derechos del hombre de la república modelo.

Al pobre caballo se le aprecia aún menos y es de todos los actores el que más vivo interés despierta a los ingleses, verdaderos aficionados y criadores del noble animal, y por mucho que esté habituado a las corridas de toros, nunca podrán reconciliarse con sus sufrimientos y malos tratos. Los corazones de los picadores están tan desprovistos de sentimiento como sus piernas forradas de hierro; sólo piensan en sí mismos y tienen un tacto exquisito para conocer cuándo es o no mortal una herida. Por consiguiente,{245} si la cornada ha herido algún órgano vital, apenas el enemigo se dirige contra una nueva víctima, el picador experimentado desmonta tranquilamente, recoge la silla y las bridas, y, andando torpemente, se retira pidiendo como Ricardo otro caballo[35]. Cuando se despoja de estos avíos al pobre animal, tiene un aspecto de lo más derrotado, tambaleándose de aquí para allá como un borracho hasta que el toro le acomete de nuevo y le tumba; entonces queda moribundo e ignorado en la arena, o si se le presta atención, es sólo para servir de mofa al populacho; y al estremecerse su cola en las agonías de la muerte, se oye decir en tono de guasa: ¡Mira, mira qué cola! Estas palabras y esta escena las tenemos aún grabadas profundamente por ser las primeras que impresionaron nuestros inexperimentados ojos y oídos en la primera embestida del primer toro de nuestra primera corrida. Cuando estábamos contemplando la escena, totalmente abstraídos del mundo, sentimos que nos tiraban de los faldones de la levita, como un sollo voraz cuando pica en el anzuelo, y era que había pescado, o más bien me había pescado una venerable bruja cuya rápida percepción había adivinado en mí a un novato, a quien su benevolencia impulsaba a aleccionar, pues aun en las cenizas viven los fuegos habituales; un brillante y fiero ojo fulguraba lleno de vida{246} en una cara arrugada y muerta, a la que las malas pasiones habían surcado como a las laderas agostadas por la lava de un volcán apagado, y desecada, como gato emparedado muerto de hambre, en huesos cubiertos de pellejo de la que, con perdón sea dicho, el sexo había desaparecido. Si la herida recibida por el caballo no es instantáneamente mortal, el sangriento boquete es taponado con estopa y la fuente de la vida atascada por unos minutos. Si la ijada sólo está parcialmente rota, se empujan para dentro los salientes intestinos—no hay operación de hernia que se realice la mitad de bien por los cirujanos españoles—y se cose la raja con una aguja y bramante. Así se prolonga la existencia para que sufra nuevas torturas y se ahorran unos cuantos duros para el contratista; pero ni la muerte ni las laceraciones excitan la menor piedad, al contrario, cuanto más sangriento y fatal es el espectáculo se le considera más brillante. Y es inútil protestar, o preguntar por qué los heridos pacientes no son piadosamente matados en seguida; el utilitario español no gusta de ver interrumpido el orden del espectáculo y estropeado por lo que considera como remilgos extranjeros y como simplezas. ¡Qué, eso no vale ná!; eso en el caso de que condescienda a responder a vuestros disparates con algo que no sea un encogimiento de cortés menosprecio. Pero los gustos nacionales son diferentes. «Señor—decía un regidor al doctor Johnson—, por pretender escuchar vuestros largos discursos y{247} daros una breve respuesta me he tragado dos pedazos de tocino crudo sin tomarles el gusto. Os ruego, pues, que me dejéis gozar de mi actual felicidad en paz y en gracia de Dios.»

El toro es el héroe del espectáculo, pero como Satán en el Paraíso perdido, está predestinado: nada puede salvarle del destino que le aguarda, sea bravo o sea cobarde. Los pobres bichos tratan en vano algunas veces de escapar, y tienen refugios favoritos a los que escapan, o bien saltan la barrera, entre los espectadores, originando una gran guasa y alboroto, derribando a aguadores y elegantes, poniendo en fuga a guardias y a viejas y proporcionando un infinito deleite a los que se sientan tranquilamente en los palcos, porque, como dice Bacon: «es un placer estar en la ventana de un castillo y ver una batalla y sus riesgos allá abajo». Los toros que demuestran esta cobarde actividad son insultados: suenan gritos de fuego y perros, y son condenados a que les lancen los perros. Como los perros españoles no son ni con mucho tan denodados como los agresores ingleses de toros, tardan más en su cometido y muchos de ellos son destrozados.

«Up to the stars the growling mastiffs fly
And add new monsters to the frighted sky[36]

Cuando, por fin, el pobre bruto es vencido se le{248} hiere en el espinazo, como si sólo fuera bueno para el matadero, por ser un buey paisano y no un toro militar. Todos estos procedimientos son considerados como mortales insultos; y cuando más de un toro muestra esta condición cobarde, frustrando más altas expectativas, se levanta entonces al grito de: ¡Cabestros a la plaza!, lo cual es una mortal afrenta para la empresa, pues supone que ha presentado animales más propios del arado que del circo. La indignación del populacho es terrible, pues si queda defraudado en su deseo de ver correr la sangre de los toros, querrá lamer la de los hombres.

Algunas veces el toro es molestado con figurones rellenos de paja con los pies emplomados, que se levantan cada vez que los derriba. Un autor antiguo dice que en tiempo de Felipe IV «algunas veces se montaba a un villano sobre un penco exponiéndole así a la muerte». Otras veces, para divertir al populacho, se saca al ruedo un mono atado a una pértiga. Este arte de atormentar ingeniosamente es considerado por ciertos enérgicos filosimios extranjeros como un homicidio injustificable; y lo cierto es que todos estos episodios son despreciados como irregulares hors d’œuvres por la verdadera afición.

Al cabo termina el primer acto, cuya duración varía mucho. Algunas veces es de lo más brillante, pues ha salido toro que ha matado una docena de caballos y ha limpiado la plaza. Entonces se le adora, y conforme anda de un lado para otro, dando re{249}soplidos, dueño y señor por donde quiera que pisa, es el único objeto de adoración de diez mil aficionados. A la señal del presidente y sonido de una trompeta, comienza el segundo acto con las habilidades del chulo, palabra que en árabe significa un chaval, un tíovivo, como en nuestras ferias. El deber de esta división ligera, de estos guerrilleros, es apartar al toro del picador cuando estos están en peligro, cosa que hacen con sus capotes de colores; su destreza y agilidad son sorprendentes, pues se deslizan sobre la arena como relucientes colibríes, sin tocar apenas la tierra. Van vestidos con calzón corto y sin polainas, como Fígaro en la ópera del Barbero de Sevilla. Llevan el cabello recogido por detrás en un moño y metido en la antiguamente universal redecilla—el mismo reticulum—de que tantos ejemplos se ven en los viejos vasos etruscos. Ningún torero llega al final de su carrera sin haber antes sobresalido en su aprendizaje; entonces aprenden cómo atraerse al toro, la manera cómo éste embiste y cómo se dan los quites. El momento más peligroso es cuando los chulos se aventuran hasta el medio de la plaza y el toro les persigue hasta la barrera. Tiene ésta un pequeño estribo sobre el cual apoyan el pie para saltar al otro lado, y ya dentro de la barrera hay una estrecha abertura por la que se escurren. Es maravilloso cómo escapan y se libran por un pelo; a veces van seguidos tan de cerca por el toro, que parece verdaderamente como si los cuernos de{250} éste le ayudasen a saltar la barrera. En la segunda parte, los chulos son los únicos actores; su papel consiste en colocar a cada lado del cuello del animal unos dardos puntiagudos que se llaman banderillas, y están adornados con papel cortado de diferentes colores; alegre ornato que oculta su crueldad. Los banderilleros van derechos al toro cogiendo las flechas por el mango y dirigiendo las puntas al toro; y justamente cuando el animal se agacha para cornear a sus enemigos se las clavan en el cuello y se escapan a un lado. Esta suerte parece más peligrosa de lo que es en realidad, pero requiere mucha vista y pies y manos muy ligeros. Las banderillas deben ponerse justamente en el mismo sitio a cada lado del cuello. Cuando están bien puestas dicen los españoles que son buenos pares, y los franceses con su instinto peluquero llaman a esto coiffer le taureau.

Algunas veces los dardos van provistos de petardos, que, merced a una pólvora detonante, explotan en el momento que se clavan en el cuello; por eso se les llama banderillas de fuego. El sufrimiento del tostado y torturado animal le hace saltar y brincar como un cordero juguetón, con gran alegría del populacho, mientras que el fuego, el olor del pelo chamuscado y de la carne asada, que nuestros gastronómicos vecinos llamarían un bifsteck à l’espagnole, les recuerda débilmente a muchos morenos y ceñudos curas las altas atracciones de su antiguo anfiteatro, el auto de fe.{251}

Por fin suena la última trompeta, la plaza se despeja y el matador, el ejecutor, el hombre de la muerte, queda solo con su víctima: al aparecer dirige un discurso al presidente y tira la montera al suelo. En la mano derecha lleva un estoque toledano; en la izquierda flamea la muleta o engaño, que no debe ser (así se lo oímos decir a Romero) ni tan grande como el estandarte de una hermandad, ni tan pequeño como el pañuelo de una señora, sino que debe tener, aproximadamente, una vara en cuadro. Es siempre encarnada, porque es el color que más excita al toro y disimula la sangre. Siempre hay un matador de reserva, para caso de accidente, cosa que puede suceder en la corrida de toros mejor organizada.

Al quedarse solo el matador concentra sobre sí toda la atención de la multitud, que antes compartía con los demás combatientes, como ocurría con los antiguos espectáculos de gladiadores en Roma. Se adelanta hacia el toro con objeto de atraerle hacia él o, hablando en buenos términos técnicos, para citarlo a la jurisdicción del engaño; en buen inglés, emplazarlo, o, como en nuestros partidos se diría, «meter la cabeza en el Supremo»[37]. Y este juicio es casi tan horrible, pues el matador está en careo con su enemigo, en presencia de testigos inexorables, curia y jueces, que preferirían ver al toro matarle dos veces, que no que él matase al toro contraria{252}mente a las reglas y prácticas de los precedentes judiciales y taurómacos. En estos breves, pero penosos momentos, el matador aparece generalmente pálido y ansioso, y no es para menos, pues su vida pende de un hilo, pero presenta una fina imagen de firme voluntad y de concentración de energía moral. Séneca dijo muy bien que el mundo ha visto tantos ejemplos de valor en los gladiadores como en los Catones y Escipiones.

El matador procura darse cuenta rápidamente del carácter del animal, y examina con ojo más perspicaz que Spurzheim sus protuberancias de combatividad, destructividad y otros órganos amables, y no tiene mucho tiempo que perder en esta investigación, en la cual un error sería fatal, pues uno de los dos ha de morir, y puede suceder que ambos. Aquí, como dice Falstaff, no hay azotes, excepto en la cabeza. A menudo, aun el bruto parece comprender que ha llegado el último momento, y se detiene al verse cara a cara en mortal duelo con un solo adversario. Como quiera que sea, el contraste es sorprendente. El matador va vestido con un traje propio para un baile, sin más escudo que su habilidad, y como si aquello fuera un entretenimiento. En él todo es sangre fría; en el animal, todo furia; y hay que aprovechar el tiempo, porque entonces el conocimiento es poder, y si el bruto pudiera razonar, el hombre escaparía difícilmente. Mientras tanto, los espectadores se hallan poseídos de más furor aún{253} que el pobre toro, que ha sufrido una larga tortura y se ha visto excitado continuamente. En este instante, es un magnífico modelo para Paul Potter; los ojos echando fuego, las hinchadas narices rugiendo furiosamente, el cuerpo cubierto de sudor y de espuma o cubierto de un sangriento barniz que brota de sus abiertas heridas. ¡Mira qué hermoso cuerpo lleno de sangre!—exclamaba la digna vieja, que, como antes dijimos, era lo bastante amable para hacer resaltar ante nuestra vista inexperta los más escogidos trozos del festín, las perlas de mayor precio.

Hay varias clases de toros, cuyo carácter varía casi tanto como el de los hombres: unos son bravos y codiciosos; otros, tardos y pesados; otros, recelosos y cobardes. El matador juega y entretiene al toro hasta que descubre su disposición. El principio fundamental consiste en la manera de atacar del bruto, en cómo agacha la cabeza y cierra los ojos antes de cornear; el secreto para dominarle está en distinguir si toma la ofensiva o si está a la defensiva. Los que no tienen miedo y se lanzan al trapo de repente, cerrando los ojos, son los más fáciles de matar; los que son marrulleros y casi nunca atacan rectamente, sino que se paran, escurren el cuerpo, y se tiran al bulto y no a la muleta, son los más peligrosos. El interés de los espectadores es más vivo cuanto mayor es el peligro.

