En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el texto. (la lista de errores corregidos sigue el texto.)
Parte segunda el padre claudio (continuación):
VI,
VII,
VIII,
IX |
VICENTE BLASCO IBAÑEZ
———
NOVELA
TOMO SEGUNDO
EDITORIAL COSMÓPOLIS
APARTADO 3.030 MADRID
Imprenta Zoila Ascasíbar. Martín de los Heros, 65.—MADRID.
Fiat Lux
A las ocho de la mañana el conde de Baselga andaba con paso indeciso por las calles de la coronada villa.
Si las gentes de poca monta que a aquella hora iban a sus quehaceres a paso apresurado y soplándose las manos para ahuyentar el frío, se hubieran fijado en el marcial comandante de caballería de la Guardia, les habría llamado la atención el desorden con que llevaba el uniforme y la nerviosidad que se marcaba en su rostro pálido y cejijunto.
A aquellas horas otros militares se dirigían al regio Palacio o a los cuarteles para cumplir sus deberes, erguidos y sonrientes, y a su lado el conde ofrecía el aspecto de un hombre que ha pasado la noche en tormentosa orgía y que se retira a su domicilio ebrio y luchando con el alcohol y el cansancio que entorpecen todos sus miembros.
Pero Baselga, en vez de dirigirse a su casa se alejaba de ella, y no iba ebrio, sino dominado por una indecisión que le hacía sufrir cruelmente, obligándole a vagar por las calles.
La noche anterior había salido del despacho del padre Claudio dispuesto a no ocuparse más del asunto de su esposa, dejando a cargo del jesuíta lo que hubiese de verdad en las pérfidas insinuaciones de la duquesa de León. Pero, ¿quién es capaz de cortar el curso de los celos una vez se apoderan éstos del corazón del hombre?
Baselga, como de costumbre, no pudo dormir en toda la noche. La posibilidad de que su esposa le engañase y que él fuese objeto de oculta mofa entre las gentes de Palacio y sus compañeros de armas, le producía tan extremada excitación, que en algunos momentos creía volverse loco.
Toda la noche la pasó de claro en claro, y cuando poco después de amanecer un criado le entregó una carta que acababa de dejar en el patio un mandadero público, sin saber por qué se apresuró a levantarse de la cama y a leerla.
Bien recordaba Baselga el contenido del papel que ahora estrujaba furiosamente en lo más hondo de un bolsillo.
Iba sin firma; pero el conde conocía de antiguo aquellas letras enrevesadas, agrupadas con arreglo a una ortografía fantástica que tenía para su uso la duquesa de León.
"Tengo ya las pruebas. Ven cuando quieras, que desde este momento te aguardo. Marido infeliz, tarda cuanto quieras en convencerte."
¡Ira de Dios! Una carta así era para encender la sangre de cualquier cristiano o moro, y más si era tan ardiente y pronta a entrar en ebullición como la del enérgico Baselga.
Con la rapidez de una exhalación se vistió éste y se arrojó a la calle, marchando en línea recta hacia el caserón solariego de la duquesa, que estaba en los alrededores de Palacio; pero cuando se encontraba ya muy cerca de él, retrocedió, pues como todos los que se ven próximos a la desgracia, tuvo miedo de llegar y saber toda la verdad.
Ocurre siempre al que está próximo a convencerse de algo, que le produce inmenso dolor, que semejante al náufrago que al hundirse para siempre en el abismo busca instintivamente algo sólido a que asirse, en el convencimiento de su desgracia apela a la duda, y antes de recibir el golpe procura retardarlo, consolándose con la posibilidad de que no resulte cierto el mal que le amaga.
Esto mismo sucedía a Baselga. El día anterior, y aun momentos antes de salir de su casa, sentía una impaciencia sin límites por convencerse de su deshonra, y el no conocer ésta con certeza le producía inmenso desasosiego; pero ahora que podía ver y tocar su deshonra, ahora que una mujer celosa y desdeñada se ofrecía a mostrarle su desgracia con toda claridad, sentía miedo de seguir adelante y hubiera dado diez años de su vida o su caballo favorito, y hasta se hubiera hecho liberal únicamente porque el padre Claudio le saliera al paso gritándole:—No sigas, hijo mío. No es necesario que vayas a visitar a la duquesa de León. Todo lo he averiguado y tu mujer es inocente.
El se hubiera convencido o no. Lo más regular es que al día siguiente hubiera vuelto a sus antiguos celos, a sospechar más tenazmente de su esposa y a desear las pruebas de su deshonra; pero al menos por el momento se habría librado del terrible trance de saber la verdad, experimentando un bienestar semejante al que producen ciertos medicamentos que calman momentáneamente los sufrimientos aunque inflamando más las heridas.
Esto parece absurdo, pero es perfectamente humano.
Baselga, seguro ya de convencerse de la culpabilidad de su esposa, por extraña observación quería forjarse la esperanza de que ésta resultare inocente, así como el día anterior, cuando aun era problemática su fidelidad, se empeñaba en tenerla por culpable.
Buscaba afanosamente en su imaginación todas las probabilidades que racionalmente podían aceptarse para creer a Pepita inocente, y casi se inclinaba a tenerla por un dechado de virtud y fidelidad. Porque... vamos a ver: ¿no podía ser muy bien que aquella duquesa a quien él conocía perfectamente y que era una dama alegre, poco escrupulosa y tan amiga de amoríos como de intrigas, furiosa de que su antiguo amante la abandonase, hubiese forjado una calumnia con visos de verdad para vengarse de él y perder a una mujer más hermosa y más joven que ella? Esto también podía ser y era probable que se pretendiera exagerar cualquier ligereza insignificante, propia del vivo carácter de Pepita, para hacer ver lo que no existía.
Pero apenas la imaginación de Baselga formulaba tales optimismos, la duda le mordía cruelmente, y tal era la fuerza con que la sospecha se apoderaba de él, que hasta le parecía que algunos transeúntes le miraban con ojos compasivos, como adivinando su desgracia.
El recuerdo de la noche en que sorprendió al rey en íntima conversación con Pepita, el desvío que ésta le mostraba desde poco después de casarse y algunas palabras sin importancia que muchas veces se escapaban en su conversación, pero que ahora eran apreciadas por su instinto celoso como claros indicios de culpabilidad, pasaron rápidamente por la imaginación de Baselga y acabaron de convencerle de que su esposa había atentado contra su honor y se había burlado de él haciéndolo su marido para ocultar mejor sus devaneos.
Pensando en esto último, la susceptibilidad de Baselga, ya de suyo irritable, se excitó hasta un límite inconcebible, y semejante al desesperado que tiene prisa en acabar su existencia, murmuró sombríamente:
—¡Lo que haya de ser, que sea pronto! ¡No tardes en convencerte de tu deshonra!
Emprendió Baselga apresuradamente la marcha hacia el palacio de la duquesa, y al atravesar el anchuroso patio, recibió un respetuoso saludo del portero, que cesó de barrer y siguió con ojos asombrados la ascensión del señor conde por la vetusta y anchurosa escalera, no pudiendo explicarse cómo el antiguo amante de su señora, de quien ésta echaba pestes delante de los criados, volvía a la casa tan inesperadamente y a tales horas.
Cuando Baselga entró en las antesalas de la duquesa, a pesar de su preocupación, detúvose algo sorprendido al ver sentado en un banco, con rostro macilento y ojos hinchados, a un sujeto a quien él conocía mucho.
Era el negro Pablo, el mismo que Pepita hacía buscar en aquellos instantes por la Policía.
Tenía todo el aspecto de un hombre que ha estado ebrio por mucho tiempo y que todavía lucha con la postrera y abrumadora influencia del alcohol.
Al otro extremo de la antecámara, y como evitando todo contacto con el embriagado negro, estaba una mujer vestida con limpia pobreza, pero en cuyo rostro demacrado leíase una larga serie de padecimientos.
La sorpresa de Baselga al encontrar al negro fué más grande que la que éste experimentó al verse ante su antiguo amo.
Apoyándose sobre los pies, vacilantes e inseguros, irguió el negro su gigantesco cuerpo, y con estropajosa lengua comenzó a murmurar algunas excusas, que ni él mismo pudo entender.
Baselga, dominado como estaba por un loco furor, necesitaba descargarlo contra alguien; así es que aprovechó la ocasión que le deparaba la presencia del negro, y levantó la mano para golpearle; pero en el mismo instante, y cuando la mujer se levantaba ya asustada, como buscando por dónde huir, abrióse una puerta inmediata y asomó un colosal peinado a la moda, y después un rostro que en otro tiempo habría sido hermoso, pero que ahora, para presentarse, necesitaba una gruesa máscara de colorete.
—¡Ah! ¡Estás ahí! Entra, conde; tenemos mucho que hablar.
El jesuíta pierde la partida
Estaba el padre Claudio, de vuelta de casa de los condes de Baselga, sentado a la gran mesa de su despacho y manejando un sinnúmero de papelotes con una atención posible únicamente en un hombre como él, para quien la vida sólo era un eterno y enrevesado negocio.
Cuando su reverencia papeleaba, ya se sabía en la casa que quedaba como aislado del mundo, y el portero o cualquiera de los novicios escogidos que servían en la casa en calidad de ayudantes, se guardaban muy bien de entrar a estorbarle, aunque fuera para darle un recado del Papa o del mismo general de la Compañía, que es como si dijéramos del vicepresidente del cielo.
El hermano Antonio era el único que, por ser como el "alter ego" de su reverencia, tenía el privilegio de entrar en el despacho estando el padre ocupado, aunque con la condición de no hacer ruido ni dirigirle pregunta alguna.
Justamente, aquella mañana el "socius" del padre Claudio faltó a la consigna escandalosamente, pues entró en el despacho sin recatarse de hacer ruido, y arrojando furiosamente su sombrero de teja sobre una silla, fué audazmente a colocarse junto a la mesa, donde, respirando jadeante, comenzó a limpiarse, con un sucio pañuelo de hierbas, el sudor, que, a pesar de la fría estación, corría por sus mejillas, más arreboladas que de costumbre.
El padre Claudio, al notar la sombra que sobre los papeles proyectaba el cuerpo del recién llegado, levantó rápidamente la cabeza y, con las cejas fruncidas y el gesto avinagrado, dijo al irreverente secretario:
—¿Qué hay? ¿Por qué entras de un modo tan impetuoso?
El hermano Antonio fué a hablar, y tantas cosas parecía querer decir de una vez, que no sabía por dónde iniciar su discurso; pero al fin exclamó, con voz trémula:
—Reverendo padre: todo se ha perdido.
—El asunto de la condesa de Baselga.
El jesuíta irguió su cuerpo nerviosamente al oír esto. La zozobra, que le era cosa casi desconocida, se pintó en su rostro y dijo, lanzando al secretario una mirada terrible:
—¿Has visto a tu madre, como te encargué?
—De ello vengo, y he podido saber que la duquesa de León nos ha ganado la mano y que el conde de Baselga lo sabe todo ya.
El padre Claudio quedóse por algunos instantes fatalmente impresionado, y dijo al azorado Antonio:
—Calma, hermano. Te desconozco al verte tan impresionado por una mala noticia. Recobra la calma y dime, clara y brevemente, el resultado de tu comisión.
—Cuando fuí a casa de mi madre, ésta había salido ya hacía más de dos horas, según me dijeron unas vecinas. Por los informes de éstas comprendí que había ido a casa de la duquesa de León y allí me dirigí apresuradamente. A la misma puerta la encontré cuando ella salía, y juzgue vuestra reverencia cuál sería mi sorpresa y mi irritación al ver que comenzaba a llorar apenas le indiqué la necesidad de que no dijera una palabra de lo mucho que sabía sobre el parto de la condesa de Baselga. Entre lágrimas y suspiros me contó la escena que había ocurrido momentos antes en las habitaciones de la duquesa, y yo quedé tan irritado como sorprendido de la habilidad y paciencia con que esta mujer sabe preparar sus venganzas. Figúrese vuestra paternidad que, para convencer al conde de las infidelidades de su mujer, no sólo se ha valido de mi madre (de la que ahora me convenzo que puede disponer a su antojo), sino que durante mucho tiempo, por medio de su mayordomo, ha estado conquistando a uno de los negros que doña Pepita trajo de Méjico, incorregible borrachín que, por dinero y por convites, ha consentido en huir de su casa para ir a la de la duquesa y allí servir de testigo a las afirmaciones de ésta. El conde ha ido hace pocas horas a casa de la duquesa...
—¿El conde?...—interrumpió con extrañeza el jesuíta.
—Sí, reverendo padre. El conde ha acudido obedeciendo un aviso que le envió la duquesa, de buena mañana.
—¡Parece imposible!—murmuró el padre Claudio—. ¡Y yo, que creía ser dueño de su voluntad!
—Los celos, reverendo padre, cambian mucho a los hombres. El le prometió a usted, anoche, permanecer impasible, dejando a vuestra reverencia el encargo de averiguar la conducta de su esposa; pero han sobrevenido las pérfidas insinuaciones de la duquesa, y ésta ha podido más que los consejos del director espiritual.
—Continúa, hermano Antonio.
—La duquesa, con gran abundancia de detalles, ha relatado a Baselga todas las aventuras de su esposa, y para evitar toda duda ha empleado como testigos a mi madre y al negro. El conde ha sabido que doña Pepita era la querida del rey antes de casarse, y que después ha seguido siéndolo, y la duquesa no ha querido tampoco que ignorara las relaciones con el frailecito y con el "baronet" de la Embajada inglesa. La paternidad de la niña tampoco ha quedado en el misterio, y ésta es la más cruel puñalada que ha sufrido el conde, pues hay que confesar que amaba a la niña con delirio. Para demostrar que ésta es hija del rey, y que nació dos meses después de lo que Baselga creía, la duquesa se valió de mi madre, que declaró el día y la hora en que asistió a doña Pepita en el parto, diciendo que si la partida de bautismo aparecía escrita en abril o sea dos meses antes, era por obra de la influencia de la condesa, que compró al cura de la parroquia. Ha sido una suerte que ni mi madre ni la duquesa, que son dos imprudentes, hayan mezclado para nada el nombre de nuestra Orden en las revelaciones, ni hayan dicho que fué vuestra reverencia quien arregló todo lo referente al bautizo. En cuanto a las actuales relaciones con sir Walace, el negrazo se ha encargado de decir la verdad. Primero tuvo cierto reparo de hablar ante su amo, al que teme con razón; pero esa duquesa, de tal modo se ha apoderado de su ánimo, que al fin le hizo hablar; y el muy villano, deseoso de vengarse de su antigua ama, que, como a todos los criados, lo trataba a latigazos, ha contado, con todos sus pelos y señales, cómo, siempre que el conde estaba de guardia o de servicio en Palacio, entraba en la casa el arrogante "baronet", y hasta le ha entregado una carta lacónica, pero comprometedora, que la condesa le había dado para que la llevase a la Embajada inglesa.
—¿Y el conde?—preguntó, con encubierta ansiedad, el padre Claudio—. ¿No sabes lo que hizo el conde al convencerse de su deshonra?
—Mi madre, cuando habló conmigo, estaba todavía asustada por la terrible explosión de cólera de Baselga. Cuando el conde se convenció de que su esposa le hacía traición, salió corriendo de casa de la duquesa, murmurando maldiciones y amenazas, con todo el aspecto de un loco.
—¡Esto es grave!—murmuró el padre Claudio y, presa de nerviosa agitación, levantóse del asiento y comenzó a pasear con aire meditabundo.
—¿Cuánto tiempo hace—preguntó al hermano Antonio—que el conde salió de casa de la duquesa?
—No lo sé ciertamente; pero calculo que pronto hará una hora.
—No hay tiempo que perder. ¿Está enganchado el coche?
—Sí, reverendo padre. Es ya la hora en que vuestra reverencia acostumbra a ir a Palacio.
—No se trata de eso. Voy inmediatamente a casa de Pepita. El conde es un bárbaro, como ya te dije, capaz de toda clase de violencias cuando se encuentra furioso. ¿Quién sabe si a estas horas estará haciendo alguna de las suyas?
—Malos celos tiene el señor Baselga, pero creo que no haría mal vuestra reverencia en dejar a doña Pepita completamente sola en manos de su esposo. Es una rebelde que, desde que está en lo alto, desprecia a la Orden, que tanto la ha favorecido, y se niega a obedecerla.
—¿Quién te mete a ti a dar consejos? Pepita ha vuelto al redil, y nos conviene defenderla para que siga prestándonos buenos servicios. Además, en sus tormentosas explicaciones con el conde puede ser que para sincerarse, delate nuestra complicidad en sus relaciones con el rey, con lo que cesaríamos de dirigir la voluntad del conde. Es preciso que yo vaya pronto allá, y el Corazón de Jesús quiera que no llegue tarde.
La cólera de Baselga
No era operación trivial el peinado de una dama en aquella época.
En todos tiempos ha sido el tocado de las cabezas femeninas empresa dificultosa que ha necesitado mucho tiempo y no pocas meditaciones, pero en la última época del reinado de Fernando VII, la tiránica moda llevó el peinado a la más estupenda exageración en punto a complicado y gigantesco.
Pepita estaba ante el espejo de su gabinete, ocupada en arreglar sus cabellos con el mejor arte posible, cuando oyó agitados pasos en la habitación vecina, y, poco después, la puerta de la estancia, que estaba entornada, tembló al recibir un fuerte empujón, y, girando rápidamente, fué a chocar contra la pared, con atronadora violencia.
Volvió la bella Condesa la cabeza, asustada por tal estrépito, y vió, parado en medio de la puerta, al gigantesco Baselga, que tenía un aspecto poco tranquilizador.
Pepita estaba tan acostumbrada a tratar despectivamente a su esposo, y tan grande era su conocimiento del dominio que ejercía sobre su voluntad, que no se inmutó al notar la expresión horrible de aquel rostro ceñudo, en el cual destacábanse horriblemente los ojos centellantes, sanguinolentos y que parecían próximos a salirse de sus órbitas.
Hizo la hermosa un mohín que lo mismo podía expresar sorpresa que desprecio y volviendo a mirarse en el espejo, dijo, con su tono meloso e indolente:
—Pero, hijo mío, ¿qué te sucede para que tan descortésmente penetres en el gabinete de tu mujer? Las costumbres del cuartel te roban tu antigua buena crianza, y será preciso que tu esposa te eduque como si fueras un niño.
El conde pareció no oir estas palabras. Tal seducción ejercía aquella mujer sobre su ánimo, que, a pesar de la indignación que le dominaba y de los terribles proyectos de venganza que se había forjado desde casa de la duquesa a la suya, se detuvo, como asombrado, cual si por primera vez viera a su esposa y quedara subyugado por el incentivo de sus gracias.
Baselga, a pesar de su carácter enérgico, por no decir brutal, carecía de una voluntad firmísima, y la indecisión se apoderaba continuamente de su ánimo.
Algunos momentos antes pensaba en asombrosas venganzas, y se sentía con ímpetu para exterminar, no ya a Pepita, sino a todo el género humano: pero desde el momento que contempló a su esposa sintióse de nuevo víctima de aquel predominio que ésta sabía ejercer sobre su carácter, y permaneció un buen rato como atontado, mientras que la hermosa mejicana seguía peinándose tranquilamente.
La calma de su esposa y el desdén que ésta manifestaba sacaron a Baselga de su contemplación de idiota, y, avanzando al centro del gabinete, dejóse caer sobre un diván, diciendo con voz cavernosa:
—Pepita, tenemos mucho que hablar. Siéntate aquí y mirémonos frente a frente.
—Habla cuanto quieras—contestó la hermosa, con su tonillo indolente—; habla, que ya te oigo y no es necesario que deje de peinarme para escucharte.
—¡A sentarte..., y pronto! Yo lo mando.
Volvió su cabeza la mujer con aire de asombro al ver que el antiguo esclavo se rebelaba demostrando tener voluntad; pero fué para ella tan extraña la impresión que vió en su rostro que, obedeciendo a un impulso de conservación, abandonó su peinado y fué a sentarse en el extremo del diván que le indicaba Baselga.
—Ahora—dijo éste con terrible calma—que los dos nos encontramos frente a frente, vamos a repasar nuestra pasada vida para que yo me convenza mejor de que he sido un imbécil y usted, señora, una tremenda...
Y Baselga dió a su esposa un calificativo tan justo como duro, cuya crudeza disculpaba su inmensa indignación.
Pepita estaba asombrada y no sabía dónde aquello iría a parar; pero como sobre su conciencia pesaban motivos suficientes para tener miedo a su esposo, y como éste se mostraba por primera vez con voluntad propia y en toda la plenitud de su carácter feroz, de aquí que la alegre condesita, a pesar de su despreocupación y su descoco, comenzara a perder la serenidad.
—Señora: lo sé todo. No son ya un misterio para mí los deshonrosos amoríos que usted ha sostenido antes y después de nuestro casamiento, y aun los que hoy tiene con cierto individuo de la Embajada inglesa, al que muy pronto ajustaré las cuentas.
La condesa, a pesar del imperio que tenía sobre sí misma, no pudo menos de estremecerse, detalle que no pasó desapercibido para Baselga.
—Hace usted bien en temblar. A un hombre como yo no se le engaña impunemente, pues antes quiero morir o matar, que ser objeto de burla para nadie.
—Te han engañado, Fernando mío—dijo Pepita con tono zalamero—. Todo eso que dices de amantes y de deshonra son tremendas mentiras que sin duda te han imbuído personas que desean mi perdición.
—¿Me han engañado, infame? ¿Vas a llevar tu cinismo hasta el punto de negar lo que he visto casi por mis propios ojos? Bien sabes tú que mientes. Para demostrarme lo contrario, sería preciso que me convencieses de que no existe un "baronet" llamado sir Walace, agregado a la Embajada inglesa, y de que es falsa esta carta escrita de tu letra y en la cual le das una cita para esta misma noche, en que he de entrar de guardia en Palacio.
Y al decir esto, Baselga arrojó en el regazo de su esposa el papel que poco antes le había entregado el negro en casa de la duquesa.
Pepita no lo miró. ¡Para qué! Demasiado lo conocía ella, y estaba convencida desde el primer instante de aquella escena de que su esposo lo sabía todo.
—¿No contestas? Atrévete ahora, infame, a negar que eres la querida de Walace, así como también de la persona a quien hasta hace poco respetaba tanto como a Dios, y que ahora no sé si mirar con desvío o con odio. ¡Ah, mujer miserable! ¡Ah, infame ramera! ¡Cómo te habrás reído con el rey, con ese inglés, y aun con cierto joven fraile, de la mansedumbre de tu ignorante esposo! ¡Ira de Dios! ¡Qué de burlas habréis dirigido contra el imbécil marido que tan ciego estaba!
El conde, diciendo esto, se había levantado y se paseaba como una fiera enjaulada por el reducido gabinete. Sus mejillas, a fuerza de palidecer, tomaban un tinte cadavérico, y en cambio sus ojos estaban inflamados y ribeteados de rojo, cual si fuesen de cristal y transparentasen dos grandes coágulos de sangre.
Recordando el infeliz Baselga su deshonra, e imaginándose el ridículo papel que por tanto tiempo había desempeñado, él, que dos años antes se batía por una mala mirada, indignóse hasta el punto de parecer un loco; sus dientes rechinaron, una oleada de densa sombra pasó rápidamente ante su vista, y sintió una necesidad tan imperiosa de desahogar su furor, que alargó instintivamente su fuerte diestra, y al pronunciar las últimas palabras, descargó un tremendo bofetón sobre Pepita.
La fresca mejilla se amorató bajo tan fuerte golpe, la huella de la mano quedó marcada en la tersa tez, y la condesa, a pesar de ser fuerte y robusta, vaciló, llegando casi a doblarse sobre el asiento.
Pepita, llevándose las manos a la parte dolorida, púsose a llorar silenciosamente, y el conde pareció que despertaba de un horrible sueño.
Nunca Baselga se hubiese creído capaz de golpear a una mujer, y, al contemplar su obra, sintió tal desesperación que casi estuvo tentado de pedir mil perdones a aquella misma mujer que tanto le había ofendido.
En uno de sus brutales arranques llevóse la diestra a la boca para morderla furiosamente, como en castigo a su desacato, y siguió paseando por el gabinete, mientras que la condesa lloraba con aire resignado, sin perjuicio de pensar en su interior que una bofetada era poca cosa si con ella sola lograba salir de tan tremenda situación.
Por mucho tiempo permanecieron callados los dos esposos y paseando el conde agitadamente; fué borrándose poco a poco de su cerebro la expresión de lástima que le había producido su propio desacato, y nuevamente los celos y la indignación excitaron su carácter violento, hasta el punto de que volvió a reanudar el penoso diálogo con su esposa.
—No llore usted. Las mujeres que faltan a sus deberes deben tener el suficiente valor para sufrir las consecuencias de sus crímenes, y, ya que son malvadas, que lo sean de veras sosteniendo toda la responsabilidad que sobre su conciencia se han echado.
Luego añadió, riendo sarcásticamente:
—Yo la creía a usted de más valor. Hasta hace poco estaba sometido a su voluntad, teniéndola por una mujer de gran entereza; pero ahora veo que es usted un tiranuelo sin energía, que ni aun tiene la grandiosidad de sostener sus crímenes. La creía a usted de más valor, y me alegraba. Quería ver si usted, defendiendo sus crímenes, mostraba gran energía, hasta el punto de fingir un ánimo varonil, para entonces hacerme yo la ilusión de que trataba con un hombre y exterminarla, que es lo único que usted merece.
Al hablar de exterminio, Baselga se acercó a su esposa, y ésta incorporóse, asustada, gritando con temblorosa voz:
—Fernando mío, ¡por Dios! Perdóname; piensa que tienes una hija y que yo soy su madre.
Duró algunos instantes Baselga entre extender sus brazos contra aquella mujer ó separarse de ella, y, por fin, al oir que hablaba de su hija, prorrumpió en una interminable carcajada, de sonido tan raro, que crispaba los nervios.
—¿Conque yo tengo una hija? ¿Por ella te he de respetar?
—Sí, Fernando mío; piensa en tu hija y en que yo soy su madre, y así me perdonarás. Te han engañado, han mentido para perderme..., esa carta es falsa..., yo no conozco a ese inglés..., yo no conozco a nadie... ¿Quieres que traiga aquí a tu hija?
—No la traigas—gritó con voz tonante el conde—. La pobre criatura es inocente y no debe pagar las faltas de nadie. Si la trajeras, sería capaz de estrellarla contra la pared, con toda tranquilidad, pues no hay en su sangre una sola gota de la mía.
—¿Que no es tu hija?—exclamó Pepita, con un asombro que le hubiera envidiado la más consumada actriz.
—Mira, Pepita: no sigas mintiendo, o de lo contrario no respondo de mí. Te he dicho que lo sé todo, y así es la verdad. Esa criatura no es hija mía. Ahí está para atestiguarlo la mujer que te asistió en el parto, la cual confiesa que la niña nació dos meses después de la fecha que tú me anunciaste. Tú sabrás quién es su padre, pues no se habrá borrado aún de tu memoria el recuerdo del hombre a quien te entregaste después de mi partida.
Pepita, al conocer que su esposo estaba tan bien enterado, experimentó mayor turbación, y sólo supo decir, con la inconsciencia de un autómata:
—Mentira; todo lo que te han dicho es una falsedad. Alguien me quiere perder.
—Sí; alguien te pierde, pero es tu misma desvergüenza. Mira esa carta que aún tienes sobre las rodillas, examina bien la letra, y después atrévete a negar que la has escrito tú misma para un amante que hace tiempo absorbe tus sentidos, hasta el punto de olvidarte de tu esposo y de tu hija.
La condesa, no sabiendo qué contestar, apeló a la suprema razón de la mujer, y volvió a llorar, ocultando el rostro entre las manos.
Mucho tiempo pasó Baselga paseando por la habitación con aire meditabundo, y, al fin, se paró ante su mujer, exclamando con voz cavernosa:
—Señora: es necesario que esto concluya. Sé bien que ante los ojos de Dios, que es enemigo del pecado, tengo yo derecho a exterminar a la mujer que tan vergonzosamente ha mancillado mi honor, pero un valiente no se ensucia jamás con la sangre de un ser débil. Hace poco me sentía capaz de estrangularla entre mis manos, pero ahora me felicito de no haber adoptado tan extrema resolución, que vendría a añadir nueva vergüenza a mi deshonra. Otra será mi venganza y cual corresponde a un caballero que tiene derecho a llevar alta la frente.
Dijo Baselga estas últimas palabras con tanta firmeza, que Pepita levantó, asustada, la cabeza y preguntó con ansiedad:
—¿Qué piensas hacer?
—Hoy mismo, señora, quedaremos separados y buscaré a ese inglés, al que usted tanto ama, para cambiar algunas balas o darnos de estocadas; pero antes iré a Palacio, pues nuestro divorcio no ha de quedar en el misterio, ni un conde de Baselga ha de abandonar a su esposa sin que todo el mundo sepa la causa. Hablaré con la reina Amalia para que sepa la conducta de su esposo y la de una dama de su servidumbre de honor, y usted, señora, no podrá ya volver a Palacio y la alta sociedad le repudiará de su seno. Sé perfectamente que entre las gentes de Palacio hay muchas señoras que sólo de tal tienen el nombre y que proceden con sus maridos tan infamemente como usted con el suyo; pero eso no aminorará la pena que yo la destino, pues en ciertas esferas el escándalo es lo que mata, y las más culpables y dignas de castigo son las que más se apresuran a abrumar con su desprecio a la compañera de pecado que no ha sabido impedir que fueran conocidas sus faltas. Soy joven; hasta hace poco era un imbécil; pero el dolor y la venganza han operado en mí una transformación y hoy veo claro cuanto me rodea, y conozco que, para un carácter altanero y soberbio como el de usted, el peor castigo es verse abandonada de todos y despreciada por las mismas mujeres cuyos celos y envidias provocaba hasta hace poco. Todo Madrid sabrá que la baronesa de Carrillo es una prostituta sin vergüenza, una mujer infame, que su marido, el conde de Baselga, la ha abandonado por conservar limpio su honor, y quiere que todo el mundo lo sepa.
Efectivamente; debía de ser para Pepita muy terrible el castigo que le prometía su esposo, por cuanto temblaba y mostraba más miedo que momentos antes cuando Baselga la golpeaba.
Este miraba fijamente a su esposa, adivinando el efecto que en ella causaban sus palabras, y para hacer mayor su tormento, añadió con cierta complacencia:
—Todo Madrid sabrá quién es usted y la escupirá en el rostro. Las altas damas de Palacio le negarán la entrada en sus casas, y cuando la encuentren en la calle, si se dignan fijar en usted sus ojos, será para dirigirla miradas de desprecio; los hombres, si la hablan, será para dirigirla palabras capaces de ruborizar a la pecadora más perdida; toda persona virtuosa y de honor huirá de usted, y hasta los buenos padres de la Compañía, esos santos varones que dirigían su conciencia, se negarán en adelante a ser el sostén de una ramera con título de baronesa.
—¡No! ¡Eso no!...—exclamo Pepita involuntariamente al oír el nombre de la Orden y fué a seguir hablando, pero de pronto palideció, y bajando la cabeza sumióse en el silencio.
La condesa, al ver incluído entre sus castigos el desprecio de los jesuítas, experimentó la involuntaria tentación de hablar, y hasta su lengua fué a decir que ellos eran los principales causantes de su infidelidad conyugal; pero en tal instante el recuerdo del misterioso poder de la Orden y de lo que ésta era capaz para castigo de los imprudentes, pasó rápidamente por su imaginación y creyó prudente callar, exponiéndose a un castigo problemático, como era el manifestado por su esposo, para librarse del castigo de la Compañía, que era mas cierto.
—¿Cómo que no?—preguntó Baselga apenas su esposa dijo tales palabras—. ¿Duda usted acaso de que los jesuítas abandonarán a una esposa adúltera e infame? La Compañía de Jesús es una religión de hombres virtuosos y humildes, que sienten horrible antipatía contra el crimen y la deshonestidad, y que la abandonarán a usted apenas se convenzan de sus terribles faltas. ¿Ve usted al buen padre Claudio, siempre tan atento y deferente? Pues tengo la seguridad de que apenas sepa que es usted una esposa adúltera, se llenará de santo horror, y su indignación no tendrá límites cuando yo le cuente que usted ha sido la querida del rey, logrando con sus infernales tentaciones que el monarca ungido de Dios cayese en el pecado.
Si la condesa no hubiera tenido el rostro oculto entre sus manos, tal vez se la hubiera visto sonreir sarcásticamente mientras su esposo hablaba de las virtuosas indignaciones del padre Claudio.
La rabia que sentía el violento Baselga, aquel afán de venganza brutal que no podía desahogar por miramientos de sexo, producían en el gigantesco comandante una angustia terrible, que al fin le obligó a dejarse caer en un sillón, donde permaneció mucho tiempo con los ojos entornados y respirando jadeante como si fuera víctima de mortal congoja.
Pepita, a pesar de que hacía tiempo miraba con indiferencia a su esposo, sentía hacia él cierta atracción desde que lo vió tan magnífico e imponente durante la terrible y brutal explosión de su rabia, y además necesitaba calmar su enojo por medio de caricias. Por esto comenzó a mirar con inquietud al conde, que parecía próximo a ser víctima de una congestión que pusiera en peligro su existencia.
Mucho rato permaneció Baselga inmóvil y como abstraído, hasta que por fin dió señales de ir serenándose, y abriendo sus ojos los fijó en su esposa con extrañeza.
—¿Aún está usted aquí? ¿Quiere usted acaso continuar mintiendo por más tiempo y engañarme con sus miserables embelesos? Salga usted inmediatamente de aquí y que no la vea durante las pocas horas que permaneceré en esta casa; de lo contrario, podría caer nuevamente en la tentación de hacerme la justicia por mi mano. Diga usted a mis asistentes que preparen mi equipaje para poder salir hoy mismo de esta casa.
Con tal imperio dijo Baselga estas palabras que la condesa se vió forzada a obedecer, y a paso lento se dirigió hacia la puerta; pero al llegar a ésta se detuvo, y adoptando una actitud resuelta, volvió al centro de la habitación.
Baselga la miró con cierto asombro.
—Yo no puedo permitir que tú te vayas—dijo, mirando a su esposo con la misma expresión incitante que horas antes había empleado con el padre Claudio.
—¡Cómo! ¿Qué quiere decir eso?
—He dicho que no te vas, y no te irás.
—¿Y quién puede impedir que yo te abandone?
—¡Yo!, o mejor dicho, mi amor.
—¡Tu amor!—exclamó Baselga con extrañeza, e inmediatamente rompió a reir con lúgubres carcajadas.
—¡Con que me amas, Pepita mía!—dijo con acento sarcástico—. No es mala la treta para abusar una vez más del marido bonachón, del bestia ridículo de quien tantas veces te has reído. Sin duda, temes las consecuencias del castigo con que te he amenazado, y te propones evitarlas intentando resucitar en mi pecho el ascendiente que hasta hace poco tuviste.
—Di lo que quieras; insúltame cuanto gustes, llámame perdida, golpéame como a un perro, que todo esto no impedirá que te ame tanto como el primer día que nos conocimos.
Aquella mujer era una actriz tan perfecta, que su marido llegó a dudar de la falsedad de sus palabras.
Tal pasión se retrataba en sus ojos y con tanta ingenuidad hablaba, que Baselga, atrepellando la lógica de los hechos y lo decisivas que eran las pruebas que tenía para considerar a Pepita como a una mujer malvada y viciosa, creyó por un momento que ésta había ido al deshonor arrastrada por su carácter caprichoso y que todavía le amaba, por lo que él casi se sentía dispuesto a perdonarla.
Tanto adoraba a su esposa aquel hombre tan brutal como sencillo.
Pepita, como de costumbre, adivinaba el efecto que sus pérfidas palabras producían en el ánimo del conde, y no queriendo desaprovechar tan favorable ocasión, apeló a todos sus recursos escénicos, y dijo con la entonación melancólica de una mujer que ve sus ilusiones próximas a desvanecerse:
—Yo, Fernando mío, te amo y te he amado siempre. Reconozco, si así lo quieres, que he sido traidora, que he faltado a la fe jurada; pero esto no me impide el considerar como la mayor de las desgracias verme alejada de ti, que eres mi mayor ilusión. ¿Qué ganará tu honor con que nos separemos públicamente y el mundo sepa mis faltas y tu deshonra? Quedaremos los dos solos, abandonados, como si estuviéramos en el centro de un desierto; yo seré muy desgraciada porque te amo, y tú sufrirás gran pena porque me adoras, Fernando; yo así lo reconozco, a pesar de que tú haces cuanto puedes por ocultar tu pasión. El tiempo es un buen remedio para borrar de la memoria los recuerdos penosos, y no pasarán muchos meses sin que, dando al olvido el pasado, volvamos a amarnos como en más felices tiempos. ¿Qué ganas con huir de esta casa?
—Lo que tú temes—dijo el conde con expresión sarcástica—es el escándalo y el desprecio público que caerán sobre ti apenas publique yo tu deshonra.
—No, esposo mío; lo que yo temo es verme alejada de ti. Si tal sucediera, cree que la vida sería para mí terrible carga.
Dió la condesa tal acento de sencillez a estas palabras, que Baselga se sintió ya casi desarmado. Una infame y deshonrosa conformidad comenzaba a apoderarse de su ánimo.
Los primeros impulsos de su terrible furor se habían desvanecido ya, y casi se sentía inclinado a transigir con su deshonra. Amaba a Pepita como a nadie, y comenzaba ya a pensar en lo pesada y monótona que sería para él la vida así que se viera alejado de su esposa y tuviera que mirarla en la calle como una mujer extraña y de posesión imposible.
La astuta condesa, que sabía la mágica influencia que ejercían sus gracias corporales sobre aquel gigante, que en su corpachón encerraba los insaciables apetitos de un sátiro, apeló a las seducciones de obra para reforzar sus cariñosas palabras, y reclinándose en el diván dejó que algo más que sus lindos pies asomara por bajo la desordenada falda, al mismo tiempo que hacía ondular su incitante pecho al impulso de una respiración agitada y angustiosa.
No tardó Baselga en fijarse en tan seductores detalles, y mientras parecía reflexionar, fijos sus ojos en los encantos de Pepita, ésta le decía con el tonillo zalamero que tanto efecto causaba en sus adoradores:
—¿Qué ganarías, hijo mío, con huir de mí? Yo comprendo que he sido muy malvada y debes castigarme. Lo deseo, lo exijo y me consideraré feliz si extremas conmigo tu venganza hasta el punto de que quedes tranquilo y vuelvas a ser el mismo de antes. Estando junto a mí podrás desahogar tu justa rabia, tratándome como un ser odioso, mirándome con completa indiferencia. Este, Fernando mío, será mi mayor castigo, porque yo te amaba antes mucho; pero ahora te quiero hasta el delirio. Eres soberbio y sublime como un león cuando te enfadas, y te aseguro que hace un instante, cuando me abofeteabas, sentía tentaciones de besarte. Ninguna mujer hubiera dejado de adorarte al verte amenazante y magnífico como un dios. Pégame cuanto quieras, condéname a los mayores castigos que puedas imaginar; pero ámame, pues de lo contrario yo misma me daré muerte.
Sólo le faltaba aquello al sencillo Baselga para que inmediatamente su terrible furor viniera al suelo como un castillo de naipes.
Quería permanecer algún tiempo afectando un odio irreconciliable; pero en su interior estaba ya resuelto a perdonar, y por eso, instintivamente y sin darse exacta cuenta, avanzó algunos pasos hacia su esposa sin poder ocultar en su rostro la impresión que sentía favorable para Pepita.
Esta, que fingiéndose distraída por su apasionamiento se fijaba en cuanto hacía su esposo, comprendió que había ya ganado su afecto, y continuó hablando para asegurarse por completo su tranquila pasividad.
—No dudes en permanecer unido a tu esposa. Tú amas la gloria, aspiras a ser un personaje en el Ejército, cosa muy justa y nada te perjudicaría tanto en tu causa como un escándalo que redundara en desprestigio de las personas reales. Piensa que si permanecieras como hasta hoy cumpliendo tus deberes y no haciendo nada que pudiera desagradar al rey, llegarías a general dentro de pocos años.
Detúvose Pepita algunos momentos como para estudiar el efecto que sus palabras causaban en el conde, y creyendo que la promesa de un porvenir glorioso en su carrera le deslumbraba, acabando de desvanecer todos sus escrúpulos, continuó:
—Además, ¿por qué has de ser tú de diferente carácter que la mayor parte de los que contigo se codean en los salones de Palacio? Tú dices que conoces bien a las gentes palaciegas; pero ni con mucho tienes formado un exacto concepto de su carácter y sus costumbres. ¡Si supieras cuántos ciegos voluntarios hay entre los cortesanos! ¡Si vieras los muchos que ven más de lo que les conviene y, sin embargo callan! Es porque saben vivir y comprenden que a la sombra de un trono hay que pasar por muchas cosas para poder medrar. Imítalos tú, Fernando mío, y no te empeñes en diferenciarte de los demás a título de algunas preocupaciones que sólo alcanzan crédito entre la canalla popular. Permanece al lado de tu esposa y no te opongas a los caprichos del rey, que yo me encargo de que dentro de pocos años seas general. Nada puede costarte este pequeño sacrificio. Cuando eras soltero, ¿no consentías que ese vejestorio que lleva el título de duquesa de León atendiera a todas tus necesidades, a pesar de ser esto deshonroso? Pues confórmate ahora a ser un poco complaciente y algo ciego, y piensa que, a pesar de lo que diga la gente, ser querida de un rey es honor que no todas alcanzan. Debes pensar en que podemos encumbrarnos bajo la protección del monarca y en que muchos envidiarán tu suerte, pues quisieran tener una esposa que manejase a su gusto la voluntad del amo de España.
La condesa no pudo seguir. Había avanzado demasiado haciendo a su esposo tal proposición, y no tardó en sufrir las consecuencias.
Aquellas cínicas palabras causaron a Baselga el efecto de otros tantos latigazos.
Quedóse como asombrado por la audacia de su esposa, y pareció dudar de la realidad de lo que oía.
La vergonzosa proposición, penetrando hasta lo más recóndito del corazón de Baselga, removió los restos que en él quedaban de dignidad y de honor.
El pasado surgió luminoso y terrible ante la interna vista del conde, y un intenso rubor se extendió como una oleada de fuego por sus mejillas, hasta entonces pálidas.
Baselga, que rara vez se acordaba de sus antepasados y que, a pesar de sus preocupaciones políticas y sociales, no se cuidaba de hacer alarde de los méritos de sus ascendientes, al escuchar tan infame propuesta vió desfilar por su imaginación las figuras de sus progenitores, tristes, cabizbajas y llorosas, como condoliéndose de aquella tremenda ofensa que se ofería a su descendiente.