Aun cuando no es corriente que ocurran desgracias (nosotros no hemos visto matar a ningún torero{254} a pesar de haber presenciado la muerte de varios centenares de toros), la cosa no es imposible. En Tudela, un toro que había matado diez y siete caballos, a un picador llamado Blanco y a un banderillero, saltó la barrera y allí mató a un campesino e hirió a varios. Los periódicos encabezaban sencillamente la noticia: «Ocurrieron accidentes». Pepe Hillo, que había sufrido treinta y ocho cogidas, murió, como Nelson, una muerte heroica. Le mataron el 11 de mayo de 1801. Tuvo el presentimiento de lo que le iba a suceder, pero dijo que tenía que cumplir con su deber.

El matador tiene que ser decidido y ágil. No debe dejar que el toro vaya al trapo más de dos o tres veces: la tensión moral de la multitud es demasiado fuerte para soportar una faena larga; y demuestra su impaciencia con exclamaciones y ruidos, tratando por todos los medios posibles de irritarle, haciéndole perder la presencia de ánimo y quizá la vida. En circunstancias parecidas, a Manuel Romero, que había asesinado a un hombre, le gritaban: ¡A la plaza de la Cebada!, pues el populacho aborrece a todo el que da la más pequeña muestra de miedo y no afronta la muerte con serenidad.

Hay muchos modos de matar un toro: el mejor de todos es cuando se le mata recibiendo, y la espada, que se mantiene quieta y sin avanzarla, entra justamente en la cruz; para ello son esenciales una mano firme, vista y nervio, pues para nada es la verdadera{255} afición tan exigente como para la exactitud y primor de la colocación de esta herida mortal. No siempre cae el toro a la primera estocada, pues si no está bien puesta, da en hueso y es lanzada al aire al sacudir el bicho el testuz. Cuando el golpe es certero, la muerte es instantánea, y el toro, vomitando sangre, cae a los pies de su vencedor. Es el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza bruta; todo lo que era fuego, furia, pasión y vida, cae en un instante, inmóvil para siempre. Entonces aparece el alegre tiro de mulas, vistosamente enjaezado con banderitas y resonante de cascabeles, y el toro muerto es arrastrado a un rápido galope, que siempre hace las delicias del populacho. El matador limpia entonces la sangre caliente del estoque y con admirable sangre fría saluda al público, que le arroja los sombreros (generalmente bastante viejos) a la plaza, cumplido a que contesta devolviéndolos. Cuando España era rica, caía a la plaza una lluvia de oro o a lo menos de plata, pero ces beaux jours là sont passés, gracias a sus amables vecinos. Sin embargo, el indigente español da todo lo que puede y deja al torero añorar el resto. Como los sombreros en España representan la grandeza, estos castoreños, carne y hueso de ellos, se arrojan como símbolos de sus generosas almas y corazones; y nadie que no sea un mercachifle se fija en menudos detalles de valor o de condición.

Cuando un toro no acude al trapo fatal, o implora perdón, se le condena a una muerte infamante, pues{256} ningún verdadero español ruega por su vida ni perdona la de su enemigo, cuando está en su poder; entonces se pide a gritos la media luna, y la petición implica un insulto; su uso es equivalente al de fusilar a los traidores por la espalda. Esta media luna es exactamente el antiguo y cruel instrumento oriental para desjarretar al ganado; además, es el mismo y viejo bidente ibérico, o sea, una afilada media luna de acero colocada en un largo palo. El cobarde golpe se asesta por detrás, y cuando el pobre animal queda lisiado por rotura de los tendones, de las piernas y se arrastra agonizante, un asistente le clava la aguda puntilla en la médula espinal, que es la manera corriente que tiene el carnicero de matar el ganado en España. Todas estas viles operaciones están consideradas como inferiores a la dignidad de un matador, algunos, sin embargo, matan al toro clavándole la punta de la espada en la vértebra, y como la difícil operación es cosa peligrosa, no resulta degradante.

Tal es la lidia de un toro, que se repite ocho veces con otros tantos, aumentando la excitación del público con cada concesión; después de un corto lapso, el nuevo toro despierta nuevos deseos y el fiero deporte se renueva y sólo la noche puede terminarlo. Es más, a menudo cuando la realeza está presente, se pide a gritos un noveno toro, que siempre es graciosamente concedido por el signo de concesión del monarca, que es un tirón de su real oreja; en realidad, el populacho es aquí el autócrata, y su{257} majestad la multitud no sufriría una negativa. La corrida termina cuando el día muere, como un delfín, y la cortina del cielo colgada sobre el sangriento espectáculo está color de carne y teñida de carmesí; este glorioso final se ve en toda su perfección en Sevilla, cuya plaza, por no estar terminada, queda abierta del lado de la catedral, lo cual proporciona un fondo moro al pintoresco primer término. En ciertas ocasiones se decora este lado con banderas. Cuando el flameante sol se pone sobre la roja torre de la Giralda, enciende sus bellas proporciones como si fuera una columna de fuego, la fresca brisa vespertina se levanta y las lánguidas banderas ondean triunfalmente sobre el fenecido espectáculo; entonces, cuando todo ha terminado, como con todas las cosas humanas ocurre, la congregación parte, con algún menor decoro que al salir de la iglesia; y todos se apresuran a sacrificar el resto de la noche a Baco y a Venus, rindiendo un pasajero homenaje al cuchillo, si los críticos difieren demasiado calurosamente respecto al mérito de alguna suerte de la corrida.

Para concluír: las opiniones de los hombres, como la Cámara de los Comunes en 1802, están divididas acerca de los méritos de las corridas de toros: los Wilberforces[38] aseguran (especialmente los extranjeros, que, no obstante, rara vez dejan de autorizar la plaza con su presencia) que se embotan los mejo{258}res sentimientos; que la pereza, el desorden, la crueldad y la ferocidad se fomentan a expensas de una gran cantidad de vida humana y animal con esos pasatiempos; los Windhams sostienen que la lealtad, el valor, la presencia de ánimo, la resistencia al dolor y el desprecio a la muerte se inculcan en esta fiesta, y mientras que en el teatro es todo ficticio y en la ópera todo afeminamiento, el espectáculo nacional es varonil y todo verdad, y repitiendo las palabras de un panegirista indígena, «eleva el alma a aquellos grandiosos actos de valor y heroísmo que durante muchos siglos han hecho de los españoles la nación mejor y más valiente del mundo».

La eficacia de tales deportes para mantener el espíritu marcial queda negada por la degeneración de los romanos, precisamente en los momentos en que los espectáculos sangrientos estaban más en boga. Y tampoco puede decirse que sean la valentía y la humanidad las características colectivas de los aficionados españoles, sin que por esto queramos nosotros decir que las riñas y homicidios, y las palizas y muertes de mujeres puedan achacarse a las corridas, cuya influencia moral ha sido exagerada y mal interpretada. No puede negarse que sea una cosa cruel y perfectamente de acuerdo con la inherente e inveterada ferocidad del carácter ibero, pero ello es más bien efecto que causa, aunque indudablemente con cierta acción recíproca; y es muy discutible si la corrida de toros original no tenía más ten{259}dencia a humanizarse que los juegos olímpicos. Ciertamente la Fiesta real de las edades feudales, combinaba las ideas de religión y lealtad, y los combates caballerescos, llevaban en sí un fino sentimiento de honor personal y de respetuosa galantería para la mujer, que eran desconocidos de los refinados griegos y los guerreros romanos; y muchos de los rasgos más hermosos del carácter español han degenerado desde la cesación de la lucha original, que era mucho más sangrienta y fatal que lo es hoy.

Cuando se critican las corridas de toros, los españoles siempre sacan a relucir nuestro boxeo como justificación de aquéllas, como si el tu quoque fuera una razón; pero bueno será decir en descargo nuestro que las luchas de boxeadores están desaprobadas por las gentes buenas y respetables, y anatematizadas legalmente como perturbadoras del orden público; aun cuando degradadas por la bestial borrachera, la brutal vulgaridad, el ruinoso juego y las apuestas, de que la plaza española está libre, pues a nadie se le ha ocurrido aún apostar si un toro matará o no tantos caballos; nuestras luchas, sin embargo, están basadas en un espíritu de juego limpio, que no suele ser el principio fundamental de la política púnica, la guerra o los toros en España. En este país, la plaza está protegida por la Iglesia y el Estado, sobre quienes en justicia debe recaer la responsabilidad de las malas consecuencias que pueda traer consigo. La representación es dirigida con gran ceremonial, com{260}binando muchos elementos poéticos, bellos y sublimes, tanto que un autor español dice con gran orgullo: «Cuando la innúmera asamblea está honrada por la presencia de nuestros augustos monarcas, queda el mundo pasmado de admiración ante el majestuoso espectáculo que ofrece el pueblo más feliz de la tierra, gozando con arrobamiento de un espectáculo peculiar suyo, y rindiendo a sus idolatrados soberanos el debido homenaje de la más verdadera y más acrisolada lealtad»; y es imposible negar el magnífico coup d’œil que presenta la plaza, y en tan difíciles circunstancias hay que apartar la mirada para no ver ciertos penosos detalles que se pierden en la poética ferocidad del conjunto, porque el interés de la tragedia de la muerte real es innegable, irresistible y completamente absorbente.

Los españoles parece que no se dan cuenta de la crueldad de los detalles que resultan más molestos para el extranjero. Están acostumbrados a ellos, ni más ni menos que nosotros a las sangrientas carnicerías que desfiguran nuestras alegres calles, y que producirían indecible desagrado si se las viese por primera vez. En la plaza reina el mismo espíritu que en las cacerías, ese residuo del salvaje, y la humanidad nunca ha sido muy amable ni tierna de corazón para los sufrimientos de los animales, cuando está bajo la influencia de los instintos destructores. En Inglaterra no se siente ninguna compasión por la caza: ave, pescado o carne; ni por los bichos: armi{261}ño, milano o cazador furtivo. El objeto del deporte es la muerte; la diversión está en que dé juego, en que sea una buena batida, como se llama a la prolongación de los sufrimientos del animal en el tierno vocabulario de los Nemrodes; los sufrimientos de la agonía no se miden por el tamaño de la víctima, y además al toro se le liberta pronto de sus padecimientos, sin exponerle nunca a los miles de muertes lentas de la pobre liebre herida; no debemos, pues, ver el toro en el ojo ajeno y no ver la zorra en el propio, ni

Compound for vices we’re inclined to
By damning those we have no mind to[39].

No parece claro que tomados en conjunto los sufrimientos del animal predominen sobre su felicidad. El toro vaga por amplios pastos, pasando una juventud y una madurez libres de trabajos, y al morir en la plaza sólo anticipa en pocos meses la suerte del prisionero, ultracansado y mutilado buey.

En España, donde no abundan los capitales y la persona y la propiedad no tienen seguridades (males que no están completamente corregidos por las últimas reformas democráticas), nadie quiere aventurarse a la especulación de la cría de ganado en gran escala, pues la retribución es muy remota, sin la segu{262}ra demanda y la venta que las corridas proporcionan; y como sólo una pequeña parte de los animales que se crían reúnen las condiciones necesarias, el resto y las hembras se destinan al arado o al matadero y pueden venderse más baratos por el beneficio que proporcionan los toros. Algunos hacendistas españoles demostraron que en la plaza se estropeaban muchos animales buenos; pero su teoría cayó por la base al verse que, cuando las corridas de toros se suprimieron, disminuyó notablemente el abasto de ganado. Una cosa semejante ocurre con la cría del caballo, aun cuando en menor escala; sin embargo, los que se venden para la plaza no habría quien los comprase para ningún otro uso. Con respecto a la pérdida de vidas humanas, en ninguna parte vale menos un hombre que en España, y más regidores ingleses resultan muertos indirectamente por las tortugas, que picadores andaluces directamente por los toros; y en cuanto al tiempo, estos espectáculos son casi siempre en día de fiesta, en que aun los industriosos britanos se embriagan de vez en cuando en tabernas, y los perezosos españoles se dedican invariablemente a fumar al sol en dolce far niente. La concurrencia, además, de espectadores ociosos, previene la ociosidad de las numerosas clases empleadas directa o indirectamente en preparar y realizar este costoso espectáculo.

Es una filosofía pobre y falta de lógica el juzgar las costumbres extranjeras por los propios hábitos,{263} prejuicios y opiniones convencionales; un extranjero frío, sin preparación y calculador llega libre de los lazos de asociaciones anteriores y critica y se fija en minucias que pasan inadvertidas para los naturales del país en su entusiasmo por el conjunto. Se horroriza con detalles a que los españoles han llegado a acostumbrarse tanto como las enfermeras de hospital, cuyas más finas y simpáticas emociones de piedad han quedado embotadas con la repetición.

Es cosa dificilísima el cambiar antiguos usos y costumbres a los que estamos habituados desde nuestros primeros años y que han llegado a nosotros unidos a recuerdos queridos. Tardamos en convencernos de que pueda haber algo malo o que pueda causar daño en tales prácticas; nos molesta mirar cara a cara los hechos evidentes y nos aterra una deducción que requeriría el abandono de una diversión que hemos mirado como inocente, y que nosotros, así como antes nuestros padres, no hemos tenido escrúpulo en permitirnos. Los niños, l’age sans pitié, no paran mientes en la crueldad, ya sea de echar perros a los toros o de coger nidos, y los españoles son llevados a las corridas desde su infancia, cuando son demasiado ingenuos para especular sobre cuestiones abstractas, sino que asocian con la plaza todas sus ideas de galardón por su buena conducta, de gala y de día de fiesta. En un país donde las diversiones son pocas, sienten el contagio del placer, y, guiándose por el instinto de imitación, aprueban lo que ven aproba{264}do por sus padres. Después de la fiesta vuelven a sus casas lo mismo que salieran de ellas, juguetones, tímidos o serios, sin que sus sentimientos sociales y cariñosos hayan sufrido lo más mínimo: ¿dónde son los lazos filiales o paternos más afectuosamente alimentados que en España? ¿Y dónde están las nobles cortesías de la vida, el amable, considerado y digno comportamiento tan manifiestos como en la sociedad española?

Las sucesivas sensaciones que experimentan la mayoría de los extranjeros son admiración, compasión y cansancio físico. Lo primero se comprende fácilmente, como también que los novicios no pueden contemplar los sufrimientos de los caballos sin sentir compasión: «En realidad, era más una lástima que un entretenimiento», escribía el heraldo de Lord Nottingham. Pero estos sentimientos los provocan los animales que se ven obligados a sufrir heridas y muerte; los hombres rara vez interesan tanto, pues como se exponen voluntariamente al peligro, no tienen derecho a quejarse. Estos héroes de clase modesta son aplaudidos, están bien pagados y el riesgo que corren es más aparente que real; nuestros sentimientos británicos de juego limpio nos hace más bien estar del lado del toro que lucha desigualmente, pues respetamos la valentía de su inferioridad. Ese debe de ser siempre el efecto que se nota en los que no están educados y habituados a tales escenas.

Así Tito Livio cuenta que, cuando el espectáculo{265} de los gladiadores fué introducido en Asia por los romanos, produjo más bien susto que agrado, pero que pasándoles de los simulacros a las luchas reales, llegaron a gustar tanto de ellas como los mismos romanos. La sensación predominante en nosotros fué de aburrimiento al ser la misma cosa repetida y repetida, y ya excesivamente. Pero eso ocurre con todo en España, donde las procesiones y las profesiones son interminables. Plinio, el joven, que no era un aficionado, se quejaba de la monotonía de lo que bastaba con verlo una vez; justamente como el doctor Johnson, después de presenciar una carrera de caballos, observaba que no había una prueba más evidente de la escasez de los placeres humanos que la popularidad de tal espectáculo. Pero la vida de los españoles es uniforme, y sus sensaciones, como no están embotadas por la saciedad, son intensas. Para ellos las corridas de toros son siempre nuevas y excitantes, pues cuanto más se cultiva la afición, mayor es la capacidad adquirida para gozar de sus encantos; ven mil detalles de belleza en el carácter y en la conducta de los combatientes, que escapa a la mirada superficial e indocta de los no iniciados.

Las mujeres españolas, contra las que se desatan en invectivas los emborronadores de cuartillas, se sustraen al aburrimiento por el constante y siempre despierto afán de ser admiradas. No van a esas fiestas por predilección abstracta ni pasifaica; las llevan a los toros antes de que aprendan a leer, ni sepan lo{266} que es amor. No sabemos que esto las haya hecho especialmente crueles, salvo algunas viejas y malvadas hembras de la clase baja. Las más jóvenes y sentimentales gritan y se afectan extraordinariamente en todos los verdaderos momentos de peligro, a pesar de su larga familiaridad. Su principal objeto al ir a la plaza no es, después de todo, ver los toros, sino dejarse ver ellas y sus trajes. Las de clases más finas se tapan la cara con el abanico para no ver los incidentes más penosos, y no demuestran falta de sensibilidad. Las de la clase baja, por lo general, permanecen tan serenas como las de otros países en las ejecuciones u otras escenas semejantes, donde acuden en tropel con los chicos en brazos. Las mujeres inglesas son un caso aparte. Han oído condenar las corridas de toros desde su infancia, y van a ellas, ya mayores, llevadas principalmente por curiosidad a un espectáculo del que tienen la confusa idea de que el placer se mezcla en él al dolor. La primera impresión es agradable; sus mejillas encendidas traicionan una satisfacción que casi se avergüenzan de confesar; pero en cuanto la sangrienta tragedia comienza, se echan a temblar, molestas y desencantadas. Pocas pueden presenciar más de un toro y menos aún son las que vuelven a acudir a la plaza:

The heart that is soonest awake to the flower
Is always the first to be touched by the thorn.[40]
{267}

Es muy probable que una mujer española puesta en las mismas circunstancias, obrase de manera semejante y que si presenciase por primera vez una lucha de boxeo, recibiera también una impresión desagradable. Pero sea de ello lo que quiera, está lejos de nosotros y de nuestros amigos esa fingida filosofía, que sacaría la consecuencia de que en sus bellos ojos, que disparan los dardos de Cupido, brillaría una sonrisa menos por haber visto esas más piadosas banderillas.{268}

Capítulo XXIII

UNA vez presenciada una corrida de toros, el espectáculo de España, los que sólo deseen pasar el tiempo agradablemente pueden hacer refrendar sus pasaportes para Nápoles. En España, una agradable vida de campo, según nosotros la entendemos, no es una cosa posible, y lo que la sustituye es una existencia provisional de beduíno, que si es divertida para corto tiempo, es insoportable a la larga. No es mucho mejor la vida en las provincias; las del interior tienen un aspecto de convento, muerto y anticuado, que deja helada a una persona briosa y viva. Los mismos artistas, después de tomar sus apuntes, se sienten inclinados al suicidio para ahuyentar al aburrimiento, el dios de la localidad. Madrid mismo es una ciudad poco sociable, de segundo orden e inhospitalaria; una vez visto el Museo, ido al teatro y dadas unas vueltas por el eterno Prado, cuanto más pronto sacuda el viajero el polvo de sus zapatos, mejor para él. Los puertos de Levante, como son más{269} frecuentados por los extranjeros, resultan un poco más cosmopolitas, alegres y divertidos; pero, hablando en términos generales, las diversiones públicas son cosa casi desconocida en este país medio moro. La tranquila contemplación del humo del cigarro, y el dolce far niente de una tranquila indolencia, acompañada de calmoso palique, les basta. Mientras para otras naciones el carecer de placeres es una desgracia, para el español es un placer no tener la desgracia de hacer esfuerzo alguno; la existencia es la mayor felicidad para él, y, en cuanto a trabajar, sólo desea hacer hoy lo mismo que hizo ayer y lo que hará mañana, es decir, nada. Así se pasa la vida en una soñolienta y negligente rutina, con la sola seria excepción de los asuntos de amor; dejadle, dejadle tranquilo y fumando. Cuando despierta, la alameda, la iglesia, los toros y las citas son sus principales diversiones, y éstas se gozan más que en ninguna parte, en las provincias del sur, la tierra también del cante y del baile, de los soles y los ojos brillantes y de las mujeres de pie pequeño.

El teatro, que en otras partes constituye un medio tan importante para que el forastero pase la noche, está en una gran decadencia en España, a pesar de que, como nadie hace nada, ni está cansado de negociar y de ganar dinero durante el día, parece que debería ser, precisamente, lo que hiciera falta; pero es demasiado caro para la pobreza general. Además, los que durante cuarenta años han tenido verdaderas{270} tragedias en su casa, les falta esa superabundancia de felicidad que está dispuesta a pagarse el lujo de ver las penas ficticias de los demás.

Verdaderamente, el drama en España, como otras muchas cosas, fué creación accidental de un período; protegido por Felipe IV, tan amigo de diversiones, floreció al calor de su sonrisa, languideció al verse privado de ella, y luego no tuvo fuerza para resistir la firme hostilidad del clero, que se opuso a este rival de sus propios espectáculos religiosos y melodramas eclesiásticos, de los que había nacido el teatro enemigo. No son aún raros los primitivos misterios medievales, pues los hemos visto representar en Pascua de Resurrección; de vez en cuando los sagrados asuntos gravemente profanados para ojos protestantes, son contemplados complacidamente por los naturales con fe demasiado sincera y sencilla para permitir ni siquiera una sospecha del gran absurdo; pero en todas partes de España ha sido materializado lo espiritual, y lo divino rebajado hasta lo humano en las iglesias y fuera de ellas; el clero atacó a la escena, negando, al morir, el entierro en sagrado a los actores, a los que, durante su vida, no les permitía llamarse «don», el amado título de todos los españoles. Naturalmente, como en esta nación en que tanto se estima a sí propio la gente, nadie es capaz de abrazar una profesión menospreciada, si puede evitarlo, pocos han querido ser declarados oficialmente vagabundos, y tampoco ha salido de entre ellos ningún{271} Garrick ni Siddons capaz de acabar con los prejuicios por sus virtudes públicas y privadas.

Todavía en este mismo siglo XIX había confesores de familias que prohibían a las mujeres y a los niños aun el pasar por las calles donde están enclavados «estos templos de Satanás». Y los frailes mendicantes se colocaban por la noche a las puertas de los teatros para advertir a los temerarios el insondable abismo a que se dirigían, del mismo modo que nuestros metodistas distribuyen el día del Derby, en las barreras, folletos contra las carreras. En 1823, los frailes de Córdoba consiguieron que se cerrara un teatro porque las monjas de un convento frontero decían que veían al diablo y sus secuaces bailar fandangos en el tejado. Aunque, a su vez, los frailes han sido arrojados de las tablas españolas, el drama nacional ha hecho su salida casi al mismo tiempo que ellos. El teatro antiguo y clásico fué el espejo de la naturaleza española y en él se reflejaron sus usos y costumbres. Su objeto era más bien divertir que instruír, y como la literatura, su hermana en la exposición de la nacionalidad existente, ponía en acción lo que las novelas picarescas describían detalladamente. En ambas, el vanidoso hidalgo era el héroe; envuelto en su capa, con sus largos bigotes y ceñida la espada, taconeaba en el escenario, galanteaba y peleaba como correspondía a un viejo castellano, de los que Carlos V había hecho el terror y el modelo de Europa. Entonces España, lo mismo que una belleza afor{272}tunada, tenía un orgulloso placer en mirarse al espejo; pero hoy, que las cosas han cambiado, se avergüenza al contemplar la imagen de sus arrugas y cabellos blancos; su bandera es un andrajo, sus vestidos están rotos y se estremece con la humillación de la verdad. Si aparece en el teatro es para revivir días pasados, para resucitar al Cid, al Gran Capitán, a Pizarro; así, eludiendo el presente y rememorando el ayer glorioso, abriga la esperanza de un porvenir brillante. Así, pues, las comedias que representan cosas y costumbres modernas son rechazadas por el patio y la cazuela como vulgares y fuera de tono; es más, aun a Lope de Vega sólo se le conoce ahora de nombre; sus comedias son relegadas de las tablas a los estantes de las librerías; y eso, en su mayor parte, fuera de España. Ha pagado el pecado evidente de su localismo nacional y de haber pintado a los hombres como una variedad española, más bien que como una especie universal. Reinó en la escena, pero su hora ha pasado; mientras que su contemporáneo, el bardo de Avon, que representó a la humanidad y a la naturaleza humana, la misma en todos los momentos y en todas partes, vive en el corazón humano tan inmortal como el principio en que se basa su influencia.

En las antiguas comedias españolas, las escenas imaginarias estaban tan llenas de intrigas como la vida real; el honor era entonces el punto principal, las mujeres estaban encerradas celosamente en ver{273}daderos harenes y el llegar hasta ellas, cosa fácil hoy, constituía la dificultad para los amantes. La curiosidad de los espectadores estaba como sobre ascuas para ver cómo los amantes podrían encontrarse y salir del consiguiente embrollo. Estos enredos y laberintos eran los más propios para un pays de l’imprévu, donde las cosas suceden siempre al revés y contra todo cálculo lógico. La acción del drama español estaba tan llena de acción y de energía como el francés de monótonas descripciones y declamaciones. Los Borbones, que acabaron con las corridas de toros típicas, arruinaron también el drama nacional; una inundación de unidades, de reglas, de altisonantes contrasentidos y convencionalismos se desbordó sobre los asombrados y asustados Pirineos, y el teatro, como la plaza de toros, empezó a ser víctima de los que, en su idea unilateral de la civilización, sólo reconocían un género de bondad, que era la que veían a través de los gemelos del Palais Royal. Calderón fué calificado de ser tan bárbaro como Shakespeare, y los que les condenaban no entendían una palabra de ninguno de los dos. Y ahora, de nuevo, con esta segunda irrupción de los Borbones, Francia ha llegado a ser el modelo de esa misma nación, de la que sus Corneilles y Molières hurtaron muchas plumas que les ayudaron a remontarse a la fama dramática. Ahora España se ve reducida al triste recurso de copiar a su discípula de ayer las mismas artes que ella antaño enseñara, y sus mejores comedias y farsas no{274} son sino pobres versiones de Monsieur Scribe y otros escritores de vaudeville. Su teatro, como todo lo demás, ha caído en una pálida copia de su dominante vecina, y está igualmente desprovisto de originalidad, de interés y de nacionalidad.