La impresión era demasiado fuerte para un hombre tan enérgico e irascible como Baselga.
Sintió que la sangre subía en ardorosa erupción al interior de su cerebro, produciéndole terribles escalofríos; sus ojos se oscurecieron, distinguiendo únicamente en la densa sombra que ante ellos se extendió, millares de chispas azuladas que bailoteaban con la infernal y caprichosa ligereza de los duendes en el aquelarre; los brazos avanzaron con arrollador e instintivo impulso y los crispados dedos agarraron algo carnoso, suave y tibio, estrujando con bárbara complacencia la finura de su superficie.
Era la garganta de Pepita.
Cuando ésta sintió sobre su cuello aquellas férreas tenazas movidas por feroz impulso, gritó agitada por el instinto de conservación; pero la voz clara y vibrante, pugnando por salir, se extinguió antes de llegar a los labios, convirtiéndose en un rugido horrible que tenía mucho del estertor de la agonía.
A pesar de la robustez del cuerpo de la condesa, Baselga, oprimiéndola el cuello con salvaje complacencia, la levantó hasta separar sus pies del suelo y la agitó en el espacio zarandeándola como el verdugo que en la horca se apresura a poner fin a la vida del sentenciado.
Aquella escena tenía un carácter tan horrible como repugnante.
El conjunto que formaban aquellos dos cuerpos tan terriblemente unidos agitábase furiosamente por la habitación. La condesa, en el estertor de la agonía, agitábase desesperadamente queriendo librarse de la argolla de hierro que la estrangulaba, y agitando furiosamente los pies en el vacío, tan pronto golpeaba los muebles, como daba furiosas patadas en las piernas de su esposo. Este, pugnando instintivamente por librarse de tales golpes y de los arañazos que en su rostro hacían las hermosas manos de la condesa, iba de un lado a otro de la habitación con su pesada carga, sin dejar de oprimirla la garganta, lanzando al mismo tiempo espantosos juramentos y rugidos con los que desahogaba la salvaje ansia de destrucción que de él se había apoderado.
Esta extraña situación sólo duró algunos momentos. De pronto el cuerpo de Pepita se estremeció de los pies a la cabeza; un suspiro horrible que semejaba un rugido salió de sus labios, y el conde sintió al mismo tiempo algo húmedo, caliente y repugnante, que chocaba contra su rostro.
La nueva sensación le trajo a la realidad, y como si sintiera un asombro sin límites ante su propia obra, soltó el cuello de la condesa, cuyo cuerpo cayó inerte y sin vida sobre la alfombra.
En la mirada de Baselga se retrató un asombro abrumador. Llevóse la mano a su rostro y la contempló llena de sangre, y al alzar la mirada asustóse al verse retratado en el frontero espejo de un modo horrible. Su figura tenía la expresión siniestra de un asesino, y su rostro estaba desfigurado por una máscara de negruzca sangre que hacía brillar con más intenso fulgor sus ojos, semejantes a los de un león cuando va a despedazar la bestia ya inmolada a sus furores.
Entonces fué cuando se dió exacta cuenta de lo que había ocurrido, y cuando se convenció de que acababa de dar muerte a su esposa.
Baselga no experimentó ninguna sensación al darse cuenta de su delito.
Era tan grande el hecho, que por su misma inmensidad no cabía el arrepentirse de él inmediatamente, y cayó en un estado de estúpida inercia, contemplando con la cabeza baja y fijeza idiota el cadáver de Pepita, cuyos labios, amoratados y henchidos de sanguinolenta espuma, daban un siniestro carácter a su rostro, que aún parecía más hermoso con la palidez de la muerte.
Baselga no pudo darse cuenta de cuánto tiempo permaneció en la imbécil contemplación. De pronto oyó sonar pasos en el corredor vecino, y levantando la cabeza, vió entrar precipitadamente en el gabinete a un sacerdote.
Era el padre Claudio.
Mucho dominio tenía el hermano jesuíta sobre sus impresiones, y no eran pocas las escenas terribles que había presenciado en su vida; pero a pesar de esto, al abarcar con una rápida mirada el cuadro que ante sus ojos se ofrecía, no pudo impedir el volver atrás instintivamente.
Vió a Pepita tendida en el suelo con las ropas en desorden, impresas en el cuello las cárdenas señales de unos dedos, y junto a ella, impasible, pero amenazante, la tremenda figura de Baselga, por cuyo rostro corría la sangre, destilando gota a gota por el extremo de sus patillas.
Aquel espectáculo tan horrible como inesperado logró conmover al sectario de Loyola y al mismo tiempo que se desvanecía su eterna sonrisa, su rostro tornábase pálido por primera vez en la vida.
Era que sentía miedo ante el iracundo Baselga y temía que la condesa antes de morir hubiese revelado a su esposo la gran participación que la Orden tenía en muchas de sus faltas.
La moral jesuítica.
Al día siguiente entraba el padre Claudio en su despacho donde, como de costumbre, estaba el hermano Antonio encorvado sobre la gran mesa, ocupado en la inmensa labor que producían los informes y anotaciones secretas de la terrible Compañía.
El jefe de los Jesuítas, al entrar en aquella vasta pieza, que era como el templo erigido en honor del poderío de la Orden, exhaló un suspiro de satisfacción, semejante al del peregrino que vuelve a su hogar después de un largo viaje.
El secretario, a pesar de su habitual impasibilidad, levantó su cabeza, y con aire de ansiosa interrogación contempló a su superior.
—Por fin—exclamó el padre Claudio—me veo aquí tranquilo y libre ya de tremendos compromisos. ¡Ay hermano Antonio, si supieras cuánto he tenido que trabajar por culpa de la ligera condesita, a quien Dios tenga en su gloria, y de la duquesa de León con la cual cargue el diablo! Supongo que ya tendrás noticias de lo ocurrido en la casa de los condes de Baselga.
—Sí, reverendo padre. Recibí vuestro recado, en el que me manifestabais el triste fin que ha tenido doña Pepita.
—¿Y qué se dice por Madrid del terrible suceso?
—Nada de particular, reverendo padre. La gente cree que la condesa ha muerto de un accidente repentino, y que su esposo está desconsolado, sin que haya quien pueda inspirarle la resignación suficiente para sobrellevar la pérdida.
—Veo que no lo hemos hecho del todo mal y que he logrado evitar que el escándalo haga presa del tal suceso. Bastante me ha costado, pues a pesar de los grandes medios de que dispone la Orden, he tenido que agitarme mucho para poder conseguir el arreglo de este asunto.
—¿Y qué dice el conde, reverendo padre?
—El conde es ya uno de los nuestros; la independencia de su voluntad se ha desvanecido para siempre, y en adelante será un instrumento inconsciente de nuestra Orden, y tendrá que obedecer a nuestros mandatos, so pena de caer en manos de la justicia humana.
—¿Se ha ligado, acaso, a nuestra Orden con alguno de nuestros votos?
—Ha hecho más todavía. Ha firmado un papel con el que somete su porvenir y su honra a nuestras manos. Toma, hermano Antonio, lee este papel y guárdalo cuidadosamente en la nota referente al conde de Baselga. Con tal declaración su suerte está en nuestras manos y podemos manejarlo como un instrumento que obedecerá ciegamente cuanto la Compañía se digne mandarle.
El padre Claudio, sacando del bolsillo de su sotana un pliego cuidadosamente doblado, lo entregó a su secretario, quien leyó rápidamente lo siguiente:
"Yo, el abajo firmado, D. Fernando de Baselga, conde de Baselga, gentilhombre de Palacio y comandante de la Guardia Real de Caballería, declaro con espontánea voluntad y ante la presencia de Dios, que nos ha de juzgar a todos y que me castigará si miento, que he dado muerte violenta a mi esposa, doña Josefa Carrillo, baronesa de Carrillo, estrangulándola en un rapto de furor. No intento disculpar mi crimen, y por si algún día le place a la divina Providencia el descubrirme y castigarme, escribo la presente declaración de mi puño y letra, y la firmo confiándome a la misericordia de Dios.
Fernando de Baselga."
El hermano Antonio, así que terminó la lectura del documento, fijó la vista en su superior y con acento de admiración, que procuraba extremar para hacerse más grato al padre Claudio, exclamó:
—¡Cuán grande es vuestra reverencia y qué sabia y expertamente sabe procurar por los intereses de la Orden! ¿Cómo ha logrado vuestra paternidad apoderarse de la persona del conde?
—Cuando contemplé el terrible espectáculo que se había desarrollado en casa de Baselga, pensé inmediatamente en nuestra máxima, de que es preciso sacar del mal todo el bien posible, y me propuse, ya que la suerte de Pepita no tenía remedio, el hacer todo lo posible para que no lo perdiéramos todo. ¿Qué hubiéramos granado con dejar al conde de Baselga completamente abandonado en tan terrible situación permitiendo que su crimen se descubriera y que la Justicia humana se ensañará con él como en un vulgar asesino? ¿Hubiera resucitado por esto Pepita? Y, por otra parte, si el conde hubiese sido juzgado por los Tribunales, ¿no nos habríamos expuesto a que siendo averiguadas las causas del crimen hubiese aparecido nuestra complicidad en los devaneos de la condesa? Por esto he creído más acertado el proteger a Baselga, no descuidando de paso el hacer de él un agente de la Compañía. Sé muy bien que al presente sus servicios no nos serán de gran utilidad, pues es casi un imbécil; pero como perro de presa no tiene precio, y el día en que la revolución vuelva a levantar la cabeza y necesitemos hombres que defiendan con valor los privilegios de la Iglesia y de nuestra Orden, el conde será un excelente combatiente, lo mismo que si por la fuerza de las circunstancias tuviéramos que dar nuestro apoyo a los que ya piensan en sustituir al rey don Fernando por el infante don Carlos.
—Efectivamente, reverendo padre, el conde es un excelente soldado y de seguro que algún día tendremos que recurrir a su espada y quién sabe si con el tiempo llegará a ser el campeón armado de la Compañía de Jesús. Pero cuénteme vuestra reverencia, si con ello no falto al respeto que se merece, cómo fué lo que sucedió cuando visteis al conde ante el cadáver de su esposa.
El padre Claudio, que había ocupado su sillón habitual, frunció el ceño ante aquella muestra de curiosidad que daba su subordinado y que tan contraria era a las reglas de la Orden; pero sentía, a pesar de su carácter, gran deseo de relatar lo que había ocurrido, pues la enormidad de aquella tragedia inesperada había trastornado por completo su carácter y modo de ser.
—Satisfaré tu indiscreta curiosidad, aunque sólo sea por una vez. El conde estaba en un estado casi rayano al idiotismo, y cuando yo, ante el cadáver de su esposa, le increpé lleno de santa indignación llamándole asesino, pareció no entenderme ni darse exacta cuenta de la enormidad de su crimen; pero de repente, y cuando más extremaba yo mis acusaciones, salió de su ensimismamiento y llorando como un niño el infeliz se arrojó a mis plantas pidiendo a gritos que le salvara de aquella situación terrible en que le ponía el resultado de su furor. Las consideraciones que antes te he expuesto pasaron rápidamente por mi imaginación y determiné salvarle, pero antes le exigí que para ponerse bien con Dios y pedirle perdón por su crimen escribiera este documento que te acabo de entregar. Habíamos pasado a una habitación contigua a aquella donde se había verificado el crimen, y Baselga comenzó a escribir cuanto yo le dicté, sin oponer ninguna resistencia, y es más, sin comprender cuanto iba diciendo, pues el infeliz estaba en tal estado que de seguro a estas horas apenas si comprenderá aún la importancia del documento, con el que se ha ligado eternamente a la Compañía.
—¿Y qué hicisteis para salvarle cuando el importante documento estuvo en vuestro poder?
—Lo primero era evitar que se supiera cómo la condesa había muerto a manos de su esposo, y yo mismo fuí a buscar a uno de nuestros hermanos de hábito corto, el famoso doctor Rodríguez, a quien, como tú sabes, hemos convertido, merced a nuestra influencia y poder, en una eminencia científica, a pesar de su ignorancia, y de que yo antes me dejaría morir que permitirle me tomara el pulso.
—¿Y qué le hizo el doctor Rodríguez?
—Me obedeció como un buen hermano apenas me presenté en su casa y me siguió a la de la condesa, donde a pesar del gran imperio que sobre sus impresiones tiene y de su reconocida dureza de corazón, no pudo menos de conmoverse. Te digo que el espectáculo que ofrecía el cuerpo de la condesa tendido en medio de su gabinete era para aterrorizar al hombre más feroz.
A pesar de esta afirmación, el padre Claudio hablaba con completa tranquilidad, y su voz meliflua no se alteraba con el recuerdo de aquella sangrienta escena.
Realmente el jesuíta no tenía de qué condolerse. El negocio no había sido del todo malo. Bien era verdad que la Compañía, con la muerte de Pepita, había perdido uno de sus más útiles auxiliares, pero este accidente había servido para ligar más a la Orden a un Hércules que podía prestar en adelante muy buenos servicios.
El hermano Antonio tampoco se conmovía gran cosa. Aquella relación de un suceso espantoso estaba en armonía con sus malvadas aficiones, y parecía oirla con deleite y hasta con gustosa impaciencia, pues fijaba sus ojos en el rostro de su superior para adivinar las palabras. En algunos pasajes del relato revolvíase nerviosamente en su asiento y agitaba su cabeza como olfateando el espacio. Había en él mucho de la fiera que dilata su hocico al husmear en el viento las emanaciones de la sangre.
El "socius" estaba horrible escuchando con tanto placer la descripción del repugnante aspecto que ofrecía el cadáver de la condesa, y el padre Claudio contemplaba con agrado el espíritu infernal que se transparentaba tras los ojuelos del mastín ensotanado que le servía de secretario.
—Era necesario, como antes he dicho—continuó el lindo jesuíta—, hacer ver que Pepita había muerto naturalmente, y el doctor Rodríguez, una vez repuesto de su primera impresión, determinó que la muerte de la condesa fuese a causa de una congestión cerebral. El tinte violáceo que la estrangulación había dejado en el hermoso rostro daba algún fundamento a la suposición de tal enfermedad.
—¿Y el conde? ¿Qué hacía entretanto, reverendo padre?
—Lloraba como un niño y se mostraba tan débil que casi no podía andar sin descansar a cada instante su cabeza sobre mi pecho. Cuando volví yo con el doctor Rodríguez, tuvimos que separarlo a viva fuerza del cadáver de su esposa, al que estaba abrazado como un loco dándole furiosos besos.
—¿Y de qué modo acabó vuestra paternidad por dar un carácter natural al suceso?
—Sabes que a mí, aunque humilde siervo del Señor, me sobran los medios para salir triunfante de todos los conflictos, y en el de ayer he tenido pericia suficiente para no dejar un solo cabo suelto ni desperdiciar el menor detalle que delatase la verdad de todo lo ocurrido. Lo primero y más urgente era el dar un aspecto de fallecimiento natural al cadáver de Pepita, e inmediatamente pusimos manos a la obra el doctor y yo. Baselga nos dejaba hacer, mirándonos con estúpida indiferencia, y todo su empeño consistía en acercarse al cadáver, lo que nosotros procurábamos evitar.
—¿Y los criados? ¿Dónde estaban? ¿Qué decían?
El hermano Antonio hizo estas preguntas con el acento de un genio postergado que pilla a un colega en grave falta de distracción.
—Hermano Antonio—dijo el superior con aire de ofendido—, eres un ignorante tan presuntuoso, que algunas veces te olvidas de tu posición miserable hasta el punto de querer elevarte al mismo nivel de tus superiores. La culpa la tengo yo, que te concedo libertades que no te mereces Y te relato por pura condescendencia cosas que no debías saber. Porque te he dicho algunas veces que siguiendo como hasta el presente podrías algún día ocupar altos puestos en la Orden, te has engreido y abusas de mi confianza; pero ten presente que así como puedo elevarte puedo convertirte en polvo, y casi me dan tentaciones de abandonar al que se muestra como un soberbio e incorregible charlatán.
Bajó la cabeza el "socius", anonadado por tal reprimenda, y se apresuró a desvanecer con un nuevo rasgo de rastrera adulación el mal efecto que en su superior habían causado sus palabras.
—Reverendo padre, perdón, en nombre del dulcísimo Jesús, de cuanto haya podido decir en ofensa de vuestra reverencia. No soy yo quien ha hablado, sino el demonio, que muchas veces me impulsa a ser soberbio y olvidar mi humilde posición. Perdón, padre mío, perdón, que yo con toda mi alma me arrepiento de mi soberbia.
Y el secretario se puso de rodillas ante su superior, imitando la actitud de un niño que tiembla ante el castigo.
Aquello podía resultar degradante, rastrero y vergonzoso para la dignidad de un hombre; pero debía gustar mucho al padre Claudio, por cuanto de su rostro se borró la ceñuda expresión de desagrado y se dignó extender su blanca y cuidada diestra sobre la mugrienta cabeza del "socius", diciéndole con su dulce voz al mismo tiempo que le bendecía:
—Levántate, hermano; yo te perdono en nombre de Dios, a quien has ofendido dudando de mi pericia. Porque por centesima vez te repito que los actos que nuestra Orden realiza responden a la inspiración del Eterno, y, por lo tanto, peca el que pone en duda su eficacia, pues así como Dios no se equivoca nunca, jamás pueden equivocarse los directores de la Compañía, que es la gloriosa milicia de Cristo. Tu dices que eres creyente y por esto siempre debes creer en nuestra santa institución. Así confío que será "per omnia secula seculorum".
—"Amén"—contestó el secretario con acento contrito, y levantándose del suelo, volvió a ocupar su asiento.
El padre Claudio, como si estuviera conmovido por tan edificante escena y no quisiera perder tan buena ocasión para estar algún rato en comunicación con Dios, cruzó ambas manos con expresión seráfica, y llevándolas a su boca de femenil contorno, al mismo tiempo que entornaba graciosamente los ojos, quedóse en perfecto recogimiento y como abstraído en la contemplación de celestiales visiones.
El hermano Antonio no era nombre capaz de dejarse engañar por tales éxtasis y conocía que lo que se proponía el padre Claudio era desesperar con la larga oración su impaciencia por saber todo lo ocurrido en casa de la condesa.
Habituado el "socius" a la obediencia, esperó pacientemente que su superior terminase la oración, y cuando ésta acabó, no hizo la menor demostración de curiosidad, seguro de que de este modo el padre Claudio continuaría su relato.
El secretario conocía perfectamente a su superior, pues éste siguió diciendo:
—Lo primero que hicimos fué colocar a la condesa en su lecho. El doctor Rodríguez tiene gran práctica en el manejo de los cadáveres, y aprovechando que el de la condesita estaba todavía caliente, y manejándolo sin ninguna contemplación y sin fijarse en el crujido de los huesos, cada uno de los cuales hacía palidecer a Baselga, consiguió darle el aspecto de un cuerpo que no estaba contraído por los horrorosos espasmos de una muerte violenta. El rostro de Pepita tornábase por instantes de un color espantoso. El color cárdeno habíase convertido en negruzco; los ojos parecían próximos a saltar de las órbitas, y la lengua asomaba rígida por entre los labios; pero Rodríguez no es manco para esta clase de trabajos, a los que más de una vez lo hemos dedicado, y con todo el cuidado de un artista, fué transformando y retocando aquella espantosa fisonomía. Los ingredientes del tocador de la condesa, hábilmente usados, nos prestaron un gran servicio. La blanca pasta que en los saraos había embellecido el rostro de Pepita, sirvió en tal ocasión para cubrir las repugnantes manchas de sus mejillas; otros afeites lograron dar una palidez dulce a sus amoratados y sanguinolentos labios; cerramos sus ojos, arreglamos sus espeluznados cabellos, y cuando subimos el embozo de la cama hasta no dejar al descubierto más que una parte de la cabeza, quedamos satisfechos contemplando nuestra obra. La condesa no tenía a la vista la más leve señal de haber muerto violentamente.
El hermano Antonio creyó del caso hacer un gesto de admiración, para adular a su superior, y éste siguió diciendo con expresión de hombre satisfecho:
—Entonces fué cuando llamé a los criados. Estos se hallaban en la antesala, confusos y alarmados, pues ya momentos antes había yo salido para manifestarles que su señora estaba muy grave y enviar a uno de ellos a la botica con una receta que a toda prisa escribió Rodríguez, y en la cual pedía los primeros medicamentos que se le ocurrieron. Cuando manifesté a toda aquella chusma que su dueña acababa de morir y les mostré su cuerpo en la cama, hubo los llantos y lamentaciones propios del caso; pero yo no les dejé mucho tiempo entregados a los arranques de mercenario dolor, pues fuí enviando a cada uno a cumplir las comisiones necesarias en aquella situación. Al poco rato las campanas de la parroquia tocaban a muerto, en Palacio se sabía ya por orden mía el inesperado fallecimiento de la condesa de Baselga, víctima de una congestión cerebral, y teníamos ya en la casa un lujoso ataúd, un hábito y todo lo necesario para el tocado fúnebre de la difunta. Mientras todo esto se hacía por mis disposiciones, Rodríguez lavaba al conde la sangre que aún tenía en el rostro, hacía desaparecer de éste los arañazos que le había hecho Pepita y extendía la partida de defunción con todos los requisitos de legalidad.
—¿Y quién amortajó a la condesa?
—El doctor y yo. Llegaron al poco rato a la casa gentes encargadas del fúnebre servicio, pero yo, tanto a ellas como a los criados, los despedí diciendo que la condesa, momentos antes de expirar, se había confesado conmigo, manifestándome con gran empeño que no quería que su cuerpo fuese profanado por manos mercenarias, por lo que rogaba al doctor y a mí que la vistiéramos el hábito de religiosa de la Virgen de la Merced y la colocásemos en el ataúd.
—Admiro el talento de vuestra paternidad.
—Vestimos al cadáver el tal hábito, cubrimos su cabeza con la blanca toca, y cuando lo colocamos en el ataúd presentaba un aspecto tal, que el más hábil observador no hubiese adivinado la terrible tragedia que se ocultaba bajo aquella fúnebre estameña. El cuello de la toca ocultaba las manchas amoratadas que la estrangulación había dejado en la garganta y la parte superior de la blanca caperuza, sombreando los ojos impedía fijarse en lo abultados que éstos parecían bajo los párpados. Al anochecer nuestra obra estaba concluída y habíamos borrado en aquella casa todo vestigio del crimen.
—Y, aunque os parezca demasiado audaz mi curiosidad, ¿que hicisteis después, padre mío? ¿No había ya terminado vuestra misión?
—¡Oh, alma ignorante! ¿Y eres tú el que en ciertos momentos te atreves a darme lecciones? Imposible parece que a una penetración tan exquisita como quiere ser la tuya se le escapen ciertos detalles. Los vestigios del crimen se habían borrado ya en la casa, como te he dicho, pero estaban permanentes y acusadores sobre el cuerpo de la condesa. Figurate que durante la noche se le hubiera ocurrido a cualquiera de los encargados de velar el cadáver levantar un poco la toca o examinar el cuerpo de la difunta. Inmediatamente se habría descubierto la terrible verdad, y aunque nuestra Orden tiene medios para librarse de peligros aún mas grandes, no por esto se hubiera evitado el escándalo. Reconoce, pues, que yo obré sabiamente al permanecer toda la noche velando el cadáver y sin perder de vista a los que me acompañaban en tan santa operación. Así se ha podido lograr que prevaleciera el benéfico engaño y que nadie se acercara al cadáver de Pepita. De seguro que tú, soberbio fatuo, hubieras olvidado tan saludable precaución.
El hermano Antonio hizo con la cabeza una señal afirmativa, aunque en su interior no consideraba al padre Claudio tan listo como él mismo se creía.
Entre tanto, el hermoso jesuíta, sacando un bordado pañuelo de batista, se frotaba la cara con fruición, como si la frescura del trapo desvaneciese el ardor de su epidermis, y decía con voz lastimera:
—¡Si supieras cuán cansado estoy! Las agitaciones del día anterior y la contemplación del cadáver de Pepita, a quien ayer mañana vi rebosando salud y vida, no me han permitido cerrar los ojos en toda la noche, y a pesar de que soy fuerte como el hierro, como tú mil veces has podido apreciar, me siento quebrantado y necesito descansar inmediatamente.
—Esta madrugada—continuó el jesuíta después de larga pausa—mi primera ocupación ha sido avistarme con el conde de Baselga. El dolor le había rendido y estaba inerte sobre un sofá de su cuarto, respirando angustiosamente. El conde debe de haber pasado una noche más dolorosa aún que la mía. Como comprenderás, convenía a los intereses de la Orden el que explorase nuevamente la voluntad de ese fiero, uniéndolo aún más estrechamente a nuestra santa Compañía. Te confieso que más que los peligros que pudiera proporcionarnos la inesperada muerte de Pepita, me preocupaba lo que diría ese león furioso al despertar de su delirio del día anterior y darse cuenta exacta de su situación examinando las cosas con frialdad.
—La conversación sería larga.
—Muy larga, hermano Antonio, y te aseguro que en los primeros momentos el conde me causó miedo. Las terribles impresiones y la dolorosa crisis que acababa de sufrir, habían cambiado su carácter y sus facultades hasta el punto de que yo quedé asombrado al oírle expresarse con una energía tan culta y un acento de tan dramática indignación, que me recordó a alguno de aquellos oradores liberales que alborotaba en las Cortes durante el maldecido período constitucional.
—Eso es un milagro de Dios tratándose de un hombre tan rudo y poco ilustrado como lo es el señor conde.
—El dolor y los terribles desengaños operan algunas veces en el hombre asombrosas transformaciones.
—Realmente en el ánimo del conde debe de haberse efectuado una verdadera revolución.
—Cuando yo comencé a dirigirle las primeras palabras de consuelo, Baselga pareció despertar. Cada una de mis expresiones fué desvaneciendo una parte de las nieblas que envolvían su cerebro y, al fin, como el ciego que de repente ve la luz, se pintó en su rostro una expresión de asombro y de sorpresa y dió un suspiro que tenía mucho de rugido. Acababa de darse cuenta exacta de su situación. Su figura nada tuvo de tranquilizadora cuando los recuerdos fueron agolpándose en su memoria. Paseábase furiosamente por la habitación y con voz entrecortada fué dando salida a los pensamientos que en tropel acudían a su memoria. ¡Cómo recordar yo ahora lo que allí dijo aquel infeliz para desahogar su furor! Habló hasta contra el mismo Dios; y al rey, a pesar de todas sus aficiones realistas, lo puso como un trapo, apurando todos los adjetivos malsonantes que había podido recoger en las cuadras de los cuarteles. Te digo que parecía un tribuno de aquella "Fontana de Oro", de triste memoria.
—La verdad es que el señor conde tiene motivos sobrados para hablar mal de S. M.
—Así es; pero si hubiera podido oírle Chaperón o cualquiera otro director del moderno Santo Oficio, te aseguro que Baselga, a pesar de todos sus servicios a la causa del absolutismo, estaría a estas horas en la cárcel y mañana patalearía en la horca de la plaza de la Cebada. Mira con qué calor hablaría, que hasta yo mismo me conmoví un poco. ¡Con qué acento tan lastimero declamaba contra el rey, en cuya defensa había derramado su sangre, y que correspondía a tan grandes servicios arrojando la deshonra sobre su cabeza! Dijo que los reyes eran todos iguales: bestias miserables que no reparaban en deshonrar a sus más fieles vasallos turbando la paz de sus hogares, y acabó en su furor hasta por decir que ya se iba convenciendo de que los revolucionarios tenían razón, y que los franceses del 93 habían obrado muy cuerdamente cortando las cabezas de los monarcas.
—¡Eso dijo!—exclamó el secretario con afectado asombro—. No cabe dudar de que el conde deliraba a impulsos del dolor. Esas palabras sólo se comprenden en un loco.
—Has acertado; el conde estaba loco y aun me afirmo más en ello cuando recuerdo que habló de lo dispuesto que estaba a dar una puñalada al rey apenas lo viese, o al menos darle de latigazos así que encontrara ocasión.
—Eso es horrible, padre Claudio.
—Vamos, hermano Antonio. Finge un asombro menos vivo y con menos afectación. A ti, que estás enterado de los secretos de la Orden y sabes los medios de que ésta se vale a veces, no te cuadra el mostrarte escandalizado del mismo modo que un imbécil realista. Piensa que si algunas veces el rey don Fernando no quisiera obedecer nuestras indicaciones y se opusiera a nuestro desarrollo y esplendor, no nos vendría mal un conde de Baselga, que con su acero y su furor nos libraría de tan temible enemigo. Acuérdate de Juan Chatel y de Jacobo Clemente.
Esta lección, dicha en tono severo, quitó al "socius" el deseo de seguir fingiendo dramáticos asombros, y el padre Claudio continuó hablando:
—Por fin, el conde pareció calmarse, aunque sin abandonar por esto sus propósitos de venganza. Yo le hablé entonces con bastante acierto de lo necesario que era la resignación y la caridad cristiana en tales casos, y él no pareció conmoverse mucho con mis palabras.
—Difícil situación, reverendo padre.
—No desespero yo por tan poco. Tenía en mi bolsillo lo necesario para hacer que el conde desistiera de su hostilidad contra el rey, así como de su propósito de desafiar a sir Walace y darle muerte.
—¿Se refiere vuestra referencia al papel denunciador firmado por el conde?
—Eso mismo. No necesité más que apuntar el recuerdo de que yo poseía pruebas comprometedoras, para que Baselga se mostrase dispuesto a obedecerme. Además, yo ejerzo gran ascendiente sobre su ánimo, y él está profundamente agradecido por el gran interés que me he tomado en ocultar su crimen. Le pinté el peligro que corría su persona tan sólo con que fuera a desafiar al "baronet" de la Embajada inglesa, y le convencí inmediatamente, haciéndole ver que todo el mundo se preocuparía de tal duelo, que el escándalo se encargaría de propalar que había sido motivado por las infidelidades de la condesa, y que esto podría ser causa de que muchos curiosos, con sucesivas averiguaciones, llegasen a adivinar todo lo ocurrido, haciendo pública la muerte violenta de la condesa.
—¿Y qué dijo el conde?
—Se convenció, aunque tardando mucho; pero, al fin, prometió que nada intentaría contra el rey y contra el "baronet".
—Según eso, seguirá formando parte de la alta servidumbre de Palacio como hasta el día.
—No. Para un carácter violento como el de Baselga, es una prueba demasiado ruda ver a todas horas al hombre a quien odia y cuya muerte desea, teniendo que doblar en su presencia la cabeza.
—¿Pues qué piensa hacer?
—Pedir licencia a SS. MM. por conducto mío, y se retirará a su casa solariega. Allí piensa vivir entre los recuerdos de una familia a la que apenas conoció, y espera que por este medio su dolor se disipe algún tanto.
—¿Entonces perderemos tan apreciable instrumento?
—¿Por qué le hemos de perder? Ese brazo de hierro lo tendremos como en reserva en un rincón de Castilla; pero el día en que le necesitemos para dar un golpe en secreto o que la Iglesia se vea precisada a hacer la guerra a la maldecida libertad, bastará un simple aviso en mi nombre para que inmediatamente venga a ponerse a las órdenes de la Compañía, a la que adora. El infeliz está tan abatido por las desgracias y tan desilusionado de la vida, que considera a la Orden como una segunda madre.
—¿Y la niña? ¿Y la hija de doña Pepita y el Rey?
—El conde no ha querido verla. Cuando una camarera, al conducirla al salón para que contemplara por última vez el cuerpo de su madre, la pasó por frente al conde, éste volvió la cabeza, tanto por no mirarla, como por ocultar en su rostro una expresión poco tranquilizadora. Me temo que Baselga sería capaz de cometer otra barbaridad si quedara alguna vez a solas con la niña. Es demasiado vivo su deseo de vengarse del rey.
—Entonces, ¿qué es lo que va a ser de la criatura?
—Por encargo de su padre, la encerraré en un convento de confianza y adicto a nuestra Orden, donde se encargarán de su educación.
—¿Y cuándo es el entierro de la condesa?
—Dentro de pocas horas. El cadáver va a ser conducido ahora mismo a la iglesia parroquial, donde se le dirá una misa con toda la solemnidad propia de una persona de tan elevada posición. No tardará mucho la tierra en ocultar para siempre en su misterioso seno el crimen de Baselga. Todo está en regla. El cura de la parroquia ha extendido el acta de defunción sin hacer preguntas impertinentes. Le ha bastado saber que el confesor de la finada y encargado de su entierro era el vicario general de la Compañía de Jesús en España, para que inmediatamente llenase todas las formalidades necesarias sin hacer la menor pregunta ni la más leve objeción. Mucho he trabajado, pero me ha servido de consuelo apreciar de cerca la gran influencia que ejerce nuestra Orden.
El padre Claudio quedó algunos minutos silencioso, en la actitud de quien piensa en lo que todavía le queda por hacer, y dijo después con acento imperioso a su secretario:
—Prepárate a tomar unas notas. Voy a ir inmediatamente a Palacio para hablar con el rey, y quiero que a la vuelta estén ya extendidas las comunicaciones que te indicaré, para poder firmarlas.
—Reverendo padre, necesitáis descanso. ¿Por qué no dejáis la visita al rey para otro día? Perdonadme la libertad que me tomo al haceros esta indicación, pero es hija del interés que siento por vuestra preciosa salud.
—Es muy urgente lo que tengo que decir al rey. Nadie se burla impunemente de nuestra Orden, y es preciso que caiga un castigo terrible sobre los miserables que han osado desobedecernos.
—Hacéis muy bien, reverendo padre. Castigad con mano fuerte a los que no nos sirvan; es el único medio de sostener el poderío de la Orden.
—Voy a aconsejar al rey que castigue con destierro de la corte a la intrigante duquesa de León. Esa vieja lasciva tiene la culpa de todo cuanto ha sucedido. Le diré al rey que Pepita murió de una congestión cerebral a causa de la pesadumbre que le produjo el saber que la duquesa había revelado a Baselga todas sus relaciones con el monarca.
—Reverendo padre, os felicito por la idea. La gente de Palacio adivinará de dónde viene el golpe y así respetará más a nuestra Orden.
—Ahora, hermano Antonio, toma notas, y a ver si cuando vuelvan están ya extendidas dos comunicaciones dirigidas al brigadier Chaperón, como presidente de la comisión militar ejecutiva encargada del exterminio de revolucionarios y conspiradores.
Preparóse el secretario a anotar, y el padre Claudio, con la seguridad del que dicta una cosa bien pensaba, comenzó a decir:
—La primera es pidiendo a Chaperón que prenda inmediatamente a un negro llamado Juan, criado de la difunta condesa de Baselga, y lo someta a proceso como complicado en una conspiración contra los sagrados derechos del rey y a favor de la Constitución de Cádiz. Encargarle que si no halla méritos para enviarlo a la horca, lo meta al menos en presidio para toda la vida. Si necesita testigos falsos que depongan contra él, que avise, que ya le enviaré yo tres criados de nuestra casa profesa.
El hermano Antonio tomó rápidamente algunas notas.
—Ya sabes quién es ese negro—le dijo el padre Claudio—. Es el que suministró a Baselga por orden de la duquesa, la prueba más concluyente de su deshonra.
—Conviene castigarle, y además, sabe demasiado sobre las interioridades de la vida de la condesa, y con sus revelaciones podía dar algún indicio que por el tiempo descubriera al conde. Y ya que estamos puestos a trabajar, incluye igualmente en esa delación al otro negro que está todavía en casa de los condes. Con la próxima marcha de Baselga quedará él completamente libre, y sabe también mucho de nuestras entradas y salidas en la casa y de las relaciones que la condesa tenía con los jesuítas. Que Chaperón se encargue de los dos morenos convertidos de repente en terribles conspiradores y los envíe a la horca o a presidio.
El "socius" anotó aquella nueva orden de detención, sin que en su rostro se notara la menor impresión producida por tan estupendas arbitrariedades.
—Ya está, reverendo padre—dijo a su superior.
—Bueno; ahora toma nota de otra comunicación, que enviarás al mismo tribunal, pidiendo el procesamiento y el envío a la galera, por unos cuantos años, de una partera de esta capital, llamada Manuela Gómez.
Entonces el secretario no permaneció impasible, pues su rostro palideció hasta tomar un tinte amarillento y miró con asombro y alarma a su superior.
—Escribe—dijo éste con tono imperioso—. ¿Qué es lo que te detiene?
—¡Padre mío!—exclamó el "socius" con trémula voz—. ¡Esa mujer es mi madre!
—Un jesuíta no tiene más madre que la Orden.
—Es el ser que más ha hecho por mí en el mundo. ¡Perdón para ella, padre mío! ¡Perdón para mi madre!
—Tú lo has dicho no hace mucho rato; Hay que ser inexorable y castigar con mano ruda a todo el que estorbe y desbarate los planes de la Compañía. Esa mujer, con sus revelaciones, ha producido la tragedia de ayer y es preciso castigarla. Sé, pues, consecuente, y obedece.
El miserable "socius" causaba lástima.
Aquel canalla de sotana mugrienta, por lo regular tan repugnante y antipático, estaba transfigurado con el cariño filial. Nunca había amado gran cosa a su madre y ésta había sufrido continuos desdenes del sér criado a costa de tantos sacrificios; pero en aquel momento, al verla en peligro, el instinto filial se sublevaba momentáneamente en su conciencia, borrando, aunque sólo por un instante, las criminales aficiones que le dominaban.
Con el rostro pálido, la vista extraviada y el ademán suplicante, el hermano Antonio parecía implorar compasión de su superior, que le contemplaba sonriente afectando no comprender la causa de tal situación.
Hubo un instante en que el "socius" pareció dispuesto a arrodillarse ante el padre Claudio, pero se detuvo al ver que éste le dirigía una mirada fría y desdeñosa.
—Hermano Antonio—dijo el jesuíta con altivez y lentitud—, sois mi secretario y tenéis el deber de hacer cuanto yo os diga. Si es que no estáis dispuesto a obedecerme, libre encontraréis la puerta. Ni la Orden ni yo necesitamos hombres ligados al mundo por fútiles preocupaciones. Veo que me he engañado y que no sois lo que yo creía.
El espíritu de maldad que encerraba el cuerpo del "socius" se agitó furiosamente al contacto de tal latigazo y todo el afecto filial se desvaneció rápidamente.
La diabólica ambición resucitó en el hermano Antonio, sus ojos brillaron, y agitando la cabeza como para arrojar muy lejos tristes y abrumadores pensamientos, púsose a escribir.
El padre Claudio miró por encima de los hombros de su secretario lo que éste escribía, y al ver que anotaba la orden para enviar a su madre a la cárcel, sonrió con expresión mefistofélica y dijo, al mismo tiempo que golpeaba amistosamente su espalda:
—Estoy satisfecho. Tú irás muy lejos, pues eres de la pasta de los grandes hombres. Dentro de poco harás el cuarto voto y la Compañía reconocerá en ti un modelo de jesuítas.
El hombre de la rue Ferou
Todos los vecinos del barrio de San Sulpicio, el distrito levítico de París, conocían en 1842 al extranjero que habitaba en la rue Ferou, casi desde tiempo inmemorial.
Largos años de residencia en la misma calle le habían dado en el barrio el carácter de una institución, y lo mismo las porteras y las vendedoras de esquina que los cocheros de punto en la plaza de San Sulpicio y los traficantes en imágenes y objetos de culto, conocían perfectamente a "monsieur l’espagnol" y podían dar cuenta de todo lo que hacía al día, pues su existencia, a través del tiempo, se desarrollaba con la impasible y mecánica exactitud de un reloj.
A pesar de esto, en los primeros años nadie sabía en el barrio a ciencia cierta el porqué de la estancia de aquel extranjero en París; pero todos presentían que aquella residencia en extraño suelo era forzosa y que algo había en su patria que se oponía a su paso y le cerraba las puertas de la frontera.
Como dice Víctor Hugo, "los volcanes arrojan piedras y las revoluciones hombres".
Aquel hombre era una piedra que las convulsiones de España habían arrojado de su seno, y que errante por el espacio, fué a caer en París.
Nada más metódico que su vida.
A la una de la tarde remontaba con paso tardo, el cuerpo algo encorvado, las manos a la espalda y el aspecto meditabundo, la estrecha calle Ferou, no parando hasta el jardín del Luxemburgo, en una de cuyas alamedas más solitarias tomaba asiento en un banco y allí, arrullado por el susurro del ramaje, el piar de los pájaros, los gritos de los niños que en las inmediatas plazoletas se entregaban a sus juegos, el monótono redoble del tambor de los teatrillos mecánicos y el rumor de la gran ciudad que semejaba el cansado resuello de un lejano monstruo, se dedicaba a la lectura de periódicos o permanecía horas enteras abstraído y meditabundo, siguiendo con vaga mirada los caprichosos arabescos que el sol, filtrándose a través del movible follaje, trazaba sobre el suelo.
La tarde entera permanecía el viejo en el Luxemburgo, y al llegar la noche volvía, siguiendo el mismo camino, a su vivienda de la rue Ferou, enorme caserón perteneciente en otros tiempos a un cortesano de la antigua nobleza, pero que en tiempos de la Revolución había venido a ser propiedad de un especiero.
En el último piso de dicha casa tenía el extranjero su habitación, compuesta de dos pequeñas piezas que, tres veces por semana, limpiaba la portera, vieja auvernesa, medio imbécil a fuerza de ser crédula y devota.
La única señal que daba a entender a los demás habitantes de la casa la existencia de aquel hombre metódico y misterioso, después de la vuelta del paseo, era la rojiza luz que bañaba los vidrios de las dos ventanas de su cuarto, en las cuales marcábase algunas veces la sombra angulosa del inquilino, moviéndose acompasadamente de un lado a otro.
Había en aquel hombre algo misterioso, capaz de excitar el olfato de la policía francesa, siempre en busca de conspiradores y revolucionarios, y de mover la curiosidad de las gentes del barrio; pero el extranjero tenía en su favor un aspecto de honradez y de noble humildad que desarmaba a los más tenaces en averiguar vidas ajenas.
A pesar de esto, en el barrio sabíase punto por punto todo cuanto hacía, así como ciertos detalles de su pasada existencia.
Una de las porteras, más hábil en llevar de memoria el registro de los sucesos ocurridos en el barrio de San Sulpicio, recordaba que el día de San Juan, de 1814, fué el primero que el español durmió en la casa que ocupaba, y que en aquella época, durante el imperio llamado de los Cien Días, una mañana salió a la calle, vistiendo un uniforme extraño adornado con muchas condecoraciones extranjeras, y tomando en la cercana plaza un coche de punto, se dirigió a las Tullerías, donde Bonaparte recibía a sus amigos y defensores, en conmemoración de su vuelta victoriosa de la isla de Elba.