De España también copió Europa la distribución del nuevo teatro; los primeros eran sencillamente patios cubiertos a la usanza de los clásicos de Thespis. El patio se convirtió en la platea, donde no se permitía la entrada a las mujeres. Los ricos tomaban asiento en las ventanas de las casas que daban a él, y, como casi todos en España tienen rejas de hierro, de aquí vino la frase francesa loge grillé que se aplicaba a un palco particular. En el centro de la casa, sobre el patio, se levantaba una especie de galería ancha y baja que se llamaba la tertulia, nombre que en aquel tiempo se solía dar al sitio de reunión de los eruditos, entre los cuales en aquel tiempo estaba de moda citar a Tertuliano. Las mujeres, excluídas del patio, tenían un sitio reservado para ellas, en el cual no podían entrar los hombres, costumbre basada en la separación de sexos gótico-árabe. Este lugar, reservado al elemento femenino, se llamaba la cazuela o la olla, sin duda por la mezcla o bodrio de clases, y también solían decirle la jaula de las mujeres o el gallinero. Todas iban allí vestidas de negro y con mantilla, lo mismo que a la iglesia. A primera vista aquel obscuro conjunto de negras trenzas, lustroso cabello y más negros ojos, parecía como la galería de{275} un convento de monjas; aquello era, sin embargo, un símil de disimilitud, porque, apenas había en la representación escénica un momento de pausa, se levantaba tal arrullar y graznar en aquel enjambre de tórtolas, tales ojeadas, tal revoloteo de mantillas, crujir de sedas, telegráficas señales de abanicos y eléctrica comunicación con los señores de abajo, que contemplaban con ansiosas miradas el moreno racimo de aquella viña tan inasequiblemente colocada allá arriba fuera de su alcance, que de hecho rechazaba toda idea de reclusión, de tristeza o de mortificación. Esta cazuela, única y pintoresca, acaba de desaparecer ahora en Madrid, porque como no se usa en Covent Garden ni en Le Français, podía parecer anticuada y antieuropea.

Los teatros de España son muy pequeños, aun cuando se les llama coliseos, y mal dispuestos; el guardarropa y los adornos son tan escasos como los de los espectadores, sin exceptuar siquiera a Madrid. Cuando están llenos, los olores son ultracontinentales, y se parecen a los que predominan en París cuando el pueblo acude a una representación gratuita; y en los teatros españoles no se usa un incienso neutralizador, como hace el prudente clero en sus iglesias. Si se analizara la atmósfera por Faraday, se encontrarían en la misma proporción el humo de tabaco añejo y el tufo de ajo fresco. El alumbrado, excepto en las raras ocasiones en que el teatro, según dicen, se ilumina, está justamente proyectado para ha{276}cer la obscuridad visible, y no había manera de ver en el gallinero, hacia al que en vano se alzaban los ojos y anteojos de los zorros del patio.

La tragedia española, incluso cuando declama el Cid, es pesada; su lenguaje altisonante; la declamación campanuda, francesa y afectada, y la pasión queda hecha andrajos. Los sainetes o farsas son burdos, aunque divertidos, y están perfectamente representados; los verdaderamente nacionales van desapareciendo, pero los que aun se ven están llenos de sarcasmo, sátira, intriga, chispa e ingenio, a que tan aficionados son los españoles; como que no hay pueblo tan profundamente dramático y serio en la venta, en la plaza, en la iglesia y en todas partes. Los actores, al representar estas farsas, dejan de ser cómicos y la escena resulta una de la vida real; generalmente hay un gracioso, favorito del público, de la especie de los Liston y de los Keeley, que está en excelentes términos con el patio, que hace y dice lo que quiere, que mete en el diálogo sus propios chistes y que provoca una carcajada apenas se presenta.

La orquesta no tiene importancia ninguna; los españoles son muy aficionados a lo que ellos llaman música, lo mismo vocal que instrumental; pero que es oriental y muy distinta de las exquisitas melodías y representaciones de Italia o Alemania. Del mismo modo, aunque ellos han bailado sus rudas canciones desde tiempo inmemorial, no tienen la menor idea de la gracia y elegancia del baile francés, y en cuan{277}to se atreven con él, resultan ridículos, pues son malos imitadores de sus vecinos, lo mismo en cocina que en idioma o que en trajes; en realidad, un español deja de ser un español en la misma proporción en que es un afrancesado; imitan al saltamontes en sus saltos y chirridos y tienen un genio natural para la jota y el bolero. El mayor encanto de los teatros españoles es el baile nacional, incomparable, inimitable y único, y sólo para ser bailado por andaluces. Es la salsa de la comedia, la esencia, la crema, la sauce piquante de los espectáculos nocturnos; se intenta describirlo en todos los libros de viajes—porque ¿quién puede describir el sonido o el movimiento?—, pero es preciso verlo. Por aburrido que esté el teatro, por seria que sea la comedia o divertida la tragedia, el sonido de las castañuelas despierta al más indiferente; el agudo e inquietante repiqueteo se oye entre bastidores y el efecto es instantáneo: resucita a un muerto; paraliza las lenguas de innúmeras mujeres; on n’écoute que le ballet. Se levanta el telón y la brincadora pareja aparece por opuestos lados, como dos amantes separados que, después de larga busca, se vuelven a encontrar, y parece como si el público no existiera para ellos y sólo vivieran el uno para el otro. El brillo del fino traje del Majo y la Maja parece inventado para este baile: el centelleo del oro y de la filigrana prestan más ligereza a sus movimientos; la saya trasparente y que dibuja la forma de la mujer, realza el encanto de la línea armónica que gustosa{278}mente ocultaría, y no tiene cruel corsé que aprisione su serpentina flexibilidad. Se detienen, se inclinan un momento hacia adelante, probando la flexibilidad de sus miembros y de sus brazos; rompe la música, vuélvense tiernamente el uno hacia el otro y despiertan a la vida. ¿Qué ejercicio puede hacer resaltar mejor los siempre variables encantos femeninos, y los perfiles de las formas varoniles, que este baile fascinador? El acompañamiento de las castañuelas da ocupación a los levantados brazos. Los franceses dicen: C’est la pantomime de l’amour. El enamorado joven persigue a la esquiva y coqueta moza; ¿quién describirá sus requerimientos, la tímida retirada de ella, su ávida persecución, como Apolo, tratando de alcanzar a Dafne? Ya se miran uno a otro, ya dirigen la vista al suelo; tan pronto es todo vida, amor, movimiento, como después sigue una pausa y se quedan inmóviles y como clavados en tierra. Este baile triunfa de todo, pues lleva consigo una verdad que venga a cualquier descontentadizo. ¡Lejos, pues, la estudiada gracia de la danseuse francesa, bella, pero artificial, fría y egoísta, como el aleteo de su amor, comparada con el apasionado abandono de las hijas del sur! En este baile no hay nada indecente; nadie se cansa de verle, o tanto peor para él, y, si algún defecto se le encuentra, es el ser demasiado corto, porque, como Molière dice: «Un ballet ne saurait être trop long, pourvu que la morale soit bonne, et la métaphysique bien entendue». A pesar de esta profundísima obser{279}vación, el clero toledano, por un exceso de celo, quería abolir el bolero, pretendiendo que era inmoral. Se permitió que a manera de testimonio, los bailarines diesen «una representación» ante el tribunal: cuando empezaron a bailar, los señores magistrados mostraron síntomas de intranquilidad, y, por último, desechando togas e informes, se lanzaron, como si les hubiera picado la tarántula, a hacer una cabriola, absolviendo a los acusados, pero condenándoles a pagar las costas.

Este baile nacional, aunque es adorado por los extranjeros, empieza ¡ay! a ser despreciado por esas mal aconsejadas señoras que van a los palcos con sombreros franceses en vez de mantillas españolas. Se supone que el baile no es europeo o civilizado, y el mejor albur para su supervivencia, es que está positivamente de moda en los escenarios de Londres y París. Entre la gente del pueblo, sin embargo, todos los bailes nacionales están muy arraigados. Las diferentes provincias, del mismo modo que tienen lenguaje y costumbres diferentes, tienen también sus peculiares danzas locales, que, del mismo modo que sus vinos, bellas artes, reliquias, santos y salsas, sólo pueden ser verdaderamente saboreados en sus propios sitios de origen.

Los bailes de sociedad de las clases elevadas de España se diferencian muy poco de los de otros países, y ninguno de los dos sexos se distingue por su gracia especial en ellos, aun cuando les tienen{280} gran afición. Sin embargo, todavía no se piensa que sea una prueba de buen tono el bailar tan mal como sea posible y con un gran aire de aburrimiento que parece apéndice obligado del llamado mundo alegre. Como de estos bailes se excluye todo lo que tiene carácter nacional, carecen del más mínimo interés para los que no sean los actores. Un baile improvisado viene a ser el obligado remate de las tertulias de invierno, en el cual no se da gran importancia ni a la música, ni al traje, ni a la medida exacta de los pasos. Aquí los bailes populares ingleses, los rigodones franceses y los valses alemanes están a la orden de la noche; todo lo español brilla por su ausencia, exceptuando, naturalmente, la «abundante falta» de buena música, luz, vestido y comida, cosas que nunca preocupan a la concurrencia, pues los frugales y parcos españoles, fáciles de contentar, gozan con corazón de estudiantes de la realidad de día de fiesta, que siendo ya por sí mismo un placer suficiente, no necesita de artificiales encarecimientos.

El bailar es para las mujeres españolas una novedad, introducida por los Borbones; antes se consideraba degradante, lo mismo que ocurría entre los romanos y los moros. Las bailarinas se alquilaban para divertir a los moradores del harén cristiano y no había que pensar que se mezclaran ni dieran la mano a ningún hombre; en la actualidad, tampoco las mujeres españolas dan la mano a los hombres: el{281} choque es demasiado eléctrico; sólo se las dan con sus corazones, y para siempre.

Las clases humildes, que son un poquito menos escrupulosas, y para las cuales, por bendición de Santiago, el maestro de baile extranjero no está fuera del país, son partidarias de los primitivos bailes y tonadas de sus orientales antepasados. Sus acompañamientos son el «arpa y tamboril», la guitarra, el pandero y las castañuelas. La esencia de estos instrumentos es que produzca un sonido cuando se les golpea. Tan sencillo como puede parecer el tocar las últimas, sólo puede conseguirse con un oído muy fino, unos dedos muy ágiles y una gran práctica. Estas delicias de las gentes están siempre en sus manos; la práctica les hace perfectos, y muchos de los ejecutantes, moreno como un moro, rivaliza aún con los «palillos» de un etíope; se ponen a ello antes que al alfabeto, pues aun los golfillos de la calle empiezan a aprender castañeteando los dedos, o sonando una contra otra dos conchas o pedazos de pizarra, al son de la cual danzan; pues en realidad, después del ruido, parece cosa esencial las piruetas como válvulas de seguridad ilustrativas de lo que Cervantes describe como el brincar del alma, explosión de risa, inquietud del cuerpo y azogue de los cinco sentidos. Es el rudo deporte de la gente que baila por necesidad de movimiento, la satisfacción de la juventud, la salud y la alegría de aquellos para quienes la vida constituye por sí misma una bendición, y que, como{282} cabritos retozones, dan así salida a la ligereza de su corazón y de sus miembros. Sancho, manchego legítimo, después de contemplar las extrañas tumbas y zapatetas que daba su señor en traje de baile algo incorrecto, confiesa su ignorancia de tan complicada danza, pero sostiene que para un zapateo no hay quien pueda vencerle. Tan inmutables como los instrumentos son las aficiones bailatorias de los españoles; hace tres mil años, dicen los historiadores, todas las noches cantaban y bailaban, o más bien gritaban y saltaban, y lejos de constituír eso una fatiga para ellos, bailaban toda la noche a manera de descanso.

Los gallegos y asturianos conservan, entre muchas de sus danzas y tonadas aborígenes, una salvaje y pírrica cabriola, que bailan con palos en las manos, igual que los bailes célticos, y que es la mismísima danza guerrera que Aníbal ejecutó en los solemnes funerales de Graco. Los pasos de esta contradanza son intrincados y belicosos, y requieren, como se decía de las representaciones ibéricas, mucha soltura de piernas, cosa en que los flacos, fibrosos y activos españoles son todavía notables. Estas son las danzas morris importadas de Galicia por nuestro John of Gaunt, que las creía moriscas (moorish). Aun las bailan los aldeanos con sus trajes domingueros y al son de las castañuelas, la gaita y el pandero. Generalmente están dirigidos por un maestro de ceremonias, o lo que es equivalente, un bufón vestido de{283} colores, Μωρος, que puede ser la etimología de la palabra morris.

Estas comparsas de campesinos fueron las que se pagaron en Vitoria para que diesen la bienvenida a los hijos de Luis Felipe; son las mismas que a menudo hemos nosotros presenciado gratis y formadas por ocho hombres que tocaban las castañuelas al compás de un pífano y un tamboril, mientras que un bastonero, o director de la banda, vestido de colores charros, como un arlequín, dirigía la rústica danza; alrededor se agrupaban payesas y aldeanas vestidas con ajustados corpiños, pañuelos en la cabeza, el cabello colgando en trenzas y el cuello cubierto con cuentas azules y de coral; los hombres llevaban recogidos los largos rizos con pañuelos encarnados y bailaban en camisa, con las mangas arremangadas y sujetas con cintas de colores, que cruzaban por el pecho y la espalda, mezcladas con escapularios y pequeñas estampas de santos; llevaban calzones blancos, anchos como las bragas de los valencianos, y como éstos, iban calzados con alpargatas o sandalias de cáñamo sujetas a la pierna con cintas azules; las figuras de la danza eran muy intrincadas y consisten en círculos, vueltas y saltos, y a cada cambio se acompañan con gritos de ¡viva! Estas comparsas son indudablemente una reminiscencia de los originales espectáculos iberos, en los cuales, como en los espartanos y en los de los indios salvajes, siempre se conserva, aun en los recreos, el principio guerrero.{284} Los bailarines llevaban el compás chocando las espadas con los escudos; y cuando uno de los campeones quería mostrar su menosprecio hacia los romanos, ejecutaba ante ellos una irrisoria pirueta. ¿Se acordaron de esto en el baile de que hablamos en Vitoria?

Pero en España a cada momento se encuentra uno transportado a la antigüedad, y así tenemos que en las mismas orillas del Betis se ven aún aquellas bailarinas de la libertina Gades, que se exportaban a la antigua Roma, con el atún en escabeche, para delicia de los malvados epicúreos y horror de los buenos padres de la Iglesia primitiva, que las comparaban, y quizá con justicia, con las cabriolas ejecutadas por la hija de Herodías. Sus danzas fueron prohibidas por Teodosio, porque, según San Crisóstomo, en ellas nunca le faltaba al diablo una pareja. La conocida estatua del museo de Nápoles llamada la Venus Calípiga, es la representación de Telethusa o alguna otra danzarina de Cádiz.

Sevilla es hoy en esto lo que en la antigüedad fué Gades; nunca falta allí alguna venerable bruja gitana que prepare una función como se llama a estos bonitos espectáculos, tomando la palabra de las ceremonias pontificales, pues en tiempos, Italia era la que ponía la moda en España, como hoy la impone Francia. Estas fiestas son de pago, pues la raza gitanesca, como dice Cervantes, sólo vino a este mundo para ser anzuelo de bolsas. Las callis de jóvenes son muy{285} bonitas, y además son muy zalameras y trafican en negocios muy apetitosos, pues profetizan oro a los hombres y maridos a las mujeres.

La escena del baile es generalmente el barrio de Triana, que viene a ser el Transtevere de la ciudad y cueva de toreros, contrabandistas, pilletes y gitanos, cuyas mujeres son las premières danseuses en estas ocasiones, en las que los hombres nunca intervienen. La casa elegida es usualmente una mansión medio árabe que es un verdadero cuadro donde la ruina, la pobreza y la miseria se mezclan con columnas de mármol, higueras, fuentes y parras; la compañía se reúne en algún soberbio salón, cuyo dorado artesonado árabe—salvado del saqueo—descansa sobre paredes blanqueadas; hay en el recinto algunos, pocos, bancos de madera, en donde se sientan las dueñas e invitados, en los cuales se atiende más a la cantidad que a la calidad; probablemente ni el público ni sus trajes serían admisibles en Mansion House[41]; pero aquí el pasado triunfa sobre el presente; el baile, que es muy semejante al ghowasee de los egipcios, y al nautch de los indios, se llama el olé entre los españoles y el romalís entre sus gitanos; el alma y la esencia de él consiste en la expresión de cierto sentimiento, que no es ciertamente de carácter muy sentimental o correcto. Las mujeres, que parecen no tener huesos, resuelven el problema del movimiento{286} continuo, disfrutando sus pies relativamente de un privilegio, pues todo el cuerpo toma parte en la pantomima y tiembla como la hoja del álamo; la flexibilidad y la figura de Terpsícore de una joven andaluza, sea gitana o no, ha sido designada, según dicen los entendidos, por la naturaleza como el marco adecuado para su voluptuosa imaginación.

Sea ello como quiera, el comentador clásico y erudito citará a cada momento a Marcial, etc., al contemplar el inalterable balanceo de los brazos, levantados en alto como para recoger una lluvia de rosas, el taconeo y los movimientos serpentinos y tremolantes. Una excitación contagiosa embarga a los espectadores, que, como los orientales, llevan con medida cadencia el compás con las manos, y, en las pausas, aplauden con gritos y palmoteos. Las damiselas, animadas con los aplausos, continúan sus violentos movimientos hasta que tienen que suspenderlo completamente rendidas; entonces se reparte vino, anisado y alpisteras, y la fiesta, que dura hasta la madrugada, muchas veces termina con alguna cabeza rota, que se llama aquí «la cuenta del gitano». Estas danzas, para muchos de los habitantes del frío Norte son más notables por la energía que por la gracia, y no tienen en ellas menos trabajo las piernas que todo el cuerpo, las caderas y los brazos. La vista de este inalterable pasatiempo de la antigüedad, que excita a los españoles hasta el frenesí, producen más bien disgusto a un espectador inglés, probablemente por al{287}guna mala organización nacional, pues como Molière dice: L’Angleterre a produit des grands hommes dans les sciences et les beaux arts, mais pas un grand danseur—allez lire l’histoire.—Aun cuando estas danzas puedan parecer indecentes, las ejecutantes son inviolablemente castas, y por lo menos, en cuanto toca a los huéspedes no gitanos, son más frías que el granizo; y estas muchachas bailan ante los aprobadores ojos de sus padres y hermanos, que estarían dispuestos a matar a quien atentase contra la virtud de sus hermanas.

En los intermedios lúcidos entre el baile y el anisado, la caña, que es la verdadera gaunía o canción árabe, se administra como un calmante por algún hirsuto artista, sin faralaes, botonaduras, diamantes o guantes de cabritilla, cuyas coplas, tristes y melancólicas, siempre empiezan y terminan con un ¡ay!, un suspiro o grito en tono muy elevado. Estas melodías morunas, reminiscencias de otros tiempos, se conservan mejor en pueblos serranos de cerca de Ronda, donde no hay caminos para los miembros del conservatorio napolitano de la Reina Cristina; pues donde quiera que la Academia impone su autoridad e impera la ópera italiana, ¡adiós canciones populares! Hoy en día, la ópera exótica se cultiva en España por la clase alta, porque como está de moda en París y Londres, se mira como una muestra de la civilización de 1846. Aunque el público, en el fondo de su honrado corazón, se aburra en la ópera más que en{288} otro sitio, la cosa se da por maravillosa, por ser tan cara, tan selecta y tan fuera del alcance del vulgo. Evitadla, sin embargo, en España, bellas lectoras, pues estos cantantes de segundo orden no son dignos de sostener la partitura a los de vuestro querido Haymarket.

La verdadera ópera de España está en la tienda del barbero o en el patio de la venta; en realidad, la buena música, sea armoniosa o científica, vocal o instrumental, rara vez se oye en esta tierra, a pesar del eterno cantar y del arañar de guitarra en que allí se está. Las mismas misas, tal como se cantan en las catedrales, desde la introducción del piano y del violín, tienen carácter muy poco solemne y devoto. El violín desilusiona, pues el mismo Murillo cuando planta las tripas de un violín bajo el mentón de un querubín en las nubes estropea el sentimiento angélico. Pero que nadie desprecie las canciones e instrumentos típicos de la Península, pues la excelencia en música es multiforme, y mucha de ella, tanto en nombre como en substancia, es convencional. Prueba de ello es una melancólica balada cantada por un coro de sin trabajo ante las entusiasmadas masas callejeras de la vieja Inglaterra, o un aire de gaita, tocado en el Ross-shire, que encanta a los montañeses de Escocia, que repiten a gritos la melodía, pero espanta a los milanos. Déjese, también, a los españoles disfrutar de lo que ellos llaman música, aunque los extranjeros melindrosos la condenen como ibérica y{289} oriental. A ellos les gusta así y la quieren a su manera, con su compás y su tonada, a despecho de Rossini y de Paganini. Ellos—no los italianos—son escuchados por una encantada audiencia semi-mora, con atención profundamente oriental y melancólica. Como su amor, su música, que es su sustento, son asuntos serios; a pesar de lo cual, la canción melancólica, la guitarra y el baile, son, en este momento, la alegría de la pobreza indolente, el reposo del que trabaja bajo un sol abrasador. El pobre olvida sus fatigas, sans six sous et sans souci; y hasta llega a olvidarse de comer, como Claro, el amigo de Plinio, que perdió su cena—aceitunas y gazpacho—por correr tras una bailarina gaditana.

En las ventas y en los patios, a pesar de la ruda labor del día y de la escasa comida, en cuanto se oye el rasgueo de la guitarra y el repiqueteo de las castañuelas, parece como si la gente sintiera nueva vida correr por sus venas. Lejos de notar la fatiga pasada, la del baile parece que les refresca, y muchos cansados viajeros lamentarán los nocturnos retozos de sus ruidosos y saltarines compañeros de pupilaje. Apenas terminada la cena, cuando après la panse la danse, algún musculoso ejecutante masculino, verdadera antítesis de Farinelli, vocea sus coplas, chillando sus prosaicos versos con toda la fuerza de sus pulmones, o arrastrando melancólicamente su balada como el zumbido de una gaita del Lincolnshire, y tanto en uno como en otro caso, con inminente peligro para{290} su tráquea y para todos los órganos acústicos no españoles. Porque, verdaderamente, repitiendo la áspera crítica que hace Gray de la Gran Opera francesa, diremos que consiste sólo en des miaulements et des hurlements effroyables, mêlés avec un tintamare du diable. Pero, lo mismo que en París, también aquí, en España, el auditorio está enajenado, los oídos de todos los hombres se ponen a tono, como si hubiesen tragado coplas, y todos hacen coro al final de cada verso; esta «banda particular», como entre los de sangre azul, suple la falta de conversación y convierte un silencio estúpido en atención científica—ainsi les extrêmes se touchant. En toda reunión de españoles—militares, paisanos, arrieros o ministros—siempre hay alguno que sepa tocar la guitarra, mejor o peor, como Luis XIV, a quien, según Voltaire, sólo le habían enseñado esto y bailar. Godoy, el Príncipe de la Paz, uno de los peores de la multitud de ministros malos que han desgobernado España, cautivó primero a la real Mesalina por su habilidad en el rasgueo de la guitarra; así, González Bravo, editor de El Guirigay, de Madrid, llegó a la Presidencia del Consejo y se atrajo a la virtuosa Cristina, que, apaciguada por la dulce música de este averiado Anfión, olvidó sus libelos contra ella y el señor Muñoz. Puede predecirse de las Españas, que cuando estos rasgueos enmudezcan todo habrá acabado, pues la expresión hebrea por la nec plus ultra desolación de una ciudad oriental{291} es «la cesación de la alegría de la guitarra y del pandero».

En España, en donde quiera y como quiera que se oyen los tentadores acordes, en seguida se reúne un grupo de todos sexos y edades, al que atrae la musiquilla como a un enjambre de abejas. La guitarra forma parte integrante del español y de sus canciones; se la echa a la espalda con una cinta, lo mismo que se ve en las pinturas egipcias de hace cuatro mil años. Los ejecutantes, casi nunca son músicos expertos: se contentan con tañer la guitarra, rasgueando las cuerdas con toda la mano, o floreando, y golpeando la caja con el pulgar, en lo cual son muy expertos. Alguna vez, en las ciudades, surge un individuo que domina más este ingrato instrumento, pero el intento resulta mal.

La guitarra no se presta bien a las palabras italianas y a las melodías primorosas, que nunca hacen felices ni a los oídos ni a los corazones españoles; pues a semejanza de la lira de Anacreonte, por muy a menudo que cambie la cuerda, el amor, el dulce amor, es su único tema. La gente ajusta la tonada a la canción, que muchas veces son improvisadas tanto la una como la otra. Balbucean la cadencia, por no decir los versos; pero su espléndido idioma se presta a una gran prodigalidad de palabras, trátese de verso o prosa, y ni uno ni otro son muy difíciles, ya que el sentido común no es un expediente necesario para su composición; de manera que el lenguaje ayuda al{292} fértil ingenio de los indígenas; las rimas se pasan por alto a voluntad o se mezclan caprichosamente con asonantes, que sólo consisten en la repetición de las mismas vocales, sin cuidar de las consonantes, y aún eso, que difícilmente contenta a un oído extranjero, no siempre se observa; un cambio de entonación o unos golpecitos de más o de menos en la caja, hacen el avío, vencen todas las dificultades, constituyen una ruda prosodia e inducen a la música, del mismo modo que los ademanes llevan al baile y a las coplas que se cantan bailando, y que cuando se oyen inspiran recíprocamente el deseo de castañetear los dedos y de bailar el zapateado, como si se tuviera el mal de San Vito; y no nos dejarán mentir los que aun tengan en los oídos las habas verdes, de León, o la cachucha, de Cádiz.