Este suceso fué muy comentado en el barrio, y agrandado convenientemente por la imaginación de sus habitantes, que eran furibundos realistas y enemigos del Emperador.
Pero, a pesar de esto, no dejó de darle cierto prestigio a los ojos de las porteras de la calle, que, por espíritu de compañerismo y por el honor de la vecindad, se empeñaron en considerarlo como a un elevado personaje caído en la desgracia.
Al quedar definitivamente restaurada la dinastía borbónica, la policía vigiló cuidadosamente a aquel extranjero que había tenido relaciones con el emperador, y que algunas veces escribía a José Bonaparte, ex rey de España; pero pronto se convenció de que poco se podía conspirar contra la legitimidad monárquica pasándose las tardes en el Luxemburgo, completamente solo y las noches encerrado en la habitación, paseando o discutiendo con la portera la compra del día siguiente.
Algunas veces el hombre se decidía a romper la monótona uniformidad de su existencia, y en vez de ir al Luxemburgo, se encaminaba al Palais-Royal, después de almorzar, en cuyo jardín encontraba a otro extranjero, a otro español como él, cuyo traje estaba tan raído y era llevado con tan noble altivez como el suyo.
Aquel amigo desterrado tenía algunos años más; pero se mantenía robusto y con cierta frescura. En el Palais-Royal era tan conocido de vista, por las niñeras y los muchachos, como el hombre de la rue Ferou en el Luxemburgo.
Algunas de las mujeres que se sentaban en los bancos inmediatos a hacer calceta y a hablar de los tiempos de la Revolución, que habían presenciado siendo niñas, le llamaban "monsieur Emmanuel", y siempre miraban con cierta curiosidad una sortija de oro y brillantes que ostentaba, formando rudo contraste con su humilde traje.
Era, sin duda, un resto de pasada opulencia, que tenía la virtud de disipar las tristezas que a su dueño acometían en la miserea.
¿Quién era "monsieur Emmanuel"? Sin duda, otro hombre como el de la rue Ferou, arrojado de su patria por las convulsiones revolucionarias.
Las buenas comadres que diariamente concurrían al Palais-Royal, no recordaban, ciertamente, quién había creído descubrir el incógnito que rodeaba a aquel hombre misterioso; dudaban si fué un veterano que había sido ayudante en Madrid del mariscal Murat, o un emigrado español que había tenido que huir de Navarra, con el ilustre Mina, después de una tentativa en favor de la libertad; pero lo cierto es que, a mediados de 1818, circuló entre ellas la noticia de que aquel "monsieur Emmanuel" era el mismo Manuel Godoy, príncipe de la Paz, generalísimo de los ejércitos españoles, ministro universal, amigo inseparable de Carlos IV y amante consecuente de la reina María Luisa, el cual, desde la cumbre de la mayor grandeza, había sido arrojado a la más absoluta miseria, viéndose obligado a vivir en París de una pensión mezquina que le daba el rey de Francia, y a remendarse por su propia mano los pantalones, para poder presentarse públicamente con aspecto decente.
Las viejas, claro está que no creyeron tal patraña. No porque el aspecto mísero de aquel hombre fuera impropio de un príncipe en la desgracia, sino porque era imposible adivinar a un ser, en otros tiempos omnipotente, en aquel viejo alegre, simpático y con aire de rentista arruinado, que se pasaba las tardes viendo jugar a los niños y sufriendo, tranquilo y sonriente, sus inocentes impertinencias.
Aquellas buenas gentes ignoraban que la desgracia convierte en humildes a los orgullosos potentados y hace aparecer la sonrisa benévola en rostros antes contraídos solamente por el gesto del orgullo.
Cuando el hombre de la rue Ferou visitaba a su compatriota, los dos extranjeros parecían felices hablando de su patria, y, al separarse, después de algunas horas de conversación, llevaban en el rostro esa expresión bondadosa que produce una necesidad satisfecha.
Aquél era el único amigo que hasta 1818 se le conoció en París al español del barrio de San Sulpicio.
Otro detalle de su existencia era que, una vez al mes, la portera le subía una carta que, por las marcas exteriores, demostraba proceder de España.
Aquella tarde la pasaba el hombre en el Luxemburgo, leyendo innumerables veces dicha carta, y quedándose horas enteras con aire meditabundo; y, por lo regular, dos días después llevaba a la administración de Correos del barrio un abultado pliego en contestación a la misiva.
Por la carta mensual sabían los vecinos que el señor español se llamaba D. Ricardo Avellaneda, y sacaban la consecuencia de que no estaba solo en el mundo, pues en España había quien se interesaba por él y, sin duda, le remitía dinero.
En la época ya citada, el señor Avellaneda se mantenía en un estado físico aceptable.
Tenía cuarenta años, pero estaba algo envejecido por los disgustos, y su espalda encorvada y sus ademanes desalentados le daban cierto aspecto de decrepitud.
Era de mediana estatura, enjuto de carnes y moreno, hasta tener cierto tinte cobrizo. Llevaba el rostro totalmente afeitado, conforme la moda de su juventud, y sus cabellos, ahora canosos, pero, a trechos, de un negro brillante con reflejos azulados se escapaban en rizada madeja por bajo las alas de su sombrero.
Tenía el rostro algo arrugado, pero sus ojos, grandes y negros, cuando no miraban distraidamente, brillaban con todo el fuego de la juventud.
El señor Avellaneda, tipo legítimo del rastro que en la población española dejó el paso de la raza musulmana, podía pasar en París por un hombre de hermosura original.
Si algunas veces, al salir del Luxemburgo, atravesaba el inquieto Barrio Latino, y se mezclaba en la inquieta población de estudiantes, ocurríanle lances que arrojaban una vivaz chispa en la sombra de su monótona existencia.
Un día, en el paseo, una griseta del barrio, con aficiones literarias a fuerza de rozarse con estudiantes y poetas, dijo, mirándole descaradamente, al mismo tiempo que tocaba en el brazo a su compañera:
—Ese hombre es viejo, pero tiene la cabeza artística. Mírale bien; parece Otelo; te digo que no tendría inconveniente en ser su Desdémona.
Estas cosas tenían la rara virtud de hacer sonreir un poco al melancólico señor Avellaneda.
La familia del señor Avellaneda.
El mismo año ya citado, el caballero español alquiló el piso principal del caserón que habitaba, y bajó a él los escasos muebles de su cuarto con honores de buhardilla, uniéndolos a otros, más nuevos y elegantes, que un almacenista del otro lado del Sena trajo en varios carromatos.
Aquello fué motivo de admiración y causa de interminables comentarios para la portera de la casa y sus congéneres de la calle, que, reunidas en el patio, veían pasar, con ojos codiciosos, las flamantes sillerías, las relucientes baterías de cocina, los espejos deslumbrantes y esas valiosas e inútiles chucherías de adorno que produce la industria parisién; entreteniéndose, a estilo de buenas y entremetentes comadres, en poner precio a cada uno de aquellos objetos.
Durante una semana entera fué motivo de todas las conversaciones, en la rue Ferou y las inmediatas, aquel cambio radical en las costumbres del señor Avellaneda, así como también la transformación física que éste había experimentado.
El emigrado parecía rejuvenecido, pues caminaba erguido, con la mirada brillante y sonriendo con expresión de hombre satisfecho.
Aquel aspecto desalentado, indolente y melancólico que le caracterizaba había desaparecido completamente.
Debilitábase ya la curiosidad, cesaban los comentarios y las aventuradas suposiciones, cuando una mañana, con gran acompañamiento de campanillas y cascabeles, chasquidos de látigo y chocar de ruedas, entró en la calle una empolvada silla de posta, que fué a detenerse frente a la casa número 6, que era la habitada por el señor Avellaneda.
Cuando el zagal del coche fué a abrir la portezuela, ya había ocupado su puesto el inquilino de la casa, que, en traje bastante descuidado, salió corriendo del patio y, profiriendo algunas exclamaciones de sorpresa y alegría, tiró del dorado picaporte, asiendo inmediatamente una mano blanca y femenil.
Las numerosas caras que asomaban a las puertas, ansiosas de conocer quién iba en aquel coche que tan inesperadamente venía a turbar la tranquilidad de la calle, vieron saltar al suelo, con toda la pesadez de un cuerpo alto y robusto, a una mujer vestida con traje de viaje, y que inmediatamente se arrojó en brazos del señor Avellaneda.
Hubo besos y abrazos, pero los curiosos no pudieron contarlos, con gran pesar suyo, pues les llamó inmediatamente la atención una moza, de aspecto bravío y de rostro atezado, que vestía un traje tan pintoresco como desconocido en París, y que bajó torpemente del carruaje mirando a todas partes con azoramiento y asombro.
Las dos mujeres eran señora y criada. Formando un grupo la recién llegada y el señor Avellaneda, y llevando como apéndice a la asombrada sirvienta, que miraba a todas partes con alarma y parecía querer confundirse con las faldas de su ama, entraron en la casa, mientras la vieja auvernesa, sonriendo y haciendo señas de inteligencia a los curiosos, iba amontonando en el patio los paquetes que el postillón sacaba de la cubierta y del interior del carruaje.
Aquella misma tarde sabían los vecinos de la calle que la recién llegada era la esposa del señor Avellaneda, que había estado separada de él, por muchos años, por ciertas divergencias de carácter, pero que ahora iba a buscarle en la desgracia, dispuesta a vivir siempre con él.
Con el cambio de habitación y la llegada de su esposa, el señor Avellaneda mudó por completo de carácter.
En adelante, las gentes del barrio le vieron salir solo muy pocas veces, pues iba a todas partes llevando del brazo a su esposa, y no paseaba ya melancólicamente por el Luxemburgo.
Madame Avellaneda era de carácter muy distinto al de su esposo, y a los pocos meses consiguió trabar más relaciones en el barrio que su esposo en algunos años.
Hablando un francés detestable, pero procediendo con una franqueza distinguida, que le valía grandes simpatías, trabó amistad con los vecinos e hizo salir a su esposo de aquella existencia de hurón, en la cual su carácter melancólico le había sumido hasta poco antes.
Las costumbres de aquella señora gustaban mucho a los devotos habitantes del barrio de San Sulpicio, y ratificaban sus ideas sobre España, país altamente católico.
Todas las mañanas, ostentando una airosa mantilla de blonda, prenda entonces más desconocida en París que en el presente, iba a oir misa en la cercana iglesia de San Sulpicio, y dos veces al mes se confesaba con un cura español, emigrado, que en 1808 se había afrancesado reconociendo el Gobierno de José Bonaparte.
Esta religiosidad no impedía que el señor Avellaneda siguiera manifestándose tan impío como antes, y que a pesar de que mostraba empeño en no separarse un instante de su mujer, la dejara ir sola a la iglesia.
Madame Avellaneda no era hermosa a los cuarenta años, ni en la primavera de su vida había sido gran cosa, pero tenía una agradable presencia y cierta majestad realzada por el gracioso andar propio de una española.
Su esposo parecía amarla mucho, y en su presencia guardaba cierto aire de inferioridad, propio de un adorador.
Tomasa, la criada que trajo de Madrid madame Avellaneda, era una tosca aragonesa que no lograba aclimatarse en extranjero suelo, y que aun cuando mostraba una asombrosa facilidad para aprender un idioma extraño, tenía la cualidad de destrozarlo de un modo inverosímil, produciendo la risa de todas las sirvientas del barrio con su lenguaje híbrido, mezcla confusa de locuciones españolas y palabras francesas equívocamente pronunciadas.
Por tan dificultoso conducto las gentes del barrio fueron enterándose de que el señor Avellaneda era uno de los españoles llamados afrancesados, que por amor a las ideas de la gran Revolución se había unido a la causa de Napoleón, y que en la corte de su hermano José había desempeñado altos cargos, llegando a ser su principal confidente y consejero.
Su esposa, en cambio, había sido defensora apasionada de la causa de la Independencia, y esto había motivado el rompimiento de relaciones entre los dos esposos, y la consiguiente separación.
Cuando los franceses y sus partidarios tuvieron que evacuar la Península ibérica, la señora de Avellaneda dejó que su esposo fuera completamente solo a sufrir las tristezas de la proscripción; pero le amaba tanto, que al poco tiempo, sabiendo que se hallaba en la miseria, no pudo menos de escribirle prometiéndole el envío de una cantidad mensual para atender a sus cortas necesidades.
Aquella mujer, a pesar de sus preocupaciones de patriota intransigente y de su odio a los afrancesados, "gente perdida que quería la ruina de la religión", no podía olvidar su amor, aquel amor que, quince años antes, le había hecho contraer matrimonio a ella, que era única heredera de una de las casas más ricas de Andalucía, con un pobre estudiante que salía de las aulas salamanquinas con el título de doctor en leyes y la cabeza atestada de las más originales ideas, pero que no tenía otro medio de vivir que un mísero sueldo en la Oficina de Interpretación de Idiomas, que dirigía el célebre Moratín.
La correspondencia mensual que sostenían ambos esposos fué poco a poco formalizándose.
Primero fué fría, indiferente, como de dos personas agitadas por antiguos resentimientos y que se tratan más por deber que por cariño; pero poco a poco la antigua pasión fué renaciendo, frases inocentes sirvieron para recordar pasadas felicidades, y si el señor Avellaneda pasó muchas noches en vela atenazado por el recuerdo de su esposa y deseando una reconciliación, su esposa, completamente sola en Madrid, y casi divorciada del trato social, no sintió con menos fuerza la necesidad de reunirse con su marido.
Poco a poco las antiguas diferencias fueron desapareciendo; la cantidad enviada mensualmente creció rápidamente, y, por fin, un día, doña María se decidió a escribir a su esposo que hiciese todos los preparativos necesarios para una decente instalación en París, pues ella iba a ponerse en marcha inmediatamente.
De este modo, después de diez años de separación, volvían a unirse aquellos dos seres que se amaban, pero a quienes habían divorciado las desdichas de la patria y sus caracteres independientes.
Transcurrió más de un año sin que nada viniera a turbar la felicidad de Avellaneda.
El infeliz había sufrido tanto en su época de soledad y abandono, que ahora, al verse acompañado del único ser a quien amaba, y rodeado de todas las comodidades que proporciona la riqueza, creía soñar.
Si alguna vez iba al Palais-Royal a hacer un rato de compañía a su amigo Godoy, aunque siempre solo, pues su esposa odiaba ferozmente al arruinado príncipe de la Paz, contemplaba con lástima al desgraciado personaje, y en su aspecto, miserable y desalentado, se contemplaba a sí mismo tal como era algún tiempo antes.
Parecía que la fortuna tenía empeño en resarcir a Avellaneda de lo mucho que había sufrido.
Un hijo era su eterno deseo. Cuando se veía pobre y solo y pasaba las horas reflexionando melancólicamente, en lo más desierto del paseo, se imaginaba la gran felicidad que le proporcionaría tener a su lado un pequeño ser, inocente y alegre, que disipara las tristezas del padre con infantiles carcajadas, y muchas noches se había dormido contemplando, con los ojos de la imaginación, una cabecita sonrosada, mofletuda y picaresca, coronada de blonda cabellera.
Ahora el desterrado iba a ver realizado su sueño. Ya no estaba solo; tenía a su lado a aquella esposa, algo dominante, pero en extremo cariñosa, y a aquella ruda sirvienta que, asustada de verse a tantas leguas de su patria, concentraba todo su cariño en sus señores; no se hallaba ya, como su amigo Godoy, solitario y abandonado, pero no por esto llegaba en mal hora el fruto de amor, ni resultaba extemporáneo el embarazo de doña María, pues el señor Avellaneda había sufrido demasiado y sentía tanta sed de cariño, que podía amar a dos seres a un mismo tiempo.
El embarazo de madame Avellaneda fué un suceso de importancia para el sacristán de San Sulpicio y el cura español que la confesaba, pues la opulenta señora, que por primera vez se veía en tan apurado trance, no vaciló en mostrarse rumbosa con la corte celestial, y pocos fueron los santos del almanaque que quedaron sin misas ni novenas, pagadas a buen precio.
Cuando llegó la hora del parto, don Ricardo encontróse padre de una niña que, aunque raquítica y débil, parecióle digna de ser tomada como modelo de belleza.
Aquel suceso produjo en la casa una verdadera revolución.
Como si la familia hubiese experimentado un considerable aumento entraron en la casa dos criadas francesas, y Tomasa, la rústica aragonesa, tomó posesión de la niña, y de tal modo la retenía, que sólo cuando lloraba pidiendo el pecho decidíase a soltarla.
La infeliz muchacha, por una absurda serie de ideas que se formaban en su imaginación, creía tener entre sus brazos a la lejana patria cuando agarraba a la niña; y hasta comenzaba a mirar con más simpatía a sus conocidas, las criadas del barrio, porque de vez en cuando, cuando ella sacaba a paseo a la pequeña Marujita, hacían alguna caricia a "mademoiselle bebé".
En cuanto a don Ricardo, inútil es decir que se consideraba como un hombre feliz, puede ser que por primera vez en su vida.
¡Tú serás su madre!
Creció la pequeña María del mismo modo que las demás criaturas, y si, al tener cinco años, se distinguió en algo de las otras niñas que con ella jugaban en el Luxemburgo, fué en lo pálida y enfermiza.
Atendiendo a su cualidad de hija única, ya que sus padres estaban en edad madura, fácil es imaginarse los cuidados de que éstos la rodearían.
Tenía la pequeñuela en sus padres dos ayos insoportables, a fuerza de ser cariñosos y solícitos, y una esclava en la ruda Tomasa, a quien bastaba oir a la niña toser dos veces, para pasar en vela toda una noche.
Apenas la pequeña pudo correr y sintió la necesidad de movimiento y agitación propia de todos los niños, el padre la llevó al Luxemburgo, con lo que fué cayendo poco a poco en sus antiguas costumbres.
A las dos de la tarde, cuando mayor era la agitación en el célebre paseo, gigantesco pulmón del Barrio Latino, compuesto entonces de callejuelas angostas y malsanas, atravesaba su verja el señor Avellaneda, erguido, con el rostro plácido y el paso lento, llevando de una mano, a la pequeña María, y detrás, como indispensable apéndice atento y solícito, a la bonachona Tomasa, que ya comenzaba a encontrarse bien entre los "franchutes", y de quien se decía (no sabemos con qué fundamento) que perfeccionaba sus conocimientos del francés, echando largos párrafos, al ir al mercado, por la mañana, con cierto gendarme bigotudo, que siempre salía a su encuentro.
Don Ricardo gozaba ahora de un Luxemburgo que en su pasada época de soledad le fué totalmente desconocido.
No iba ya a sentarse en las sombrías y desiertas alamedas que antes le eran tan conocidas, sino que se mezclaba entre la gente que se agolpaba alrededor del quiosco donde una banda militar conmovía el espacio con armoniosos acordes de sonora trompetería, o se colocaba en las inmediaciones del estanque, donde, con una alegría tan infantil como la de su hija, seguía con la vista la accidentada navegación de los veleros barquichuelos que arrojaban desde la orilla las turbas de bulliciosos muchachos.
El papá sentábase en una silla, confundido entre varias respetables señoras que, con el cestillo de costura sobre el regazo hacían labores, acariciadas por los rayos del benéfico sol del invierno, mientras que sus niños jugaban, e inmediatamente Tomasa se alejaba con Marujita, ayudándola a voltear una gruesa pelota, a rodar un aro o a tirar de un carretoncito lleno de tierra que la niña arrancaba con su pala.
Doña María acompañaba pocas veces a su esposo y a su hija al paseo. Como si al haber dado a luz a la niña hubiese cumplido en la tierra toda su misión, la buena señora mostrábase quebrantada y aun algo huraña, habiendo desaparecido aquel carácter franco y resuelto que tan simpática la hacía.
Mientras la niña estaba en casa no se preocupaba más que de ella, pero apenas salía con su padre, doña María dirigíase a la cercana iglesia de San Sulpicio, donde pasaba las horas muertas, arrodillada en un reclinatorio que el cura párroco la había concedido para su exclusivo y privilegiado uso. Había que tener contenta a tan rumbosa parroquiana del buen Dios.
En aquella señora habían renacido con más fuerza que nunca las aficiones devotas, y a pesar de la tranquilidad que reinaba en su hogar, y del cariño con que la trataba su esposo, se consideraba infeliz y creía que tenía sobrados motivos para estar a todas horas solicitando la protección de Dios.
Doña María era una de las mujeres que necesitan para vivir de una continua preocupación, y, a falta de desgracias, inventarse una para poder condolerse de ella a todas horas. A guisa de buena católica, creía que a Dios le era repulsiva la felicidad de sus criaturas, y que una época de bienestar en la tierra era signo de próximos castigos, así es que temblaba, no por ella, sino por su esposo, que era un impío; que en más de veinte años no había entrado en una iglesia más que el día de su casamiento y el del bautizo de su hija y solicitaba de Dios un milagro tan grande como era que abriese los ojos de don Ricardo a la luz de la fe.
Las aficiones religiosas de la madre pugnaban muchas veces con la indiferencia del padre en punto a la educación de la niña.
Tenía ésta poco más de tres años, y ya doña María la arrebataba muchas veces de manos de su esposo, que se disponía a llevarla al Luxemburgo, y la conducía a San Sulpicio, y algunas veces a la iglesia de Nuestra Señora, siempre que había gran fiesta religiosa. Allí pasaba la raquítica niña algunas horas, fastidiada y nerviosa de permanecer siempre inmóvil y en actitud encogida, tosiendo por el humo de los cirios y del incienso.
La pequeña María, hay que confesar, a pesar de las piadosas ilusiones que se hacía su madre, que se avenía mal a aquellas duras prácticas religiosas, y que, si bien le distraían un poco las doradas casullas y las imágenes sonrientes y brillantes, propias de la seductora industria francesa, una vez pasada la primera impresión, le resultaba molesto permanecer en aquel inmenso local, húmedo y obscuro, y pensaba con placer que, al día siguiente, iría con su padre a jugar en el lindo paseo, henchido de pájaros y flores.
La asiduidad con que doña María frecuentaba los templos le hizo contraer relaciones de amistad con varios de sus empleados, y allá, a principios de 1823, comenzó a hablar mucho en casa y ante su esposo, que la oía con aire indiferente, de un señor García, santo varón que había huído de España por no presenciar los desmanes de los liberales y que gozaba de cierta influencia sobre el clero de San Sulpicio, cuya iglesia visitaba todos los días.
Don Ricardo se mostraba por entonces demasiado preocupado por lo que haría el Gabinete francés en los asuntos de España, y si se decidiría a invadir la Península, y por esto no fijó mucho la atención en cuanto decía su esposa, ni dió las muestras de extrañeza que en otras ocasiones hubiera hecho cuando aquélla le anunció que el santo varón iría uno de aquellos días a visitarlos.
El señor García, de quien más adelante hablaremos, se presentó, por fin, en la casa, y a pesar de toda su santurronería, no resultó antipático a Avellaneda, por la razón de que aparentaba ser un tipo vulgar e insignificante, incapaz de causar agrado ni repulsión.
Aquel santo de levitón raído era tan humilde, obsequioso y sufrido, que poco a poco fué haciéndose necesario en la casa, y ni aun el mismo dueño pudo prescindir de él.
Las aficiones de todos encontraban en él un buen compañero. Con doña María iba a la iglesia; al señor Avellaneda lo acompañaba al Luxemburgo, y hasta algunas veces corría por divertir a la niña, cosa que producía en el agradecido padre profunda emoción, y a la Tomasa le hablaba de las rondallas de su tierra, de la Virgen del Pilar y de las fiestas de Zaragoza, recuerdos que muchas veces hacían llorar a la sencilla criada.
Un año después de haber terminado la revolución española comenzó a hablarse en la casa de la rue Ferou de la posibilidad de volver a la patria.
El constitucionalismo había muerto, Fernando VII imperaba otra vez como rey absoluto, los obispos y los frailes eran los verdaderos dueños de la nación y los afrancesados no eran ya mirados con tanto odio, por lo que bien podía volver a su patria el señor Avellaneda.
Además, doña María, por pertenecer a una familia emparentada con la más rancia nobleza, tenía bastante influencia en la nueva situación política de España, y ya la iba cansando el permanecer en un país a cuyas costumbres no lograba amoldarse.
El que menos deseos mostraba de volver a España era el señor Avellaneda. Sentía la nostalgia de la patria y, especialmente, en lo más crudo del invierno, en esos días parisienses tristes y monótonos, que pasan veloces entre un cielo amasado con niebla y un suelo cubierto de nieve, recordaba el sol de España y los verdes y risueños campos; pero volver a un país, después de muchos años de ausencia, para encontrarlo más bárbaro y atrasado que cuando se le dejó, es un tormento que no puede sufrir con calma un hombre que cree en el progreso y que odia la tiranía.
A pesar de esto, el señor Avellaneda no se oponía al regreso a España.
Su esposa se disponía a sacudir su calma religiosa y aquella inercia hija de la devoción, para hacer todos los preparativos de viaje, cuando, una tarde de invierno, al salir de San Sulpicio, una ráfaga de viento helado se coló hasta el fondo de sus pulmones, congestionándolos mortalmente.
La enfermedad fué tan corta como terrible.
Cuando algún tiempo después evocaba el señor Avellaneda aquel terrible suceso, apenas si se acordaba de él, pues en su memoria aparecía con la vaguedad de un sueño.
En menos de dos días la vida de doña María fué desvaneciéndose, y cada médico que era llamado a la cabecera de su cama parecía marcar un nuevo avance de la enfermedad.
Don Ricardo estaba desesperado y como loco, y de seguro que, a no estar allí Tomasa y el imprescindible señor García, la enferma no hubiera muerto rodeada de tan prontos y solícitos cuidados.
Ellos fueron los que la sostuvieron erguida para que no respirara con tanta angustia en la larga y horrible agonía, y ellos los que le cerraron los ojos cuando la vida quedó extinguida en tan robusto cuerpo.
Mientras el señor García llevaba a cabo todos los preparativos para el entierro, don Ricardo, en un rincón de la sala, en cuyo centro estaba el cadáver de su esposa, lloraba como un niño, recordando lo mucho que le había amado aquella mujer, a pesar de las diferencias de carácter y aficiones.
Cuanto Tomasa, tan desconsolada como su amo, aunque mostrando una entereza más varonil, entró en la habitación llevando a la niña de la mano para que viera por última vez a su madre, el señor Avellaneda se arrojó sobre su hija y comenzó a besarla desesperadamente como si temiera que la muerte fuese a arrebatársela.
Pasado aquel primer ímpetu del cariño, el infeliz esposo miró a la atolondrada criada, que lloraba silenciosamente, y le dijo con acento de fraternal ternura:
—De hoy en adelante los dos estaremos solos para criarla. ¡Tú serás su madre!
Crisálida.
La vida de María fué transcurriendo sin tropezar con ningún incidente notable.
La muerte de su madre apenas si había causado mella en su ánimo.
Es la muerte un fenómeno fatal que apenas si tiene algún valor para los seres que acaban de pasar las puertas de la vida.
Sin poseer el cariño de su madre ni conservar de ésta otro recuerdo que la imagen confusa de una señora solícita y dulce que la tenía en la iglesia por espacio de muchas horas, María fué creciendo al lado de aquella fiel criada que no podía hablar de su difunta ama sin derramar lágrimas, que se apresuraba a enjugar reemplazándolas con una sonrisa para que no turbasen la apasible calma de la niña.
En aquella casa don Ricardo era quien había experimentado mayor impresión con la muerte de doña María.
Hasta el terrible momento en que el cuerpo de su esposa salió para siempre de la casa, el infeliz no comprendió lo mucho que amaba a aquella mujer que de vez en cuando le abrumaba con impertinentes consejos y sostenía empeñadas discusiones por el motivo más baladí.
Don Ricardo era un hombre de carácter débil. Las creencias que se había formado con el estudio las mantenía firmes e indestructibles en el interior de su cerebro, pues en la vida social era flojo y dúctil hasta el punto de que su voluntad se doblaba a impulsos del primero que le hablaba.
Por esto aquel proscripto, que había pasado en su patria por hombre perverso y de ideas diabólicas, al morir su esposa sintió profundo desconsuelo, pues necesitaba el genio enérgico e indomable que esclavizaba continuamente su voluntad.
Además, don Ricardo, había sido durante algunos años más feliz que nunca al lado de su esposa, y acostumbrado a tal dicha no podía avenirse a vivir sin otro amor que el de su hija.
Mientras vivió su esposa, la parte mayor de su cariño la dedicó a aquel pequeño ser, cuyas sonrisas le producían inmensa felicidad; pero como es condición del hombre adorar todo aquello que resulta imposible de conseguir, así que murió doña María comenzó a adorar su memoria con verdadero fanatismo, y en su corazón ocupó la difunta esposa un lugar más preferente que la niña.
El señor Avellaneda al quedar viudo cayó en un ensimismamiento que daba cierto tinte tétrico y sombrío a su carácter.
La melancolía de los tiempos de soledad volvió a reaparecer, pero esta vez revestía un carácter fúnebre.
El recuerdo de la esposa le dominó tan completamente, que comenzó a entregarse a ciertas demostraciones de dolor algo extravagantes, y las cuales hasta hicieron que dudasen de su razón las pocas personas que le trataban.
Apenas cerraba la noche metíase en su antigua habitación matrimonial, donde pasaba muchas horas contemplando una miniatura de su esposa que la representaba tal como era a los veinte años, o leyendo las cartas que ella le escribió durante el noviazgo, y que él guardaba con escrupuloso cuidado; y todas las mañanas encaminábase al cementerio del Padre Lachaise donde permanecía hasta mediodía sentado en el zócalo del pequeño panteón y contemplando con expresión estúpida la inscripción dorada que campeaba en la pirámide que le servía de remate.
Algunas veces la niña y la criada le acompañaban en esta excursión, y era un espectáculo extraño ver cómo María corría por las fúnebres alamedas de cipreses, persiguiendo una pelota, o para cargar su carrito removía con la pala aquella tierra impregnada del zumo de un mundo de cadáveres.
Sin embargo, eran muy contadas las veces que la niña asistía a ese extraño paseo, pues prefería ir al Luxemburgo, donde se divertía bajo la vigilancia de Tomasa y del señor García, que formaban una pareja inseparable.
Desde la muerte de doña María, aquel hombre humilde y bondadoso había aumentado su intimidad en la casa. La desgracia había estrechado los lazos que le unían con aquella familia de compatriotas.
El señor Avellaneda le miraba con más simpatía, apreciando sus continuas muestras de dolor por la muerte de su esposa, y le juzgaba indispensable, a causa de la atención con que cuidaba de la pequeña María y la paciencia con que sufría sus impertinencias infantiles.
A cambio de esto, don Ricardo transigía con que el santo varón continuara en su casa la tradición devota y llevara todos los días a María a las iglesias donde había fiesta importante y a ciertos conventos de monjas.
¡Qué humildad tan simpática la del señor García! ¡Con qué sencillez sabía hacer los mayores favores!
Su cara rubicunda y de belleza frailuna, su cabecita sonrosada y blanca y su cuerpo encogido, que se movía al compás de un paso vergonzoso y leve, como si temiera causar daño a la tierra con sus pies, le daban el aspecto de un ser inocente y virgen de todo mal pensamiento, justificando el epíteto de "santo varón" que siempre le había aplicado la difunta doña María.
Tanta era la humilde solicitud que mostraba con el señor Avellaneda, y, sobre todo, con la hija, que no parecía sino que había nacido exclusivamente para servirles.
Su complacencia con la pequeña llegaba al último límite. Con la sonriente impasibilidad de un esclavo sufría todas sus impertinencias, al par que su maestro era su juguete, y muchas veces, a pesar de toda su dignidad, propia de un hombre que era íntimo amigo del cura de San Sulpicio, visitante del arzobispo de París y asiduo concurrente a un caserón de la rue Vaugirard, donde se murmuraba que vivía el jefe de los jesuítas en Francia, no tenía inconveniente en montar sobre sus lomos a la pequeñuela y recorrer a gatas las diferentes piezas de la casa de don Ricardo, espoleado por la niña, que le golpeaba las caderas con sus pies.
Estas bondadosas condescendencias valíanle al señor García el afirmar más su prestigio en la casa y adquirir en ella una dulce autoridad, de la que apenas se daban cuenta sus amigos, pero que no por esto resultaba menos eficaz.
La educación de la niña estaba confiada al vejete, que por su método suave iba instruyendo a aquel pequeño ser enfermizo y de carácter caprichoso, que tan pronto se mostraba salvajemente huraño como cariñoso con exageración.
Hacía prodigios el señor García para ir iniciando dulcemente en aquella inteligencia, lo mismo atenta que distraída, los principios de una instrucción que más que a enriquecer el cerebro con gran caudal de conocimientos, se dirigía a despertar el sentimiento místico e idealista y a crear una exagerada devoción religiosa que degenerara en fanatismo.
La niña aprendía a leer en lindos libritos de cantos dorados y encuadernados en tafilete, donde con estilo melifluo y empalagoso se relataban estupendos milagros y se hablaba del amor a Dios, empleando mundanas comparaciones que hubieran hecho ruborizar a María, a tener más años y menos inocencia.
Aquella continua lectura y las entretenidas relaciones del señor García, que sabía mezclar en la conversación vidas de santos y santas, narradas en forma novelesca y en las que el diablo desempeñaba siempre el papel de traidor de melodrama, trastornaba el cerebro de la niña, que a los diez años soñaba en hermosas princesas que morían en el martirio antes que abjurar de su fe, y en bellísimos ángeles con armaduras de oro y rodeados de deslumbrantes resplandores que, aprovechando el silencio de la noche, descendían del cielo para depositar un casto beso, sobre la frente de las vírgenes cristianas.
Conforme transcurría el tiempo y crecía la niña, don Ricardo sumíase en su melancolía y descuidaba la educación de su hija confiando en la fidelidad de Tomasa y la amistad del señor García, y éste, aprovechándose de aquella apatía y del cariño que le profesaba María, procedía como un verdadero padre, disponiendo de su voluntad a su antojo.
La aversión que la pequeña mostró en otro tiempo a permanecer mucho tiempo en la iglesia, habíase trocado, merced a las sugestiones del cariñoso protector, en cotidiano y celestial placer, siendo los momentos más felices para María aquellos en que, arrodillada con todo el aire de una señora mayor, estaba en la iglesia arrullada por las melodías del órgano y contemplando aquellas imágenes que con sus ojos de vidrio la miraban fría e indiferentemente.
Mayor placer le causaban todavía las visitas a los conventos.
Tenía el señor García grandes amistades con las superioras de algunos de ellos, y allá iba una vez por mes acompañado de la niña, que ansiaba penetrar en aquellas destartaladas habitaciones impregnadas de ese olor "sui géneris" mezcla de humedad y de incienso, propio de las casas de religión.
Su viejo preceptor quedábase en el locutorio; pero para ella se abrían las puertas del claustro y pasaba de los brazos de una a otra monja, siendo acariciada por todas, y volviendo a casa con los bolsillos atestados de escapularios y golosinas.
La imagen del convento iba grabándose fuertemente en su cerebro.
Los trajes extraños de aquellas mujeres, su género de vida, el ambiente poético de su vivienda, y sobre todo la egoísta consideración de que encerrándose allí ganaba el cariño de Dios y se conquistaba el cielo, causaban gran impresión en el ánimo de la niña, y aún venían a aumentar la fuerza de tales sentimientos las palabras del señor García, que estaba elocuente al descubrir las delicias del claustro y lo bien vistas que eran en el cielo cuantas personas renunciaban al mundo encerrándose en aquél.
Hay que advertir que el santo varón, después de estas insinuaciones, se apresuraba a decir que tal género de vida no era para señoritas, que, como ella, tenían un padre a quien obedecer y cuidar y una gran fortuna de que disponer; pero tratándose de un carácter impresionable y terco como era el de la niña, tales cortapisas solo servían para exagerar sus propósitos y afirmar más en ella las primitivas ideas.
A los doce años María ya tenía adoptada su resolución.
Sabía, porque así se lo había dicho su preceptor, que el mundo era muy malo y estaba decidida a huir de él para encerrarse en uno de aquellos conventos donde podían vestirse trajes teatrales que no se usaban en las calles y comer golosinas deliciosas que no se encontraban en ninguna confitería de París.
Era aquélla una vocación ridícula, propia de una cabeza infantil en la que predominaba la imaginación; pero el señor García debía de tenerla por muy verdadera, ya que manifestaba cierta satisfacción y sólo hacía a la niña muy débiles objeciones.
El viejo devoto, a fuerza de bondadosas humillaciones y de serviles complacencias, había acabado por hacerse omnipotente en aquella casa.
A la hija la dominaba por la educación y el sentimiento, y al padre por la actividad.
La melancolía que se había apoderado de don Ricardo debilitaba su voluntad, hasta el punto de impedirle el ocuparse de sus negocios.
Poseedor de una colosal fortuna, cuyos bienes radicaban en España, y que tenía el deber de cuidar, pues pertenecían a su hija, causábale inmensas molestias el tener que ocuparse de la administración de las fincas, de los cobros y de la correspondencia con los arrendatarios, y creyó muy natural el confiar esta misión a su amigo el señor García, quien se encargó de ella después de varias excusas, negativas y salvedades propias de una conciencia escrupulosa.
Después de este encargo, el poder del viejo en la casa fué ya inmenso.
Vivía fuera, en un pequeño cuarto amueblado de la calle de los Santos Padres; pero exceptuando las horas de dormir, pasaba el resto del día al lado de aquella familia, que se había acostumbrado a considerarlo como un ser al que estaba ligada por lazos naturales e indestructibles.
Ponía el viejo devoto el mayor cuidado en la administración de los bienes de su amigo, y éste tenía tal confianza en él, que apenas si dirigía una mirada indiferente a los extractos de cuentas que mensualmente le entregaba.
Aquel hombre era la personificación de la modestia y el desinterés. Don Ricardo sacudía algunas veces su apatía para admirarle.
Era pobre; vivía tan modestamente que casi estaba en la indigencia; no contaba con otro medio de subsistir que los auxilios pecunarios que le daban los amigos y protectores que tenía en el clero, y a pesar de esto no quiso admitir la espléndida retribución que por sus servicios le daba el señor Avellaneda, conformándose, al fin, en aceptar un mezquino sueldo que él mismo se señaló.
Don Ricardo, admirado de aquel ser modelo de virtud, sentía decrecer en su ánimo la animadversión que de antiguo experimentaba contra las gentes devotas, y por no dar un disgusto al santo varón que tan noblemente se portaba, guardábase de oponerse a aquella educación exageradamente religiosa que daba a su hija.
Esta encontrábase ya en el momento crítico en que la savia de la vida rompe el capullo de la infancia y la niña se convierte en mujer.
Era la crisálida próxima a transformarse en mariposa y revolotear en la risueña primavera de la vida.
Todo sonreía a aquel pequeño y delicado ser, que no conocía las amarguras de la vida más que por las rutinarias arengas de su preceptor. Era rica, estaba mimada hasta la exageración y acariciaba una dulce esperanza que alegraba su porvenir.
María sonreía de felicidad al pensar que algún día iría a aquel país para ella misterioso que se llamaba España, que Tomasa le describía con tanto entusiasmo y cuya lengua hablaba en el seno de la familia, causándole sus palabras el efecto de una armonía arrulladora.
Mariposa.
El período hermoso de su vida empezó para María el día en que su juventud fué declarada oficialmente, o sea aquél en que tomó la primera comunión.
Don Ricardo admiró su traje blanco y su velo de desposada, derramó copiosas lágrimas, producidas tanto por la alegría como por el recuerdo de su esposa, y lo mucho que ésta habría gozado viendo a su hija de tal modo, y no se le ocurrió acompañarla a San Sulpicio, dejando como siempre que cumplieran con este encargo su fiel amigo y la criada.
¡Con qué profunda unción recibió María, confundida entre un tropel de niñas con blancas vestiduras, aquel nuevo sacramento de la Iglesia!
Recordó lo que había dicho el señor García sobre tan importante acto, y pensando que era nada menos que Dios quien iba a alojarse en su cuerpo, procuró engullirse con la mayor delicadeza el pegajoso cuerpo de Cristo, que envuelto en saliva bajó con solemne parsimonia al fondo de su estómago.
Aquel acto resultó conmovedor para los fieles amigos de María.
Su segunda madre, la cariñosa Tomasa, lloraba ruidosamente, tapándose el rubicundo rostro con el blanco delantal, y en cuanto al señor García, creía que a falta de lágrimas era muy propio del caso suspirar angustiosamente, frotándose los ojos con las puntas de su pañuelo.
Desde aquel día todo varió en la vida de María.
Vistiéronla de largo y ya no le fué permitido el correr ni jugar en las alamedas del Luxemburgo, teniendo que resignarse a pasear con aire grave y los ojos bajos al lado de su padre o de su preceptor.
Se acabó para siempre el correr mezclada entre niños, con la cabellera suelta y ondeante bajo el mal seguro sombrerillo, pues en adelante tuvo que peinarse horriblemente e ir adquiriendo, por indicación de su preceptor, todo el aspecto rígido y antipático de una doncella que odia las pompas mundanas y sólo piensa en entrar en el cielo.
El señor García tenía sus planes acerca de su discípula. Era el buen hombre tan modesto que se juzgaba incapaz de continuar la educación de la niña y aconsejaba a su padre la pusiera a pensión en un convento de confianza, que ya se encargaría él de designar; pero Avellaneda, siempre tan complaciente con su amigo y administrador, sacudió su indiferencia al escuchar tal proposición y se negó enérgicamente a separarse de María, y menos a consentir que entrara en un convento, aun en calidad de educanda.
Aquello molestó mucho al virtuoso administrador, pero como su cualidad distintiva era la humildad, sufrió con paciencia el fiero arranque de su amigo y se conformó a que María no fuese al convento.
La niña no experimentó la menor contrariedad con la negativa de su padre.
La halagaba la idea de permanecer algunos años en el convento, llevando la misma vida espiritual y contemplativa de las religiosas, mas no por esto detestaba el mundo con la misma energía que algunos años antes.
María llevaba la misma vida que en un convento, y en verdad que con ella no resultaba muy simpática y alegre la existencia.
Para la niña, los teatros, las "soirés" y las innumerables diversiones de la juventud eran cosas desconocidas; pero con la edad había adquirido gran instinto de observación y en cuanto la rodeaba adivinaba que en el mundo existía una vida llena de placeres y de inesperadas impresiones, muy distintas a la monótona y triste que ella arrastraba.