Las letras destinadas a poner toda esta zambra en movimiento no están escritas para los fríos críticos británicos. Lo mismo que los sermones, sólo son para hablados, y nunca debe sometérselas a la desencantadora prueba de la letra de molde; y aun las que son francamente serias, y no sólo para pretexto del baile, son escuchadas por los presentes, acordándolas a lo que les pide el oído, anticipándose al asunto y respondiéndole, e influídos en todo momento por sus prejuicios. Lo mismo ocurre con un público británico alucinado por la ópera, que, siendo sensible para otras cosas, tolera, no obstante, los dislates que en ella se dicen:{293}

Where rhyme with reason does dispense,
And sound has right to govern sense[42].

Para poder sentir todo el encanto de la guitarra y de las canciones españolas han de oírse a una vivaracha andaluza, esté o no adoctrinada en el arte; ellas manejan el instrumento como la mantilla o el abanico; dijérase que forma parte integrante de su sér y que tiene vida, pues realmente todo ello requiere una gracia y un abandono que no es fácil hallar en las mujeres de climas del Norte o de zonas más encorsetadas. Así no es extraño que uno de los padres de la Iglesia dijera que prefiriría oír cantar a un basilisco que a una de estas mujeres. En cambio, no tienen gracia ninguna para el piano, que muy pocas españolas tocan ni medianamente, y lo mismo les ocurre con el canto: cuando se lanzan con Adelaida u otra cosa sublime, bella y seria, el fracaso es absoluto, mientras que si no salen de su terreno triunfan por completo; las palabras de sus coplas se les ocurren, como a Teodoro Hook[43], en un santiamén y aluden a incidentes y a personas presentes; algunas veces están llenas de intención y double entendre; y a menudo cantan lo que no debe hablarse, y por los oídos roban los corazones, como las sirenas, o como Cervantes dice: cuando cantan, encantan. Otras veces sus canciones son poco más que aleluyas sin sentido,{294} con las cuales los oyentes también quedan tan satisfechos, pues como Fígaro dice: ce qui ne vaut pas la peine d’être dit, on le chante. Es muy raro encontrar una buena voz, lo que los italianos llaman novantanove, noventa y nueve por ciento; nada hay que haga peor impresión al viajero que las voces chillonas de las mujeres; pero, a pesar de eso, estas canciones, desde la más remota antigüedad, han sido el encanto del pueblo, han templado el despotismo de la Iglesia y del Estado y han mantenido la resistencia nacional contra las agresiones extranjeras.

En España hay muy poca música impresa; casi todas las tonadillas y coplas se venden manuscritas. A veces, para los más ignorantes, las notas se representan por números, que corresponden al número de las cuerdas.

Las mejores guitarras del mundo son las hechas en Cádiz por la familia Pajez, padre e hijo. Como es natural, un instrumento tan en boga ha sido siempre en la bella Bética objeto de la más grande atención; en el siglo XVII las guitarras sevillanas se hacían de la forma del pecho humano, pues decían los arzobispos que las cuerdas correspondían a las pulsaciones del corazón: a corde. Los instrumentos de los mozos andaluces estaban encordados según esas significativas fibras cardiarias; Zariab reformó la guitarra añadiéndole una quinta cuerda de brillante rojo, que representaba sangre, mientras que la prima era amarilla, para representar la bilis; y hoy en día, en las orillas del Guadalquivir, cuando el manto de la noche atrae{295} al embozado galán, el carmíneo corazón femenino se liquida con más seguridad que si estuviera puesto a la parrilla, y si la serenata se alarga no hay marido que no trague bilis.

Sea ello como quiera, las melancólicas armonías de estas orientales cantinelas producen aún efecto, a pesar de su antigüedad, y es que ciertos sonidos tienen una misteriosa aptitud para expresar ciertos estados de ánimo, en relación con cierta simpatía inexplicada que existe entre los órganos sensitivos y los intelectuales, y cuanto más sencillos son esos sonidos puede afirmarse que son más antiguos. Las melodías aderezadas son una invención italiana moderna, y aun cuando en países de mayor tráfico y melindrería lo convencional haya arrinconado a lo nacional, en España la moda no ha hecho desaparecer las viejas tonadillas. Estas no las enseñan las orquestas, sino que, lo mismo que el canto de los pájaros, se aprenden en la cuna. Los españoles son músicos sin tener idea de la armonía, del mismo modo que son guerreros sin ser militares, y bailarines sin ser garbosos; son la primera materia de hombre producida por la naturaleza y se tratan a sí mismos como tratan a los productos en bruto de su suelo, dejando al extranjero el cuidado de pulirlos y darles forma artística.

El día en que el español sea un violinista científico, o un buen fabricante de hilados, perderá todo su encanto; por lo tanto debe cerrar los oídos a los{296} moralistas y a los sociólogos que tratan de abolir la guitarra, por que pretenden que ella ha causado más males a España que el pedrisco o la sequía, por haber fomentado prodigiosamente la pereza y los amoríos, con lo cual han mandado a su tierra el azote de una mayor cantidad de expósitos que de hombres acaudalados; pero, ¿cómo pueden evitarse estas calamidades, si el diablo cuelga de un clavo en todas las casas ese fatal instrumento? Nuestros inarmónicos labradores y sosegados artesanos son presentados por los misioneros de Manchester como ejemplo de laboriosidad ante los ojos de los majos y manolas de España: «Ved cómo trabajan doce y catorce horas diarias», les dicen. Pero estos filántropos deben recordar que son muy distintas las circunstancias, pues nuestros obreros no tienen ninguna distracción, fuera de la taberna o capilla, y, por lo tanto, no saben qué hacerse cuando están ociosos, situación que para la mayor parte de los españoles es un goce anticipado de la bienaventuranza celestial, mientras que el trabajo, que se piensa en Inglaterra que es la felicidad, es para ellos como una condena a trabajos forzados. Ni puede negarse que la facilidad que hay en la Península de andar de francachela, y las uvas, la guitarra, los cánticos, bailes y demás facilidades para divertirse que proporciona el hermoso clima, conspiran contra la laboriosidad tenaz, resuelta y violenta de que dan ejemplo en el mundo nuestros obreros en todo lo que emprenden, si se exceptúa el baile y la música.{297}

Capítulo XXIV

PERO esté en los toros o en el teatro, sea clérigo o seglar, todo español que tiene medios para ello se consuela constantemente con un cigarro, exceptuando solamente las horas de sueño, no de cama. Este es su placer soporífico, que como el Souchong, calma pero no embriaga; es para él su: Te veniente die et te decedente.

La fabricación de cigarros es lo que mejor se lleva en la Península. Los edificios dedicados a ella son palacios; ejemplo los de Sevilla, Málaga y Valencia. Como quiera que el cigarro es una cosa sin la cual no se concibe la boca de un español, pues de otro modo se parecería a una casa o a un vapor sin chimenea, es preciso dedicarle algunas páginas en todo libro que trate de España, pues como uno de los más ilustrados autores del país decía: «Quizá se me trate de pesado en mis detalles sobre el tabaco, pero estoy seguro de que a la gran mayoría de los lectores les satisfará más esto que si les hiciera una descripción{298} de las mejores pinturas del mundo». Todos ellos opinan que un buen cigarro (cosa difícil de encontrar en este país de la contradicción) proporciona a un hidalgo cristiano más fresco en verano y más calor en invierno que su mujer y su capa; y en todos los tiempos y estaciones ahuyenta las penas y duplica las alegrías, como en la Gran Bretaña ocurre a los hombres con sus medias naranjas».

«El hecho es, señor—dice Sam Slick—, que en el momento en que un hombre coge su pipa se convierte en filósofo; es el amigo del pobre; calma la imaginación, suaviza los nervios y hace a un hombre paciente ante la adversidad». ¿Puede extrañarnos que los pueblos orientales y el español se acojan a este consuelo de los desprecios y azotes que sufren de sus malos gobiernos, o que ahoguen en dulce y somnoliento olvido su miseria excitada e irritada por el espectáculo de sus vacías despensas, sus viciosas instituciones políticas y un clima demasiado cálido? Piensan que el tabaco amortigua su sobreexcitada imaginación y aplaca su demasiado exquisita sensibilidad nerviosa; están de acuerdo con Molière, aun cuando no le hayan leído nunca: Quoi que l’on puisse dire, Aristote et toute la philosophie, il n’y a rien d’égal au tabac. El divino Isaac Barrow acudía a esta panacea cuando quería recoger sus pensamientos; sir Walter Raleigh, el defensor de Virginia, fumó una pipa momentos antes de dirigirse al suplicio, de lo cual mucha gente sensata se escandalizó; «pero{299}—añade Aubrey—yo creo que lo hizo precisamente para levantar el espíritu». El pedante Jacobo, que condenaba a Raleigh y al tabaco, decía que la lista de los platos que daría en un banquete a su Satánica Majestad, sería: «un cerdo, una cabeza de bacalao y mostaza, más una pipa de tabaco para ayudar la digestión.» Tan cierto es que «lo que a un hombre le alimenta al otro le envenena»; pero en todo caso, en la hambrienta España es a la vez comida y bebida, y la mayor parte del humo relacionado con las cosas de la bucólica, puede asegurarse que sale de las chimeneas de los labios, y no de las de las casas.

El tabaco, que es un anodino para la irritabilidad de la razón humana, está gravado, como las bebidas espirituosas que la ponen enferma, con grandes derechos en toda la sociedad civilizada. En España, la dinastía de Borbón (como en otras partes), es la estanquera general hereditaria, y el privilegio de venta se arrienda generalmente a algún contratista; así es que la ganga de tener un buen cigarro casero es difícil de conseguir, ni por amor ni por dinero, en la Península. Más fácil le sería a Diógenes encontrar un hombre honrado en cualquiera de los ministerios. Como no hay camino real para la ciencia de hacer los cigarros, el artículo está mal elaborado, con malos materiales, y, para colmo de desdichas, se vende a precios exorbitantes. Con objeto de beneficiar a la isla de Cuba, está prohibido en la Península el cultivo del tabaco, que se da muy bien, sobre todo en la{300} provincia de Málaga; pues el experimento se hizo, y habiendo salido perfectamente, el cultivo fué prohibido inmediatamente. La maldad y carestía del tabaco real hace la fortuna del bien intencionado contrabandista, que siendo aquí, como en todas partes, el gran enmendador de los desatinados ministros de Hacienda, proporciona tabaco mejor y más barato de Gibraltar.

La mejor prueba de la extensión de los negocios de contrabando se dió en 1828, cuando hubo que aumentar en muchos miles de obreros las fábricas de Sevilla y de Granada, para responder al aumento de demanda ocasionado por la imposibilidad de proveerse de Gibraltar, a consecuencia de la fiebre amarilla que se desarrollaba intensamente allí. No hay delito que se castigue más terriblemente en España que el contrabando de tabaco, que ataca al bolsillo de la reina. A los demás robos no se les da importancia, pues sólo sufren de ellos sus vasallos.

El estímulo que se preste a la manufactura y contrabando de cigarros en Gibraltar es inagotable manantial de encono y ojeriza entre los gobiernos españoles e ingleses. Este serio daño es contrario a todos los tratados igualmente injuriosos para España e Inglaterra y sólo beneficia a extranjeros de la peor especie, que son la verdadera plaga y úlcera de Gibraltar. Los americanos y otras naciones importan su tabaco, bueno, malo y regular, en la fortaleza libre de aduanas, sin comprar en cambio productos ingleses.{301} Lo convierten en cigarros los genoveses, lo pasan de contrabando a España los extranjeros, en barcos que llevan el pabellón británico, al que se afrenta con ese tráfico y se le expone a ser insultado por los guardacostas españoles, sin que en justicia se pueda pedir satisfacción. Los españoles hubiesen hecho la vista gorda para la introducción de ferretería y algodones ingleses, objetos necesarios y que no tienen relación alguna con ésta, que es su principal manufactura y uno de los más productivos monopolios reales. Hay una gran diferencia entre fomentar el verdadero comercio británico y este contrabando de cigarros extranjeros, y no se pretenderá que España observe los tratados que con nosotros tiene, cuando nosotros los infringimos tan escandalosa e inútilmente por nuestra parte.

Muchos epicúreos del tabaco, que fuman regularmente su docena o dos de puros, colocan el daño suficiente para el día entre hojas frescas de lechuga que humedecen la hoja externa del artículo y corrige sus efectos narcóticos; nota: el interior, las tripas, como lo llaman los españoles, debe conservarse completamente seco. El desordenado interior de los reales cigarros está disfrazado por una buena hoja que le sirve de envoltura, del mismo modo que los harapos españoles van cubiertos de una decente capa, pero l’habit ne fait pas le cigare. Salvo los ricos, muy pocos pueden permitirse el lujo de fumar buenos cigarros. Fernando VII, a diferencia de su antecesor{302} Luis XIV, qui—dice La Beaumelle—haïssoit le tabac singulièrement, quoiqu’un de ses meilleurs revenus, no sólo era un gran productor, sino también consumidor. Se permitía el real derroche de fumar unos enormes cigarros hechos expresamente en la Habana para su gracioso uso, pues era demasiado perito en la materia para fumarlos de su propia manufactura. Y aún de éstos, rara vez se fumaba más de la mitad; las colillas eran un gran gaje, como las bujías de nuestros palacios[44]. El cigarro era una de las señales de su amor u odio: cuando estaba de buenhumor daba alguno a sus favoritos; y, a menudo, cuando meditaba un golpe traicionero, despedía a su inconsciente víctima dándole un regio puro; y cuando el feliz mortal llegaba a su casa para fumárselo, era recibido por un alguacil que le intimaba la orden de salir de Madrid en veinticuatro horas. La «inocente» Isabel, que no fuma, los sustituye por confites; le ofreció a Olózaga ese dulce regalo, cuando le estaba «rematando», por mandato de la camarilla cristina. Parece como si los Borbones españoles, cuando no son idiotas, son criaturas hechas de astucia y de cobardía. Pero «los que no pueden disimular no sirven para reinar», era el axioma de su ilustre antecesor Luis XI.{303}

En España, la mayoría de sus infelices súbditos, no pueden soportar, o el gasto de tabaco, que les cuesta caro, o la ganancia de tiempo, que es muy barato, fumándose el cigarro entero de una vez, y hacen que uno les produzca ocupación y recreo durante media hora. Aunque hay pocos españoles que se arruinen en las librerías, no hay uno que no tenga cierto librito de papel no impreso, que se fabrica en Alcoy, Valencia. En un momento cualquiera de parada todos dicen a la vez: ¡Vamos, señores; echaremos un cigarrito!, y todos se ponen seriamente a la obra. Cada uno, además de ese librito, va armado de una cajita con un pedernal, un eslabón y un trozo de yesca. El hacer un cigarrillo de papel, lo mismo que el ponerse la capa, es una operación mucho más difícil de lo que parece, aunque todos los españoles, que apenas si han hecho otra cosa desde su niñez, realicen las dos con extremada limpieza y facilidad. Se hace de esta manera: se saca la petaca (del árabe butak, o pequeño estuche finamente trabajado con la teñida fibra de la pita, en donde se guarda la provisión de cigarros), arranca del librillo una hoja, que se coge con los labios o colgando del reverso de la mano, entre el dedo índice y el medio de la mano izquierda; se pica una tercera parte del cigarro y se estrega lentamente en la palma de la mano hasta reducirla a polvo; se echa entonces en la hojita de papel, que se arrolla en forma de tubito, doblándole las puntas, una de las cuales se muerde y se escupe,{304} y la otra se enciende. El cigarrillo se fuma lentamente; la última chupada es la bonne bouche, la pechuga. Las colillas se tiran, y son verdaderamente pequeñas, porque el pulgar e índice de los españoles están requemados e insensibles, aunque algunos refinados exquisitos usan argénteas tenacillas; esas colillas son recogidas por los golfos, que transforman en nuevos cigarros las sobras de miles de bocas. No falta el fuego en España; por todas partes, los que nosotros llamaríamos «hacheros» andan de un lado para otro con una cuerda que arde lentamente para beneficio del público. En muchos de los cobertizos donde se vende agua y limonada, una de las cuerdas, enroscada alrededor de un poste como una serpiente, y encendida, está puesta como la mecha de un artillero sitiado; mientras que en las casas opulentas hay, generalmente, sobre una mesa, un pequeño anafe de plata con carbón de leña encendido. Mr. Henningsen cuenta que disponiéndose Zumalacárregui a fusilar a algunos cristinos en Villafranca observó que uno de ellos (un maestro de escuela) miraba a su alrededor, como Raleigh, buscando lumbre para su última chupada en esta vida, y entonces el general se quitó el cigarro de la boca y se lo alargó al prisionero. El maestro encendió su cigarro, devolvió el otro con respetuosa reverencia y se alejó fumando y reconciliado con su suerte. Esta urgente necesidad nivela todos los rangos, y es cosa permitida parar a cualquier persona para pedirle fuego; lo cual prueba la{305} práctica igualdad de todas las clases, y el democrático despotismo que existe en la fumadora España como en el tórrido Oriente. El cigarro es un lazo de unión, un istmo de comunicación entre los más heterogéneos contrastes. Es el habeas corpus de las libertades españolas. El soldado toma fuego en la boca del cañón y la obscura faz del humilde labrador se emblanquece por el reflejo del cigarro del holgazán noble. Las clases más bajas tienen un tosco rollo o cuerda de tabaco, con el que consuelan sus penas, y que es su calumet de paz. Se dice que algunas personas del bello sexo se permiten fumar a escondidas un cigarrillo, una pajita, una reina, pero el recurrir a estos placeres prohibidos no está bien visto en una señora o en una persona de costumbres impecables, pues, como dice el proverbio, quien hace un cesto hace ciento.

Nada crea mayores dificultades a un viajero que el llevar mucho tabaco en su equipaje; pero todos deben recordar que nunca deben ir sin algunos cigarros, y mientras mejores sean, tanto mejor. Es un gasto insignificante, pues aun cuando cualquier cigarro es aceptable, uno que sea verdaderamente bueno es un regalo regio. Cuanto mayor sea el placer del fumador, mayor será su respeto por el donante; un cigarro debe ofrecerse a todo el mundo, sea alto o bajo; así la petaca se ofrece, del mismo que un pulido francés de La Vieille Cour (una raza ¡ay! perdida) ofrecía su caja de rapé, a manera de preludio{306} para la conversación y la intimidad. Es un acto de urbanidad que no implica superioridad alguna y no hay la menor humillación en aceptarlo; y es dos veces bendito, pues «bendice al que lo da y al que lo toma». Es el hechizo con que se encanta a los naturales, que son sus prontos y obedientes esclavos, y como una palabrita amable dicha a tiempo, opera milagros. No hay país en el mundo donde el extranjero y viajero pueda comprar por medio duro la mitad del afecto y buena voluntad que su inversión en tabaco le asegurará, y por tanto, el hombre que escatima o descuida eso no es ni filántropo ni filósofo.

Los que gusten de las matemáticas (que nosotros aborrecemos) podrán hacer un cálculo de la pérdida de tiempo y de dinero que representa para los pobres españoles este prodigioso consumo de tabaco. Esta importación, que según se dice hizo Raleigh del tabaco, es un beneficio para la Península, aun más dudoso que el de las patatas para nuestra parienta Irlanda, donde fomenta la pobreza y la población. Supongamos que un español respetable fuma sólo durante cincuenta años; concédasele la moderada asignación de seis cigarros diarios (se dice que el Regente consumía cuarenta al día); calcúlese en dos perras el coste de cada cigarro, precio muy barato en cualquier sitio para un cigarro decente, y admítase que de la mitad de ellos se hacen cigarros de papel, lo cual requiere doble tiempo: ¿cuánto tiempo{307} y cuántas rentas se gastan en España en humo? Esa es la pregunta que nosotros nos declaramos incapaces para responder.

Y aquí ¡ay! tenemos que colgar nuestra pluma porque un propio de Albemarle-Street[45] nos comunica que este pliego tiene que entrar en máquina la próxima semana, en que los aprendices de la imprenta celebran Nochebuena con la más religiosa abstinencia de trabajo. Hay, pues, que dejar muchas cosas de España en el tintero, rebosante de buenas intenciones. Tuvimos la esperanza, al arrancar, de haber esbozado retratos del carácter regional y general de los españoles, y haber tratado de los soldados y hombres de Estado españoles; del periodismo y de la empleomanía; de los mendigos, ministros y mosquitos; de las cartas fundamentales, fraudes y constituciones; de las Bellas Artes; de la política francesa e inglesa; de las leyendas, reliquias y religión; de los frailes y los modales; y por último (y no lo último o de menos valor, sino reservado al contrario, como la bonne bouche), de los ojos, los amores, los vestidos y otros pormenores sobre las damas españolas. Pero no puede ser; es más, aun como está, (pues las historias se alargan un poco cuando se empiezan, especialmente si están tejidas con hilo español, que da para largo), aun así debemos haber ya agotado la indulgencia de nuestras bellas lectoras{308} con esta muestra de las Cosas de España. Como quiera que sea, podemos asegurar que la más ligera sombra, tan halagadora para nosotros, del deseo contrario, que se dignen expresar, será obedecido como una orden por su agradecido y humilde servidor el autor de este libro, que (como todo buen hidalgo español, concluye correctamente en ocasión similar a ésta o en otra cualquiera) «besa sus pies».

 

Postdata.—En el primer tomo de estas Cosas de España (véase capítulo IV), se daban algunos detalles de los valores españoles, tomados, así se creía, de las más oficiales y auténticas fuentes. La misma noche que se publicó el volumen, demasiado tarde por tanto para hacer en él correcciones, recibimos la siguiente y atenta carta de un anónimo corresponsal, la cual transcribimos al pie de la letra:

«Londres, 30 de Noviembre de 1846.

Sr. D. Ricardo Ford.
Muy señor mío:

Acabo de leer su estimable y divertido libro Cosas de España; pero debo confesar que me ha molestado algo el ver tan gran tergiversación en el informe que usted da de la deuda nacional de aquel país. Dice usted que ha aumentado a 279.083.089 libras esterlinas, y es demasiado. Daré a usted la cifra exacta. El cinco por ciento sólo sube a 40.000.000 de libras; los cupones sobre esa suma, a{309} 12.000.000 de libras, y el actual tres por ciento, a 6.000.000 de libras; en total, 58.000.000 de libras, más su deuda interior, lo que es insignificante. Todo lo cual difiere bastante de sus datos, y además perjudica usted mucho a su libro hablando tan mal de los valores españoles, tanto más cuanto que no hay duda de que se hará una liquidación final antes de que aparezca su segundo tomo [?]. El país está muy lejos de encontrarse, como usted dice: en bancarrota. Es muy rico y completamente capaz de cumplir sus compromisos, que son insignificantes; en cambio, si usted hablase mal de nuestros ferrocarriles, le tendría por hombre sensato, pues son la mayor engañifa después de la del mar del sur. Pero los valores españoles son una riqueza para el afortunado mortal que los posea ahora. Tengo y he tenido durante algunos años muchos de ellos y ahora espero ver la realización de todos mis planes con el actual ministro de Hacienda, señor Mon, y la subida de esos valores a su verdadero precio, que es aproximadamente 60 ó 70.

Le aconsejo amistosamente que corrija su libro antes de tirar más ejemplares, si desea venderlo como una verdadera exposición del presente estado del país. Su libro podía haber pasado hace diez años, pero a la gente no le gusta ahora que la engañen; demasiado sabemos que casi todos nuestros diarios están sobornados (y quizás los libros) para hablar mal de las finanzas españolas, recogiendo toda clase de historias: de partidas carlistas apareciendo por todas partes, etc., etc., lo cual no puede ser más absurdo, porque la causa carlista está muerta.

Espero, señor, que no le ofenderán estos renglones, sino que más bien los tomará como una amistosa advertencia, puesto que admiro mucho su libro; y espero que usted{310} mismo verá la falsedad de lo que ha dicho en un libro de recreo, y que lo rectificará en seguida.

Quedo de usted atento y seguro servidor,

Un amigo de la verdad

Es un poquito molesto el verse así acusado por nuestro cortés corresponsal de haber inventado estos alarmantes hechos, números y «falacias», puesto que los verdaderos, completos y exactos detalles pueden encontrarse en las páginas 85 y 89 de las Tarifas comerciales de España, de Mr. Macgregor, presentadas ante las dos Cámaras legislativas en 1844 por orden de Su Majestad. Y como había alguna discordancia en las cantidades, el autor citó las sumas hechas por otros, y habló dudosamente y por aproximación, poco deseoso de tener que ver ni que cargar con nada relacionado con deudas españolas. No tiene el menor interés en estos asuntos, pues no tiene la fortuna de poseer ni un céntimo ni de fondos españoles ni de ferrocarriles ingleses. Tan amigo de la verdad como su amable amonestador, solamente deseaba prevenir a sus bellas lectoras, que pudieran de otro modo invertir de mala manera (erróneamente, al parecer, él se lo figuraba) los ahorros de su dinerillo para alfileres. Si sin querer ha declarado lo que no es, sólo puede renunciar a sus citas, sentirlo muchísimo y administrar el antídoto de sus errores. Desea sinceramente que todas y cada una de las bellas fantasías de su anónimo amigo se realicen. Si él{311} mismo, ¡lo que el Cielo no permita!, hubiese sido enviado a descubrir si los ministros madrileños estaban o no fabricados de materiales concusionarios, considerando que Astrea aun no ha devuelto a España, con los buenos Gobiernos, la edad de oro, ni aún un arancel, su primer paso hubiera sido engrasar las ruedas con ungüento de peluconas; y con objeto de que los ministros y cajeros no le dijeran que volviese mañana, abriría el negocio ofreciendo a cualquiera el veinte por ciento de cada duro efectivo que se pagase; así es posible que se economizasen esfuerzo y tiempo, y que se evitasen algunos pequeños contratiempos.