Muchas veces, cuando cerrada ya la noche regresaba a su casa seguida de sus inseparables amigos, tenía que detenerse para dejar paso a veloces carruajes en cuyo interior se distinguían hermosas damas espléndidamente vestidas que se dirigían al teatro o al baile, aquellas dos diversiones desconocidas por la niña, pero que en su cerebro producían un cúmulo de aventuradas y fantásticas suposiciones.
Aquel vago deseo que en el corazón de la joven producían las pompas mundanas ocupaba su imaginación durante noches enteras, dejando tras sí amargos rastros, pues María juzgaba tales pensamientos obra del demonio, que quería apartarla de la senda del bien, y para conjurar al infernal enemigo, saltaba de la cama y ponía sus rodillas desnudas sobre el frío suelo, pidiendo a Dios que no la desamparase y que le diese fuerzas para desechar tan horribles seducciones.
Mas, por desgracia para la joven devota, el mundo, que es muy pícaro, parecía complacerse en hacer desfilar ante sus ojos, cada vez con mayor magnificencia, todas sus seductoras grandezas, y su espíritu mujeril se conmovía profundamente con las hermosuras del arte, del lujo y de la vida elegante.
En el interior de María formábanse dos distintas personalidades que reñían empeñadas batallas. Los sentimientos de mujer vulgar y de devota iluminada desarrollábanse en ella en continua lucha.
Durante el día la grandeza mundana ejercía sobre ella seductora influencia, y contemplando en el paseo las elegantes damas que paseaban del brazo de sus maridos, sentía algo semejante a la envidia; pensaba con placer en que algún día podía llegar a ser una de ellas y se proponía no encerrarse en un convento, donde la vida resultaba aún más monótona que la que en la actualidad hacía; pero así que por la noche se encerraba en su cuarto y quedaba completamente sola, el silencio nocturno le causaba inmenso pavor, parecíale que el diablo iba a salir por debajo de la cama gritando entre dos estridentes carcajadas: "Eres mía", y miraba avergonzada, como solicitando auxilio, las estampas de vírgenes y santos que adornaban las paredes, acabando por llorar desesperadamente y pedir perdón por pecados tan horrendos como eran haber deseado un vestido elegante y un marido guapo, iguales a los que ostentaban las majestuosas señoras que paseaban por el Luxemburgo.
Aquella interminable lucha que libraban los naturales instintos y los temores pueriles y ridículos engendrados por una educación fanática, causaba gran quebranto a la naturaleza física de María, que vivía febril y sobreexcitada, con gran alarma de cuantos la rodeaban, los cuales no podían explicarse sus ratos de meditabunda melancolía y sus arranques de exagerada devoción.
Tomasa casi llegó a creer en algunos instantes que la hija se había contaminado del mal del padre y que aquella meditación tenaz y dolorosa a la que de vez en cuando se entregaba la conducía en línea recta a la locura.
El único remedio que la joven encontraba para librarse momentáneamente de lo que ella llamaba "pérfidas seducciones del diablo" era la lectura, y con el ansia del náufrago que encuentra un punto sólido al que asirse, leía aquellas obras devotas, de las que tenía gran provisión, gracias al cuidado del señor García.
Pero, ¡ay!, que aquellos libros al poco tiempo no produjeron el efecto apetecido por María, pues en vez de afirmar sus aficiones devotas, la empujaban al mundo y a sus seducciones.
A fuerza de leer comprendió que todas aquellas apasionadas declamaciones resultaban huecas por lo indefinido de su objeto y porque no lograban interesar a su corazón, y en los capítulos en que se hablaba del amor a Dios y se dirigían a éste frases como "¡dulce esposo mío!", "¡Señor de mi alma y de mi cuerpo!", la joven sentía que en su interior se despertaba algo nuevo y extraño y repetía distraída y automáticamente las apasionadas palabras con el pensamiento puesto, no en el hombre desnudo de miembros negruzcos, pecho sangriento y cabeza greñuda que pendía de la infamante cruz, sino en cualquiera de aquellos mozalbetes rizados, vestidos a la última moda, con el cigarrillo en la boca y el lente bailando sobre el chaleco que todas las tardes veía en el Luxemburgo.
Gustábanle mucho aquellas frases amorosas de los libros devotos; pero el demonio la tenía tan aprisionada entre sus garras a los catorce años, que le parecían mas hermosas si iban dirigidas a un hombre de vil materia que a una de aquellas imágenes de leño santificado.
El diablo hace caer a las débiles criaturas de la tierra en tan tremendos absurdos.
La afición a la lectura fué creciendo de tal modo en María, que llegó a alarmar al bueno del señor García.
Parecíanle ya fríos y monótonos los libros de devoción a aquella imaginación despierta, y un día, cansada de tan insípida lectura, se decidió a tomar en sus manos una de las obras que su preceptor llamaba profanas.
Las dos criadas francesas que estaban en la casa bajo la dirección de Tomasa eran el perfecto tipo de la doméstica en la nación vecina: sentimentales, fantásticas y grandes aficionadas a enterarse de las dramáticas aventuras de Alfredos y Arturos y a derramar lágrimas de ternura en vista de las grandes peripecias que éstos habían de sufrir en el curso de la novela.
Para dar pasto abundante a sus aficiones de impertérritas lectoras, tenían siempre sobre la mesa de la cocina abundante provisión de novelas económicas y folletines poéticos, cuyos fragmentos más interesantes declamaban en alta voz acompañadas del hervor de los pucheros y del estrépito de la loza en el fregadero.
A aquella biblioteca acudió María, y excusado es decir el efecto que en su imaginación romancesca causarían tales obras, que eran brillantes apologías del amor y en las cuales se pintaban con colorido exagerado las innumerables pasiones que encrespan tempestuosas el océano de la vida.
Ocurría esto en 1832, justamente cuando la revolución de julio, derribando la estúpida tiranía de los Borbones y creando una monarquía ciudadana sobre las ensangrentadas barricadas, quitaba toda traba al pensamiento humano, que corría con el atolondramiento y el ciego impulso de un niño a quien abren las puertas de un triste colegio.
El gusto romántico vencía al frío clasicismo, y la imaginación se enseñoreaba del mundo dominando en el cerebro humano a las demás facultades.
Dos jóvenes que entonces hacían gran ruido y que habían de pasar a ser inmortales, eran los dueños de la situación, y Francia entera se entusiasmaba leyendo las "Orientales" y las "Odas y baladas", del hijo de un antiguo general bonapartista llamado Víctor Hugo, o se conmovía repitiendo las melodiosas "Contemplaciones" de un provinciano llamado Lamartine.
Chateaubriand, el cantor del realismo y de las glorias de los hijos de San Luis, veía pateadas con desprecio sus obras por la triunfante Revolución, que levantaba con sus robustos brazos para exponerlos a la pública adoración a aquellos jóvenes bardos amamantados en la férrea leche de sus pechos.
Los primeros libros que cayeron en manos de María fueron las obras de aquellos dos poetas.
¡Cómo describir la grandiosa impresión, la tremenda revuelta que causaron en ella tan seductoras obras!
Anhelos hasta entonces no explicados adquirieron forma completa en su imaginación; comprendió, por fin, lo que era el amor y lo que esto significa, y experimentó idéntica impresión que el pájaro que, al fin, puede volar, y abandonando por primera vez el nido, se lanza a los campos embellecidos y caldeados por la vivificante primavera.
Leía y releía con una avidez sin límites los inmortales cantos de aquellos genios, hasta que las estrofas quedaban grabadas en su memoria, y por la noche dormíase repitiéndolas con entonación melancólica, mezclando muchas veces los versos con los suspiros.
Los crepusculares cantos de Lamartine conmovían su alma y le producían idéntica impresión que si una mano poderosa la levantara del suelo para mecerla entre los dorados celajes de la caída de la tarde, y muchas veces tenía que suspender la lectura para llorar sin motivo alguno y únicamente por dar salida a la dulce melancolía que se acumulaba en su pecho.
Víctor Hugo producía en su ánimo un efecto aún más radical y abría ante su imaginación nuevos e infinitos horizontes. Aquellas odas apasionadas le hablaban del amor como de una cosa santificada a la que se debía la existencia del mundo y la suprema felicidad de la vida, y Dios no aparecía en ellas como un ser irascible, vengativo y envidioso a quien le producen accesos de rabia la dicha de sus criaturas, sino como un viejo filósofo, bondadoso y dulcemente jovial, que sonríe plácidamente al contemplar las inocentes travesuras de la apasionada juventud.
Aquella manera de representar al autor del Universo agradaba a María, que no podía menos de estremecerse al recordar el Dios descrito a cada momento por su preceptor, ser omnipotente que sólo admitía en su presencia a las criaturas que renegaban de la naturaleza humana, que despreciaban los puros goces de la vida, que modificaban sus sentimientos y que aceleraban la llegada de la muerte, encerrándose en la tumba del claustro, cuando más exuberantes estaban de salud y fuerza.
Las poesías orientales despertaban en María otra clase de pensamientos, y sin darse cuenta de ello, iba convirtiéndose en una joven romántica y de pasiones fantásticas, como la mayor parte de las de aquella época.
El poeta la hablaba de España, de aquella patria querida que adoraba sin conocer; y con atención mezclada de asombro iba leyendo aquellas musicales estrofas que describían a los nobles abencerrajes y a las españolas sultanas; las serenatas entonadas en voz queda frente a los afiligranados ventanales de la Alhambra, los vistosos y dramáticos torneos, las citas en frondosos jardines y a la luz de la luna, y las empresas heroicas que horripilaban, pero que llevaban a cabo los paladines con el nombre de su amada en los labios.
Ante aquel mundo nuevo que surgía de los armoniosos versos, María experimentaba idéntica impresión que el niño que ve por primera vez en la noche obscura una quema de fuegos de artificio.
Su único pensamiento, la idea que con más fuerza se fijaba en su cerebro, era que ella quería ser una de aquellas heroínas e inspirar una loca pasión a un héroe que por su amada fuera capaz de los mayores sacrificios.
Quería ser la amada de un paladín moderno y hasta morir por él si fuera preciso.
La idea del convento no por esto se apartaba de su memoria, pero se había modificado mucho con la continua lectura.
Ella no iría inmediatamente a un monasterio a llorar faltas que no había cometido ni a odiar a un mundo que no conocía. Antes de renunciar a la vida quería saber por sí propia lo que ésta era, gozar sus dichas y sufrir sus desengaños y aspirar el intenso perfume de un amor novelesco. Después entraría en un convento, pero sería para llorar paseando por los claustros desiertos, y con todo el aspecto de una heroína de poema, el recuerdo del amante muerto en el campo de batalla a manos de una venganza inspirada por los celos.
En aquella linda cabecita se encerraba una imaginación propiamente española, que, una vez se echaba a galopar por el dilatado campo de lo desconocido, no respetaba obstáculo ni traba y recorría con complacencia el terreno de lo absurdo.
Un amante, un héroe, agonizante de amor, que sobreviviera después de la terrible catástrofe como en el último acto de una tragedia, y al final, el convento con toda su monotonía y esa calma sepulcral que sirve de dulce bálsamo a las almas despedazadas.
Esto era en todas sus partes el deseo constante de María, aspiración en la que tropezaba el señor García siempre que apuntaba a su discípula la antigua idea de la clausura religiosa.
El preceptor veía con tranquilidad que María no se manifestaba contraria a tomar el velo; pero no dejaba de producirle cierta alarma el notar que la joven no mostraba tan fogoso entusiasmo como algún tiempo antes, y tenía cierto empeño en reducir las pláticas de devoción, dejando siempre para más adelante el hablar a su padre seriamente de su vocación religiosa.
La transfiguración moral de aquella joven pasaba desapercibida para cuantos la rodeaban.
El señor García, con ser tan listo, no llegaba ni aun a sospechar lo que ocurría en el ánimo de su discípula, y en cuanto a Tomasa, como no sabía leer ni creía que en el mundo hubiese otros libros que los dedicados a la devoción, al ver a su señorita entregada a todas horas a la lectura con una extrema avidez, sentíase conmovida por aquello que ella creía amor a las doctrinas religiosas.
La juvenil mariposa, al llegar a los dieciocho años, estaba totalmente transfigurada.
Por la noche, cuando el cansancio comenzaba a cerrar sus ojos, ya no soñaba en ángeles deslumbrantes ni en demonios horribles. Otras eran las imágenes creadas por su fantasía.
Muchas veces extendía sus brazos, pues le parecía ver a la cabecera de su cama un apuesto paladín de ojos melancólicos y de negra cabellera que, cubierto de limpia armadura, como aquellos héroes de las leyendas, estaba en actitud de velar su sueño.
Mentor y Telémaco
En el mes de enero de 1840, el invierno, por no perder su anual costumbre y ser tenido como inconsecuente y caprichoso por los buenos vecinos de París, hacía que éstos anduvieran por las calles soplándose las manos o frotándose la nariz, so pena de sufrir graves deterioros en partes tan integrantes de la belleza física.
Hacía un frío de dos mil demonios, según la elocuente expresión de la criada del señor Avellaneda.
Cuando no soplaba un viento huracanado y punzante, caía una lluvia torrencial con estrépito escandaloso; y si ambas explosiones de la ira de la naturaleza cesaban de azotar la gran ciudad y parecía restablecerse la calma en el espacio, comenzaba a descender desde los plomizos celajes del cielo una inmensa sábana de nieve que se enseñoreaba de todo: lo mismo de los tejados y sus aleros que del pavimento de las calles, llegando a filtrarse al fondo de las cuevas por los angostos respiraderos.
Los copos de nieve parecían un infinito enjambre de blancas moscas deseosas de devorar la gran metrópoli, y los transeúntes mostrábanse molestados por la picadura fría, pegajosa y espeluznante de aquellos insectos de invierno.
Los parisienses sabían que cruzaba diariamente el espacio una cosa llamada sol, pero hacía ya algunos meses que no aparecía sobre los tejados de la gran ciudad, pues pasaba de largo, embozado en la densa capa de nubes, y se hablaba de él con el mismo acento de incertidumbre que si se tratara de un ser mitológico engendrado por la imaginación.
En una de aquellas mañanas que París despertaba al contacto de las sábanas de nieve que cubrían su lecho, y cuando el reloj de San Germán de los Prados daba las siete, el señor García, que parecía inalterable por los años y que conservaba su eterno aspecto humilde, bondadoso y sonriente, desperezóse en su pobre cama allá arriba en el último piso de una casucha de la calle de los Santos Padres, y después de algunas vacilaciones, se decidió a abandonar el camastro.
Se vistió y lavó con gran detenimiento; después de haberse persignado devotamente, tomando agua bendita de una pililla que tenía a la cabecera, le rezó tres padrenuestros a una estampa de Jesús que adornaba su cuarto y que era una obra maestra del arte religioso, pues representaba al Hijo de Dios, acicalado y rizado como si saliese de una peluquería y en actitud como de desabrocharse el chaleco para mostrar su corazón flamante, de color de hígado fresco, y así que terminó la oración, sacó de un armario un panecillo y una pastilla de chocolate, que comió junto a la ventana, estremeciéndose de frío, pues por las rendijas de la vieja vidriera se filtraba el helado resuello del invierno.
Cuando el anciano terminó de masticar el desayuno y se hubo convencido de que no quedaba sobre su raído traje la más leve migaja, púsose una larga hopalanda, que tenía mucho de sotana, y el viejo sombrero, cuya figura se confundía en la memoria de María con los primeros recuerdos de la niñez. Después, salió a la calle, llevando bajo el brazo un paraguas rojo.
El señor García, a pesar de sus años, andaba con cierta viveza juvenil y evitaba que sus gruesos zapatos claveteados resbalasen sobre la nieve de las aceras, próxima a solidificarse.
Atravesó el barrio de San Germán y el de San Sulpicio, pasó por la desembocadura de la rue Ferou, dirigiendo una mirada distraída a la casa del señor Avellaneda, y llegó a la larga calle Vaugirard, deteniéndose a poco menos de su mitad junto a la puerta de una negruzca y larga tapia, sobre la cual y a alguna profundidad, veíase el cuerpo superior de un pequeño palacio construído con arreglo a la arquitectura frívola y seductora del pasado siglo; pero al cual, la furia destructora del tiempo había dado un aspecto vetusto. Los apuntados tejados de pizarra habían perdido su primitiva brillantez: los moldeados tragaluces de las buhardillas estaban algo destrozados por la lluvia y la nieve, y en los huecos de las molduras que adornaban los muros, así como en las hornacinas, que en otro tiempo debieron de contener estatuas, crecían verdes cabelleras de plantas silvestres, que el viento agitaba acompasadamente.
Aquel edificio, aunque viejo, de perfiles seductores, asomando su faz sobre una tapia negruzca, y que por tener sobre la puerta una gran cruz de madera parecía la cerca de un cementerio del campo, causaba el mismo efecto que un puñado de rosas marchitas puestas en las vacías cuencas de una calavera.
El señor García tiró rudamente de una cadenilla que pendía junto a la puerta, y allá dentro sonó el repiqueteo de una campana. Le abrió un viejo de aspecto igual al suyo, y el señor García, contestando con una inclinación de cabeza al saludo que le dirigió el fámulo, atravesó el vasto patio existente entre la tapia y el edificio, y en el cual crecían algunas plantas raquíticas alrededor de una fuentecilla que tenía en el centro una imagen de la Virgen, cubierta de moho verde, así como la parte exterior de la taza de mármol.
El vejete, subiendo algunos peldaños, penetró en el piso bajo, atravesó algunas antesalas, contestando con genuflexiones a los saludos que le dirigieron varios curas que estaban sentados esperando; entreabrió una mampara negra, y por el resquicio pasó parte de la cabeza, preguntando con humildad si se podía pasar.
—¡Entrad! Adelante, querido hermano—contestó una voz varonil.
El señor García entró en aquella pieza, que era un vasto despacho, casi igual al del padre Claudio en Madrid, sin que faltasen los colosales estantes repletos de legajos y carpetas rotuladas.
Sentado en un gran sillón, juntó al hueco de una ventana, estaba el padre Fabián Renard, superior de los jesuítas de Francia, o más bien dicho, vicario en dicha nación del general de la Compañía, que residía en Roma.
El estar el buen padre encogido en su asiento, no impedía que fuese apreciada su estatura y robustez de granadero, completadas por una cabezota rubicunda, de rostro granujiento, hinchado y velloso en demasía. Unos ojillos vivos, audaces y escudriñadores, que brillaban con cierto reflejo metálico bajo la espesa almohadilla de grasa que formaba la frente, completaban el retrato físico de aquel hombre, que había prestado grandes servicios a la Compañía, pero que en el registro secreto que para su uso especial llevaba el general de la Orden, estaba anotado del modo siguiente:
"Fabián Renard.—Perfecto instrumento de la Orden. Ha hecho buenos negocios. Buen jefe de pelea, mal director. Vivo y arrebatado de sobra. Falta de constancia, de paciencia y de cautela. Prefiere el valor y la audacia a la astucia. Ha sido soldado. Quisiera arreglar las cosas más difíciles en media hora. ¡Es un verdadero francés!"
El padre Renard era uno de tantos aventureros que sin otra guía que la audacia ruedan de un punto a otro, agitados por la ambición, sin ninguna idea fija, y dispuestos a venderse lo mismo a Dios que al diablo.
En su juventud había pertenecido al ejército de Napoleón, y fué soldado porque entonces estaba en moda serlo, y las armas eran el único medio para hacer carrera.
Se batió con valor y ascendió lentamente hasta capitán, pero llegó la restauración de los Borbones con todas sus inevitables consecuencias. La Iglesia volvió a dominar, los curas fueron los héroes de la situación, y el joven capitán entró en la Compañía de Jesús, donde se hizo más justicia a sus facultades de hombre audaz y de ancha conciencia, llegando, después de realizar varios "negocios" de importancia, a ser encargado de la Orden en su patria.
Su carácter estaba descrito con tanta concisión como verdad en las anotaciones del general, pues en la Compañía se estudiaba imparcialmente la naturaleza moral de cada individuo y se archivaban después los apuntes sin temor a equivocaciones.
No estaba solo el padre Fabián cuando entró en su despacho el señor García.
Frente a él, y ocupando otro sillón, se encontraba un caballero vestido con cierta marcial elegancia y cuyo rostro bronceado y varonil le delataba como perteneciente a una raza meridional.
Este desconocido, al entrar el viejo, se levantó para saludarle, pero el padre Fabián le empujó cariñosamente para que volviera a sentarse, y le dijo en español, dificultosamente pronunciado:
—Sentaos, señor conde. Este señor es un amigo, un hermano de gran confianza. Es don José García, hombre virtuoso y de gran religiosidad, que en 1820 se vió obligado a huir de España, por no sufrir las persecuciones de los malditos revolucionarios. Después, ha querido volver a su patria, especialmente cuando en el 24 quedó restablecido el orden y el respeto a la religión; pero asuntos muy graves y de gran interés para la Compañía, le retienen aquí, y el buen hermano se sacrifica. ¿No es así, señor García?
—Así es, reverendo padre—contestó el vejete, muy satisfecho del tono amable y jovial con que le hablaba tan elevado personaje.
—Sentaos, señor García, sentaos. Justamente hace un momento os recordaba y hablaba de vos al señor conde. A propósito: sabed que este señor es un compatriota vuestro, el conde de Baselga, coronel de un regimiento de caballería carlista, que no ha imitado a esos traidores, que con Maroto se entregaron en Vergara, y que a vivir en la opulencia, reconociendo a la ilegítima Isabel II, ha preferido seguir al verdadero y desgraciado soberano Carlos V, pasando la frontera y viniendo a París a sufrir las tristezas de la emigración. Es un héroe de la buena causa.
El señor García saludó con una sonrisa al héroe, y con una respetuosa reverencia al conde, y después se sentó modestamente y a alguna distancia de los dos personajes, como si quisiera demostrar que no era de los que deseaban la supresión de castas.
—Yo—continuó diciendo el jesuíta francés, que entre sus defectos tenía el de ser excesivamente charlatán cuando estaba entre los suyos—me encuentro perfectamente cuando hablo con españoles. Conservo muy buenos recuerdos de aquel país donde el cielo es eternamente azul y tan hermosas son las mujeres. ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Torcéis el gesto, señor García? Comprendo que a un santo, como vos lo sois, os causan mal efecto estas palabras, pero... ¡qué queréis!, antes de sacerdote he sido soldado y la sotana no borra nunca las huellas que dejan las costuras del uniforme. Aquí está un bravo militar, que por el mero hecho de serlo, sabrá dispensarme mejor mis faltas y comprenderá más bien mi carácter.
Baselga sonreía encantado por la franqueza de aquel jesuíta, y comparándolo con el simpático, pero misterioso padre Claudio, le encontraba muy superior a éste.
—¡Qué tiempos aquéllos!—continuaba diciendo el padre Fabián—Aún veo como si ocurriera en este instante, cuando yo era sargento en la columna del general Hugo, el padre de ese coplero impío y revolucionario, que tanto ruido mete ahora, y perseguíamos a aquel diabólico "Empecinado", que tan pronto se nos desvanecía entre las manos, como nos atacaba inesperadamente. Reconozco que los españoles no tienen rival en esas guerras de montaña, y tanta es la simpatía que me inspiran, que desde aquí he ido siguiendo con interés todos los incidentes de esa contienda, civil, en la que tanto os habéis lucido, señor conde, al frente de vuestro regimiento de lanceros.
Baselga saludó con aire satisfecho, y el señor García creyó del caso agradecer con una amable sonrisa aquellas lisonjas dirigidas a sus compatriotas.
—Vuestra llegada, señor García—continuó el jesuíta—, no puede ser más oportuna. El señor conde visita París por primera vez; apenas si conoce el idioma y necesita un hombre de confianza, un buen amigo que le acompañe a todas partes y le sirva de guía en esta Babel. Nadie mejor que vos puede hacer este favor, y yo os estaba nombrando momentos antes de que entraseis.
—Reverendo padre—contestó el viejo—, estoy muy agradecido por la bondad que me dispensáis, y en cuanto al señor conde, prometo servirle tan bien como pueda. Baselga tendio su mano al vejete en muestra de agradecimiento.
—¿Dónde vive usted, señor conde?—preguntó García, con solícita curiosidad.
—Estoy alojado en la fonda de "El León de Oro", en la rue Saint-Honoré. Vivimos aquí algunos jefes emigrados, en amistosa comunidad, pero deseo mudar de domicilio e instalarme en una habitación que, aunque decente, no me cueste tan cara.
—A usted le convendría vivir en un barrio retirado y serio como el de San Germán, o el de San Sulpicio. En aquella parte de París, donde usted habita, el escándalo y la corrupción tienen su asiento, y ninguna persona católica puede vivir con tranquilidad. Si usted me lo permite, le buscaré nueva habitación.
—Apreciaré mucho ese favor.
—Vivirá usted en la misma casa que yo. Soy pobre y no tengo otro remedio que vivir en una buhardilla que basta para mis necesidades; pero en el piso primero hay desalquilada una habitación de soltero, bastante aceptable, en la que el señor conde podrá vivir con comodidad. Es en la calle de los Santos Padres. ¿Le conviene a usted mi proposición?
—Aceptada. Además, viviendo cerca de usted, tendré la ventaja de poder utilizar a todas horas sus amables servicios.
—Todo está corriente—dijo el padre Fabián—. Telémaco y Mentor vivirán unidos, y así se complementarán mejor. Y ahora, que ya están ustedes convenidos, les suplico que me dejen solo. Crean que tengo un verdadero placer en conversar con ustedes, pero mis obligaciones son muchas y tengo la seguridad de que en la antesala me esperan un buen número de amigos y solicitantes. ¿Eran muchos cuando habéis entrado, señor García?
—Reverendo padre, pasaban de diez los sacerdotes que estaban en la antesala.
—Ya lo veis, señor conde. Esto es insufrible. No tengo un momento mío; pero esto no impedirá, indudablemente, que me honréis a menudo con vuestra visita. Siempre encontraremos tiempo suficiente para conversar con buenos amigos; vos, recordando vuestras antiguas glorias, y yo pensando en los tiempos que arrastraba sable. Un recomendado del padre Claudio es para mí una persona digna de las mayores atenciones.
El conde agradeció con respetuosas inclinaciones de cabeza los ofrecimientos del jesuíta, y después de besar su mano se dispuso a salir acompañado del señor García.
Este procuró quedarse algo rezagado, y cuando Baselga estaba ya en la puerta, volvióse rápidamente adonde se hallaba el padre Fabián, que le miraba fijamente como adivinando que tenía algo que decirle.
—En aquella casa todo sigue lo mismo, reverendo padre.
—¿Y la niña?
—No se niega a ser monja, pero tiene cierto empeño en retardar la entrada en el convento.
—¿Hay acaso amoríos de por medio?
—No, reverendo padre. Si tal hubiese, lo sabría yo.
—Mirad que los viejos no tenemos buen ojo para apercibirnos pronto de estas cosas.
—Tengo absoluta certeza de que María no piensa en amores.
—Pues ved de emplear todos los medios para que la niña se decida en favor de la religión.
—Así lo haré, reverendo padre.
—¿Y el señor Avellaneda?
—Sigue tan loco y meditabundo como siempre.
—Eso es menester—dijo sonriendo el jesuíta.
Él señor García besó devotamente la velluda mano que le tendía el padre Fabián, y se reunió en la antesala con el conde de Baselga, cuya apostura marcial y tez bronceada llamaba la atención de los clérigos franceses que aguardaban la audiencia del superior de los jesuítas.
Los nuevos amigos marcharon directamente a la calle de los Santos Padres, y la portera del señor García, vieja devota muy agradecida a éste, no por las propinas, sino por continuos regalos de estampas, medallas y escapularios milagrosos, les enseñó la habitación del primer piso, que estaba desalquilada.
Baselga manifestó que le agradaba la pieza y sus muebles, y aquella misma noche durmió en ella.
Cuando el señor García, que se había encargado de traer el equipaje del conde desde la fonda "El León de Oro", fué a retirarse a su cuarto, después de desear felices noches a su nuevo amigo, se detuvo junto a la puerta, y tras algunas vacilaciones, preguntó al conde con marcada curiosidad:
—Perdone usted mi impertinencia. Pero ¿tiene usted muy intimas relaciones con los jesuítas de España?
—El padre Claudio es mi mejor amigo, es mi protector, casi mi padre.
—Celebro que así sea, pues de este modo podrá ser más íntima nuestra amistad. Yo creo que nosotros, salvo la debida distinción de clases y el respeto que yo profeso siempre a mis superiores en la sociedad, somos algo más que amigos, pues bien podía ser que resultásemos hermanos.
—Creo que sí.
El vejete sonrió, y desabrochándose su raído chaleco, entreabrió la camisa, mostrando sobre una sucia almilla de franela un escapulario, en el que estaba bordado en vivos colores un corazón sangriento y flameante rodeado de una corona de espinas.
El conde le imitó, y desabrochando sus ropas, enseñó un escapulario igual.
—Perfectamente—exclamó el viejo sonriendo con alegría—. Los dos somos hermanos, y aunque sin votos, pertenecemos a la gloriosa Compañía de Jesús. De hoy en adelante nos trataremos con la confianza que debe existir entre dos buenos hermanos, entre dos soldados de Cristo, a los que la sociedad impía y revolucionaria llama "jesuítas de hábito corto".
Lo que había sido de Baselga
¿Qué había sido del conde de Baselga después del día en que su matrimonio terminó de un modo tan inesperado y trágico?
Por consejo del padre Claudio, dióse de baja en la Guardia Real y fué a vivir en un rincón de Castilla, en aquel caserón señorial donde se habían deslizado los primeros años de su infancia y del cual apenas si se acordaba.
El complaciente superior del jesuitismo en España era para Baselga una especie de ángel bueno que velaba por él, y de aquí que atendiera todas sus indicaciones para cumplirlas con la sumisión inconsciente de un autómata.
Enterrado en aquel lugarejo, donde había nacido, Baselga vivía alejado del mundo, y si alguna vez sabía algo de la que ocurría en la corte, era por conducto del padre Claudio, que le escribía todos los meses, dándole muy buenos consejos y excitándole a la oración, exhortaciones que no hacían gran mella en su ánimo.
Su hija estaba en un convento de Madrid, y el buen jesuíta velaba por ella con tanto interés como administraba la mediana fortuna de la difunta Pepita Carrillo, cuyas rentas dividía anualmente en dos mitades. La más insignificante se dedicaba al mantenimiento de Baselga, que mensualmente recibía una cantidad que, unida al sueldo de comandante de cuartel que percibía, permitíale llevar una existencia de potentado en aquel mísero lugarejo, y la parte mayor y más cuantiosa se la embolsaba el padre Claudio por los gastos de administración y educación de la niña, verdadera dueña de aquellos bienes.
Baselga era casi feliz en su nueva habitación. Cazaba la mayor parte del día, por las noches echaba largos párrafos con el cura del lugar, más ignorante que él pues le reconocía gran superioridad intelectual y trataba a palos a los labriegos siempre que estaba de mal humor, ni más ni menos que si se encontrase en plena Edad Media y todavía fuesen un derecho los abusos feudales.
Algunas veces aquella tranquilidad que le proporcionaba la vida campestre desaparecía, pues los recuerdos del pasado venían a remover los vestigios de ambición que todavía quedaban adormecidos en su pensamiento.
El conde recordaba su feliz mocedad, cuando soñaba en llegar a general y adquirir gran renombre y cuando se creía próximo a realizar sus ilusiones, y al verse ahora postergado, solo, sin otro apoyo que el de los jesuítas y en lo mejor de su edad, casi en la misma situación de un veterano inservible, sentíase dominado por tremenda melancolía, y maldecía la memoria de la mujer que de tal modo había truncado su porvenir.
En aquella continua soledad, y rompiendo el obstáculo de una tenaz monotonía, el recuerdo de tres seres surgía en su memoria causándole diversos y encontrados sentimientos.
Pepita aparecía algunas veces en su imaginación, hermosa, atrayente y seductora, y su recuerdo producía en Baselga el despertar de adormecidos deseos, y el que resucitase aquella pasión que por tanto tiempo le había dominado.
El conde amaba todavía a su esposa, y si en algunas ocasiones maldecía su memoria, eran más las que se abismaba con placer en los recuerdos del pasado, y saboreaba su perdida felicidad.
La niña, aquel pequeño ser inocente que a los ojos de la sociedad pasaba por su hija, excitaba también algunas veces sus recuerdos; pero hay que confesar, en favor de los sentimientos de Baselga, que la pequeñuela, a pesar de su odioso nacimiento, no lograba inspirar al vengativo conde otra impresión que una tranquila indiferencia. No así el otro ser que continuamente ocupaba su pensamiento, y que era el mismo rey don Fernando, tipo odioso para el conde y que merecía toda la furia de su rencor.
Cada vez que Baselga pensaba en su soberano sentía que la sangre se agolpaba en su cerebro y crispaba las manos como disponiéndose a estrangularlo, cual si lo tuviera en su presencia.
Pensando en el rey se arrepentía de haber obedecido a su estimado padre Claudio, absteniéndose de dar un escándalo y tomar tremenda venganza; pero ya que en el momento le era imposible dar rienda suelta a su furor, proponíase tomar la revancha así que se le presentara ocasión no sólo contra el amante de su esposa, sino contra sus descendientes, si es que llegaba a tenerlos.
Así transcurrieron algunos años sin que el olvido que lleva consigo el tiempo lograra borrar de la memoria de Baselga tan tristes y tenaces recuerdos.
El primer día de cada año y el de su santo recibía el conde dos cartas de felicitación escritas por su hija, con un estilo dulzón y afectado, que delataban la carencia de espontaneidad y daban a entender que la educanda copiaba lo dictado por la superiora del convento.
Aquellas cartas no proporcionaban a Baselga ningún consuelo, y después de leerlas las arrojaba con indiferencia, dedicándose de nuevo a su vida monótona y despojada de todo sentimiento que no fuese el de venganza.
Aquella vida uniforme en un hombre nacido para la agitación y la lucha, en vez de debilitar el recuerdo de sus desgracias, sólo servía para excitar más en él las memorias del pasado y sumirle en una feroz melancolía.
Cuando llegó a aquel lugarejo de Castilla la noticia de la muerte de Fernando VII, Baselga sintió una impresión semejante a la de aquel a quien roban una cosa que considera próxima a adquirir.
Acariciaba la esperanza de que algún día la casualidad le pondría en camino de vengarse por su propia mano del hombre que le había deshonrado. El no sabía cómo podría realizarse tal milagro, pero tenía la certeza de éste, y por ello experimentó una tremenda decepción cuando supo que la muerte acababa de robarle su presa.
No tardaron en sobrevenir con gran rapidez nuevos acontecimientos.
Pocos días después de la muerte del rey recibió una abultada carta del padre Claudio, en la cual hacía éste un llamamiento a su amistad.
Los partidarios del infante don Carlos defendían con las armas en la mano, en las provincias del Norte, la causa de la iglesia.
La esposa y la hija de Fernando VII parecían decidirse en favor de la libertad, y usurpaban los "sagrados derechos" de Carlos V. Era preciso que todos los soldados de Cristo, todos los militares que fuesen fieles guardadores de su honor y amantes de la legitimidad monárquica, acudiesen en auxilio del desgraciado infante, que andaba errante y proscripto por países extranjeros.
Además, la Orden (esto lo repetía vanas veces en su carta el padre Claudio) exigía a todos sus amigos que tomasen parte en aquella campaña, que era en favor de Dios y de la religión.
No necesitaba de tantas excitaciones el conde de Baselga. Bastaba que el padre Claudio le mandase una cosa, sin explicación de ninguna clase, para que él la cumpliera inmediatamente, y además, la nueva guerra le proporcionaba ocasión para hacer daño a los descendientes del hombre que tanto había aborrecido.
Baselga transformóse repentinamente y volvió a ser el soldado audaz y ambicioso de otros tiempos.
La gloria militar apareció otra vez radiante y magnífica en su imaginación, y corrió a donde le empujaban sus pasiones y el mandato de aquella Institución a la que estaba íntimamente unido.
El padre Claudio había recomendado bien a su protegido y éste mereció en las filas carlistas un agradable recibimiento.
Zumalacárregui le dió el mando del primer escuadrón de Caballería que pudo organizar, y Baselga, procediendo unas veces como buen soldado y otras como un loco de fortuna, fué adquiriendo renombre entre los suyos y llegó a ser considerado como el coronel más valiente del ejército carlista.
Eterno adorador de la monarquía absoluta y de los reyes de derecho divino, profesó tanta veneración a don Carlos como odio había sentido contra su hermano, y al ajustarse el Convenio de Vergara, fué de los que no quisieron ceder y aconsejaron al Pretendiente la resistencia a todo trance; pero en vista de que éste no quiso acceder a sus belicosos deseos, se conformó a pasar por vencido, y trasmontando la frontera, entró en Francia en compañía de su desalentado soberano.
Seis años de continuo guerrear no le habían proporcionado otra cosa que las efímeras satisfacciones producidas por algunas hazañas; pero, a falta de la gloria soñada, aquella campaña había servido para amortiguar la melancolía de otros tiempos y devolverle gran parte del buen humor, la osadía y la satisfacción de sí propio, que tanto le distinguían cuando era subteniente de la Guardia Real.
Al establecerse en París y trabar amistosa relación con el señor García, en la forma que ya hemos visto, era el conde de Baselga un hombre, aunque maduro, de agradable presencia.
La guerra había fortalecido su cuerpo de atleta, y al broncear sus facciones, parecía haber petrificado, haciéndola inmodificable por el tiempo, aquella hermosura varonil.
Su cojera (recuerdo eterno del 7 de julio), en vez de afear su figura, contribuía a darla un aspecto más militar.
Baselga resultaba el tipo del soldado español, y con su marcial apostura recordaba a los guerreros del siglo XVII, aquellos arcabuceros ceñudos, atezados y fieros que formaban al frente de los tercios de Figueras y Requesens.
Realización de un sueño
Pasaron muchos días antes de que María, reponiéndose de la impresión experimentada, pudiera darse exacta cuenta de lo que la ocurría.
Fué en una tarde hermosa, risueña y de cielo despejado cuando vió por primera vez a aquel hombre.
En el Luxemburgo se realizó el encuentro, y fué tan rara aquella impresión, que a la joven le pareció que el paseo estaba transformado por arte repentina y mágica.
Aquella tarde le acompañaba su padre en el paseo. Por una inesperada rareza, el señor Avellaneda, que pasaba semanas enteras metido en su casa, y que si salía era tan sólo para visitar la tumba de su esposa en el cementerio del padre Lachaise, se empeñó en visitar su antiguo y favorito paseo y acompañó a su hija en unión del señor García.
Aquellos tres seres, al entrar en el Luxemburgo, ofrecían el aspecto de un extraño triángulo. El vértice era la juventud, la vida y la frescura, representadas por María, que, a pesar de sus trajes obscuros, monjiles y de horrible forma, estaba radiante de belleza, y detrás de ella, con acompasado y tardío paso, marchaban las dos fases de la vejez: la senectud risueña, sana y ágil del señor García, y la quebrantada, enfermiza y macilenta de don Ricardo Avellaneda, que, a pesar de tener menos edad, parecía mucho más viejo que su devoto amigo.
El encuentro se verificó en las inmediaciones del estanque.
María, que caminaba distraída, embebida en aquellos pensamientos románticos que tenían su imaginación en perpetua ebullición, se fijó de pronto en un hombre que estaba a la misma orilla del estanque, siguiendo con mirada distraída el incesante rizado con que el vientecillo agitaba la superficie del agua.
Nada tenía de extraño aquel hombre para llamar la atención, y, sin embargo, María, desde que puso en él sus ojos, no logró apartarlos, sin que pudiera explicarse el porqué de tal carencia de voluntad.
La joven, con el paso lento que le obligaban a guardar sus ancianos acompañantes, iba acercándose al punto ocupado por aquel hombre que, por estar casi de espaldas, no dejaba ver su rostro.
María seguía mirando con atención aquella figura gallarda y colosal, que a no ser por su melena a la moda y su levita verde botella, hubiera podido confundirse con la de una estatua clásica, y sin poder explicarse el porqué, deseaba ardientemente que volviera el rostro para poder apreciar si estaba en armonía con el cuerpo.
Ninguno de los "dandys" ni de los estudiantes melenudos que diariamente concurrían al paseo tenían el aire especial de aquel hombre a quien ella veía por primera vez en el Luxemburgo.
Pocos instantes faltaban para llegar a la orilla del estanque y, sin embargo. María se impacientaba por el paso tardo de sus acompañantes, que de vez en cuando se detenían para dar más firmeza a sus palabras con expresivos braceos. Un interés tan repentino por conocer a aquel hombre era propio de una joven nerviosa, caprichosa y muy dada a curiosear, sin duda por la vida casi monástica que observaba forzosamente.
Estaba ya la joven como a cincuenta pasos del desconocido, cuando cruzó el espacio que se extendía entre ambos un muchacho elegantemente vestido y de piernas vacilantes que, sonriendo como un pillete que hace una de las suyas, huía de la niñera que venía corriendo algo lejos, queriendo remediar con una exagerada solicitud un anterior descuido.
De pronto el niño vaciló en su impetuosa carrera, y... ¡cataplún!, cayó como una pelota, siendo acompañado en su caída por los gritos que lanzaron algunas personas sentadas en los inmediatos bancos.
María, por involuntario impulso, corrió a levantar del suelo a aquel audaz pequeñuelo que, con la cara sobre la arena, vociferaba y pataleaba desaforadamente; pero cuando ya se inclinaba para coger al niño, unos brazos robustos agarraron a éste levantándolo del suelo con la misma facilidad que un elefante levantaría una nuez.
Cuando María volvió a erguirse vió frente a sí al hombre que tanto le había interesado y que, con el niño en brazos, se entretenía en limpiarle con su pañuelo las lágrimas y el polvo, dándole de vez en cuando un beso para que callara.
La joven no se ocupó del niño y fijó su atención en el hombre, que, en cambio, parecía preocuparse más del muchacho que de la señorita que tenía delante.
Creyó María del caso decir algunas palabras de consuelo al niño, y preguntó al hombre si le conocía, pero vió con sorpresa que éste hacía esfuerzos como para entenderla, y al fin, en un francés ininteligible, y haciendo inauditos esfuerzos, contestó negativamente, diciendo que era extranjero y que le veía por primera vez.
En esto, nuevos individuos se unieron al grupo. Era la niñera, que por una parte llegaba jadeante y sofocada, y que tomó apresuradamente el niño en sus brazos, y por otra los dos viejos acompañantes de María.
Aquel hombre, al ver al señor García, sonrió placenteramente y se llevó la mano al sombrero para saludar a don Ricardo.
—¿Usted por aquí, señor conde?—exclamó el viejo devoto—. No creía encontrarle en el paseo. Me imaginaba que usted estaría al otro lado del Sena, en el café donde acuden sus compañeros de armas.
María, al oír llamar señor conde al desconocido, que le hablaban en español y que le conocía su preceptor, pensó en las novelas que continuamente leía, y tuvo cierta satisfacción en ver que muchas veces pasa en la vida lo misma que en los libros.
—Señores—continuó el vejete con aire oficioso—: celebro haber encontrado una ocasión para que ustedes se conozcan mutuamente. Don Ricardo, este señor es el mismo de quien he hablado a usted varias veces: el señor conde de Baselga, coronel del ejército carlista, héroe de la pasada guerra, que ha tenido que emigrar. Vive en mi misma casa.
Avellaneda saludó con toda la amabilidad que le permitía su extraño carácter, y el señor García continuó:
—Señor conde, aquí se encuentra usted entre compatriotas y frente a un emigrado de diversa clase. Este señor es don Ricardo Avellaneda, ex secretario español del rey José, y esta señorita, su hija María.
La presentación estaba hecha en toda regla y Baselga contestó a ella con un marcial saludo que produjo en María una simpática sonrisa.
¿Conque aquél era el español emigrado que habitaba en la misma casa que el señor García? Nunca se lo había imaginado así la joven.
Su preceptor hacía más de un mes que le hablaba del conde de Baselga, pero como decía que su edad pasaba de cuarenta años, que cojeaba, que estaba muy desfigurado por las fatigas de la campaña, que tenía una hija en España que casi era casadera, y que a pesar de ser militar se mostraba muy temeroso de Dios y aficionado a las prácticas del culto. María se imaginaba que el tal conde era una especie de señor García, aunque acostumbrada a llevar uniforme, y tan fanático, rancio y empalagoso como éste.
¡Cuán grande era ahora su sorpresa al encontrarse con aquel hombre que, aunque no era un jovencito, atraía por su varonil hermosura, su mirada franca y algo fiera y su tipo caballeresco!
María, fijándose con infantil atención, especialmente en el bigote a la borgoñona y la perilla romántica de Baselga, recordaba a los héroes de capa y espada de las novelas de Dumas, entonces tan en boga, y comprendía que a una joven hermosa y apasionada (ella, por ejemplo) no le viniera mal ser cortejada por un hombre que parecía el símbolo de la fuerza y de la hidalguía.
La presentación sólo interrumpió el paseo breves instantes y el primitivo triángulo se deshizo, marchando ahora en fila los cuatro: María, silenciosa, y los tres hombres, hablando con cierto calor.
Al señor Avellaneda no le hacía mucha gracia tratar con un emigrado carlista; pero ya había transigido con ser amigo de un devoto santurrón como el señor García, y más simpatía le inspiraba aquel conde que procedía y hablaba con esa noble y natural franqueza propia del militar español.
Además, aquella tarde don Ricardo se mostraba más expansivo y hablador que de costumbre, y cuando tal sucedía se agarraba con ansia al primero que encontraba más cerca para molerlo a preguntas, que se repetían sin aguardar contestación y exponer sus peregrinas teorías, que algunas veces hacían dudar de la solidez de su cerebro.
El tema de su conversación, siempre que se encontraba locuaz, era regularmente los asuntos políticos de España.
Baselga, que era también algo hablador, especialmente desde que se encontraba en París, donde pasaba muchas horas sin más compañía que las paredes de su cuarto, entró de lleno en la conversación, y obedeciendo las indicaciones de su compatriota, expuso lo mejor que pudo su criterio sobre la política española.
Avellaneda no estaba conforme con él. ¡Qué había de estar! El era muy liberal, sí, señor, y por lo mismo que lo era se había ido en 1808 con los franceses, que llevaban a España el espíritu democrático y regenerador de la Revolución; pero ahora estaba ya desengañado y creía que la libertad era buena para todos los pueblos menos para el suyo.
—¡Ah, los españoles!—exclamaba mirando a Baselga con aire de superioridad—. Créame usted a mí, somos mala gente, ralea de perdidos y de vagos incapaces de ser hombres, y que sólo estamos bien cuando tenemos un amo, que después de robarnos nos sacude buenos garrotazos. Aquel país está perdido, y por eso no quiero volver a él. Allí sólo tiene razón de ser el Gobierno de las coronas; allí sólo se cree la gente feliz cuando obedece a un canalla que lleva corona de oro o cuando aprende a ser imbécil oyendo los sermones de un granuja que ostenta corona eclesiástica en el cogote. España está dada a todos los diablos. Los españoles somos una horda de hijos de fraile, y aunque Dios se empeñara, nunca llegaríamos a ser un pueblo. ¡Si al menos la degollina de frailes de 1834 se repitiera cada año!
El conde absolutista oía con extrañeza tan terribles palabras, dichas con una sencillez abrumadora, y el señor García subrayaba la mayor parte de aquellas frases con su risita de conejo y alguno que otro guiño que hacía a su amigo como indicándole que no hiciera gran caso de las expresiones de Avellaneda.
María se aburría lindamente oyendo por centésima vez aquellas teorías de su padre, que no entendía ni le importaban gran cosa.
Lo que a ella no le parecía muy bien es que Baselga se mostrara preocupado por la conversación hasta el punto de olvidarse de que junto a él iba una señorita joven y no mal parecida, y que cumpliendo su deber de caballero bien educado, había de dirigirla alguna galantería y desvanecer con amable conversación el fastidio de aquel monótono paseo.
Por desgracia, el conde no parecía hacerla gran caso, y la conducta que observaba con ella no pasaba de una respetuosa galantería.
La joven no causaba gran mella en el ánimo de Baselga.
La única impresión que la presencia de María despertó en su ánimo, fué que dentro de poco tiempo tendría casi su mismo aspecto la hija de Pepita, aquella niña que a los ojos de la sociedad pasaba por suya y que estaba acabando su educación en un convento de Madrid.
Aquella tarde fué tan corta como todas las del invierno. Al debilitarse la luz del sol, comenzó el vientecillo a ser helado en demasía, y la gente, cubriéndose con los abrigos que llevaba al brazo, comenzó a abandonar el paseo al mismo tiempo que el tambor de la guardia del Luxemburgo, con marciales redobles, anunciaba en las frondosas alamedas que las verjas del paseo iban a cerrarse.
Aquel grupo que conversaba con esa fraternal intimidad de los compatriotas que se encuentran en extraño suelo, se dirigió a una de las salidas del paseo y entró en la rue Vaugirard, con dirección a la de Ferou, donde habitaba Avellaneda.
La acera era estrecha, no permitiendo el paso de frente más que a dos personas, y era peligroso andar por el arroyo, pues los faroles no estaban aún encendidos y había gran movimiento de coches.
Avellaneda se agarró a su viejo y devoto amigo, y Baselga, con aquella galantería caballeresca que en su juventud tan buena acogida le había valido en los salones de Palacio, ofreció su brazo a María, que marchaba delante.
¡Qué sensación tan profunda la que experimentó la joven! ¡Con qué arrollador impulso afluyó un torrente de sangre a su corazón! ¡Cómo se colorearon después sus mejillas!
Era la primera vez que se apoyaba en un brazo varonil que no era el de su padre, y en los primeros instantes tembló nerviosamente como si estuviera cometiendo una grave falta.
La tranquilidad de don Ricardo, que iba detrás hablando de su eterno tema y echando pestes sobre España y los españoles, le devolvió la calma e hizo que fijara toda su atención en lo que le decía Baselga con cierto tonillo paternal propio de un hombre maduro que se dirige a una niña.
El conde la preguntaba cosas indiferentes, sin duda para no caminar silencioso y con gravedad ridícula. No le importaba gran cosa lo que María pudiera hacer, ni si le gustaba mucho París, ni menos si deseaba volver a España; pero Baselga, para pasar el tiempo, juzgaba indispensable hacerla tales preguntas, a las que la joven contestaba con palabras entrecortadas y con voz temblorosa.
Aquellas timideces de la niña hicieron que el conde fijara más en ella la atención. Es difícil que un hombre se muestre indiferente sintiendo sobre su brazo el contacto de otro mórbido y femenil y teniendo a poca distancia de sus ojos una cabeza de perfil artístico e interesante, y esto fué lo que sucedió a Baselga, quien, contemplando fijamente a María a la dudosa luz del crepúsculo, la encontró muy hermosa y digna de que... él no, sino un tenorio de veinte años, hiciera por ella toda clase de locuras.
María, a pesar de su inexperiencia, guiada por ese instinto natural en toda mujer, adivinaba lo que pensaba su acompañante contemplándola y se ruborizaba, sintiendo al mismo tiempo que el corazón le saltaba en el pecho con la febril agitación de un pájaro en la jaula.
Baselga, para ocultar su naciente curiosidad, hacía las preguntas en un tono jocoso, y cada vez se mostraba más interesado en conocer los secretos de la niña.
María se alarmaba con aquel cariñoso interrogatorio. Había deseado hablar con aquel hombre, y ahora tenía miedo de continuar la conversación, aunque este temor no estaba exento de placer.
El pudor de María, aquellas preocupaciones de niña algo gazmoña y apegada a las prácticas monjiles se sublevaban ante las galanterías mundanas del antiguo palaciego. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué era aquello que le preguntaba? ¿Qué si tenía novio?
—No, señor conde, no. Yo no pienso en esas cosas. Soy muy joven, y además...
Aquí se detuvo María. Tenía reparo en decir a Baselga que el señor García, contando con su seguro consentimiento, pensaba hacerla monja. Esta era la verdad; pero ella..., ¡vamos!, no lo decía, aunque la mataran. No era caso de que aquel hombre tan simpático, tan hermoso, que cojeaba tan graciosamente y que tenía el aspecto romántico de un héroe de leyenda, creyéndola dominada por el puro amor a Dios y las aficiones a la vida monástica, fuera a dejar de cortejarla, considerándola en adelante como una santurrona, amiga de tratar únicamente con gentes de sotana. Ella sería monja, porque así se lo había prometido a la Virgen y al señor García; pero antes, no le venía mal saber cómo era aquello que llamaban amor y qué placer causaba escuchar los juramentos de eterno cariño de un hombre acostumbrado a las furiosas cargas de Caballería y andar a cuchilladas a cada momento.
Baselga sólo supo que la niña no tenía novio, pero ignoró el "además" que María dejó en suspenso.
Cuando iba a preguntarla nuevamente el porqué de aquella causa para no amar, llegaron a la puerta de la casa que habitaba Avellaneda, y la pareja tuvo que deshacerse, entrando entonces, entre don Ricardo y el conde, la parte de ofrecimientos de habitación, apretones de mano e invitaciones de subir a descansar, cortésmente rehusadas.
—Ya lo sabe usted, señor conde. Aquí es su casa, y crea que este ofrecimiento es sincero. El señor García me conoce bien y sabe la franqueza con que procedo, además de que, entre compatriotas, debe existir verdadera fraternidad. Apreciaré que usted venga a menudo a visitarnos y que sea para nosotros tan íntimo como su viejo amigo. Venga usted cuando quiera; especialmente por la noche, y al calor de la estufa echaremos algún parrafillo sobre las cosas de España. Yo, si no me da el maldito dolor de gota, suelo ser muy tratable, y cuando estoy enfermo, siempre quedan en el comedor la niña, el señor García y Tomasa, una aragonesa bestia y fiel como la primera. Vaya, señor conde, ¡buenas noches! Ya sabe usted dónde encontrará siempre amigos, una taza de café y un rato de conversación.
Baselga contestó a la charla de Avellaneda, prometiendo que al día siguiente, por la noche, iría a visitar a sus nuevos amigos, y después de oprimir con alguna expresión la temblorosa mano de María, saludó a don Ricardo y al señor García, que, como de costumbre, se quedaba allí a comer, y fué a hacer lo mismo en su restaurante de la plaza de Saint-Michel.
Aquella noche durmió María con una dulce tranquilidad.
Algo tuvo que luchar para que el sueño se posara sobre sus ojos, pues la imaginación andaba como gato suelto por el interior de su cabecita, trastornándolo todo y despertando a zarpadas los más absurdos pensamientos.
La joven gozó largamente en pasar revista a todos los sucesos de la tarde. Pensó detenidamente en aquella perilla romántica, en los bucles de la negra cabellera, en el pantalón gris perla y la levita verde, y experimentó un regular disgusto al no poder recordar cuántos botones tenía ésta sobre el pecho.
Cuando el sueño comenzó a entonar sus ojos, apareció en pie, junto a la cabecera de la cama, aquella fantástica figura de paladín novelesco, creada por su imaginación al calor de las poéticas lecturas.
Pero aquella figura no tenía vagos contornos ni facciones indeterminadas como antes, pues su rostro era, en aquella noche, el mismo de Baselga; el cual, procediendo como un redomado pícaro, se había introducido sin más preámbulos en el corazón de la niña, tomando posesión de él como dueño y señor.
La pasión y el sentido común.
Muy bien le pareció a Tomasa aquel nuevo amigo de la casa.
Y pareciéndole bien a Tomasa, acabó de parecerle inmejorable a todo el mundo, pues la rústica doméstica que, con la edad y el dominio que la daba la exclusiva dirección de la casa, se había hecho arisca y dominante, era la verdadera autoridad en aquel recinto, dentro del cual el dueño, o sea el señor Avellaneda, no tenía más valor que el de una sombra.
La aragonesa sentía irresistible simpatía por aquel señor, no se sabe si por esa tendencia inconsciente que las domésticas sienten hacia todo hombre de espada, o porque encontraba cierta similitud en su porte marcial y autoritario con el de aquel gendarme bigotudo que le hizo el amor cuando María lactaba todavía en los pechos de su madre.
—Vaya un señorón—decía Tomasa cada vez que visitaba la casa el conde de Baselga—. Basta mirarle la cara para conocer que es todo un personaje acostumbrado al trato de las gentes finas. ¡Con qué distinción hablan esos que son títulos! Tiene el mismo aspecto que el marqués de Melci, un señorón de mi tierra que iba vestido de general en la procesión del Corpus, y que llamaba la atención de todos por su seriedad y empaque majestuoso. ¿No te gusta a ti, María? ¿No encuentras que es muy simpático don Fernando? Ahora, nuestra tertulia de por la noche está más alegre, pues antes sólo hablábamos con el señor García, que es casi un santo, pero que resulta muy empalagoso con sus historias viejas y su miedo a las bromas un poco alegres.
Excusado es decir que María asentía a todas las afirmaciones de su antigua criada y que no tenía inconveniente en manifestar que Baselga era hombre muy simpático, por lo cual aguardaba siempre su llegada con gran impaciencia.
Alrededor de la gran mesa del comedor, y junto a la estufa ventruda que ocupaba un ángulo de la pieza, formábase todas las noches la tertulia, que evitaba a Baselga largas horas de aburrimiento en su casa o en el café, y constituía ya para él una cotidiana necesidad.
A las ocho entraba en la casa el emigrado carlista, e invariablemente, el comedor ofrecía a sus ojos todas las noches el mismo espectáculo.
Sobre la gran mesa, que acababa de ser despojada del mantel y los restos de la comida, Tomasa colocaba en correcta formación las tazas de café, la azucarera y una botella de ron; junto a la estufa, María se entretenía en hacer labor, levantando de vez en cuando la cabeza, en la que se veía una expresión de impaciencia mal disimulada; el señor García arreglaba mentalmente las cuentas de su administración, o se entretenía en canturrear, golpeando una taza con la cucharilla, y don Ricardo se paseaba en el reducido espacio que quedaba entre la mesa y la pared, con las manos en los bolsillos, tropezando a cada paso con las sillas. Aquello era, según la gráfica expresión de Avellaneda, para que la comida se bajara a los talones.
La entrada de Baselga producía una verdadera revolución en aquella pieza, sobre la que parecía pesar una atmósfera de monotonía y fastidio.
María se ruborizaba, y con una prontitud que en vano pretendía ocultar, corría su silla hasta la mesa, procurando colocarse cerca del recién llegado, como si temiera perder una sola de sus palabras; el señor Avellaneda rompía su forzado mutismo, y, como si se tratara de un parisién enterado de todos los chismes de la gran ciudad, entraba en conversación, preguntándole, con el rostro animado, qué se decía por París, y Tomasa acababa de reñir en la cocina con las dos criadas francesas, y después de servir el café ocupaba su puesto en el comedor, preparándose a saludar con tremendas risotadas el más insignificante chiste de aquel hombre tan simpático.
Baselga no podía explicarse la atracción que para él tenía aquella casa, pero lo cierto es que eran muy pocas las noches que faltaba a ella.
Sus compañeros de emigración, nobles como él, incapaces de mezclarse con gentes que no fuesen de su clase, le habían presentado en varias casas del barrio de Saint-Germain cuyos habitantes, descendientes en línea recta de los cruzados, daban una vez por semana recepciones, a las que asistía lo más florido de la antigua nobleza y del partido legitimista.
En dichas reuniones, su título de conde y el valor con que se había batido a favor del absolutismo, le valían grandes consideraciones y el contraer importantes amistades; pero esto no evitaba que se aburriera en aquellos salones vetustos, cuyo artesonado contaba siglos, y que prefiriese la sencilla tertulia de Avellaneda con toda su tranquilidad y monotonía y las audaces franquezas de la criada, que se mostraba más impertinente cuanto más cariñosa.
El conde estaba transformado, y las necesidades de la guerra, el continuo roce de las gentes de la montaña, que formaban su hueste, habían modificado completamente su carácter, acostumbrándole a tratar con marcial fraternidad y superioridad bondadosa a las gentes sencillas.
El, que en su juventud negaba el saludo, en Palacio, a los ministros de la época constitucional, por ser plebeyos, sin otro blasón que el del talento, y que creía que los criados eran gente inferior, digna únicamente de ser tratada a palos, sufría ahora todas las impertinencias de la francota Tomasa, y, hasta algunas veces, se dignaba decir algo para ella, con el solo propósito de que abriera su bocaza y diese salida a una de aquellas carcajadas que hacían temblar el techo.
¡Se encontraba tan bien el conde en aquel comedor! ¡Se respiraba en él tal ambiente de paz y de sosiego!
Baselga no podía explicarse el por qué, pero siempre que se sentaba junto a aquella mesa, acudían a su memoria los recuerdos más felices de su vida, y con los ojos de la imaginación se contemplaba tal como era después de casarse con Pepita, cuando pasaba las noches en el gabinete de su esposa, bailoteando sobre las rodillas la pequeñuela que creía suya.
El había nacido para la vida de familia. Le gustaban la guerra, la agitación, los accidentes inesperados, pero esto era tan sólo por una temporada más o menos larga; pero terminado el período de lucha, consideraba como una gran felicidad tener una familia y seres a quienes amar y que le correspondiesen.
¡Ah! ¡Si Pepita no le hubiese engañado! ¡Si aquella mujer no hubiese procedido tan villanamente, y si él no tuviese el genio tan feroz y arrebatado! ¡Qué feliz hubiese sido!
Además (seguía pensando el emigrado), ya se iba haciendo viejo, cualquier día perdería aquel aspecto, todavía juvenil, que le hacía ser mirado con interés por las mujeres, no pensaba volver a España, se quedaría para siempre en un país extraño, y si no constituía una familia, corría el peligro de arrastrar una vejez solitaria, triste y dolorosa; se exponía a ser un señor García, aunque con menos conformidad y valor, y morir una noche, en su cuarto, sin tener un alma caritativa que le auxiliase.
Estos pensamientos pasaban atropelladamente por la mente de Baselga, justamente cuando hablaba con más jocosidad o entretenía a sus amigos con el relato de sus campañas.
Aquella casa tenía el privilegio de despertar en él los instintos sociables y la afición a la familia.
Además, cuando, a media noche, se veía completamente solo en su habitación, sentía miedo y comprendía que era imposible vivir dentro de la sociedad tan independiente y aislado como en un desierto.
Cuando, después de su viudez, vivía solo en el caserón de sus padres, tenía al menos la ventaja de estar rodeado de gentes que le respetaban como a señor, o que le querían por haberle visto nacer; pero allí no tenía más amparo ni más amistad que la del señor García, viejo que, por su vida solitaria, era en extremo egoísta: o la de la portera, que refunfuñaba así que transcurría una semana sin propina.
Decididamente, las cosas no podían continuar así. Si fuera joven, si todavía no hubiera llegado a los treinta años, como algunos de sus compañeros de emigración, se dedicaría con ellos a la vida alegre y de crápula, tan hermosa en París, y que tanto distrae; pero este remedio a su soledad le resultaba imposible. Era ya demasiado maduro para entregarse a las locuras de la juventud, había sufrido demasiado para distraerse todos los días con los besos de las rameras y los vapores del vino, y, sobre todo no podía resistir tal género de vida, porque era pobre. La administración de los bienes de su hija debía ser asunto muy enrevesado y costoso, pues el padre Claudio se limitaba a remitirle una cantidad mezquina, que apenas si bastaba a cubrir, en París, las necesidades de una vida modesta.
El recuerdo de su hija vino a iluminar repentinamente el cerebro de Baselga, una noche que se revolvía en su cama impresionado por el ambiente de familia que respiraba cotidianamente en casa de Avellaneda.
Ya había encontrado la solución, y se extrañaba de no haber dado antes con ella. Ya no estaría solo ni carecería del cariño y del cuidado cuya necesidad se siente con más fuerza que nunca cuando se vive alejado de la patria.
Sacaría a su hija del convento y haría que viniese a París a vivir con su padre. El bueno del padre Claudio se encargaría de esta comisión, y el asunto era cosa de poco tiempo. Dentro de un mes estaría ya la niña en aquella habitación, o en otra más grande y cómoda, pues como no habría que pagar la pensión en el convento, el padre gozaría del producto íntegro de sus bienes.
¿Quién podría oponerse a esto? Nadie: él era el padre, y podía obrar como mejor le pareciese.
Baselga saboreaba ya su dicha y se felicitaba por su buena idea, cuando un pensamiento desconsolador vino a fijarse con tremenda tenacidad en su cerebro.
¿Qué cariño podría encontrar en aquella niña que no era su hija? ¿Cómo iba a amar a aquel ser, producto de la liviandad de su esposa? ¿No le estaría recordando a todas horas aquella mujer que tan tristemente había influído en su porvenir, y al regio amante a quien tanto aborreció?
No; era una verdadera locura traer la niña a París. Bien estaba en el convento, lejos, muy lejos del que ella creía su padre, y el cual nunca podía amarla.
Pero apenas Baselga adoptó esta resolución, que parecía salvarle de un peligro tan grave como era volver a las melancolías que le producía el continuo recuerdo de su pasada vida, surgió nuevamente y con más fuerza el temor de seguir viviendo completamente solo en el seno de una ciudad que, aunque populosa, resultaba para él un desierto.
No; él no se resignaba a seguir por más tiempo en tan anormal situación. Necesitaba tener a su lado un ser a quien adorar y hacer partícipe de sus alegrías y de sus tristezas. ¿Dónde buscarlo? He aquí el problema.
Al llegar Baselga a este punto en su nocturna meditación, una maldita idea, con la viveza de un duende, surgió del almacén de los pensamientos absurdos y se puso a danzar en su cerebro. Tanta impresión causó al conde aquel pensamiento inesperado, que no pudo menos de turbar el silencio de su alcoba, lanzando una ruidosa carcajada.
¡Vaya una idea diabólica! ¿Pues no acababa de ocurrírsele el casarse? ¿Y con quién? ¡Había que reirse!... Nada menos que con una mujer que podía ser su hija: con aquella María Avellaneda, que tenía más aire de futura monja que de señora de su casa.
¡Buena pareja harían! De seguro que, a realizarse tal idea, la fidelidad conyugal añadiría un ataque más a los muchos que continuamente sufría en el mundo.
A Baselga le parecía imposible que hubiera podido ocurrírsele tal idea, y se avergonzaba de ella, lo que no impedía que siguiera acariciándola como si gozase en apreciar toda la cantidad de absurdo que encerraba.
¡Qué dirían sus compañeros de emigración y sus amigos jesuítas al saber que él pensaba semejantes barbaridades!
Tanto rumió el conde aquella loca idea, que al fin comenzó a encontrarla cierta naturalidad. Bien considerado, ¿no ocurrían todos los días casamientos tan desiguales como el que él se imaginaba?
Además, él no estaba viejo. Las penalidades de la guerra no le habían quebrantado mucho, y tenía una salud a toda prueba. Alguna que otra cana indiscreta comenzaba a marcarse en su cabeza; pero todo lo compensaba su figura, que no debía de haber desmejorado, a juzgar por la atención que merecía entre las francesas de vida galante.
Pensando en el asunto, Baselga comenzó a recordar detalles en que hasta entonces no había fijado la atención; y pensó, aun a riesgo de resultar presuntuoso, que a María no le era indiferente. Y si no, ¿por qué mostraba tal alegría por sus visitas? ¿Por que le dirigía tímidas reconvenciones cuando dejaba de asistir una sola noche a la tertulia del señor Avellaneda?
El conde, a fuerza de deducciones, llegó a considerar que la idea de casarse con María no era del todo descabellada; pero como el sentido común presentaba fuertes objeciones a sus propósitos, decidió entregarse al sueño, dejando para más adelante la resolución de aquel asunto.
Desde aquella noche Baselga no cesó de pensar en María.
Aquélla, que hasta entonces había sido para él una niña, a la que trataba con dulce indiferencia, fué agrandándose ante sus ojos y cobrando importancia, llegando a absorber todo su pensamiento.
El preocupado conde fué descubriendo en ella nuevas e inesperadas cualidades, y su hermosura, considerada ya a través de un prisma amoroso, le impresionó hasta el punto de proporcionarle un continuo insomnio.
Baselga comenzaba ya a sentirse enamorado, pero notaba que su pasión era muy distinta de la que en otro tiempo había sentido por su difunta esposa.
La presencia de María no le ocasionaba aquel escalofrío de excitación carnal que en pasadas épocas le arrancaba la incitante belleza de Pepita, y, bien sea porque la edad había envejecido la bestia insaciable que el conde llevaba dentro de sí, o porque la hermosura de la señorita Avellaneda era ideal, lo cierto es que Baselga sentía por ella una pasión dulce y tranquila, menos arrebatadora que la anterior, pero mucho más firme.
Al emigrado no le cabía ninguna duda de que estaba verdaderamente enamorado de María, y de que era difícil que se desvaneciera tal pasión; pero a pesar de esto, la idea de casarse le producía un sinnúmero de conflictos interiores y de continuas perplejidades.
Semejante a aquel padre de la Iglesia que decía sentir dentro de sí dos distintas y contradictorias naturalezas, Baselga sentíase agitado continuamente por dos diversas tendencias que le causaban un perpetuo malestar.
La pasión y el sentido común libraban en su interior una continua batalla.
El Baselga enamorado entregábase a las más risueñas ilusiones; por más que buscaba, no encontraba ningún obstáculo serio que pudiera oponerse a la felicidad soñada, y se veía ya casado con María, y hasta padre de hijos más legítimos que aquella niña que estaba en el convento de Madrid; pero tales pensamientos no prevalecían mucho tiempo, pues inmediatamente surgía el Baselga hombre práctico, conocedor del mundo y desengañado de él, que se echaba en cara su propia tontería y, para desengañarse, exageraba la diferencia de edad y todo cuanto pudiera oponerse al soñado matrimonio.
¿A qué lado decidirse? Esta era la continua preocupación del conde, que a cada momento acariciaba un pensamiento distinto, acabando por no adoptar resolución alguna.
Así fué transcurriendo mucho tiempo, y en casa de Avellaneda nadie se apercibió de lo que ocurría en el interior de Baselga.
María, con ese instinto especial de las mujeres, comprendía que el emigrado experimentaba una continua preocupación; pero estaba muy lejos de imaginarse que era ella el objeto de tales pensamientos.
Ya no se condolía el conde de su soledad, ni pensaba en casarse únicamente por tener a su lado un ser que le hiciera más llevadera la emigración.
Lo que a él le impulsaba hacia María era el amor, y como la verdadera pasión logra siempre acallar toda clase de preocupaciones, Baselga se decidió a declararse a la joven, aun a riesgo de caer en ridículo y sufrir una negativa que desvaneciera todas sus ilusiones.
El amor triunfaba del sentido común.
Declaración.
¿Cómo supo María que era amada por el hombre cuya imagen no la abandonaba ni aun durante el sueño?
Fué en una tarde de primavera y en aquel paseo del Luxemburgo, que había sido el mudo y cariñoso testigo de todos los juegos y alegrías de su infancia.
Hermosa decoración, digna de la amorosa escena. El lindo paseo sacudía el manto de fría esterilidad con que el invierno le había aprisionado, y en las entrañas de su fresca tierra despertaban de su sueño de seis meses los fructíferos gérmenes que, estallando hacia arriba, se disponían a ver la luz en forma de verde follaje o de olorosas flores.
La savia, cuajada, comenzaba a bullir en las venas de los árboles, y, rompiendo la débil puerta de las tiernas yemas, cubría el ramaje hasta entonces negro, escueto y casi fúnebre, de verdes hojas que filtraban la luz fantásticamente y que, a la menor caricia del viento, se conmovían como una arpa eólica cantando, con interminable susurro, la embriagadora canción de la primavera.
Los perfumes de las primeras flores invadían el espacio y bajaban hasta el fondo de los pulmones, ávidos de aspirar las primicias de los besos de la hermosa estación, y los pájaros, cobijados hasta entonces en los aleros de los tejados, tímidos y medrosos, huyendo siempre del furioso viento, o recelando de la traidora nieve, bajaban ahora al paseo y, ebrios por los efluvios de la desbordada naturaleza, volaban en caprichosas evoluciones, posándose tan pronto en lo más alto de la balanceante rama, para saludar al sol con su balbuciente canto de niño, como descendiendo a los andenes del paseo, para acompañar con sus graciosos saltos la lenta marcha de los paseantes.
Aquella tarde, María llevaba por acompañantes a Tomasa y al señor García, pues su padre había querido aprovechar el buen tiempo para ir al cementerio del Padre Lachaise y colocar una corona de flores sobre la tumba de su esposa.
Baselga marchaba al lado de la joven, que, de vez en cuando, fingiendo distracción, le miraba con el rabillo del ojo.
María esperaba que en aquella tarde ocurriera algo que fuese para ella de gran importancia.
Era extraño, y digno de llamar la atención, el que Baselga, que no asistía más que de noche a su casa, se hubiese presentado aquella tarde con el pretexto de buscar al señor García, mostrando gran empeño en invitarla a un paseo por el Luxemburgo, a pesar de que a ella le parecía mejor quedarse en su habitación.
Además, el emigrado no tenía el aspecto de costumbre.
Mostraba cierta agitación desde que la criada y el preceptor quedaron algo más atrás, dejándolo solo al lado de María, y hablaba con aire distraído, como si le agobiaran importantes pensamientos, o estuviera fraguando un plan de gran trascendencia.
¡Pobre Baselga! ¡Que le sucediera eso a él cuando ya contaba cuarenta años y estaba cansado de saber lo que es el mundo!
El conde se encontraba desconocido. El, que tanto se había distinguido en los salones de Palacio, en Madrid; él, que había hecho el amor más por costumbre que por pasión, y había intentado la conquista, en su juventud, de cuantas mujeres halló a su paso, sentíase ahora impresionado ante aquella chicuela, ignorante y sencilla, que no tenía la astucia ni la doblez de las damas palaciegas.
Varias veces fué el emigrado a abrir la boca para espetar su declaración de amor: una solicitud muy bien pensada, pues no era caso de que un hombre de su edad y categoría fuese a declararse como un cadete, y otras tantas tuvo que detenerse, pues los pensamientos se borraron de su cerebro y no encontró palabras para expresarse.
Había más aún. El conde, que no era hombre capaz de sentir cortedad en ninguna ocasión, temblaba ahora al pensar que había de hablar de amor a aquella criatura que parecía tan distante de pensar en cosas terrenales.
¿Qué significaba aquello? Miedo a ser correspondido, a contraer compromisos y a casarse, no podía ser. El había pensado detenidamente el asunto, el matrimonio le era indispensable, y una boda con la hija de Avellaneda le convenía bajo todos los aspectos, hasta tratándose de conveniencia material, pues la joven era inmensamente rica, según él sabía por su amigo García y por el mismo padre.
¿De qué provenia, pues, aquel temor? El conde no podía explicárselo de un modo claro, y únicamente llegaba a comprenderlo adquiriendo la certidumbre de que estaba realmente enamorado, de que sentía una pasión de muchacho, de esas irreflexivas, melancólicas e infinitas que, aun a trueque de caer en el ridículo, se desahogan en forma de suspiros y versos.
Recordaba la pasión que en otro tiempo le había inspirado Pepita Carrillo, y comprendía que lo que experimentaba ahora era el verdadero amor. Al lado de María no sentía aquellas punzadas de brutal pasión que le acometían junto a su difunta esposa, y se abismaba en la contemplación de la serena belleza de la joven sin que la bestia carnívora le hiciera sufrir el menor estremecimiento.
Era aquello un amor romántico, una de aquellas pasiones que la literatura dominante obligaba a fingir a las gentes de moda, pero que Baselga sentía ingenuamente.
El emigrado conocía las aficiones poéticas de María, lo imbuída que estaba del espíritu romántico, y temía desagradarla con una declaración prosaica que diera a su persona un carácter vulgar.
María, por su parte, con esa percepción femenil tan delicada y atenta, adivinaba cuanto pensaba Baselga, y esperaba ansiosamente su declaración.
El conde se decidió, al fin. ¡Qué diablo! Pecho al agua... Además, aquella cortedad era indigna de un hombre de su clase.
Justamente María estaba hablando de lo feliz que se sentía aquella tarde, al ver que comenzaba a renacer la hermosa estación, tan adorada por ella a causa de su afición a las flores.
—¿Y se considera usted completamente feliz, señorita?
—Hoy, don Fernando, me siento muy contenta.
—Luego la felicidad de usted sólo es momentánea.
—¡Ay, don Fernando! Para ser yo feliz, para que mi dicha fuese perpetua, sería necesario que viviera mi madre y que mi padre gozase más salud.
—Es verdad. Está usted muy sola en el mundo. Su padre es viejo, no tiene más amigos que su criada y un anciano, pero esta misma falta de apoyo me ha hecho pensar detenidamente en usted y en su porvenir.
—¡Cómo! ¿Piensa usted en mí algunas veces?
María dijo estas palabras con alegre acento que animó a Baselga, el cual, mostrando cierta extrañeza por que la joven ignorase la fuerza con que le había obsesionado, contestó con melancólica voz:
—Sí, María. Pienso mucho en usted, y me preocupa su porvenir. ¿Cómo no he de pensar?... ¡Ah! ¡Si usted supiera!...
Por poco no se detiene Baselga y deja su declaración para más adelante, a causa de aquella cortedad que le dominaba; pero una mirada interrogante de María mató su silencio e hizo que el conde siguiera adelante.
—Sí, María. Yo me intereso por su persona más de lo que usted se cree. Es usted, por sus prendas físicas y morales, de las personas que inspiran interés a cuantos las conocen, y yo faltaría a mi deber de buen amigo si no procurara aliviar sus penas; y la pena más grande que usted sufre es la soledad en que vive y que mañana puede ser su peligro. ¿No puede morir pronto su padre? ¿No puede usted quedarse hasta sin el apoyo de su preceptor, ese viejo amigo de la casa? Necesita usted un sostén, un hombre que la adore y la defienda, y ese hombre...
Otra interrupción de Baselga. Aquella lengua siempre tan expedita y que aquel día estaba vacilante y estropajosa, causaba la desesperación de María, que aguardaba ansiosa el trueno final.
Por fin, el hombre siguió adelante y, lo que es más, habló con varonil resolución.
—María, yo no soy más que un soldado y tal vez me explique mal; pero tengo el mérito de hablar con noble franqueza. Ese hombre de quien hablo soy yo, que la amo hace ya mucho tiempo. En una palabra: ¿quiere usted casarse conmigo?
La joven bajó la cabeza con cierta confusión que no era fingida, pues la última parte de la declaración desbarataba todos sus pensamientos.
Aquello era ir demasiado lejos. Ella quería amar y ser amada; deseaba ser protagonista de una novela romántica con personajes de carne y hueso; pero lo de casarse le parecía demasiado y muy digno de pensarse.
Tanta era su preocupación poética, que no había pensado en que los amores firmes y consecuentes terminan siempre en la vicaría, y ahora se sentía confusa al pensar que Baselga no solicitaba únicamente ser su adorador, sino su marido.
Había que pensar aquéllo, porque si ella se casaba, ¿cómo iba a ser monja, tal como se lo había prometido a la Virgen y al señor García?
María estuvo mucho rato con los ojos bajos, ruborizada y mostrando confusión, al mismo tiempo que pensaba la respuesta que había de dar a Baselga.
El amor pudo en ella más que sus compromisos religiosos.
La posibilidad de que una respuesta negativa alejase para siempre a aquel hombre de su lado la alarmó de tal modo, que apresuradamente hizo con la cabeza una señal afirmativa y después se ruborizó aún con más fuerza, como avergonzada de su audacia.
El emigrado se consideró feliz con tal demostración, y fué tanta la alegría que le produjo ver aceptado su amor por María, que a no ser por lo próximos que iban los dos acompañantes de la joven, dejándose arrastrar por sus impulsos, hubiera estrechado sus lindas manos hasta estrujarlas.
Cuando aquella misma noche, después de la tertulia, Baselga y el señor García volvieron a su casa de la calle de los Santos Padres, el viejo notó en su amigo una agitación y unas demostraciones de alegría que le parecían extrañas.
—¡Qué! ¿Hay buenas noticias de España? ¿Ha sabido usted algo de su hija?
—No es eso, señor García; es que estoy alegre... porque sí.
El viejo devoto estaba muy lejos de imaginar la verdadera causa de la felicidad que se retrataba en el rostro de su amigo.
Los amores de María y Baselga comenzaron siendo iguales a todos los que se desarrollan en idénticas condiciones.
Miradas apasionadas, cartas de amor deslizadas cautelosamente al ir a tomar el sombrero en la antesala y apretones de manos expresivos hasta el punto de descoyuntarse los dedos.
A Baselga gustábale aquel amor inocente y misterioso que le rejuvenecía; pero en ciertas ocasiones tenía por ridículos e indignos de su carácter todos aquellos tapujos y hablaba a María de abordar directamente la cuestión pidiendo su mano al señor Avellaneda.
Pero la joven, como si todavía fuese una niña temerosa de los azotes paternales, temblaba al escuchar tal proposición y se oponía a que su padre tuviera noticia de sus amores, dejando siempre para más adelante tal revelación.
Lo único que Baselga adelantó fué participar a la omnipotente Tomasa sus relaciones con María, y desde entonces la criada fué la medianera y protectora de aquellos amores.
En el despacho del padre Fabián.
—Entrad, señor García, entrad. Tengo grandes deseos de hablaros.
—Reverendo padre—dijo el viejo español, penetrando en el despacho después de haber anunciado su visita, sacando la cabeza por el resquicio de la entreabierta mampara—, me habéis mandado llamar y aquí estoy, como siempre, fiel a vuestras órdenes.
—Yaya, sentaos y encareced menos vuestra puntual fidelidad, pues si os dejan hablar os tendrán por el primer servidor de la Compañía, siendo así que, aunque con mucha voluntad, pecáis de descuidado.
—¿Por qué decís eso, reverendo padre?
—Tenemos que hablar mucho sobre vuestro negocio en la casa de la rue Ferou. ¿Cómo está aquello?
—Como siempre, reverendo padre. Todo marcha bien. El asunto sigue presentándose magnífico.
—¡Magnífico!, ¡magnífico!—repuso con acento irónico el padre Fabián Renard—. Parece imposible que un hombre de vuestra edad y vuestra experiencia hable con la ligereza de un muchacho atolondrado y prometa facilidades donde sólo hay dificultades. ¿Cómo está el señor Avellaneda?
—Tan supeditado como siempre a su amigo y administrador. Su voluntad es mía, o más bien dicho, es nuestra.
—¿Y su hija?
—Sigue tan aficionada, como siempre, a la vida religiosa, y es seguro que profesará en el convento que nosotros le indiquemos.
—¿Y por qué no lo ha hecho ya?
—Porque... porque..., ¡francamente, reverendo padre!, esa joven experimenta lo que todas a los veinte años. Tiene aficiones monásticas; pero las pompas del mundo le atraen un poco y está dudando entre el diablo y Dios, para decidirse, al fin, por este último. Bueno es que dude, pues así el desengaño será mayor y se acogerá con más fe a la vida religiosa.
—Señor García, sois un mentecato. Yo soy quien sabe por qué esa joven no entra en el convento.
—¿Por qué, reverendo padre?—contestó el vejete, que correspondía al insulto del superior con aduladoras sonrisas.
—Porque está enamorada.
—¡Enamorada!—exclamó verdaderamente sorprendido García—. ¿Y de quién?
El padre Fabián miró de pies a cabeza a su subordinado, hizo un gesto de desprecio y, sin hacer caso de su sorpresa ingenua, continuó preguntando:
—¿Visita el conde de Baselga muy a menudo la casa de Avellaneda?
—Va casi todas las noches. Se encuentra solo, no sabe pasar sin mí y además en dicha casa encuentra una tertulia de buenos amigos y honesta conversación.
—¿Sois vos quien lo presentasteis en la casa?
—Sí, yo fuí, reverendo padre; creo no haber faltado con ello a vuestras instrucciones.
—¡Imbécil! ¿Y quién os manda relacionar al conde con la familia de Avellaneda?
—Reverendo padre, permitidme que os diga que fué vuestra reverencia quien me encargó ser el guía del conde en París, y no creo haber faltado a vuestras instrucciones presentándolo en dicha casa, tanto más cuanto que el señor Baselga deseaba tener amigos.
—Pues bien; sabedlo, hombre obcecado. María y el conde se aman y se cortejan en vuestras propias narices.
El vejete experimentó tan tremenda impresión como un devoto a quien el Papa le dijera que no hay cielo.
Quedóse estupefacto por algunos instantes, pero fácilmente se repuso y, con sonrisa de incrédulo, contestó a su superior:
—Permítame vuestra reverencia que le diga que lo han engañado. Seré tan imbécil como vuestra reverencia quiera, pero a un hombre como yo no le pasa desapercibida una cosa de tanta importancia.
—Señor García, ¿conocéis bien los estatutos de nuestra Orden? ¿Sabéis de qué modo realizamos nuestros negocios?
—Creo que sí. No soy nuevo en la Compañía.
—Cuando a un hermano se le encarga un negocio, ¿qué es lo primero que hacemos?
—Designar a otro hermano que sea desconocido por el primero para que le vigile y dé cuenta del modo cómo lleva a cabo el asunto y si procede con acierto.