FIN DEL TOMO SEGUNDO Y ÚLTIMO

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{313} 


A D V E R T E N C I A  D E L  E D I T O R

EL editor de esta traducción viene sintiéndose inclinado a dar a conocer al público de lengua española los relatos que los extranjeros distinguidos han escrito sobre España. Asistido desde el primer momento (al editar La Biblia en España, de Borrow) por el favor del público, se anima a publicar nuevas narraciones, que ya tiene anunciadas en sus catálogos.

Busca en ellas no sólo lo que alaba, sino lo que vitupera, y aun aquellos conceptos equivocados, clave de ciertas preocupaciones del autor, que llevan a éste a errar en sus juicios; así, creyéndolo más ejemplar e instructivo, no omite frase ni palabra, por duras u ofensivas que puedan sonar en oídos españoles. Sin contar con que siempre debe esto exigirse de la probidad del editor.

El de este libro recuerda unas palabras (discretísimas, como suyas) escritas por Azorín tratando de la famosa Guía o Manual para viajeros en España, de Ricardo Ford—de la que, como es sabido, están entresacados los temas de que trata Cosas de España—, y se honra haciéndolas suyas:

«No ha sido escrito en el extranjero un libro más minucioso, más exacto, más sagaz, más analizador sobre España; pero tampoco más acre, más tremendo... No protestemos. El verdadero patriotismo debe desear estos libros.»{315}{314}

ÍNDICE

 Páginas.
CAPÍTULO XV
Albergues españoles: por qué son tan medianos.—La fonda.—Mejoras modernas.—La posada.—Posaderos españoles.—La venta: llegada a ella.—Preparativos.—El ajo.—La comida.—La noche.—La cuenta.—Semejanza con las posadas de los antiguos.7
CAPÍTULO XVI
Ladrones españoles.—Una aventura de ladrones.—La guardia civil.—Relatos exagerados.—La cruz del asesinado.—Bandidofobia francesa.—Historia de los bandidos.—Guerrilleros.—Contrabandistas. José María.—Bandidos de primera clase.—El ratero.—Los miqueletes.—Escoltas y escopeteros.—Pasaportes, protección y talismanes.—Ejecución de un bandido.41
CAPÍTULO XVII
El médico español: su posición social.—Abusos médicos.—Hospitales.—Educación {316}médica.—Manicomios.—Hospicio de Sevilla.—Pretensiones de la clase médica.—Disección.—El médico de cabecera.—Consultas.—Traje del médico.—Las recetas.—Los boticarios.—Caldo de culebra.—Remedio para las puñaladas.86
CAPÍTULO XVIII
Remedios espirituales para el cuerpo.—Reliquias milagrosas.—Aceites curativos.—Filosofía de los remedios religiosos.—Las comadronas y la Cinta de Tortosa.—La bula.126
CAPÍTULO XIX
El fígaro español.—Los mostachos.—Las patillas.—La barba.—Las sangrías.—Sangre héraldica.—Sangre azul, encarnada y negra.—La barbería.—El baratero.—Barbero y sacamuelas.160
CAPÍTULO XX
Lo que debe observarse en España.—Cómo debe observarse.—Suspicacia española y falta de curiosidad.—Espías franceses y saqueadores.—Dificultades de tomar apuntes en España y manera de vencerlas.—Eficacia de los pasaportes y del soborno.—Carencia de datos y falsedad de ellos.177
CAPÍTULO XXI
Origen de las corridas de toros y carácter religioso de las mismas.—Fiestas reales.—Carlos I en una de ellas.—Variación del sistema antiguo.—Corridas {317}de toros simuladas.—Plaza de toros.—Lenguaje típico.—Toros españoles.—Razas.—La ida a los toros.212
CAPÍTULO XXII
La corrida.—Comienzo del espectáculo.—Primer acto y aparición del toro.—El picador.—Toro apaleado.—Los caballos y la crueldad con que son tratados.—Fuego y perros.—Segundo acto.—Los chulos y sus banderillas.—Tercer acto.—El matador.—Muerte del toro.—Final y filosofía de la fiesta.—Su efecto en las señoras.236
CAPÍTULO XXIII
El teatro español.—El drama antiguo y el moderno.—Disposición de los teatros.—El gallinero.—El fandango.—Bailes nacionales.—Un baile de gitanos.—Ópera italiana.—Canciones nacionales y guitarras.268
CAPÍTULO XXIV
Fabricación de cigarros.—Tabaco.—El contrabando por Gibraltar.—Los cigarros de Fernando VII.—Echando un cigarrito.—Zumalacárregui y el maestro de escuela.—Tiempo y dinero empleados en fumar.—Postdata sobre los valores españoles.297
Advertencia del editor.313

FOOTNOTES:

[1] La biografía del pensador inglés Samuel Johnson, por James Boswell, publicada en 1791, está considerada como la mejor escrita en lengua inglesa; una especie de poema heroico: La Johnsoniada, la llamaba Carlyle, la Odisea adecuada a nuestra época.—N. del T.

[2] La misma palabra novedad se ha hecho en el lenguaje corriente sinónima de un peligro, de cambio, al que todos los españoles tienen verdadero espanto; y en religión es considerada como herejía. La amarga experiencia, por otra parte, les ha enseñado a todos que todo cambio, toda promesa de una nueva era de bendición y prosperidad ha acabado en un desengaño, y, por lo tanto, no solamente prefieren soportar los males a que ya están acostumbrados, sino que no quieren de ninguna manera exponerse a otros mayores por tratar de mejorarlos. Más vale malo conocido que bueno por conocer—dice el adagio.—¿Cómo está mi señora su esposa?—dice un caballero. Y el otro le replica:—Sigue sin novedad.Vaya usted con Dios—dice otro al despedir a un amigo que va de viaje—y que no haya novedad.

[3] El tenedor es una invención italiana: el viejo Coryate, que introdujo este refinamiento en Somersetshire, en 1600, fué apellidado furcifer por sus amigos. Alejandro Barclay, describe así la antigua manera inglesa de comer:

If the dishe be pleasaunt, eyther flesche or fische,
Ten hands at once swarm in the dish.

«Si el plato agrada, sea carne o pescado,—diez manos a la vez se dirigen al plato».

[4] La mayor parte de ellos con capas, en las cuales se echan a dormir.—N. del T.

[5] Edgar Quinet: Mis vacaciones en España, publicado por la Colección Granada.

[6] Los reyes de España rara vez usaban otra firma que la antigua gótica rúbrica. Este monograma, a veces, es igual que un nudo rítmico. Los españoles se ejercitan con mucha maña en estos floreos, que colocan al pie de sus nombres como mayor señal de autenticidad, y se afirma que una rúbrica sin nombre vale más que un nombre sin rúbrica. Sancho Panza dice a Don Quijote que sólo su rúbrica vale no uno, sino trescientos burros. Los que no saben escribir rubrican. «No saber firmar» es considerado en España, en broma, como uno de los atributos de la grandeza.

[7] Cumplieron su promesa en las palabras, pero faltaron a lo que de ellos se esperaba.—N. del T.

[8] «Chacun fuit à le voir maître, chacun court à le voir mourir!»—Montaigne.

[9]

Con el aire de satisfacción,
que es propio del hombre que ha hecho una buena acción.

[10]

Las piernas del bandido echaron a una fosa.
El alma fué para el diablo, los huesos para los lobos.

[11] Cabeza incurable aun con el eléboro de tres Antíciras, Hor. (Antícira, ciudad de la Fócide, famosa por el eléboro, remedio contra la locura.)—N. del T.

[12] ¿Doctor, cree usted realmente—que debo tomar leche de burras?—Ella le curó a usted, es verdad—pero para usted era leche de madre.

[13] Y hecha la herida, la afrenta queda olvidada.

[14] He jests at scars that never felt a wound. (Palabras de Romeo al oír las bromas de sus amigos. Escena II del acto II de Romeo y Julieta de Shakespeare.)—N. del T.

[15] Un sudorífico (que lleva el nombre de su inventor) compuesto de raíz de ipecacuana, polvos de opio y sulfato de potasa.—N. del T.

[16] Recopilación: libro III, tít. XVI, ley 3.

[17] «Los cuales, para asegurarse el Paraíso, se visten al morir el hábito de dominico, o con el de franciscano piensan pasar inadvertidos».

[18] Deja, querida, cuando muera, que se me hagan honores y que me cubran de blancas flores, para que todo el mundo sepa que fuí hasta mi tumba una casta esposa.

[19] Hay más allá del firmamento un cielo de amor y de alegría, y los puros niños, al morir, van a ese lejano mundo.

[20] Rellena con su sombra los ociosos trajes.

[21] Ninguno lleva la mofa del dolor a las danzas públicas o a los espectáculos.

[22] Persona patilluda, barbuda; alusión al personaje de Sheridan, don Ferolo Whiskerandos.—N. del T.

[23] Se refiere a la perilla.—N. del T.

[24] Paul Prys, como si dijéramos Pablo Fisgón, comedia de John Poole (1792-1870).—N. del T.

[25] Si hay un agujero en alguno de vuestros vestidos, os aconsejo que lo disimuléis.—Hay un muchacho entre vosotros tomando notas.—Y por mi fe, que lo anotaría.

[26] El barón Denon, director general de los Museos franceses en el primer imperio (1747-1825).—N. del T.

[27] La Biblia en España, por Jorge Borrow. Traducción española publicada por la «Colección Granada».

[28] Ford hace aquí un juego de palabras intraducible, con el nombre genérico John Bull, que se da a los ingleses, y con otros significados de la palabra bull: un toro; la bula pontificia; y un despropósito o retruécano, que en Inglaterra se suele mirar como de especial prerrogativa de los irlandeses. N. del T.

[29] Nuevo juego de palabras variando la primera sílaba (Ox = buey) de la Universidad de Oxford: Bullford (bull = toro).—N. del T.

[30] El gusto por la matanza de bueyes se conserva aún en Roma, donde la afición al oficio de carnicero, entre la gente ordinaria, y el traje blanco que usan los del oficio, es una reminiscencia del honroso oficio de matador en los sacrificios paganos. En España los carniceros son gente de baja extracción y ninguno podría probar «limpieza de sangre». Francisco I nunca olvidó el «Becajo de Parigi», aplicado por Dante a su antepasado.

[31] El 20 de junio de 1833, Isabel, princesa de Asturias, que aun no contaba tres años, recibió el juramento de fidelidad de las Cortes. Con este motivo se dieron en Madrid espléndidas fiestas.—N. del T.

[32] 27 de agosto de 1846.—N. del T.

[33]

El corazón de las mujeres empezaba a ablandarse,
Subyugado por los golpes que sus amadores recibían.
Y así los héroes españoles, con sus lanzas,
Hieren a un tiempo al toro y la imaginación de las mujeres.

[34] Véase la nota de la pág. 212.

[35] A horse! a horse! my Kingdom for a horse! ¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo! (Shakespeare: El Rey Ricardo III Acto V; escena 4.ª).—N. del T.

[36] Hasta las estrellas vuela el mastín gruñendo—Y añade nuevos monstruos al aterrado cielo.

[37] To get the head into chancery, es la posición de la cabeza de un boxeador cuando está bajo el brazo del adversario.—N. del T.

[38] Windham y Wilberforce son nombres de dos políticos ingleses, partidario y adversario recíprocamente de la esclavitud.—N. del T.

[39]

Transigir con los vicios que nos gustan
reprobando los que no nos agradan.

[40]

El corazón que más pronto despierta a la flor
es el primero que recibe el pinchazo de la espina.

[41] Palacio del lord Mayor o Alcalde de Londres.—N. del T.

[42] Donde la rima hace caso omiso de la razón y el sonido tiene derecho a regir el buen sentido.

[43] Teodoro Eduardo Hook, novelista y autor dramático inglés (1788-1841.)

[44] Debe de referirse a la antigua costumbre que había en los palacios ingleses de que bujía que se encendiese, nunca debía encenderse de nuevo. Y nadie sabía lo que pasaba con las bujías viejas; venerable abuso que fué corregido, con otros muchos, por el príncipe Alberto, marido de la reina Victoria, que introdujo gran orden y economía en la administración del palacio real.—Nota del T.

[45] Residencia de la casa editorial de John Murray.—N. del T.







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