—Perfectamente. En esta ocasión, como en todas, el ojo de la Compañía, que ve hasta en las mayores tinieblas, os ha vigilado mientras trabajábais "para la mayor gloria de Dios" en el seno de la familia de Avellaneda, y por este medio nos hemos convencido de vuestros desaciertos y vuestros descuidos. La vigilancia del hermano encargado de espiaros ha penetrado hasta el interior de la casa de Avellaneda, y por una de las domésticas, de nacionalidad francesa, hemos sabido que el conde y la niña se aman, que aprovechan la menor ocasión para hablarse solos y sin testigos y que diariamente y a la hora de despedirse cambian una carta ante vuestros ojos de topo. Ya veis que estos datos no admiten réplica, y para avergonzaros más, aun faltando al sigilo que recomienda la Orden, os digo el medio por el cual hemos adquirido tales noticias.
—Reverendo padre—dijo el viejo con desaliento, aunque con el deseo de no pasar por vencido—, eso puede ser muy bien un chisme propio de una sirvienta.
—Si esa doméstica ha mentido no puede hacer lo mismo el hermano encargado de espiaros, y éste declara que varias tardes ha visto pasear en el Luxemburgo a Baselga y a la señorita Avellaneda muy amartelados, mirándose con la empalagosa dulzura de los amantes, mientras que vos, con aire de estúpido que os es el más propio, íbais a pocos pasos de distancia hablando majaderías con el padre o la criada.
—Permitidme que os diga que ese hermano, a quien no conozco, puede haberse equivocado y que su deseo le habrá hecho ver cosas que sólo existen en su imaginación.
Creía el señor García que con esto lograba desbaratar todas las acusaciones de su superior, pero se quedó frío cuando éste exclamó con acento colérico:
—¡Aún encuentra vuestra imbecilidad objeciones que oponer! Pues para que os confundáis puedo enseñaros las palabras amorosas que nuestro hermano ha sorprendido, paseando con aire indiferente al lado de los amantes, y que tengo apuntadas en este legajo.
Y al decir esto golpeaba ruidosamente con su diestra una carpeta repleta de papeles que tenía sobre la mesa y en cuya tapa se leía este rótulo. "Familia Avellaneda. Vale quince millones".
El señor García quedó anonadado, y su superior, gozándose en su confusión y completa derrota, continuó diciendo con colérica voz:
—¿Ya estáis satisfecho? ¿Os falta algo para convenceros de que sois un imbécil completamente inservible? En otro tiempo podréis haber sido muy bueno, pero ahora me parecéis uno de esos perros viejos que han perdido el olfato. Pensad en las consecuencias de vuestra inadvertencia, en el peligro en que habéis puesto los intereses de la Orden, y éste será vuestro mayor castigo.
El viejo bajó la cabeza como avergonzado por aquella justa reprimenda, y durante algún tiempo nada turbó el silencio en aquella habitación.
Reflexionó un buen rato el señor García, y arrojándose por fin a los pies del jesuíta, exclamó con acento dramático:
—Castigadme, reverendo padre. Haced de mí lo que queráis. Soy un miserable que he descuidado los sagrados intereses de la Orden, y merezco un severo correctivo.
El padre Fabián miró con altivez a aquel viejo que se humillaba a sus pies con el aspecto de resignada víctima que espera el golpe, y con una brutalidad soldadesca, dijo:
—Vaya, amigo mío; levantaos del suelo y no sigáis haciendo demostraciones de un arrepentimiento que no sé si sentís. Ya sabéis que no gusto de comedias.
García se levantó del suelo con aire humilde, y el superior continuó hablando:
—Afortunadamente, el asunto todavía tiene remedio. El conde es hombre de mundo que sabe bien lo que se hace; pero la hija de Avellaneda no pasa de ser una chicuela a la que os resultará fácil convencer siempre que apeléis a ciertos medios. Eso es el primer amor y su fragilidad la conozco por experiencia. Una pasioncilla que pasará como nube de verano al soplo de la primera desilusión. Quien me inspira cuidados es Baselga, que me parece un tuno redomado. Vamos a ver si en estos amores tiene su parte el interés. ¿Habéis hablado alguna vez al conde de la fortuna de Avellaneda?
—Ese señor sabe por mí que don Ricardo es rico, o más bien dicho, su hija.
—¿Pero sabe a cuánto asciende su fortuna?
—Creo que no. Baselga no se imagina, ni remotamente, que Avellaneda sea millonario.
—Acordaos bien de todos mis encargos. Ante todo, es necesario saber con absoluta certeza si el conde sospecha de lo cuantiosa que es la fortuna de María.
—Lo sabré, reverendo padre.
—Después, es preciso averiguar si Baselga está enamorado de la joven, o si, tal como yo me lo figuro, la quiere únicamente por atrapar sus millones.
—Difícil es eso, pues el conde, aunque vive conmigo con cierta intimidad, no me habla con entera confianza y sólo dice aquello que quiere. A pesar de esto, averiguaré lo que me ordena vuestra reverencia.
—Baselga es un noble español tan cargado de pergaminos como falto de dinero. No tiene para vivir otros recursos que una parte de las rentas de la hija que tiene en España, y nada tendría de extraño que quisiera enriquecerse merced al efecto que su gallarda figura haya podido causar en esa chicuela.
—Efectivamente, reverendo padre; tal vez sea lo que decís.
—Es necesario también que en un plazo breve estéis enterado de un modo cierto del estado en que se hallan las relaciones amorosas y de si esta pasión es fuerte y digna de inspiraros cuidado. Os exijo que seáis un lince, ya que hasta ahora habéis sido un bestia; que espiéis a los dos amantes y que no paréis hasta penetrar en lo más recóndito de sus pensamientos. Difícil es la tarea para un hombre de tan cortos alcances; pero éste es el único medio para que la Compañía os perdone el peligro en que la habéis puesto con vuestras distracciones.
—Haré cuanto pueda, reverendo padre—contestó el vejete sonriendo con cierta malicia—, y de seguro que no quedaréis descontento en esta ocasión.
—Considerad el inmenso perjuicio que causáis a la Compañía si por vuestra ineptitud María se casa, y su fortuna, esos millones que la Orden cuenta ya como suyos, pasa a manos de su marido. La religión está en peligro, la impiedad la ataca sin tregua y para sostenerse necesita dinero, mucho dinero que le preste nueva vida. Si por culpa vuestra se pierde ese negocio, perjudicáis la causa de Dios, y éste en la hora de vuestra muerte os arrojará al infierno.
El señor García, al escuchar estas palabras, no pudo ahogar una sonrisita burlona que rápidamente contrajo sus descoloridos labios, y que no pasó desapercibida a la inquisitorial mirada del padre Fabián:
—¿No creéis en el infierno?... Bueno, pues yo tampoco. Debía castigaros por vuestro escepticismo, pero me sois simpático porque tenéis sentido común. Esas farsas sólo son buenas para la turba imbécil que nos adora.
—Así es, reverendo padre.
—Pero si no creéis en el infierno—continuó el padre Fabián con el acento con que se dirigía a un camarada—, convendréis en que necesitamos mucho dinero para llevar nuestra obra adelante, y que llegue un día en que la Compañía de Jesús tome posesión del mundo, y que todos cuantos formamos parte de ella seamos los reyes de la tierra.
—¡Oh! Eso sí, reverendo padre—dijo el viejecillo apresuradamente, mientras que sus ojos se iluminaban con una chispa de soberbia ambición.
—Pues bien; esos millones de Avellaneda son un nuevo grano de arena que aportamos a nuestra grandiosa obra de la dominación universal. Además, vos sois como un hijo de la Compañía; entrasteis en ella en vuestra juventud, en su seno habéis crecido, la consideráis como vuestra verdadera familia, y ninguna gloria os será tan grata como el que la Orden, en vista de que la proporcionáis quince millones, os considere como uno de sus hijos más útiles, laboriosos y digno de eterno recuerdo.
—Sí, reverendo padre; ésa es toda mi ambición.
—Excuso, pues, deciros lo mucho que habéis de trabajar para conseguir el hermoso resultado de que la fortuna de Avellaneda entre en nuestro tesoro. Ya sabéis el plan. Que María no se case, que entre en un convento y que haga donación a nuestro favor de todos sus bienes. La Compañía en la actualidad es pobre. Apenas si pasa de ochocientos millones lo que en la actualidad poseemos en el mundo, y el general desde Roma sigue con mirada atenta este negocio del que depende vuestro porvenir y mi crédito. ¡Qué gloria si aumentáramos de golpe con quince millones el capital de la Orden!
El señor García sintió un escalofrío de felicidad al pensar en la grande honra que le proporcionaría el buen éxito de aquel negocio, y dijo con aplomo:
—Lograremos nuestro propósito; no lo dudéis, reverendo padre.
—En esta clase de negocios ya sabéis cuál debe ser siempre nuestra conducta: separar todos los obstáculos que se opongan a la consecución del fin. Sólo los imbéciles reparan en sus empresas en la legitimidad de los medios.
—Soy de esa misma opinión.
—¿Quién nos estorba? ¿Baselga? Pues le apartaremos buenamente de nuestro camino, y si no se puede por los medios pacíficos...
—Se usan otros más convenientes. Lo sé, reverendo padre.
—No olvidéis que igual conducta debe seguirse con el señor Avellaneda, con la doméstica y con toda persona que intente perjudicar nuestros sagrados intereses.
—Así debe ser, reverendo padre. Ante todo la Compañía.
—No; ante todo Dios y nosotros, que somos sus verdaderos representantes.
Aquellos dos hombres al hablar de obstáculos y de medios para llegar al fin, tenían impresa en el rostro una expresión horrible.
Parecían cuervos disputándose a graznidos la posesión de una próxima víctima.
Cuando el señor García, aquel santo varón, se despidió de su superior, éste le dijo con tono de amenaza:
—Recordad que yo fuí quien os encargué este negocio para que os lucierais y el que hice todo lo necesario para que el confesor de la difunta señora de Avellaneda os recomendara eficazmente, facilitándoos la amistad con la familia. La Compañía confía en vos. No la hagáis sufrir una decepción, porque el castigo sería terrible.
Espionaje de jesuíta
Púsose en campaña el señor García para averiguar todo lo referente a los amores de Baselga con María, y comenzó por sonsacar diestramente a todos cuantos servían en casa del señor Avellaneda.
El examen de los dos amantes lo dejó para después. Si es que éstos querían espontanearse con él, siempre tendría ocasión para enterarse de sus secretos.
Las dos criadas francesas fueron las que primeramente abordó el señor García, en la confianza de que una de ellas, que al decir del padre Fabián, estaba en relaciones con un individuo de la Orden, le proporcionaría las noticias que él necesitaba.
Nada de nuevo supo el señor García, pues las revelaciones en nada se diferenciaron de lo que ya había manifestado el superior de los jesuítas: que la señorita y el conde se entendían, que todas las noches cambiaban una cartita en la antesala, que parecían estar muy enamorados...; he aquí todo.
El señor García se convenció de que por aquella parte no podría adquirir más noticias, y adoptó la resolución de dirigirse directamente a Tomasa, pues sospechaba que ésta forzosamente había de saber mucho de lo que ocurría entre su señorita y el conde.
Al principio de su conversación con la aragonesa, la encontró muy reservada; pero sus dulces palabras hicieron mella en su tosca inteligencia, y al fin Tomasa dudó, acabando por decidirse a revelar a su viejo amigo todo cuanto sabía.
¿Por qué no había de enterarse el señor García de los amores de la señorita? ¿Aquel viejo no era una buena persona que amaba a María casi tanto como ella? No había allí nada malo, y además, el santo varón podía prestar un buen servicio a Baselga sirviendo de intermediario a éste, ya que pensaba pedir al padre cuanto antes la mano de María.
Ella no era egoísta en aquella ocasión, ni quería atribuirse a su persona el mérito exclusivo del casamiento; así es que charló por los codos, revelando al viejo todo cuanto sabía, y rogándole que procurase hacer todo lo posible para que el señor consintiese el matrimonio de aquella pareja tan enamorada, que, según la expresión de Tomasa, se comía con los ojos.
El señor García, oyendo a la criada, se convenció de que, efectivamente, era un imbécil, tal como le decía el padre Fabián. Cuatro meses tenían ya de existencia aquellos amores, sin que él se apercibiera, por sí mismo de nada, y Baselga llevaba sus asuntos tan apresuradamente, que un día de aquéllos, tal vez mañana, pensaba pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.
El viejo devoto estaba asombrado. ¡Diablo! Aquel conde, a pesar de su aspecto de soldado algo rudo, sabía hacer las cosas bien y despistar aun a los más allegados. Con justicia figuraba en la Compañía de Jesús.
Propúsose García impedir el rápido desarrollo de aquellos amores y comenzó por exigir a Tomasa el más absoluto secreto de cuanto habían hablado.
—Que no sepan el conde ni la señorita—decía el viejo con la más amable de sus sonrisas—que tú me has revelado el secreto de sus amores. Si ellos ignoran que nosotros nos entendemos, las cosas marcharán mejor, y yo podré con más facilidad conseguir el consentimiento de don Ricardo. Hay que proteger a ese par de enamorados. ¡Con que la señorita ya no quiere ser monja y piensa en casarse!... ¡Vaya!, estas niñas del día son el mismo demonio....
Y el vejete sonreía tan bondadosamente, que Tomasa se sentía dominada por aquel hombre tan amable y simpático, acabando por prometerle que no diría una palabra de todo lo tratado entre los dos.
En la tertulia de aquella noche el señor García ejerció un espionaje digno de acreditarle como hombre astuto y reservado.
Afectando entregarse a ratos a absorbente meditación o sosteniendo discusiones sin objeto con el señor Avellaneda, espiaba a María y Baselga, que estaban sentados junto a una ventana del comedor, logrando sorprender rápidas miradas y otros signos de amorosa inteligencia que hasta entonces le habían pasado desapercibidos.
El viejo estaba irritado por su torpeza, y la rabia que le producía no haber adivinado aquella pasión que se desarrollaba en su presencia la hacía caer sobre los dos amantes que, sin darse cuenta de ello, se habían burlado de él ocultando tan maestramente su afecto. El señor García odiaba a aquella pareja como si se tratara de tremendos enemigos, y tenía cierto placer en pensar que desbarataría su felicidad aunque tuviera que apelar a los medios más extremos.
Cuando llegó la hora de retirarse y el conde, seguido del viejo, salió de la casa con dirección a la calle de los Santos Padres, ninguno de los dos hombres pronunció la menor palabra. Caminaban silenciosos, como abstraídos en sus pensamientos.
De vez en cuando Baselga miraba rápidamente a su acompañante, siempre cabizbajo, y en sus ojos se notaba la expresión interrogante del que duda en confiar un secreto importante.
Habían entrado ya los dos en la habitación del primer piso, y el señor García, con la palmatoria en la mano, se disponía a subir a su buhardilla después de desear al conde muy buena noche, cuando éste le detuvo con un ademán, y dijo con acento que intentaba hacer indiferente:
—Si usted no tuviera mucha prisa en subir a su cuarto, hablaríamos un poco.
—Como usted guste, señor conde. Yo siempre estoy a sus órdenes. Diga usted, que ya le escucho.
Y el vejete, dejando su palmatoria sobre una mesa, se sentó sonriendo amablemente.
Reinó un largo silencio. Ninguno de los dos hombres deseaba ser el primero en hablar; Baselga tenía miedo de exponer su pensamiento y el señor García no tenía prisa y aguardaba pacientemente a que el otro dijera lo que él ya sabía.
Por fin el conde rompió el silencio.
—¿No me dijo usted una vez que María quería ser monja?
—Sí, señor. Esa es su vocación.
—¿Y cuándo entra en el convento?
—No se ha fijado aún la fecha, pero ello será más pronto o más tarde.
—¿Y está usted seguro de que a ella le gusta la vida del convento?
—¡Oh!—exclamó el señor García por contestar algo—. Eso nadie lo puede decir mejor que la interesada.
—¿Y no podría suceder que a María le gustase más ser como todas las mujeres, casándose con un hombre a quien amase?
—Todo puede ser en este mundo—contestó el señor García, y miró a Baselga con aire interrogante como animándole a que se franqueara más.
Pero el conde parecía arrepentido del sesgo que él mismo había dado a la conversación, y se alarmó al considerar que había estado a punto de hacer público su secreto.
No; el señor García no debía de saber nada. Más adelante, cuando el padre hubiese dado su consentimiento y estuviera todo arreglado para la boda, el viejo sabría lo ocurrido; pero ahora no convenía y su instinto le hacía adivinar un peligro en el señor García.
Había que cortar aquella conversación iniciada por él y que comenzaba a hacérsele pesada.
—¡Vaya, querido señor! Es ya muy tarde, usted madruga y estoy imprudentemente quitándole lo mejor de su sueño. A descansar, que usted tendrá para mañana mucho trabajo. ¿Irá usted por la tarde a casa del señor Avellaneda?
El vejete no pudo por menos de hacer un guiño instintivo al oír aquella pregunta. Ya comprendía él lo que aquello quería decir. El conde pensaba sin duda ir al día siguiente a pedir a don Ricardo la mano de su hija.
—Iré, sí, señor. Tengo que arreglar con el señor Avellaneda las cuentas de administración del pasado mes. Además, el pobre señor está, como ya ha visto usted, con sus dolores, y no puede salir de casa, lo que le tiene muy fastidiado. Desgraciadamente, yo sólo estaré con él hasta las cuatro, pues tengo que despachar algunos asuntos urgentes al otro lado de París.
Y luego añadió con ingenuidad asombrosa:
—Si usted no tiene mañana ocupaciones precisas podía ir a acompañarle un rato. El pobre ¡lo agradecería tanto! Además, mil veces me ha dicho que le gusta mucho discutir con usted, a pesar de que odia a los carlistas.
El conde prometió que iría a acompañar al señor Avellaneda, y el vejete, después de repetir sus ¡buenas noches!, comenzó a subir los noventa y cuatro escalones que separaban su buhardilla del primer piso.
Cuando poco después el mugriento levitón quedaba colgado en la percha junto a la cama y el señor García se quitaba los tirantes, mascullando al mismo tiempo, por la fuerza de la costumbre, algunos padrenuestros al ángel de la Guarda, cediendo a la necesidad de hablar alto, que algunas veces le acometía, exclamó interrumpiendo sus palabras con nasales risitas:
—Mañana será el trueno gordo. ¡Descuida, conde arruinado!, que cuando tú vayas a hablar con don Ricardo, ya lo habré yo arreglado de modo que te eche a puntapiés de su casa! ¡Pues no faltaba más sino que ese conde hambriento viniera con sus manos lavadas a apoderarse de los quince millones que tanto tiempo perseguimos! Ese dinero es de la Orden, que cuenta ya con él, y el que intente ponerle la mano, que se prepare a recibir nuestros rayos. ¡Buena se va a armar mañana! ¡Je, je, je!...
La cólera de Avellaneda
Fué inmensa la impresión que experimentó Avellaneda cuando su amigo y administrador le reveló los amores de María.
Aquel anciano vivía fuera de la realidad. Sus manías y preocupaciones, que algunas veces hacían dudar de su razón, daban cierto espíritu vago y fantástico a sus ideas; todo lo miraba por el prisma de su propia personalidad; porque se encontraba débil y viejo no creía que en el mundo hubiera juventud y nunca se le había ocurrido pensar que María pudiese casarse.
Era su hija, y, por lo tanto (en concepto de Avellaneda), lo natural es que María viviese íntimamente unida a él sin conocer otro cariño que el filial.
Júzguese cuál sería su impresión al escuchar aquella tarde las revelaciones del señor García.
Después del almuerzo, y mientras María, junto a los rosales de una ventana leía las seductoras "Orientales", el viejo devoto se encerró con don Ricardo en el despacho de éste, y comenzó a llevar poco a poco la conversación adonde él deseaba.
Presentó las cuentas de su administración en el pasado mes, papelotes que Avellaneda apenas si miró, y después el taimado viejo comenzó a hablar de lo rica que era María y de la necesidad de evitar que su fortuna sirviera de cebo a algún hombre egoísta y vicioso.
Don Ricardo no manifestaba afectarse gran cosa por tal peligro. ¡Valiente susto le producían a él aquellos temores que García parecía tener empeño en exagerar! ¿Acaso María no era su hija? ¿Quién podía venir a separarlo de ella; a llevársela con el propósito de su riqueza? Eso eran absurdos que únicamente se le podían ocurrir a su devoto administrador, enemigo del mundo y empeñado en exagerar sus maldades.
Pero el bueno de don Ricardo se quedó frío al oír que su viejo amigo quería revelarle un secreto que estaba pesando sobre su conciencia, y con tanta atención como pudo fué siguiendo las revelaciones del señor García, que eran bastantes embrolladas y dificultosas, sin duda para hacerlas más interesantes.
Lo que sacó en limpio Avellaneda, haciendo el resumen de una charla que duró más de media hora, es que el señor García, por el hecho de haber presentado en la casa al conde de Baselga, no quería cargar con ninguna responsabilidad, y se apresuraba a poner en conocimiento del padre que el tal señor había conseguido enamorar a María y que ésta estaba loca de pasión por aquel noble que, bien considerado, por su pobreza y su expatriación forzosa no pasaba de ser un aventurero.
Era tan enorme aquello, que el señor Avellaneda se resistía a creerlo. ¡María enamorada! ¡María dispuesta a casarse!
¡Bah!, señor García—dijo el afrancesado después de una larga meditación—. Tal vez esté usted en un error y su exagerado celo por la niña le haya hecho ver un peligro donde no le hay.
—Don Ricardo, puedo asegurarle a usted, y aun jurárselo por lo más sagrado, que María y el conde se aman.
—Amores propios de una chiquilla. Caprichos que desaparecerán a la menor reprimenda del padre.
—Está usted equivocado. La cosa es más seria. María está enamorada como una heroína de las novelas que ahora lee ocultándose de nosotros.
Avellaneda, al ver la seguridad con que hablaba su amigo, comenzó a dudar.
—Lo más acertado será llamar a María para que confiese francamente lo que ocurre. Ella no sabe mentir, y así sabremos las cosas con certeza.
—No haga usted tal, pues nada adelantaremos. María negará como todas las niñas hacen en su caso. Además, ¿quiere usted convencerse?, pues dentro de poco tiempo, tal vez esta misma tarde, vendrá el conde a pedirle la mano de su hija. Lo sé de cierto, pues leo perfectamente en el pensamiento de Baselga.
Aquello dió al traste con la paciencia de Avellaneda, que se indignó, y, a pesar de su carácter bondadoso y de los dolores que le obligaban a permanecer quieto en su sillón, comenzó a moverse y a proferir palabras entrecortadas por bufidos de furor.
—¡Esa es buena! De modo que ese caballerete tiene el atrevimiento de querer venir a mi propia casa para robarme mi hija... ¡Canalla! Quisiera ser más joven para imponerle un correctivo, y aun así no sé si podré contenerme y dejaré de darle de bofetadas. ¡Bueno va esto! Se ha lucido usted presentando en mi casa a ese conde del demonio. No, y mil veces no. Mi hija no se casa ni con él ni con nadie. ¿Para eso la he criado yo? ¿Para que me la robe el primer zascandil que se presente?...
Y Avellaneda daba furiosos puñetazos sobre los brazos de su butaca, haciéndose la ilusión de que machacaba la hermosa cabeza de Baselga.
El señor García contemplaba con aire satisfecho aquel acceso de furor; pero temiendo al fin una complicación, creyó del caso intervenir, y aconsejó a su amigo que tuviese calma.
—Ya ve usted, señor Avellaneda, que no es razonable irritarse de tal modo porque a un mequetrefe se le ocurra hacer una barbaridad.
—Dice usted bien—contestó don Ricardo, y su rostro fué serenándose hasta quedar en apariencia tranquilo algunos minutos después.
Transcurrió bastante tiempo sin que hablase ninguno de los dos viejos, hasta que, por fin, don Ricardo exclamó dolorosamente:
—No imaginaba yo que mi hija me diese tan gran disgusto. Creía que me amaba lo suficiente para no pensar nunca en separarse de mí, pero ahora veo que vivía engañado.
—Las mujeres son muy inclinadas a las locuras, y María no ha podido librarse de esa enfermedad amorosa que acomete a todas las jóvenes.
—Siempre me había parecido un mal hombre ese Baselga. Confieso que lo miraba con recelo. ¡Mire usted de quién va a enamorarse mi hija! De un hombre que casi puede ser su padre, de un noble matachín ignorante como un lego, y por añadiduda carlista.
Y el señor García, aunque torciendo el gesto, tuvo que aguantar una verdadera rociada de denuestos que Avellaneda arrojó sobre todos los que defendían la monarquía absoluta, el fanatismo religioso y el restablecimiento de la inquisición.
Cuando don Ricardo terminó de desfogar su indignación, el viejo devoto, que por inconsciente instinto de servilismo iba apoyando con inclinaciones de cabeza todas las palabras, dijo a su amigo:
—Hace usted perfectamente en oponerse a las pretensiones del conde. María no debe casarse. Pero para impedir ese matrimonio tendremos que luchar mucho, pues esa niña está muy enamorada.
—Yo sabré impedir esos amoríos.
—Lo veo difícil mientras María esté aquí.
—Arrojaré a ese hombre de mi casa tan pronto como se presente.
—Con eso nada impedirá usted; Baselga es hombre ducho en amores, y siempre encontrará medios para comunicarse con María animando cada vez más su pasión, ¡Si usted hiciera caso de mis consejos!...
—¿Qué quiere usted proponerme?
—El mejor medio, para lograr que se extinga en el pecho de María esa pasión que hoy la domina, es sacarla de aquí, romper todos los lazos que la unen al conde y hacer que no viva en el mismo lugar donde ha visto nacer y desarrollarse su amor.
—¿Y dónde quiere usted que la llevemos?
—A una santa casa, a un convento de nuestra confianza cuya superiora me aprecia mucho. María en sus tiempos de niña ha tenido grandes aficiones a la devoción y allí, disfrutando la paz angelical del claustro, se borrará por completo de su memoria la imagen del hombre a quien hoy tanto ama. ¡Oh! Tranquilícese usted, don Ricardo! No se trata de que su hija sea monja. Permanecerá poco tiempo en el convento; nada más que el suficiente para que olvide esa malaventurada pasión.
El señor García decía estás palabras con la maligna y atrayente dulzura de la serpiente bíblica cuando tentaba a la primera mujer.
Había que seguir la táctica jesuítica e ir haciendo las cosas poco a poco. Primero, María entraría en un convento por una temporada; después ya se encargaría él de que se perpetuase el encierro, despertando en la joven sus tendencias al romanticismo religioso y haciendo que pronunciara los severos votos claustrales. Lo importante y más preciso era que el padre diese la aprobación para que ella entrase en un convento.
Don Ricardo al oír aquella proposición quedó mirando fijamente a su amigo, y después de un largo silencio, dijo con voz agresiva:
—¡Vaya usted al diablo! ¿Le parece a usted que yo soy partidario de los conventos? No quiero ver a mi hija en tales sitios, y antes que verla monja sería capaz de entregarsela a ese mentecato de Baselga.
El golpe había fallado y el señor García bajó la cabeza con resignación.
Quedaron silenciosos largo rato los dos ancianos; pero Avellaneda, que en su afán de padre egoísta no podía comprender cómo se atrevía un hombre a querer arrebatarle su hija, volvió otra vez a su tema, o sea a hablar contra aquel amante audaz.
—¡Mire usted que es atrevimiento! Venir a solicitar la mano de mi hija un hombre que en realidad no sé quién es. Porque ¡vamos a ver! ¿Usted sabe quién es Baselga? ¿Cuál ha sido su antigua vida? No sé por qué me figuro que debe haber hecho mucho mal en este mundo.
—Mucho, don Ricardo; no se equivoca usted. Yo sé de él cosas horribles, y tenga usted la seguridad que a saberlas antes, no lo hubiera presentado en esta honrada casa.
—¿Y qué se dice de él?—preguntó Avellaneda con curiosidad.
—De un modo cierto, nada. Pero se murmura que a su esposa, la baronesa de Carrillo, la estranguló en un rapto de celos. No conozco el suceso detalladamente, pero puedo enterarme y adquirir datos.
—No, no es necesario. Nada me importa lo de ese hombre; al fin, tan pronto como se presente aquí, lo arrojaré a la calle.
—Hará usted perfectamente.
El señor García siguió con gran habilidad haciendo odioso a aquel hombre que vivía en su misma casa y al que manifestaba en todas ocasiones un cariño admirablemente fingido.
El sentía mucho tener que hablar contra el conde, pero la amistad y la honradez ante todo, y no quería que por culpa de sus afectos, viniese a sufrir crueles decepciones un amigo tan querido como lo era el señor Avellaneda.
Este, agitándose continuamente por las punzadas de dolor que sentía en sus huesos, iba siguiendo con atención las peroraciones del vejete, y se sentía impulsado a abrazar a aquel santo varón, que tanto se interesaba por el honor y el bienestar de la familia.
Cuando al dar las cuatro los relojes de la casa, el señor García se dispuso a marcharse para atender a sus ocupaciones de hombre devoto, Avellaneda quedaba ya convencido de que Baselga era un conde aventurero que, al enamorar a María, únicamente buscaba sus millones y de que debía ponerlo en la puerta sin ningún miramiento, como si se tratase de una bestia dañina que quería introducir la desgracia en aquel hogar.
No había transcurrido un cuarto de hora desde que el mugriento levitón del devoto había desaparecido tras el cortinaje de la puerta, cuando entró Tomasa secándose las manos con su delantal, y con la ruda franqueza que le daba su dominio en la casa, anunció a su señor que acababa de llegar el conde de Baselga.
—Viene a hacerle un rato de compañía. ¡Qué bueno es ese señorón!
Avellaneda hizo una mueca al escuchar las últimas palabras de la doméstica, la cual, sin esperar contestación, volvió a salir para llamar al recién llegado.
Cuando entró Baselga saludando a don Ricardo con aquella cortesía franca y distinguida que le hacía tan simpático, éste apenas si contestó con unos cuantos gruñidos, casi imperceptibles.
Tenía delante al traidor, al monstruo infame que pretendía robarle su hija, y él, tan pacífico y tan humilde, sentía no ser fuerte y ágil como en su juventud para arrojarse sobre aquel mequetrefe y molerlo a palos.
La conversación fué lánguida e incolora. Baselga, como si deseara retardar todo lo posible el entrar en materia, hablaba del tiempo y se enteraba minuciosamente del estado del enfermo, no logrando de éste otras respuestas que secos monosílabos y gestos de mal humor.
El conde adivinaba en su viejo amigo un disgusto, cuyo motivo no comprendía, y estaba temeroso de que en tal ocasión sus pretensiones iban a experimentar un tremendo fracaso.
Vacilaba el emigrado como el día en que declaró su pasión a María; pero allí se trataba de un hombre, y Baselga experimentó cierto rubor por su cobardía, decidiéndose acto seguido a explanar sus pretensiones.
—Don Ricardo: yo no soy viejo. Los rudos accidentes de mi vida me han marchitado algo, pero por mi edad y por mi vigor, todavía estoy lejos de la vejez. ¿No le parece a usted así?
Avellaneda hizo un gesto de indiferencia, como para demostrar que nada le importaba aquello.
—La soledad en que vivo aquí, me ha impulsado a refugiarme en el seno de la familia de usted, buscando afectos y atenciones que nunca agradeceré bastante, y este continuo roce ha engendrado en mí una pasión de la que en vano pretendo librarme.
Si Baselga no hubiera tenido inclinada su cabeza, de seguro que se hubiera intimidado ante el relámpago de ira que pasó por los ojos del anciano; pero no lo vió, y siguió hablando.
—En resumen, señor Avellaneda, María me ama tanto como yo a ella, y vengo a pedir su mano.
El golpe estaba ya dado, y Baselga, libre, al fin, de su carga, levantó la cabeza para mirar ansiosamente al viejo, esperando la contestación.
Avellaneda esperaba aquella demanda, y a pesar de esto, se quedó estupefacto como si le sorprendiera la petición de Baselga.
Tanto le obsesionó aquello, que él llamaba atrevimiento inaudito, que por algunos minutos no supo qué contestar; pero, al fin, dijo con fosca voz:
—Caballero, eso que usted me pide es imposible. Mi hija no es para usted. Acaba de darme un gran disgusto y le ruego se retire.
Entonces le tocó mostrarse estupefacto al conde. ¡Cómo! ¡El padre de su amada le rechazaba de tal modo! ¿Y por qué?
Baselga estaba transformado. Aquella despedida, dicha en tono grosero, le había producido el efecto de un latigazo y resucitaban en él sus instintos caballerescos, sus susceptibilidades de matachín. El no se iría de allí hasta que le fueran explicadas tales palabras, y así se lo manifestó de un modo enérgico a don Ricardo.
Este también había ido excitándose rápidamente y las exigencias de Baselga le pusieron fuera de sí.
—¡Cree usted que me asusta, señor conde, con ese aire de matón! ¡Ay, si yo fuera más joven y no estuviera enfermo! ¿Quiere usted explicaciones? Pues bien, sepa que no le concedo la mano de mi hija porque no me da la gana; ya está usted enterado. Soy el dueño de mi casa y no tengo que explicar mis actos a quien no vive en ella.
—Pero eso es una indignidad—arguyó Baselga con gran calor—; María me ama y usted no tiene derecho para hacerla infeliz.
—¿Quién la haría más feliz, yo, negándome a que se case con usted, o el conde de Baselga, siendo su esposo? Yo no sé quién es usted. Mis noticias se reducen a saber que usted fué casado hace ya algunos años con la baronesa de Carrillo. ¿Pero me puede asegurar alguien que careció de dramáticos y repugnantes accidentes su matrimonio?
Baselga se estremeció. Aquel diablo de viejo había dicho sus últimas palabras con tan marcada intención, que el conde tembló, creyendo que don Ricardo conocía en todos sus detalles el dramático fin de Pepita Carrillo. Pero poco tardó en tranquilizarse. No; aquella triste página de su vida sólo la conocía el padre Claudio y era imposible que éste la hubiese revelado a nadie.
—Señor Avellaneda, permítame usted que le diga que se engaña al creer que María no puede ser feliz conmigo. Donde hay amor desaparece la desgracia, y yo amo a María hasta llegar a la demencia.
—Caballero, basta de farsas. Usted es un noble arruinado y lo que ama son los millones de mi hija.
Aquél sí que fué un golpe duro para Baselga. Estaba lejos de esperar un insulto tan atroz disparado a bocajarro y se estremeció de la cabeza hasta los pies, como si una pesada mole acabara de caer sobre su cráneo, dejándole aturdido con el golpe.
Por algunos instantes quedó inmóvil, como si no se diera cuenta exacta de lo que acababa de oír; pero después se levantó de su asiento con la rápida rigidez de un resorte que se escapa y avanzó algunos pasos.
Don Ricardo le miraba con aire insolente, como desafiándole a que en su propia casa intentase la menor violencia; pero pronto volvió la vista para ver quién entraba en la habitación.
María, con el cuerpo trémulo, el rostro pálido y demostrando una gran agitación, acababa de entrar lanzando una mirada suplicante a su padre y al conde.
—¡Ah! ¿Eres tú, hija mía? Sin duda, nos escuchabas escondida tras la cortina. No está muy bien tal curiosidad; pero me alegro, pues así habrás podido enterarte de lo que le digo a este caballero. Lo despido, prohibiéndole que entre más en esta casa. ¿No te parece bien?
María bajó la cabeza como anonadada por aquel acento sarcástico que nunca había conocido en su padre. Miraba a éste todavía con el mismo temor instintivo que en sus primeros años, y no sabiendo qué contestar, encontró más propio romper en copioso llanto.
Aquello acabó de poner furioso a don Ricardo, y como si Baselga fuese el culpable de las lágrimas de su hija, se encaró con él, gritándole:
—Caballero, ahí tiene usted su obra; esas lágrimas las produce usted, gócese en ellas. Antes que el demonio le condujese a usted a esta casa, todo era felicidad y mi hija nunca lloraba; ahora ya ve usted las consecuencias de su amor. Márchese usted pronto, o de lo contrario haré que venga la Policía para que lo arroje de esta casa.
Baselga no quiso permanecer por más tiempo allí sirviendo de blanco a los insultos del viejo.
Lentamente se encaminó a la puerta, y al llegar a ésta, dijo a don Ricardo con voz firme y tranquila:
—Hace usted mal en oponerse a nuestra felicidad. María y yo nos amamos, y toda la oposición de usted no logrará hacer que nos olvidemos. Podía usted ser feliz teniendo a su lado dos hijos cariñosos, y se empeña en labrar su soledad y su desgracia. No alcanzará usted nada, pues yo le aseguro que, por mi parte, jamás desistiré de ser esposo de María.
—¡Ah! Fatuo, ridículo—exclamó Avellaneda.
Pero no pudo decir más en vista de que Baselga había desaparecido, oyéndose al poco rato un fuerte portazo en la escalera.
Padre e hija permanecieron mucho tiempo en un silencio embarazoso.
Avellaneda fué el primero en hablar, y con voz cariñosa y tranquila, como si no hubiese ocurrido momentos antes el más leve incidente, dijo a su hija:
—Ya has oído que ese hombre asegura que tú le amas. ¿Es verdad, hija mía?
María dudó en contestar; pero por fin, con el aspecto de una niña vergonzosa que se ve interrogada por su maestra y con la voz conmovida por los sollozos, contestó:
—No me parece mal la franqueza. Pero al menos harás caso de los consejos de tu padre y olvidarás a ese hombre que te quiere por tu dinero. ¿Olvidarás a ese hombre, hija mía?
Esta vez no tardó María en dar su contestación. Cesó de llorar, secóse los ojos con sus manos y, fijando en su padre unos ojos en que se retrataba una energía salvaje, por lo inquebrantable, dijo resueltamente:
—No, señor; jamás le olvidaré.
Tomasa, que comprendiendo lo que allí se trataba, andaba husmeando cerca de la puerta de la habitación, oyó un fuerte golpe que conmovió sordamente el pavimento.
Cuando la fiel doméstica entró en la habitación vió a don Ricardo tendido a los pies de su butaca, convulso, con la vista extraviada, rugiendo sordamente de dolor y arañándose el pecho encima del corazón.
María le contemplaba con asombro, y completamente aturdida no sabía qué hacer ni dónde dirigirse.
El padre Fabián y el conde de Baselga
—Dispénseme vuestra reverencia mi tardanza. He estado dos días fuera de casa, viviendo al otro extremo de París con un compañero de armas, y hasta esta tarde no he sabido que había usted enviado repetidas veces a buscarme.
—Yo mismo he estado esta mañana en la calle de los Santos Padres.
—¿Usted, padre Fabián? ¿Vuestra paternidad ha olvidado sus importantes ocupaciones por venir a buscarme en mi pobre vivienda?
—Sí, señor conde. Tengo que tratar un asunto de gran importancia, en el que es necesario saber la opinión de usted. Siéntese, que la conversación no ha de ser corta.
Baselga, que tenía el rostro pálido y ojeroso, y que mostraba en el traje cierto desorden, ocupó el sillón que le señalaba el padre Fabián, y tomó la atenta posición del que se prepara a escuchar.
—Lo sé todo—dijo el jesuíta sonriendo bondadosamente y guiñando un ojo.
—¿Y qué es lo que vuestra paternidad sabe?—preguntó Baselga con cierta desconfianza.
—Es inútil el disimulo. Sé todo lo ocurrido hace dos días en casa del señor Avellaneda entre éste y usted.
—Lo habrá contado, sin duda, el señor García.
—El mismo.
—¡Ah, ya! El buen señor se toma mucho interés en este asunto. Más, tal vez, del que debía.
El emigrado dijo estas palabras con tal intención, que el padre Fabián se apresuró a contestar:
—Parece que usted duda de la sinceridad de nuestro amigo, y hace muy mal. El señor García le quiere a usted mucho y está inconsolable por la decepción que usted acaba de sufrir.
No pareció Baselga muy decidido a creer en la sinceridad de aquel cariño; pero calló, dando a entender con un gesto que después de todo lo sucedido le importaba muy poco cuanto pudiese hacer el señor García.
—Tenía grandes deseos—continuó el jesuíta—de ver a usted para reñirle por su falta de franqueza. Varias han sido las veces que he conversado con usted amistosamente en esta habitación, y nunca se ha dignado manifestarme el amor que le dominaba. ¿Es que usted desconfía de un amigo como yo?
—Reverendo padre; las cuestiones de amor no se revelan a nadie, y menos a hombres que son representantes de Dios y, por tanto, están muy por encima de las cosas terrenales.
—¡Bah!, querido conde; eso no pasa de ser una excusa como otra cualquiera para disculpar su falta de franqueza. Si usted no hubiese procedido conmigo con una reserva que no creo merecer, yo le habría dado algunos consejos para evitar esa situación desairada en que usted estuvo al pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.
—¡Cómo!, reverendo padre; ¿acaso habría encontrado ayuda en vuestra paternidad para lograr lo que tanto deseo?
—No es eso; no me ha entendido usted. Quiero decir que con tiempo le hubiera dado un buen consejo para que olvidase a esa joven, que es para usted imposible.
—¡Olvidarla!, ¡jamás!
Dijo Baselga estas palabras rotundamente, con el mismo acento enérgico y vibrante que si estuviese mandando un regimiento.
El jesuíta le miró fijamente, y como para estudiar concienzudamente la fuerza de su pasión, haciéndole hablar, dijo con lentitud:
—Según eso, la ama usted mucho.
—Mire usted, padre; voy a hablarle con tanta franqueza como si me confesara con usted. Es imposible que yo olvide a esa mujer. ¡Ay, si pudiera, si lograra borrar su imagen de mi memoria, crea usted que sería completamente feliz! Estoy enamorado con toda la fuerza del primer amor y comprendo que acabo mi juventud por donde otros la empiezan. Usted ha sido soldado como yo y sabe que un hombre de nuestra clase siente más un insulto que una estocada mortal. Pues bien; el otro día me dejé insultar por ese viejo sin protesta alguna; le respeté sólo porque era el padre de María, y en vez de olvidar inmediatamente a una mujer que tales humillaciones me proporciona, su recuerdo se ha aferrado aún con más fuerza a mi memoria.
—Eso pasará, hijo mío. Conozco bien el corazón humano y sé que el tiempo tiene fuerza para destruir los recuerdos más tenaces.
—Se engaña vuestra paternidad. María no se apartará nunca de mi memoria. Durante dos días me he entregado a la vida tormentosa que la juventud alegre arrastra al otro lado del Sena. Deseando olvidar mi humillación y el amor de María, he vivido con un compañero de armas, calavera incorregible; he bebido como un loco, me he emborrachado como un miserable, me he sumido en el vicioso lecho de las cortesanas y, nada, reverendo padre, ni el alcohol ni los estremecimientos frenéticos de la carne, han logrado que se borrara en mi cerebro la pálida cabecita de María. ¡Oh! Esa niña, ha sabido agarrarme bien y comprendo que nadie podrá hacérmela olvidar.
Y el conde, conmovido por su impotencia para librarse de tal amor, bajó la cabeza quedando sumido en profunda reflexión.
—Debe usted procurar, querido conde, librarse de esa obsesión amorosa. Es una locura acariciar lo imposible.
—¿Y por qué ha de tener usted por imposible que María sea mi esposa?
—Porque ella tiene contraídas sagrados compromisos que ha de cumplir.
—¿Ama acaso a otro?—preguntó Baselga con ansiedad.
—Sí; ama a Dios, y ante la imagen de la sagrada Virgen ha prometido mil veces entrar en un convento para ganar el cielo con sus oraciones.
—¡Bah!—dijo sonriendo el emigrado—. Eso fué una niñería sin importancia; un capricho de joven devota. Muchas veces me ha hablado, riéndose, de la tendencia que en otros tiempos había tenido a hacerse monja.
—Señor conde—repuso el jesuíta con severidad—; las promesas que se hacen a Dios nunca deben considerarse como niñadas ni como casos de risa. María será monja.
—¡Pero si ella me ama!
—Ese amor es un capricho pasajero, una locura de niña; lo verdadero, lo cierto, lo que no admite réplica, es que María está hace ya mucho tiempo ligada a Dios.
—Yo no paso por eso—dijo Baselga con resolución.
—Pues hará usted mal en oponerse, señor conde.
Esto lo dijo el jesuíta sonriendo con una expresión tan extraña, que hubiera amedrentado a otro menos tenaz y enamorado que Baselga.
—María me pertenece y yo no he de cejar por un capricho de su testarudo padre.
—Pues tendrá usted que conformarse con abandonarla. Hay alguien que puede, no ya más que usted, sino que todas los enamorados de la tierra juntos.
—¿Y quién es ése? Quisiera saberlo.
La pasión volvía insolente y audaz a Baselga, hasta el punto de hacerle mirar con expresión de reto a un personaje tan temible como era el padre Fabián.
Este, ante las preguntas del conde, mostróse indeciso, pero al fin dejó caer con lentitud estas palabras:
—Es la Compañía de Jesús.
—¡Cómo! ¿La Compañía se opone a mi felicidad? ¿Y por qué motivos?
—Somos los representantes de Dios y hemos de procurar que éste no sufra menoscabo en sus intereses. María ha prometido ser su esposa y sería un grave pecado que nosotros favoreciéramos esta infidelidad contra el Señor de todo lo creado.
Baselga quedó anonadado.
Por experiencia propia sabía hasta dónde alcanzaba el poder de la Orden y se sentía atemorizado al saber que tendría ahora que luchar con ella para lograr la realización de sus ensueños.
El padre Fabián comprendió su desaliento y se propuso aprovechar tal situación para decidirle a olvidar su amor.
—Vamos, camarada—le dijo con acento amistoso golpeándole familiarmente en un hombro—. No hay que entristecerse tanto porque se pierda la esperanza de ser dueño de una cara bonita. Al fin y al cabo, sobradas mujeres hay en el mundo, y de seguro que ni usted ni yo bastamos para todas. ¿Qué gana usted con ponerse lánguido y triste como un amante de novela? Hay que divertirse. ¡Qué diablo!, la vida es la alegría, y un hombre puede vivir contento siempre que tenga a su disposición una mujer hermosa. Usted puede encontrarlas más bellas que esa señorita de Avellaneda, y es, por tanto, una bobada empeñarse en un amor que resulta imposible y que además choca abiertamente con los intereses de la Orden.
El conde, a pesar de su preocupación, no pudo menos de extrañarse ante aquellos consejos que hacían salir a la superficie el cinismo que indudablemente amontonaba en el pensamiento del jesuíta.
¡Y aquéllos eran los representantes de Dios! ¡Aquéllos los que trabajaban por poner todo el mundo bajo su dirección! ¡Lo que en el asunto buscaban indudablemente eran los millones de María!
Baselga no pudo seguir en sus dolorosas reflexiones que derrumbaban sus más firmes creencias, pues el padre Fabián siguió dándole cariñosas palmaditas y le dijo con melifluo acento:
—Conque quedamos en que usted olvidará a esa joven y vivirá en adelante como si no la hubiese conocido. ¿Estamos conformes, amigo mío?
El emigrado miró fijamente al jesuíta, y lentamente, como para dar más fuerza y valor a sus palabras, contestó:
—No, señor.
Entonces el rostro del rubicundo padre experimentó una radical transformación. Desapareció la seductora y bonachona sonrisa, siendo reemplazada por la impenetrable serenidad de una esfinge.
—Pues entonces, señor conde, siento manifestar a usted que en vista de su conducta deplorable y de su tenaz resistencia, la Compañía tendrá necesidad de apelar a ciertos medios.
Baselga levantó los hombros con expresión de desprecio, pero el padre Fabián no pareció hacer caso y siguió diciendo:
—Hablaré con franqueza. Permaneciendo usted en París, la señorita de Baselga sufrirá una continua tentación que podrá apartarla del santo camino del claustro, y, por tanto, interesa a la Compañía que usted abandone cuanto antes esta población. No dude usted que saldrá pronto de París.
—No adivino el medio, y me río de la amenaza. La Compañía no reina en Francia, y como yo soy un individuo pacífico que en nada llamo la atención de la policía, no es fácil que la autoridad me conduzca a la frontera.
—Saldrá usted de París, no lo dude. En todas partes tenemos amigos y el mismo embajador de España se encargará de pedir al Gobierno francés que lo conduzcan a usted a Inglaterra, a Suiza o a otra nación fronteriza, acusándole de conspirador carlista y pintándolo como un continuo peligro para el Gobierno español. Si usted no quiere que la Policía le pille desprevenido puede ir haciendo la maleta.
Dijo estas palabras el padre Fabián con tal expresión de omnipotencia, que Baselga no dudó de que las amenazas se cumplirían inmediatamente, pero a pesar de esto, por pasión y por despecho, continuó la resistencia.
—Haga la Orden lo que quiera, que yo no por esto desistiré de mi propósito ni prometeré una cosa que no puedo cumplir.
El conde manifestaba una resolución inquebrantable. Sabía que la Compañía podía causarle mucho daño, pero a pesar de esto, manteníase firme, prefiriendo sufrir una persecución feroz antes que resignarse a olvidar su pasión.
El jesuíta no parecía intimidarse por aquella resistencia. La horrible sonrisa, símbolo de la Orden, contraía cada vez con mayor violencia sus facciones, y mirando a Baselga con expresión de lástima, le dijo:
—Veo que es usted un valiente a quien no intimidan las amenazas. Pero, sin embargo, la Orden aún cuenta con medios para obligarle a lo que ella quiera, sin necesitar valerse de la policía francesa.
—Quisiera saber qué medios son esos—contestó con sorna el emigrado.
—Conde, hace usted mal en burlarse. Tratándose de la Compañía de Jesús, sólo puede bromear un loco o un imprudente. Tal vez se arrepienta usted demasiado pronto de saber que tengo en mis manos una prueba terrible contra usted. De seguro que esto no le dejará conciliar el sueño con tranquilidad.
—Vuelvo a repetir que quisiera ver esa prueba. Ya sabe usted, reverendo padre, que no es muy fácil asustarme.
—Pues bien, sépalo usted. De España acaban de remitirme un documento firmado por usted, en el que confiesa claramente haber estrangulado a su esposa, la baronesa de Carrillo.
Baselga estaba lejos de esperar aquel golpe. Nunca se le había ocurrido que tal documento pudiera salir de la cartera del padre Claudio, al que consideraba como su mejor amigo; así es que quedó anonadado y no supo qué contestar.
El padre Fabián le miraba con ojos de águila, y como para gozarse mejor en su desgracia, le preguntó con sorna:
—¡Vamos! ¿No contesta usted nada? ¿Cree ahora que la Compañía tiene poder para anonadar a los que le estorban? ¿No es usted ese señor asesino que firma el documento?
Transcurrieron algunos minutos, sin que Baselga contestase, y al fin repuso con balbuciente voz:
—¡No, no es posible! El padre Claudio no puede haberme hecho tan tremenda traición.
—El padre Claudio es, como yo, un buen servidor de los intereses de Dios y un fiel agente de la Orden, y los documentos que se confían a nuestras manos no son nuestros, sino de la Compañía, y todos los jesuítas pueden hacer uso de ellos, siempre que así convenga a los negocios de la comunidad.
El conde se convenció. Era verdad: el padre Claudio no era más que un jesuíta, y resultaba estúpido buscar en aquel hermoso autómata, movido por los hilos de una inmensa trama, los humanos sentimientos de amistad y de honor.
La sorpresa que en Baselga produjo el anuncio de aquel documento, que ya casi había olvidado, fué poco a poco amortiguándose, pues el emigrado pensó en la inutilidad de aquella prueba acusadora, hallándose él en territorio extranjero.
Aquel crimen, del que él no era el único culpable, se había cometido en España, y por el momento no corría ningún peligro de que la policía francesa, a instigación de los jesuítas, lo redujese a prisión.
Pero el padre Fabián parecía leer en su pensamiento por cuanto, adivinando sus reflexiones, le dijo:
—Sé lo que usted piensa, y se engaña sobre el uso que la Compañía se propone hacer de tal documento. No ignoro que, por el momento, para nada serviría si yo lo presentase a los tribunales franceses.
—¿Pues qué es lo que usted piensa hacer de él?—preguntó con acento de burla el emigrado.
—Ahora lo sabrá usted. Por última vez. ¿Accede usted buenamente a olvidar a la señorita Avellaneda?
—¡No! Eso no lo conseguiría nadie; aunque me matasen.
—Pues bien; mañana mismo una persona de confianza se encargará de enseñar a esa mujer que tanto ama usted, el documento en que confiesa ser el asesino de su esposa.
Esta vez el golpe fué certero, pues llegó rectamente al corazón. Un verdadero golpe de jesuíta.
Baselga experimentó un estremecimiento de horror. Aquello nunca había llegado a imaginárselo; era el colmo del sufrimiento. ¡Cómo! ¿Revelar a María el espantoso drama con que terminó el matrimonio de su amante? ¿Hacer que ésta supiera que el hombre amado era un asesino que estrangulaba mujeres? No; imposible; antes rugir de pena al considerar imposible la realización de su amor, que pasar por la inmensa vergüenza de que María conociera aquella sucia página de su vida.
Ahora conocía lo terrible que era aquella Orden, a la que estaba ligado; ahora aparecían justificados para él los incesantes ataques que en todo el mundo se dirigían contra la Compañía de Jesús.
Se necesitaba la fuerza de un gigante para vencer aquella sombría y colosal institución, ante la cual resultaba un pigmeo obligado a transigir.
Era ya inútil la resistencia, y había que confesarse vencido, anonadado, y dar aún las gracias a aquella tiranía con sotana que no levantaba el pie para pulverizarlo de un golpe.
Como el hombre que después de luchar con una fiera siente agotadas sus fuerzas y al fin cae entre sus garras deseoso de terminar cuanto antes el terrible combate y de morir, así Baselga se resignó a ser devorado, y con voz fosca, murmuró:
—Estoy dispuesto.
—Lo celebro mucho, hijo mío—contestó el jesuíta con voz meliflua—. Ya sabe usted lo que la Orden desea. Procure usted olvidar que existe en el mundo la señorita Avellaneda.
—Lo olvidaré.
—En cambio, nosotros olvidaremos por nuestra parte ese documento, que tanto le compromete.
—Gracias.
—Y qué... ¿No está usted contento con la Compañía? ¿Cree usted que con estas dulces exigencias le causa algún daño?
El tonillo melifluo con que fueron dichas estas hipócritas palabras, produjo a Baselga un estremecimiento de cólera.
Temió dar de bofetadas a aquel canalla que tenía su reputación en sus manos, y lanzando una mirada de feroz odio sobre el jesuíta, salió de la habitación ciego de ira y tambaleándose como un borracho.
El padre Fabián seguía sonriendo.
El jesuíta próximo a triunfar
En casa del señor Avellaneda reinaba gran confusión.
El orden que regulaba los actos todos de aquella familia había desaparecido, dejando paso a esa confusión propia de todo hogar donde la enfermedad penetra.
El señor Avellaneda estaba enfermo de gravedad.
Después de aquella crisis nerviosa que experimentó al terminar su tempestuosa conferencia con Baselga, había caído en un angustioso abatimiento que le convertía en un ser despojado de voluntad.
Los dolores de la enfermedad de gota que sufría habían desaparecido, y ni un solo estremecimiento agitaba su empobrecido y débil cuerpo; pero, en cambio, comenzaba a indicarse en él una dolencia extraña, que ponía en extremo pensativo y preocupado al médico de la casa.
La hinchazón que continuamente tenía su pie izquierdo, había subido hasta más allá del tobillo y crecía rápidamente, amenazando invadir el resto del cuerpo.
El médico examinaba aquel fenómeno con sorpresa, y movía la cabeza con aire de duda, mostrándose poco seguro de su ciencia.
Varias veces preguntó a María y a la vieja criada, si el señor sufría del corazón, y sólo pudo conseguir contestaciones vagas y contradictorias, decidiéndose, al fin, a recetar digital, haciendo caso omiso de la hinchazón, que consideraba únicamente como superficial manifestación de un mal muy grave.
Don Ricardo abandonó el sillón de su cuarto y tendido en la cama pasaba las noches, quejándose unas veces con resignación, y otras con furor sin límites, asegurando que tenía dentro del pecho algo que le quemaba y le oprimía el corazón.
María pasaba las noches en vela, sentada a la cabecera del lecho de su padre, y a pesar de las continuas fatigas experimentaba una inefable delicia al ver que aquél, olvidando la expresión ceñuda con que la miraba en los primeros momentos, comenzaba a tratarla con el mismo cariño que cuando era niña y la llevaba a pasear al Luxemburgo.
Algunas veces, don Ricardo cesaba de quejarse, y extendía un brazo para acariciar aquella hermosa cabeza inclinada sobre él y atenta a la menor indicación para cumplirla inmediatamente. Había en aquella caricia tal expresión de melancólico dolor, y se retrataba tan claramente en los ojos del enfermo el convencimiento de que pronto iba a morir, que María, adivinando lo que pensaba su padre, volvía rápidamente el rostro para ocultar sus lágrimas.
Aquella casa, que de continuo estaba alegre con las carcajadas y las canciones de María y las palabrotas de Tomasa riñendo a las otras criadas, había quedado silenciosa y como envuelta en ese ambiente tétrico de los lugares donde la vida lucha con la enfermedad, y la muerte anuncia su próxima presencia. La luz del sol, filtrándose a través de los pesados cortinajes bañaba las habitaciones con una turbia claridad que dejaba los objetos en incierta penumbra, y el silencio monacal que imperaba en toda la casa sólo era turbado por los dolorosos lamentos del enfermo y la argentina vibración de la cucharilla, agitando el vaso del medicamento. Aquella atmósfera estaba impregnada de todos los olores de una botica.
El amable señor García faltaba muy pocas horas a aquella casa. ¿Cómo había él de abandonar a su amigo querido, a su protector, ahora que le veía tan gravemente enfermo?
Comía fuera de la casa, pues el cuidado del enfermo no permitía el regalo de tiempos pasados, pero así que quedaba libre de sus numerosas ocupaciones acudía inmediatamente, y su primer cuidado era preguntar a Tomasa, que le abría la puerta, cómo se encontraba el enfermo.
No había que hacerse ilusiones. Don Ricardo iba de mal en peor, y aquella terrible enfermedad que el médico no se atrevía a diagnosticar claramente y que le hacía mover la cabeza de un modo intranquilo, iba de mal en peor.
—Esa maldita hinchazón—decía Tomasa, indignada contra aquella dolencia traidora—, nos va a dar qué sentir. Sube y sube como si tuviera prisa en devorar a mi pobre señor. Ayer sólo estaba en la pantorrilla; ahora empieza a extenderse por la pierna, y no parará hasta que le llegue a la cabeza y ponga a don Ricardo hecho un monstruo. ¡Cuánto mejor era la gota que, aunque nos diera más que sentir, nos tenía más tranquilos! Le digo a usted, señor García, que es cosa de desesperarse y maldecir a esos médicos, que no tienen medios para combatir el mal.
Por lo regular, todas estas conferencias que comenzaban en el rellano de la escalera y terminaban en el comedor, tenían, por final, las lágrimas de Tomasa, que no podía conformarse con la idea de que don Ricardo iba a morir, y los consejos angelicales del señor García, que hablaba de Dios y de la resignación cristiana que debe mostrarse en la última hora.
Avellaneda ya no pasaba las veladas quejándose y en pleno dominio de su razón, pues a altas horas de la noche sentíase invadido por una terrible fiebre y deliraba de un modo alarmante, hasta el punto de que tenían que sujetarlo a viva fuerza, para que no se arrojara de la cama.
Su delirio era extraño y siempre estaba agitado por idénticas imágenes que le arrancaban palabras tan terribles que hacían llorar a María. El enfermo, en su delirio, creía hablar con Baselga, y le amenazaba con darle de palos acusándole de estar de acuerdo con su hija para envenenarlo con las medicinas que le daban. Aquella idea se había fijado tenazmente en el cerebro de Avellaneda.
Cuando estaba tranquilo y tenía clara la inteligencia, demostraba a su hija el mayor cariño y acogía todos sus cuidados y atenciones con sonrisas de gratitud; pero apenas la fiebre del delirio invadía su cerebro, volvía a gritar desaforadamente que le querían envenenar y acusaba a María de los más horrendos crímenes.
El señor García, que quedándose a velar al enfermo presenció algunas de aquellas locas agitaciones, sabía aprovecharlas hábilmente en favor de sus planes.
Llamaba aparte a María y la sermoneaba usando todos los tonos, lo mismo el paternal y benigno, que el de indignación propio de un hombre que ha sido engañado.
¿No veía el triste estado en que se hallaba su padre? Pues ella era la verdadera culpable, puesto que aquella enfermedad era un castigo de Dios, justamente ofendido por la infidelidad de la joven que había prometido ser su esposa y que después se enamoraba del primer pisaverde que encontraba a su paso. Aquello no tenía remedio, pues la cólera de Dios no reconoce obstáculo, y la pecadora, la infiel, iba a sufrir muy pronto el más tremendo dolor, viendo morir a su padre.
María lloraba con el mayor desconsuelo oyendo las amenazas que el autor del Universo le dirigía por boca de aquel viejo mugriento. A la voz del anciano devoto, todas sus antiguas aficiones religiosas, comprimidas hasta poco antes por la pasión amorosa, volvían a desatarse y a dominar su inteligencia, y María volvía a ser la muchacha mística y visionaria de otros tiempos que leyendo "El Año Cristiano", de Croisset, se sentía dominada por romántica admiración ante las hazañas de los santos o lloraba desconsolada con los tormentos de los mártires.
Sí, era verdad; ella había olvidado sus sagrados juramentos y Dios la castigaba con sobrado motivo. ¡Oh!, si las cosas pudieran hacerse dos veces. ¡Si no fuera ya tarde, cómo sabría ella enmendar su falta!
Apenas decía esto entre suspiros y lágrimas, demostrando su arrepentimiento completo, el señor García cambiaba de entonación y de aspecto, y, con acento paternal, hablaba de la misericordia de Dios, que no tiene límites, y de que no quiere el castigo del pecador, sino que éste se arrepienta.
—Aun es tiempo, hija mía—decía el beato con benevolencia—. Aun puedes remediar la grave ofensa que has hecho a Dios. Todavía estás a tiempo para cumplir tus promesas; y si es que sientes la misma vocación por la vida religiosa que en otros tiempos, debes entrar en la santa casa que ya conoces. Verías, si esto llegabas a hacer, cuán pronto sanaba tu padre, si es que Dios, con su omnipotente voluntad, quiere que viva y se arrepienta.
A las pocas conferencias María estaba ya convencida. El romanticismo religioso había vuelto a manifestarse en ella y pensaba, con inefable delicia, en que merced a su sacrificio conseguiría devolver la vida a su padre. Dios se apiadaría de su nueva esposa y le concedería cuanto le pidiese.
Además, don Ricardo era un impío, según decía el señor García a sus espaldas, un hombre que no asistía a ningún acto religioso, que leía continuamente a Voltaire y que se burlaba graciosamente del catolicismo. ¡Qué gran gloria para su hija el lograr mediante oraciones que Dios se apiadara de él y al morir le reservara un puesto en la gloria!
María manifestó a su antiguo preceptor que estaba dispuesta a ir al convento así que él se lo ordenase, pero le suplicó que la permitiese estar en aquella casa al menos hasta que perdiera su gravedad la dolencia que sufría su padre. Estaba tan resignada María a ser de Dios, que hasta esta súplica la hizo en tono débil mostrándose dispuesta a cumplir todas las órdenes del señor García, aunque estas desgarrasen sus más íntimos afectos. ¿No acababa de matar aquella pasión que tan feliz la había hecho? ¿No había prometido olvidar al hombre amado? Después de tan inmensas concesiones bien podía sacrificar en holocausto a Dios sus afectos de buena hija.
Cuando en aquella tarde el señor García, después de hacer repetir a la joven varias veces su deseo de entrar en un convento, salió de la casa para comer en un modesto restaurante, iba muy alegre y caminaba con la viveza de un joven.
Tan contento estaba que murmuraba exclamaciones de gozo, y él, tan sesudo y circunspecto en la calle, tenía el aspecto de un loco o de un borracho. Tenía motivos sobrados para bailar en medio de la acera, y hasta para entonar un himno en loor de la santa Compañía de Jesús, que iba a vencer y a hacer suyos quince millones de pesetas metiendo a María en un convento.
Pero el viejo jesuíta, a pesar de todo su entusiasmo, no perdía el instinto receloso y escudriñador propio de los suyos; así es, que no pasó desapercibido para él el movimiento de sorpresa y la precipitada fuga de un hombre que estaba en la plaza de San Sulpicio apoyado en la esquina de la calle Ferou y mirando de lejos las ventanas de la casa del señor Avellaneda.
El vejete sólo pudo verlo un instante; pero a pesar de la distancia y de su mirada cansada, lo reconoció inmediatamente. Era Baselga, que, sin duda, espiaba en aquel sitio, esperando una ocasión para enviar una carta a María, o tal vez para subir a la casa aprovechando la enfermedad del padre.
Aquello puso de mal humor al señor García.
¿Conque tales atrevimientos se permitía el señor conde? Había que vigilar muy atentamente para impedir que Baselga volviera a avistarse con María. ¡Quién sabe los inmensos perjuicios que a la Orden podía causar una nueva entrevista de los amantes! Las mujeres son caprichosas, con facilidad mudan de pensamiento, y era muy posible que las aficiones monásticas creadas por continuas y convincentes explicaciones se desvanecieran rápidamente al más leve arrullo del amante. Era necesario, pues, impedir que Baselga rondase la casa de su amada, tanto más cuanto que así se lo había prometido tres días antes al padre Fabián.
Mientras en el cerebro del señor García se agitaban estos pensamientos, el vejete habíase detenido y, al fin, como quien toma una resolución definitiva, volvió sobre sus pasos y, atravesando la rué Ferou por su parte alta, se dirigió a la de Vaugirard.
—Vamos a contárselo todo al padre Fabián—murmuraba el devoto.
A las nueve de la noche ya estaba el señor García sentado junto a la cama de su amigo Avellaneda.
La enfermedad se agravaba por momentos. La hinchazón había deformado por completo la pierna, y se extendía sobre el abdomen amenazando con invadir el pecho.
Don Ricardo respiraba trabajosamente, y sufría un delirio sin tregua. Con la mirada extraviada y los brazos agitados por un temblor convulso, agitábase en el lecho, y varias veces el señor García tuvo que abandonar su asiento para sujetar al enfermo y evitarle una caída.
El devoto se daba a todos los diablos al ver el estado en que se hallaba su amigo, no porque sintiera gran interés por éste, sino porque aquel delirio le hacía perder lastimosamente un tiempo precioso y le impedía la realización de sus planes.
Acababa de hablar largamente con el padre Fabián y necesitaba cuanto antes poner en ejecución los consejos que éste le había dado. ¡Y aquel condenado cerebro, que no se equilibraba y no sabía más que crear imágenes de envenenamientos!
Por fin transcurrida una hora, el delirio comenzó a calmarse, y el señor García fué ya acariciando la esperanza de que pronto podría hablar a su amigo.
La ocasión era propicia, pues María y Tomasa dormían en sus habitaciones, esperando la hora en que el vejete se retiraba y entraban ellas al cuidado del enfermo.
Hizo Avellaneda un rápido movimiento, cesó de suspirar y quedó mirando fijamente a su amigo, con cierta expresión de asombro.
El delirio había pasado y era preciso aprovechar aquel corto espacio de lucidez.
—¡Eh, don Ricardo!, ¿me oye usted?—preguntó el vejete con cierta angustia, como si temiese que su amigo volviera otra vez a delirar.
—Sí, amigo mío, me siento algo aliviado. ¿Cómo me encuentra usted?
—No está usted mal. Me parece que el caso no es grave.
—Eso creo yo algunos ratos; pero en otros... El médico dice que la cosa no va mal, pero creo que esto es tan sólo por no asustarme.
—Cree usted mal. El médico dice la verdad, pues usted no morirá de ésta.
—¿Lo cree usted así? ¡Si supiera cuán duro es pensar que la muerte se aproxima! Ya le llegará su mal rato, y pronto, porque usted es ya muy viejo.
—Espero tranquilo, confiando en la misericordia de Dios.
—¡Bah!... No haga usted esas muecas de beato, si no, me pongo más enfermo.
Calló el vejete, como arrepentido de haber causado enfado a su protector y sólo transcurridos algunos minutos, se atrevió a decir, dando la mayor expresión de veracidad a sus palabras:
—Esté usted seguro de que no morirá de esta enfermedad. Su convalecencia, según dice el médico, será larga y penosa, pero la salvación de la vida es segura.
—¡Viviré! ¡Oh, viviré!—y aquel hombre, casi moribundo, decía estas palabras con una alegría sin límites agarrándose con las esperanzas del desesperado a aquellas palabras de su amigo.
—Sí, vivirá usted, don Ricardo, porque Dios, que todo lo puede, no querrá que usted muera.
—Yo no temo la muerte por mí. Es verdad que la idea de morir me agrada muy poco, pero pienso que, al fin, todos hemos de pasar por tal trance, y esto me consuela. Lo que más pavor me produce es el pensar que a mi muerte María quedará completamente sola en el mundo.
—¿Y yo, amigo mío? ¿No soy nadie para ella?
—Usted, pobre señor García, aunque esté todavía sano y ágil el día que menos lo espere saldrá también de este mundo.
—Fácil es; pero esto no impide que mientras viva proteja a María, tanto más cuanto que ésta se halla amenazada por serios peligros.
—¡Eh!, ¿qué dice usted?—preguntó con sorpresa Avellaneda.
—Esta tarde, al salir de aquí, he visto al conde de Baselga apostado en la esquina, espiando esta casa. Desconfíe usted, señor don Ricardo, pues ese hombre es muy audaz y lo creo lo bastante atrevido para subir aquí sin que usted lo sepa.
Aquello desvaneció la débil tranquilidad de Avellaneda, y por unos instantes creyó el devoto que el delirio iba a reaparecer. ¿Conque aquel aventurero que se le aparecía en las visiones de su loca fiebre como un miserable envenenador, se atrevía a intentar el entrar en la casa de donde él le había arrojado? La idea de que Baselga, burlándose de todas sus prohibiciones, volviera a avistarse con María, le causaba un gran furor, y en su cerebro debilitado buscaba un medio para evitar el peligro.
—¡Qué hacer, Dios mío! ¡Qué hacer!—murmuraba el enfermo.
El señor García miró dulcemente a su amigo y, creyendo que había ya llegado la oportunidad para dar un golpe decisivo, dijo con calma:
—Realmente, es un peligro tener aquí a María. Tomasa tiene ocupaciones sobradas para poder ocuparse de ella, y yo sólo estoy aquí á ciertas horas. No es fácil, pues, evitar que un día u otro hable con ese hombre al que ama.
—¿Qué haría usted en mi situación, señor García?
—Pues yo comenzaría por sacar a María de esta casa.
—¡Separarme de mi hija! Eso jamás lo consentiré, y más, hallándome en un estado tan grave. ¿Quién me cuidaría?
—¡Bah!, señor don Ricardo: el miedo a la muerte le hace a usted exagerar. No está usted tan grave como se imagina, y además, Tomasa y yo nos sobramos para cuidarle en su convalecencia.
Avellaneda pareció reflexionar. Tan grande era el odio que profesaba a Baselga, que, a pesar del inmenso cariño que sentía por su hija, no rechazaba con la misma indignación que otras veces aquella idea de hacerla abandonar la casa por algún tiempo. Bien considerado, ¿qué mal había en ello? María gozaría de mayores ventajas yendo a vivir durante algún tiempo lejos de la rue Ferou y su salud, no muy fuerte, dejaría de sufrir el continuo quebranto que ocasiona el cuidado de un enfermo. La idea comenzaba ya a gustarle, y únicamente le detenía a dar su consentimiento un importante detalle que se apresuró a exponer.
—Y diga, usted, señor García. ¿Dónde iba a vivir la niña durante el tiempo de mi enfermedad?
—¡Oh!, descuide usted, amigo mío. Tengo un punto de la mayor confianza, y usted puede descansar en la firme seguridad de que María no corre ningún peligro, ni es fácil que el conde logre encontrarla. La llevaré, si usted quiere, al convento de Santa Isabel; una santa casa en la que se educan las hijas de las primeras familias de Francia. Es el convento que goza de mayor fama entre la noble sociedad del barrio de San Germán.
Este detalle, propio para deslumbrar a un tendero enriquecido, no causó gran impresión en Avellaneda. ¡Valiente cosa le importaba a él que se educaran en el tal establecimiento religioso las señoritas nobles! Al fin, un convento como todos, y él antes prefería entregar su hija, no a Baselga, sino al primer perdido harapiento que se le presentase, que consentir fuese a encerrarse en uno de aquellos "serrallos espirituales", que era el calificativo que le merecían los monasterios.
No estaba conforme; desechaba la idea, y bien claro lo dió a entender a su devoto amigo, con marcados gestos de desagrado.
El jesuíta comprendió que su presa iba a escapársele si no extremaba sus medios de persuasión, y abrumó a don Ricardo bajo una tremenda avalancha de palabras. Hacía mal en no adoptar el plan propuesto por él. Se exponía con ello a que su hija no olvidase aquel amor tan odioso para el padre, y hasta a que, aprovechando la enfermedad, la deshonra penetrase en aquel modesto hogar, mientras que, accediendo a lo propuesto, podía entregarse tranquilo a la convalecencia de su enfermedad, sin tener que preocuparse de la seguridad de María.
Además, ¿por qué había de indignarse de tal modo ante la idea de que su hija fuese a pasar una corta temporada a un convento? ¿Es que las casas religiosas eran un lugar de perversión donde ninguna joven podía penetrar sin peligro para su honor? El padre no creía en la religión, pero estaba cierto de que existía Dios, y seguramente que la hija, al entrar en un convento y dedicarse a la oración, conseguiría que el Ser Omnipotente se apiadase de don Ricardo y le concediera la necesaria salud.
Avellaneda seguía sin conmoverse, y toda la elocuencia del señor García se estrellaba ante su inflexible terquedad. Había dicho que no, y estaba lejos de retractarse. Su hija seguiría en casa y a su lado, pues era una verdadera locura separarse de aquel ser que constituía toda su familia y enviarlo al convento.
Pero el jesuíta no era menos tenaz, y abusaba de su superioridad sobre el abatido enfermo, martirizándolo con el incesante martilleo de un chorro interminable de palabras.
Pronto se resintió el cuerpo enfermo y debilitado de aquel tormento moral.
Abrumado Avellaneda por la charla de su amigo y sus exhortaciones, dichas en tono sibilítico, volvió la cabeza a la pared, procurando esconderla bajo la sábana; pero a pesar de esto, todavía la voz del señor García siguió estrellándose en sus oídos monótona y majestuosa.
Los peligros que corría María permaneciendo en aquella casa, cien veces repetidos, y expuestos hasta en sus menores detalles, llegaron a impresionar a Avellaneda, que, por otra parte, comenzaba a experimentar cierto embotamiento en sus sentidos, y otros síntomas que anunciaban la reaparición de la fiebre.
La idea del convento le parecía más tolerable. Bien considerado, aquella vida monástica de María sería muy breve, pues él no moriría de aquella enfermedad, según le aseguraban todos, y apenas se encontrase repuesto, sacaría del convento a la joven, que además estaría ya curada de su pasión.
Casi estaba convencido, pero le faltaba hacer la última objeción.
—¿Y cree usted que mi hija estará conforme en entrar en un convento, aunque sólo sea por una corta temporada?
El jesuíta se estremeció de alegría comprendiendo que tenía ya en el bolsillo la voluntad de aquel hombre. No le habló de las aficiones monásticas de María, pues esto hubiera agrandado ciertos recelos en Avellaneda, siempre temeroso de la influencia que la religión ejerce sobre los jóvenes; pero afirmó sobre su palabra de honor que por haber educado a la niña, conocía perfectamente su carácter y sabía que no consideraba desagradable pasar una corta temporada en un convento pidiendo a Dios que devolviese la salud a su padre. Había más aún: él la había consultado antes de hablar con don Ricardo, y la niña se conformaba a todo cuanto la mandasen.
Avellaneda suspiró angustiosamente. Convencido por su amigo, todavía acariciaba un resto de esperanza, y ésta era que María se negase a ir al convento; pero en vista de lo dicho por el devoto, tuvo que conformarse y decir, con acento doloroso:
—Puesto que ella consiente, sea. El culpable de todo es ese canalla de conde, que me persigue y asedia viéndome enfermo.
El enfermo hizo un brusco movimiento, como si buscase en su cama a Baselga para desahogar su indignación, y tras un largo silencio dijo con desfallecimiento:
—Puede usted llevarse a María cuando guste.
—Para eso se necesitaría una pequeña formalidad.
—¡Oh! ¿Un esfuerzo todavía, después que tanto sufro?
—No es nada. Sólo se trata de que firme usted un consentimiento que ahora mismo escribiré.
El señor García se dirigió a una mesa que estaba, en un ángulo de la habitación, y en la cual escribía el médico sus recetas.
Con rapidez nerviosa escribió en un pliego unas pocas líneas, en las cuales Avellaneda manifestaba su consentimiento para que su hija entrase en el convento de Santa Isabel.
La tarea de firmar fué muy trabajosa para don Ricardo. Incorporado en el lecho, hacía esfuerzos para que la pluma no se escapase de sus dedos embotados, y al fin, ayudado por su amigo, pudo trazar un garabato tembloroso, que tenía cierto aire de familia con la firma que hacía en tiempos normales.
Cuando el señor García metió en un bolsillo de su levitón aquel papel tan codiciado, experimentó una alegría sin límites. El negocio estaba ya terminado. La niña quedaría al día siguiente encerrada en el convento, el padre no tardaría en morirse, y María, cediendo a los consejos de su protector, cedería sus millones a la Compañía de Jesús.
Había para volverse loco de alegría, y el jesuíta saboreaba con placer el horrible crimen, dando gracias a Dios, que protege siempre a sus servidores y representantes en la tierra.
Aquel triunfo dió aún mayor locuacidad al señor García, el cual entretuvo agradablemente a su amigo haciéndole los mayores ofrecimientos y jurándole que nunca le abandonaría, siendo para él como un hermano mayor, dulce y cariñoso.
Aquella charla agravó el estado del enfermo, y la fiebre volvió a aparecer.
A media noche, cuando María, fortalecida por algunas horas de sueño, entró a cuidar a su padre, éste deliraba y se movía furiosamente en su lecho, como si quisiera huir de las terribles imágenes que le perseguían.
El jesuíta dijo a la joven que al día siguiente tenía que hablar con ella de asuntos muy graves, y después abandonó la casa.
Por la calle, y a aquellas horas en que eran escasos los transeúntes, marchaba erguido y majestuoso, con la expresión de un caudillo victorioso.
Engreído con su triunfo, miraba las casas obscuras y silenciosas, como si tuviera un poder absoluto sobre los miles de seres que las habitaban, y se conmovía pensando los elogios que la Compañía de Jesús le dedicaría al conocer el buen término de su negocio. Nada le enorgullecía tanto como el pensar lo que diría el padre Fabián, aquel superior violento y malhumorado que había llegado a compararle a un perro viejo sin olfato. Ahora vería él si era todavía el agente listo y astuto de otros tiempos.
Cuando llegó a su casa y, respondiendo a un tirón de la campanilla, se abrió la puerta de la escalera, quedó algo sorprendido al ver a la vieja portera a la puerta de su cuchitril con una luz en la mano.
—¿Cómo es eso, señora Magdalena? ¿Todavía no se ha acostado usted? ¿Sabe qué hora es?
—¡Ay, señor! Tengo cosas muy graves que decirle.
El viejo hizo tan gesto para indicar que estaba dispuesto a oír.
—Al señor español del primer piso se lo han llevado.
—¿Quién?
—La policía. Ha venido a las ocho el comisario del barrio con algunos agentes, y después de registrar la habitación se han llevado al señor Baselga a la prisión de Mazas. ¿Por qué será esto, señor García? Dígamelo usted, porque yo estoy muy intranquila. ¿Es que el señor se ocupaba en cosas malas?
El jesuíta levantó los hombros para indicar que no sabía nada, y después de tranquilizar a la vieja con cuatro frases comunes, subió lentamente a su buhardilla saboreando mentalmente el suceso.
¡Oh! La cosa iba bien y no podían arreglarse los sucesos más perfectamente. El padre Fabián había cumplido con actividad lo prometido en aquella misma tarde, y el conde estaba va en la cárcel por conspirar contra el Gobierno de España.
El vejete estallaba de satisfacción. Aquello era un día completo y, a ser menos incrédulo en el fondo, había motivo sobrado para rezar un buen rosario a la estampa de Jesús que tenía arriba en su cuartucho.
El olfato de Tomasa
La vieja criada de casa de Avellaneda estaba dominada por una continua preocupación.
La enfermedad de su señor se agravaba por momentos, y el delirio le dominaba hasta el punto de no dejarle más que muy breves ratos de lucidez; pero no era ésta precisamente la causa del malestar experimentado por Tomasa.
Las desgracias se seguían sin interrupción, y la antigua doméstica parecía olfatear el ambiente de la casa presintiendo con su fino instinto de mujer burda, pero astuta, que allí se cernía alguna fatalidad extraña o alguna horrible traición.
Por la mañana el señor García se había llevado a la señorita de la casa en un coche de alquiler, sin más equipaje que una pequeña maleta.
Tomasa sabía lo que aquella salida significaba. En las primeras horas de la mañana el señor García tuvo una larga conferencia a puerta cerrada con María, y cuando el vejete se marchó diciendo, al despedirse, que antes de una hora estaría de vuelta, la niña, avergonzada y temerosa, pero arrastrada al mismo tiempo por el afecto a su antigua amiga, la confesó que iba a salir inmediatamente de la casa para encerrarse en un convento.
Al ver la estupefacción dolorosa de la criada, que, al fin, se resolvió en gemidos y lágrimas, la joven, para consolarla, dijo que aquella ausencia sólo duraría muy poco tiempo; pero el engaño en aquellos labios poco acostumbrados a mentir, no lograba revestirse de veracidad, y al fin lo confesó todo, y Tomasa supo con asombro que su señorita pensaba encerrarse en el convento para siempre.
La pena que aquella declaración produjo en la criada no podía borrarse con ningún consuelo, y fué en vano que María le dijese que esto no impediría que fuesen tan amigas como antes y se viesen con frecuencia, pues Tomasa podría ir dos veces por semana al convento de Santa Isabel, y tal vez la superiora la dejase entrar hasta en los mismos claustros.
La enérgica aragonesa estuvo tentada de pedir auxilio, como el desventurado que ve cómo los ladrones le arrebatan su fortuna; pero creyó más fructuoso amenazar a la señorita, creyendo que ésta iba a realizar tan loca resolución sin permiso de su padre.
—No irá usted al convento, señorita. Se lo diré a su padre, y como él se opondrá, no será usted tan mala que se atreva a darle tal disgusto. ¡Pues no, faltaba más sino que se marchase usted de esta casa, ahora que su padre está casi en la agonía! Este disgusto acabaría de matarle.
—Tomasa, mi padre lo sabe todo.
—¿Y consiente?...
—Sí—contestó María lacónicamente, experimentando gran compasión ante el asombro de Tomasa.
—¡Parece imposible! Y de seguro que alguien habrá arreglado esa monstruosidad. ¿Ha sido el señor García?
Al ver el signo afirmativo de María, la criada dió rienda suelta a su indignación. Todos sus sentimientos sufrieron un completo trastorno, y la antigua simpatía que profesaba al viejo devoto, trocóse rápidamente en salvaje odio.
Las injurias salieron atropelladamente de su boca sin fijarse en que María escuchaba con aspecto tan pronto compungido como escandalizado.
Los peores epítetos fueron arrojados como balas rasas sobre aquel "indecente beato" que venía a robar a ella, que se consideraba ya de la familia, y al infeliz padre el cariño y la presencia del único ser querido. ¿Y no habría un presidio para tales hombres? Ya se lo diría ella con todas sus letras así que se presentase el viejo..., pero no; sería una imprudencia y resultaba mejor dejarlo para más adelante, cuando un escándalo no pudiese agravar el estado en que se hallaba el señor.
Tomasa, para detener a su señorita, intentó apelar al amor y recordó hábilmente al conde de Baselga. ¡Pobre señor! ¡Cuan enamorado estaba! Justamente la tarde anterior, al salir de casa para ir a la botica lo había encontrado en la calle, y relataba toda su conversación, el interés con que el conde se enteraba de las dolencias del enfermo y de la salud de María, lo conmovido que se mostraba al recordar de tal modo sus infelices amores, y además, la criada, por su parte, detallaba el aspecto quebrantado y melancólico que tenía Baselga.
Una viva llamarada pareció pasar por los ojos de María. El recuerdo de aquel hombre, hábilmente evocado, resucitaba en su pecho la pasión que en vano quería olvidar; pero la joven no dejó que la dominase por mucho tiempo la impresión. Recordó la cólera de Dios y la indignación del señor García; pensó que del sacrificio de su felicidad dependía la salud de su padre, y bajó la cabeza con aire resignado.
Cuando, una hora después, tembló el suelo de la solitaria calle bajo las ruedas de un carruaje, y Tomasa adivinó por algunos golpes de tos que el señor García subía la escalera, fué a esconderse en la cocina, temiendo dar un escándalo, pues conocía que en presencia del viejo era muy capaz de arañarle.
La despedida en la alcoba del enfermo no fué tan dolorosa como esperaba el jesuíta. Don Ricardo, que después de muchas horas de incesantes sufrimientos, estaba sumido en un pesado letargo, no dió señales de sentir los besos que la sollozante María depositó en su frente sudorosa.
La partida fué rápida, precipitada como si la joven estuviese ansiosa de salir cuanto antes de aquella casa para evitar una reacción de su voluntad que le impidiese cumplir lo prometido.
Tomasa, escondida en la cocina, permanecía inmóvil acariciando todavía la esperanza de un rápido arrepentimiento de su señorita; pero cuando llegó a sus oídos el golpe de la puerta al cerrarse, y poco después alejarse de la solitaria calle el ruido del coche en marcha, sintióse dominada por la desesperación y se acusó furiosamente de torpe y de imbécil por no haberse opuesto a que su señorita abandonase la casa.
Más de una hora permaneció la fiel sirvienta entregándose a raptos de desesperación, desagradables muchas veces para su propio cuerpo, pues se traducían en tirones de pelo y puñetazos en la cara; pero por fin cansóse la varonil aragonesa de gemir y atormentarse, y se propuso tomar una resolución.
El recuerdo de Baselga acababa de pasar por su memoria, y Tomasa creyó lo más útil en aquellas circunstancias avisar al conde de cuanto ocurría.
Entró en la alcoba del enfermo, vió que seguía dominado por el sopor y salió de la casa después de encargar a una de las criadas francesas que velasen a don Ricardo.
La tenaz aragonesa marchó rectamente a la calle de los Santos Padres, pues conocía la habitación de Baselga a causa de haber ido algunas veces a darle avisos de parte de Avellaneda o cartas amorosas de María.
Tenía Tomasa alguna amistad con la portera; así es que al entrar en el portal se dejó detener por ésta, y como de costumbre, entabló conversación.
La sorpresa que experimentó la sirvienta fué imponderable al saber que el conde había sido reducido a prisión por la policía.
Al ver que la portera no daba una explicación satisfactoria de tal accidente, ni sabía cuál pudiera ser el verdadero motivo del arresto, Tomasa experimentó un vago sentimiento de sospecha que poco a poco fué agrandándose.
La fiel aragonesa no podía encontrar una aclaración a tal misterio, pero adivinaba que todas aquellas desgracias que ocurrían seguidamente eran obra de una mano misteriosa, de un poder oculto, interesado en separar a los dos amantes.
La inesperada marcha de María al convento y la prisión del conde, eran dos sucesos que, unidos, hacían sospechar con algún fundamento que eran el resultado de un plan preconcebido.
Tomasa sospechaba del señor García. El repentino odio que le había cobrado desde que arrebató a María, la impulsaba a hacerle responsable de todas las desgracias, y por esto, después que, saliendo de la antigua casa de Baselga, volvió a la calle Ferou, iba por el camino murmurando imprecaciones contra el viejo beato, al que se sentía muy capaz de exterminar.
Cuando entró en la habitación de Avellaneda, éste acababa de salir del sopor que por tanto tiempo le había dominado y hacía varias preguntas con voz desfallecida a la criada francesa que estaba junto a su lecho.
Esta salió al ver a Tomasa, que tomó asiento junto a la cabecera y preguntó con interés a su señor cómo se sentía.
—Mal; muy mal, Tomasa. Esto va cada vez peor. La hinchazón del vientre aumenta por instantes, y me temo que la muerte no tardará en llegar. ¿Y María, dónde está?
Tomasa quedó estupefacta ante esta pregunta formulada con gran naturalidad.
—¿Cómo es eso, señor? ¿Usted me pregunta por la señorita? ¿Ignora acaso que esta mañana se la llevó el señor García para meterla en un convento?
La sirvienta dijo esto ansiosa y apresuradamente con la esperanza de que el permiso paternal que había alegado María al marcharse resultase falso, en cuyo caso se prometía marchar inmediatamente al convento y deshacer la trama del señor García; pero su decepción fué tremenda cuando oyó que su señor exclamaba con desaliento:
—¡Ah!, es verdad. Ese diablo del señor García ha logrado convencerme. Es raro que yo hubiese olvidado un asunto tan grave.
Y luego añadió con tristeza:
—¡Tanta falta que me hace mi hija! Tomasa, no te ofendas; tú me quieres y me cuidas mucho, pero me parece que vivo solo en esta casa desde que María se ha marchado.
—Señor, usted ha hecho una locura consintiendo que la señorita abandonase esta casa para siempre, ahora que se encuentra usted tan grave. ¡Y pensar que la pobre niña va a consumir su juventud encerrada en un convento y entregándose a una vida propia de vieja! Eso es un crimen, sí, señor; una tremenda locura de la que tendrá usted que dar cuenta a Dios.
Avellaneda miró con asombro a su criada, como si no comprendiese el valor de sus palabras.
—¿Has dicho que la señorita se fué de esta casa para siempre? ¿Quién te ha contado tal mentira? Estás equivocada; yo sólo he dado permiso al señor García para que mi hija fuese al convento por una corta temporada, o más bien dicho, hasta que me cure de esta enfermedad, lo que va siendo ya difícil.
Entonces le tocó asombrarse a la criada, que comenzó a ver algo claro en la cuestión. La malicia del señor García aparecía manifiesta desde el momento en que había dicho una cosa a su amigo para hacer en la práctica lo contrario, y la criada relató a Avellaneda todo lo ocurrido entre ella y María poco antes de que ésta marchase al convento.
Avellaneda, a pesar de su estado y de la debilidad que sufría su cerebro, adivinó lo que significaba aquel misterio.
Su amigo García se Convirtió repentinamente en su pensamiento en un tuno de la peor especie, y comprendió que había inclinado a su hija a la vida religiosa, y al mismo tiempo había mentido para lograr del padre el necesario consentimiento.
Tomasa, adivinando la impresión que en su señor producía tal descubrimiento, creyó del caso relatarle todo cuanto ocurría, y aun a riesgo de disgustar a don Ricardo, puso en su conocimiento la prisión de Baselga, así como las sospechas que le producía este extraño hecho.
Avellaneda torció el gesto al oír el nombre del conde; pero a pesar de esto siguió con atención el relato de la criada.
No cabía dudar. Baselga era víctima de la misma persecución que María, y resultaba indudable la existencia de un poder oculto interesado en separar a los dos amantes, para que la joven fuese a enterrarse en un convento, y que empleaba como un arma las preocupaciones del padre.
El señor Avellaneda adivinaba el verdadero móvil de aquella sorda conspiración dirigida contra la tranquilidad de su familia. La colosal fortuna de su hija era el objeto adonde se dirigían los esfuerzos de aquel oculto poder.
Ante la idea de que María le había sido robada y que jamás volvería a verla, don Ricardo estremecióse de terror, primeramente, y después su ánimo se sublevó, disponiéndose a deshacer todo lo hecho y consentido en un momento de obcecación.
La posibilidad de que fuera ya tarde para desbaratar los planes del señor García le desesperaba, y como si Tomasa fuese una inteligencia privilegiada, capaz de encontrar el medio para salir del atolladero, le preguntaba con acento angustioso:
—¿Qué hacer en esta situación? ¿No se te ocurre ningún medio para deshacer la trama de ese beato? ¡Ay! ¡En qué mala hora firmé el maldito consentimiento!
Tomasa, que también deseaba encontrar una solución al conflicto, quedóse pensativa largo rato, y por fin dijo con resolución:
—Yo en lugar de usted llamaría a la Policía.
—¿Para qué?
—Para relatar todo lo sucedido y hacer que sacase a María del convento.
—Pero... ¿y mi consentimiento?
—El que concede una cosa creo que puede retirarla, y más si ha sido engañado como usted en esta ocasión.
Avellaneda, con una corta reflexión, pareció apreciar el valor de la proposición de su criada, a la que dijo después:
—Sí; eso que me propones es lo mejor. Marcha al momento y busca al comisario del barrio. No pierdas tiempo, trae aquí a ese funcionario sin perder tiempo, y piensa que de esto depende la suerte de María.
Tomasa apenas si escuchó las últimas palabras, pues salió velozmente de la habitación.
Mientras corría a la oficina de Policía iba pensando en la posibilidad de que todo quedase arreglado en breve plazo.
Después de lo ocurrido, don Ricardo no sentiría tanto odio contra Baselga, y era fácil que María olvidase sus aficiones monásticas tan pronto como supiera que su padre accedía a consentir sus amores.
El punto negro que todavía se marcaba en aquel horizonte feliz, imaginado por Tomasa, mientras corría en busca del comisario, era la prisión de Baselga y el motivo por ella ignorado que le había conducido a la cárcel de Mazas.
Se deshace la trama.
El comisario de Policía del barrio de San Sulpicio era un buen señor, bajo de estatura, algo ventrudo y de rostro bonachón, lo que no impedía que llevase con bastante majestad el fajín tricolor y que en algunas ocasiones sus ojuelos tras los cristales de las gafas brillasen de un modo imponente.
Más de dos horas tuvo que aguardarlo Tomasa en la oficina de Policía, pues estaba ausente por asuntos del servicio; pero apenas al volver escuchó los ruegos de la criada, marchó directamente a casa de Avellaneda, a pesar del cansancio que manifestaba.
Al entrar en la habitación del enfermo y contemplar el aspecto de don Ricardo, movió la cabeza de un modo triste. Estaba muy habituado a ver enfermos e instintivamente adivinaba la aproximación de la muerte.
Con benévola complacencia escuchó las palabras entrecortadas de Avellaneda, dichas con acento débil, y lo que el funcionario sacó como consecuencia fué que María había sido arrebatada del hogar paterno con engaño y que era necesario ir cuanto antes al convento de Santa Isabel para sacarla de él.
El comisario dirigióse a su secretario, un pobre diablo raído y macilento en quien el rollo de papeles bajo el brazo parecía haberse convertido en un nuevo miembro de su cuerpo, y le hizo extender una diligencia propia del caso.
Después salió prometiendo que no tardaría en volver trayendo a María.
Tomasa le esperaba junto a la puerta de la escalera con ademán suplicante y tímido como para excusar la pregunta que iba a dirigirle.
La criada deseaba saber el motivo de la detención de Baselga y lo preguntaba humildemente al comisario. Este apenas si recordaba el suceso. ¡Tantas prisiones nacía todos los días! Los detalles que le dió Tomasa desvanecieron un tanto su olvido, y al fin, mientras comenzaba a bajar la escalera, dijo con el acento del hombre que recuerda un suceso insignificante:
—¡Ah! Sí; creo que fué ayer cuando detuve a un conde español en la calle de los Santos Padres. Sí; eso es. Se llama Baselga, ¿no es verdad?
Y ante los signos afirmativos de la aragonesa dijo cuando ya estaba en un rellano inferior:
—Ha sido denunciado por la Embajada de España como conspirador carlista y lo llevamos a Mazas. No es cosa importante, tal vez salga mañana mismo, pero será para que la gendarmería lo conduzca a la frontera.
Cuando el comisario desapareció, Tomasa, segura ya de la suerte de María, se preocupó únicamente de Baselga, que, indudablemente, iba a ser víctima de la malicia del señor García, porque la doméstica no vacilaba en creer al viejo devoto el causante de todas las desgracias.
Ella sabía que el conde tenía en París numerosas amigos, compañeros de emigración, y que estaba relacionado con las principales familias del barrio de San Germán; daba como seguro que todos ignorarían la desgracia de Baselga y se proponía avisarlos para que con sus poderosas gestiones impidiesen que fuese expulsado de Francia; pero apenas formulados estos pensamientos se detenía ante un obstáculo tan insuperable como era el que ella no conocía a tales personas e ignoraba sus domicilios, siendo una empresa imposible buscarlos a ciegas en una ciudad inmensa como París.
Pero Tomasa, así que adoptaba una resolución, no se detenía ante ningún obstáculo y se propuso, mientras el comisario volvía con María, buscar en los hoteles del barrio de San Germán alguna de aquellas familias nobles que conociesen a Baselga.
Difícil era la tarea y más tratándose de gentes inabordables por su posición; pero Tomasa se proponía sufrir toda clase de humillaciones y hostilizar con preguntas a todos los porteros y criados del barrio aristocrático, hasta encontrar lo que deseaba.
El estado, cada vez más grave, de su señor le producía ciertas dudas al adoptar la decisiva resolución; pero pudo más en ella, el deseo de hacer la felicidad de los dos amantes, y aprovechando la visita del médico, que, como de costumbre, hizo concebir al enfermo lisonjeras esperanzas, que él después contradecía con tristes movimientos de cabeza, salió a la calle.
Comenzaba a obscurecer, y las calles de París estaban envueltas en esa confusa penumbra que reina en los instantes que muere el día, y los encargados del alumbrado público se retrasaban en encender los faroles.
Tomasa emprendió su marcha a paso rápido, y al ir a desembocar en la plaza de San Sulpicio tropezó con un hombre que venía en opuesta dirección.
La criada experimentó la misma impresión que si se viese en presencia de un aparecido.
—Señor conde—exclamó, por fin, con voz emocionada y temblorosa—. ¿Es usted mismo? ¿Cómo se encuentra libre?
Efectivamente, aquel hombre era Baselga, que se dirigía a colocarse en la esquina de la calle Ferou para espiar la casa de Avellaneda, con la esperanza de encontrar a la criada y saber de María.
Tomasa experimentaba una alegría inmensa por el encuentro y oyó con la mayor atención el relato de cuanto le había ocurrido al conde.
Apenas éste se vió encerrado en Mazas, envió una carta a uno de sus amigos franceses, persona influyente con el ministro del Interior, y el cual en pocas horas había conseguido anular la detención y librarle de ser conducido a la frontera, logrando que el embajador español declarase que había sido víctima de una equivocación al pedir que fuese expulsado el conde de Baselga.
Una hora antes había sido puesto en libertad, y, después de subir a su casa con un agente de Policía, que le devolvió todos los papeles y objetos ocupados en el registro, se apresuró a ir a la calle de Ferou, en cuya esquina le ocurrió el casual encuentro con Tomasa.
Cuando ésta le relató lo que había ocurrido en su casa desde la última vez que se avistó con él, Baselga mostróse indignado y desahogó su cólera profiriendo algunas expresiones malsonantes contra el señor García.
Cuando los dos acabaron de manifestarse todo cuanto sabían, reinó un largo silencio, que al fin interrumpió Baselga:
—¿Y qué piensa hacer tu señor?
—Don Ricardo está indignado contra su antiguo amigo, que ha pretendido robarle la hija para apoderarse de sus millones.
—Esto no impedirá que siga odiándome.
—¡Quién sabe! Hace poco, cuando hablé de usted para relatar su prisión, no manifestó tanto enfado como en otras ocasiones. La mala acción del señor García ha modificado bastante sus ideas.
—¿Está ahora solo don Ricardo?
—Sí: hace poco rato fué el médico y en cuanto a ese pícaro devoto, no ha vuelto desde esta mañana, en que fué a acompañar a la señorita al convento. ¡Ah! ¡Qué alegría la mía cuando vea la cara de condenado que pondrá ese viejo al saber que se le ha escapado la presa y que la señorita vuelve a estar entre nosotros!
El conde había adoptado una resolución. Deseaba tener una entrevista con don Ricardo, repetirle otra vez sus pretensiones amorosas y darle a entender el verdadero móvil de aquella sorda conspiración que se cebaba en todos ellos.
Sabía bien Baselga a lo que se exponía relatando a Avellaneda los secretos de la Compañía, y poniendo en su conocimiento las artes de que ésta iba valiéndose para apoderarse de los millones de su hija; pero en la situación en qué se encontraba estaba dispuesto a todo y no vacilaba en arrostrar las iras del jesuitismo.
Este le había declarado la guerra con aquella prisión, que era obra del padre Fabián, y le acababa de robar la mujer amada; no era, pues, el instante propicio para contemplaciones, y para salvarse y realizar sus aspiraciones amorosas, necesariamente había de torcer la voluntad del moribundo, diciéndole toda la verdad.
Tomasa no encontró mala la idea de la entrevista, y volvió a casa seguida del conde, al que dejó en el comedor, entrando inmediatamente en la habitación del enfermo.
Había que preparar a don Ricardo y evitarle la impresión demasiado fuerte que le produciría la inmediata presentación del conde.
Cuando un cuarto de hora después Baselga entró en la alcoba del enfermo, notó que éste le recibía mejor de lo que esperaba. En su rostro desencajado veíase una expresión de bondad que tranquilizó al conde.
Tomasa valiéndose del ascendiente que tenía sobre su amo, le había sermoneado bastante, y éste, por su parte reflexionó lo suficiente para que algunas de sus antiguas preocupaciones fuesen desvaneciéndose.
¿Por qué se había él opuesto a aquellos amores? Unicamente por los terribles celos que le producía el pensar que un hombre le privase de la presencia de su hija; pero desde que el señor García había intentado robarle a María para siempre, Avellaneda comenzaba a mirar a Baselga con más simpatía. Al fin, éste buscaba a su hija para hacerla su esposa feliz, mientras que el viejo devoto, con sus ocultos auxiliares, querían arrebatársela para robarla sus millones y hacerla morir de tristeza en el fondo de un convento.
Además, la persecución de que era objeto Baselga a causa de sus amores, despertaba forzosamente en el ánimo del viejo una especie de agradecimiento al hombre que tales desgracias sufría por el cariño que profesaba a su hija.
Aquellas horas pasadas sin la presencia de María y que resultaban tristes y monótonas para el padre, hacían más agradable la presencia del emigrado, pues el anciano experimentaba junto a él una impresión parecida a la que siente el amante al rozarse con los seres que viven en intimidad con la mujer amada. Hasta le parecía al buen don Ricardo que en el conde había alero del perfume virginal de María.
La conferencia fué tan afectuosa como lo permitían las dolencias del enfermo, que de vez en cuando le arrancaban quejidos de dolor.
Baselga lo contó todo. Sus conferencias con el padre Fabián, la oposición que la Compañía de Jesús había hecho a su matrimonio y el deseo de que María fuese a morir en un convento y, por fin, el afán que sentía el jesuitismo por apoderarse de los millones de María.
Cuando Avellaneda supo que su amigo García era un jesuíta que durante tantos años había permanecido en el seno de su familia, siendo considerado como un individuo de ella, y pagando tanto cariño con un continuo espionaje y la preparación lenta, pero secura, del robo de la fortuna de su hija, sintió miedo e indignación a un tiempo.
Entonces las ideas del pasado se agolparon rápidamente en el cerebro de Avellaneda, y profirió terribles palabras contra aquellas sabandijas de la religión, que durante siglos enteros trabajaban por apoderarse de toda la autoridad y toda la riqueza de la tierra.
Don Ricardo comenzó a sentir cierta compasiva simpatía hacia aquel hombre que tanto cariño demostraba y que tan francamente exponía sus ideas.
Cuando Baselga volvió a manifestar su pretensión de ser esposo de María, Avellaneda le interrumpió con acento bondadoso:
—No siga usted adelante. Se casará usted con mi hija. Yo, a pesar de cuanto dice el módico, conozco mi situación y comprendo que esto se va. No quiero morir dejando a mi hija desamparada y bajo las garras de esos jesuítas que buscan sus millones. Será usted el marido de María, y ojalá que sea pronto, pues conozco que mi vida no da mucho de sí.
Baselga estrechó con efusión la descarnada mano del enfermo, y Tomasa, que siguiendo una antigua costumbre escuchaba la conversación tras el cortinaje de la puerta, creyó del caso entrar para demostrar al señor su agradecimiento con algunas lágrimas.
En aquel instante el ruido de un carruaje en marcha, que conmovía el adoquinado de la calle, cesó frente a la casa, y momentos después sonó la campanilla de la escalera con nerviosa y prolongada vibración.
Tomasa se estremeció, y dejándose llevar de un irreflexivo instinto, gritó palmoteando de alegría:
—¡La señorita! ¡Es la señorita!
La felicidad de Baselga.
María era la que llegaba.
Entró con timidez y casi temblando, como arrepentida de la locura que había cometido en un momento de alucinación mística, abandonando a su padre, cuyo estado fatal conocía; pero su turbación aún aumentó más al ver a Baselga de pie junto al lecho del enfermo.
¿Cómo era aquello? ¿Qué hacía allí su amante? La joven, al ver al hombre amado, sintió que renacía en su pecho la amortiguada pasión, y se felicitó de que la Policía hubiese ido a sacarla de aquel convento, en el cual desde por la mañana la perseguía el recuerdo de su padre moribundo y casi abandonado.
El jefe de Policía, siempre seguido de su fiel can-secretario, estaba en el dintel contemplando la escena y gozando con la alegría que le producía al enfermo la devolución de su hija. Escenas tan tiernas como aquéllas eran las únicas satisfacciones eme le proporcionaba su oficio.
Llegó el momento de las explicaciones:
—Señor Avellaneda—dijo el comisario—, mi misión está cumplida. Le devuelvo a usted su hija y me retiro ya, si es que nada más tiene que pedirme.
El digno funcionario miró a María y a su padre con tal expresión, que la joven venció su timidez v gimiendo se arrojó sobre el lecho del enfermo, estrechando entre sus brazos la cadavérica cabeza de don Ricardo.
Este sollozaba de felicidad al sentir el contacto de aquel ser querido, y todos los que presenciaban la escena sentíanse conmovidos, a excepción del secretario del jefe de Policía, que presenciaba aquel acto con la indiferente frialdad de un autómata.
—Todo está bien—dijo el comisario con aire satisfecho—, y ahora con el permiso de ustedes me retiro, si es que no tienen que pedirme otro servicio.
Don Ricardo hizo con la mano una señal para, que el funcionario se acercara a su lecho, y allí fué a situarse aquél, seguido siempre de su apéndice el secretario.
Los dos amantes y la sirvienta comprendieron que su presencia podía ser molesta y se retiraron al fondo de la habitación, junto a la ventana, quedando envueltos en la penumbra que formaba la llama de una pequeña lampara batallando con las densas sombras, a las que sólo podía expulsar de un reducido espacio.
Avellaneda contó al comisario todo cuanto acababa de saber por boca de Baselga. Los jesuítas conspiraban contra la libertad de su hija para apoderarse de sus millones y era preciso ponerla a salvo de tales asechanzas. Convenía, pues, casarla cuanto antes con el conde de Baselga, que la amaba: pero este acto no podía verificarse inmediatamente y él se sentía próximo a morir, inquietándole mucho la idea de que su hija iba a quedar sin el apoyo de un marido, por lo cual solicitaba el consejo del comisario.
Este escuchaba con gran atención desde que oyó que los jesuítas estaban mezclados en el asunto.
La monarquía de Luis Felipe, como nacida de una revolución, era muy poco afecta a la Compañía de Jesús y, además, la Prensa republicana hacía una continua campaña contra, la Orden, a la cual, no sin fundamento, atribuía la mayor parte de los males que afligían al país.
Estaba, pues, interesado el comisario, como agente del Gobierno, en combatir a aquella tenebrosa asociación que penetraba en todos los hogares y buscaba apoderarse de todas las fortunas, y de aquí que prometiese a Avellaneda prestarle toda su ayuda.
El enfermo, ante esta promesa, comenzó por pedirle le indicase qué es lo que podía hacer para asegurar la suerte de María mientras llegaba el momento de casarse.
—Lo único que puede hacerse en esta ocasión—contestó el comisario—es que conste de un modo formal que usted da su consentimiento para que la señorita contraiga inmediatamente matrimonio. Si por desgracia muere usted, yo quedaré encargado de activar el matrimonio y de impedir que esos negros enemigos de su tranquilidad intenten algo contra su hija. Mi deber, como funcionario, consiste en oponerme a las tramas del jesuitismo, al que usted no debe temer estando en Francia. La Compañía podrá tener gran poder en España, pero aquí nuestro Gobierno le tiene declarada la guerra, y crea usted que tendría un verdadero placer en que la policía tuviese que entender con alguno de sus individuos.
Avellaneda admitió el consejo del comisario, y éste despachó a su amanuense para que fuese en busca de un notario que vivía en el mismo distrito.
Transcurrieron algunos minutos sin eme nada viniera a turbar la calma que reinaba en aquella habitación.
Los dos amantes, de pie junto a la ventana, y velados por la sombra, se entregaban a una conversación sin fin, y, con ese egoísmo propio de enamorados, forjábanse los más hermosos ensueños, sin acordarse de que a pocos pasos de ellos se encontraba don Ricardo amenazado de muerte; Tomasa, sentada cerca de la pareja, los contemplaba con cariño, y de vez en cuando acudía al cuidado del enfermo: éste gemía dolorosamente y el comisario estaba inmóvil en su silla, con ademán distraído y como repasando en su memoria los asuntos que le ocuparían al día siguiente.
En esta situación se encontraban los cinco, cuando sonó la campanilla de la escalera.
—¡El notario! ¡Ya está ahí el notario!—dijo María, con alegría infantil.
—¿El notario?—murmuró el policía—. No sé; pero me parece demasiado pronto.
Sonaron pasos en la habitación vecina, y un hombre entró sin que la densa sombra le permitiera ser reconocido.
Cuando llegó al espacio iluminado, todos, a excepción del comisario, profirieron en una exclamación.
Era el señor García.
Este, por su parte, no se manifestó menos asombrado. Miró al comisario y palideció algo al fijarse en su fajín, signo de autoridad; pero cuando su mirada, profundizando en las sombras, adivinó, a pesar de su miopía, a Baselga y su amada, de pie junto a la ventana, perdió aquella serenidad que le caracterizaba y quedó estupefacto.
Con la rapidez del rayo pasó por su cerebro un torbellino de asombrados pensamientos. Ni remotamente podía habérsele ocurrido al entrar en aquella casa, que iba a encontrar a María, a la que había dejado en el convento algunas horas antes. ¿Cómo era aquéllo? ¿Cómo habían accedido las buenas madres del convento de Santa Isabel a soltar la rica presa que él les había entregado en nombre de la Compañía?
El asombro le quitaba aquella cínica audacia de jesuíta, que era su principal arma, y experimentaba una turbación sin límites.
La voz débil de Avellaneda le sacó de su asombro.
—Adelante, canalla—le gritó el enfermo—. Pasa adelante, y sufre al ver que la maldad no ha triunfado y que todas las tramas acaban de ser desbaratadas. ¡Ah, miserable! ¡Qué sería de ti si yo pudiese saltar de este lecho!
Esta exclamación de Avellaneda fué acompañada del choque que produjo un vaso al estrellarse en el pavimento, a los mismos pies del jesuíta. El enfermo, con mano débil, le había arrojado a la cabeza un vaso de medicamentos que tenía sobre la mesa de noche.
Aquella agresión, último arranque del carácter de Avellaneda, tímido en la juventud y atrabiliario en la vejez, sacó a Baselga de la estupefacción en que estaba.
Acordóse de lo mucho que María y él habían sufrido por culpa de aquel repugnante viejo sintióse dominado por su terrible cólera, y avanzó precipitadamente y con la diestra levantada sobre el señor García.
Este no esperó la agresión. Sabía bien de lo que era capaz aquel coloso, y con movimiento instintivo corrió hacia la puerta, no tan pronto que se librara de un puntapié que le hizo apresurar su marcha.
El conde quiso ir aún en su seguimiento, pero el comisario, a quien tal escena había sacado de su impasibilidad, cerró el paso a aquél, y gracias a este auxilio, el jesuíta pudo salir de la casa sin otro detrimento que el dolor que sentía más abajo de la espalda, a causa de la furiosa patada de Baselga.
Volvió a establecerse la calma en aquella habitación, pero el enfermo no recobró el estado de relativa tranquilidad que antes tenía.
La ruda impresión que había experimentado con la presencia del señor García, le produjo una agitación nerviosa que anunciaba la próxima aparición del delirio.
Todos temían que éste sobreviniese antes de la llegada del notario, y contaban los minutos ansiosamente examinando el estado del enfermo.
Por fin, llegó el depositario de la república, y todavía hubo tiempo para que don Ricardo, con sano juicio, pudiese manifestar su voluntad de que María se casase con Baselga, nombrando tutor de la joven al comisario de Policía, que se prestó a ello.
Después, mientras que el notario dictaba a su escribiente, cumpliendo las formalidades de la ley, el enfermo entraba en un furioso delirio, interrumpido por alaridos de dolor.
El médico, que llegó poco después, limitóse a mover la cabeza con expresión fúnebre, y dijo que allí nada le quedaba qué hacer.
A las dos de la mañana don Ricardo Avellaneda exhaló el último suspiro.
María y su amante presenciaron su agonía, y hasta muy entrado el día estuvieron velando el cadáver.
Era la primera noche que pasaban completamente juntos los dos amantes.
La felicidad se mostraba a Baselga bajo una forma fúnebre.
El fin de un jesuíta.
Eran las once de la noche, y desde las ocho que el señor García, sentado en un sillón del despacho del padre Fabián, esperaba pacientemente la llegada de éste.
El cerebro del viejo devoto era un hervidero de pensamientos.
La derrota que acababa de sufrir, aquel rápido desmoronamiento de la obra construída a costa de largos años y de inagotable paciencia, le producía una cólera sorda que se traslucía con gruñidos sordos y nerviosos estremecimientos.
La catástrofe le había sorprendido en los momentos en que más victorioso se creía y esto aumentaba aún más su pesadumbre.
Lo que más le aterraba era lo que pudiera decirle el padre Fabián al saber todo lo ocurrido.
Conocía muy bien a su superior y adivinaba cuán terrible iba a ser la explosión de su cólera.
Poseído de mortal angustia, el viejo deseaba salir cuanto antes de la cruel incertidumbre, y esperaba ansioso la llegada del jesuíta, pero al mismo tiempo temblaba siempre que algún ruido exterior le hacía creer en la proximidad del padre Fabián.
Cuando cerca ya de media noche sonó un gran estrépito en la habitación cercana al despacho y se oyó la voz colérica del padre Fabián riñendo con destempladas palabras a uno de sus fámulos, el viejo púsose en pie, y bajando la cabeza con expresión humilde, aguardó temblando.
Entró el jesuíta con precipitado paso abarcó con una terrible mirada la encorvada figura de su agente, y después arrojó sobre un sofá su sombrero de teja y la hopalanda de seda que llevaba sobre la sotana.
El silencio que reinó durante algunos minutos producía más impresión en el viejo que los más furiosos insultos. El señor García comprendía que aquel silencio anunciaba para él algo más terrible que un tropel de iracundas acusaciones.
El padre Fabián dió varios paseos a lo largo de la habitación con el rostro congestionado y respirando con cierta dificultad, y, por fin, tomó asiento frente al viejo, que seguía de pie en actitud humilde.
—¿Desde cuándo estáis aquí?
—Desde las ocho, reverendo padre.
El jesuíta volvió a quedar silencioso y el señor García creyó que debía aprovechar la pausa para darle cuenta de lo ocurrido.
—Reverendo padre, tengo que manifestaros que...
—No sigáis. Estoy enterado perfectamente de cuanto ha ocurrido en casa de Avellaneda. Sois un miserable, un canalla, un imbécil, pues con vuestro torpeza no sólo habéis impedido que adquiriese quince millones la Compañía, sino que la acabáis de poner en peligro.
El señor García no intentó defenderse y sufrió impávido ludas las injurias de su superior.
—A no ser por mí, que he sabido a tiempo, antes que vos mismo lo ocurrido en casa de Avellaneda y la intervención que la policía tomaba en el asunto, a estas horas el suceso sería publico y mañana esa maldita prensa liberal relataría en todos los tonos que los jesuítas habían arrebatado a una joven del hogar paterno para encerrarla en uní convento y apoderarse de sus millones. Gracias a mi actividad y a las grandes relaciones de la Orden, se ha podido echar tierra al asunto, evitar a nuestros eternos enemigos la satisfacción que les hubiese producido el resultado de vuestra torpeza.
El viejo seguía confuso y cariacontecido, oyendo la filípica de su superior.
—¿Esta es la portentosa habilidad que poseéis para arreglar los negocios que se os encomiendan?
—Reverendo padre, os juro que yo no soy culpable. He llevado el negocio tan bien como he podido y, a no ser por la fatalidad que se ha cruzado en mi marcha...
—¿Habláis de la fatalidad?—le interrumpió furioso el jesuíta—. ¿Qué tiene que ver la fatalidad con esto? Vuestra torpeza es la culpable y nadie más.
—Yo no puedo explicarme, reverendo padre, el mal éxito de esta operación. Cuando todo estaba ya seguro: la niña en el convento y el novio en la cárcel, llego a la casa y me veo a los dos amantes en amorosa plática y a un comisario de Policía junto al lecho. Esto, por lo repentino e inesperado, parece obra del diablo. Dígame vuestra reverencia, que como de costumbre estará mejor enterado, quién ha deshecho tan rápidamente toda mi obra. Tengo un deseo rabioso de saberlo, y horas enteras he permanecido aquí buscando en mi imaginación al verdadero autor de tal prodigio.
—¡Ah, repugnante imbécil! ¡De qué os sirve tener ojos si no veis a los que están a vuestro lado y por qué pasáis por listo si no conocéis a las personas que os rodean! La criada del señor Avellaneda, esa mujer ruda y zafia, según mis informes, es la que se ha burlado de la Orden deshaciendo toda la trama.
—¿Ha sido Tomasa? No puedo creerlo, reverendo padre.
—Siempre, seréis un necio confiado. Ya sabéis que dentro de la casa tenemos muy buenos espías cuyos informes no mienten. Esa Tomasa ha sido, y vos, obrando como un hombre hábil y como buen miembro de la Orden, debíais haber comenzado por haceros dueño absoluto de su voluntad.
—Lo era, reverendo padre. Tomasa me quería y nacía caso de todos mis consejos.
—Vuestra fatuidad os hacia creer que erais dueño de una voluntad, sobre la que no tenéis ningún ascendiente. En la Compañía ya sabéis que nadie se considera dueño de otro hasta que ha anulado su voluntad de modo que puede convertirlo en un cadáver automático.
El señor García quedó anonadado por tal lección, pero con el afán de congraciarse con su superior, dijo con acento de confianza:
—Todavía no se ha perdido todo, pues aun vive la hija de Avellaneda, y de la voluntad de ésta si que soy dueño absoluto. Ved si no con qué facilidad la conduje al convento.
—Es tarde ya. Ahora nada podéis, pues la proximidad de su amante ha disipado sus aficiones a la vida monástica.
—Aun puede hacerse algo. Quitemos de en medio a Baselga. Métalo vuestra paternidad otra vez en la cárcel.
—No puede ser. El conde tiene amigos que le protegen y su inocencia ha quedado en claro, y otra queja por conspirador no surtiría ningún efecto.
—Pues entonces—dijo el vejete levantando audazmente la cabeza y sonriendo con expresión satánica—, anulémoslo. Ya sabe vuestra paternidad que no nos faltan medios para librarnos de un hombre.
—Eso en esta ocasión sería la mayor de las imbecilidades. La autoridad está advertida; gracias a vuestra torpeza, conoce el interés que nos impulsa en nuestras relaciones con la señorita Avellaneda, y la menor desgracia que ocurriera al conde de Baselga haría caer sobre nuestra cabeza una tremenda responsabilidad.
El señor García reconoció la verdad de tales observaciones y murmuró con desaliento:
—Es verdad. Forzosamente hay que respetar a ese conde, que va a hacerse dueño de una fortuna que era ya nuestra.
—Pronto será esposo de esa joven. Según los informes que acabo de recibir, Avellaneda está ya en la agonía, pero antes ha dado de un modo solemne, y ante notario, su consentimiento para que María contraiga matrimonio con Baselga lo antes posible.
Esta noticia no sorprendía al vejete, pero le producía una diabólica irritación. ¡Oh, rabia! Ver cómo aquel conde hambriento se hacía dueño de los quince millones que él consideraba ya como de la Compañía, y no poder evitar aquello que él tenía como un escandaloso robo.
Su derrota era completa, y el mísero agente de la Compañía comprendía que ésta tenía motivo sobrado para castigarle cruelmente. El, en lugar del padre Fabián, se hubiera ensañado con el ejecutor torpe que comprometía a la Orden y perdía una cantidad enorme cuando ya la conceptuaba segura.
Pero a pesar de este convencimiento, el señor García, instintivamente, buscó el mejor medio de excusarse, y dijo con humildad:
—Reconozco, reverendo padre, que he sido un miserable y que merezco ser castigado; pero no me negaréis que mi plan estaba bien urdido y que su ruina sólo ha sido motivada por esa Tomasa, que equivale a un pequeño detalle descuidado.
—En los trabajos que lleva a cabo un buen jesuíta no hay detalle grande ni pequeño que merezca ser mirado con desprecio. Hicisteis caso omiso de esa sirvienta; creisteis, en vuestra estúpida confianza, que no merecía ninguna atención, y por ahí ha venido la muerte del negocio.
—Reverendo padre, yo era dueño de la voluntad de María, y creía, con sobrado fundamento, que esto resultaba suficiente.
—Pues creíais mal. No basta apoderarse de una persona; es preciso hacer el vacío a su alrededor, impidiéndola todo contacto con seres que puedan oponerse a nuestra voluntad. No estando seguro de la adhesión incondicional de esa doméstica, debíais haber buscado un medio para anularla, sacándola de la esfera donde podía hacernos daño.
—¿Y el medio, reverendo padre? ¿Dónde encontrarlo?
—En cualquier pretexto. Veo que sois aún más torpe de lo que yo creía. Cualquier medio era bueno para llegar a nuestro fin. No era necesario que por medio de hábiles murmuraciones lograseis que riñese con su señor y abandonase la casa, pues bastaba con que, por ejemplo, la hubieseis hecho pasar por loca. Ya sabéis que a nuestro lado tenemos médicos hábiles, capaces de certificar la locura del ser más cuerdo y meterlo en un manicomio. Esto es lo que yo hubiese hecho, a no ser por vuestra estúpida confianza, que me aseguraba la fidelidad de esa criada.
El señor García quedó anonadado por esta lección de su maestro, y permaneció silencioso, mientras que el padre Fabián le contemplaba con ojos de furor.
—Bien comprenderéis—continuó el superior—que después de este fracaso que ha comprometido gravemente nuestro prestigio, la Compañía, no puede permanecer indiferente ni dejar de castigar al agente inepto, indigno, por mil conceptos, de seguir figurando en un santo ejército que marcha a la conquista del mundo. Sois un soldado cobarde, y Jesús, nuestro general, no os puede perdonar. ¿Lo creéis así?
—Sí, reverendo padre.
—¿No os parecerá muy terrible nuestro castigo?
—No. He faltado, y comprendo que la disciplina de la Orden, en la que se basan todos nuestros triunfos, no podría subsistir si se tratara con dulzura a los que delinquen. Castigad con dureza, reverendo padre; yo, en vuestro lugar, haría lo mismo.
—Muy bien. Celebro que habléis de un modo tan razonable. Ved vuestro castigo: desde este instante dejáis de pertenecer a la Compañía de Jesús. Todos vuestros votos quedan anulados, y la Orden no se acordará ya más de que os tuvo en su seno.
El señor García experimentó la misma impresión que si el techo hubiese caído sobre su cabeza.
El esperaba ser sentenciado a terribles castigos personales, y se proponía sufrirlos con calma; aguardaba humillaciones sin cuento y ser despojado de aquella agradable consideración que gozaba en la Orden; pero ser arrojado de ésta, perder su calidad de miembro de la Compañía de Jesús, era un castigo terrible que nunca había imaginado llegase a merecer.
Para el hombre que desde su juventud pertenecía a la misteriosa y gigantesca Institución y la amaba hasta el punto de identificarse con ella considerándola su única familia, verse forzado a abandonarla era el peor de los tormentos.
Sin su calidad de jesuíta el señor García era un pobre diablo, un nadie, incapaz de merecer el menor respeto, mientras que unido a la Compañía sentía orgullo al considerarse una ruedecilla de la gran máquina que batía en brecha al progreso, un menudo tentáculo de la gigantesca araña negra que se proponía abarcar todo el mundo entre sus patas.
Además, dedicado toda su vida a los negocios de la Compañía, no había tenido motivo de aprender una profesión con que ganarse la subsistencia; y ahora, a la vejez, cuando estaba inútil para el trabajo y carecía de dinero, pues la Compañía había atendido hasta entonces a todas sus necesidades, ésta lo arrojaba para que muriera en medio de la calle roído por el hambre y los remordimientos.
El señor García temblaba como un reo a quien acaban de leer la sentencia de muerte. La humillación que le causaba el perder su importancia de societario de Jesús y el miedo que le producía un porvenir de miserias sin cuenta, le conmovían profundamente, desvaneciendo aquella audacia que hasta poco antes le caracterizaba.
No era posible que él pudiese resistir tan cruel golpe, y por esto cayó de rodillas a los pies de su superior derramando lágrimas como un niño.
—Reverendo padre—gimió—, yo no puedo resistir un castigo tan terrible. Mandadme que me mate y os obedeceré; sentenciadme a las más terribles penas, hacedme sufrir las mayores humillaciones y que sea el último criado de vuestros fámulos; todo lo arrostraré pacientemente, pero no me arrojéis de la Orden, que es para mí más que mi propia madre. ¡Compasión, reverendo padre, compasión para este desgraciado!
Y el miserable viejo abrazaba las piernas de su superior con ademán desesperado, bañando su sotana con lágrimas.
El padre Fabián permanecía insensible y hacía esfuerzos por repeler al suplicante viejo.
—Inútil es cuanto digáis—dijo el jesuíta—, pues la Compañía piensa bien las cosas antes de decidirse, y está resuelta a sostener el castigo que os impone. Hemos terminado, pues, y debéis, por tanto, daros por arrojado de la Orden.
El señor García, siempre arrodillado, pugnó por abrazar las piernas que se le escapaban, y conteniendo sus sollozos, fué a hablar; pero en el mismo instante recibió en el rostro un vigoroso puntapié del padre Fabián, que le hizo caer al suelo.
Era un arranque característico del jesuíta, que había sido antes soldado.
El reverendo padre estaba furioso.
—Señor García—dijo con una frialdad terrible—; me estáis molestando con esa mojiganga insubstancial. La Compañía no os quiere ya y os envía a que acabéis vuestra vida en el arroyo, como un perro viejo y sarnoso. Salid al momento, si no queréis que a patadas os ponga en la puerta.
El viejo se levantó penosamente del suelo, limpiándose la sangre que corría por su rostro a causa del golpe recibido.
Sabia perfectamente que aquel gigante con sotana era capaz de todo.
Con paso lento se dirigió a la puerta, y todavía al llegar a ésta volvióse coja ademán suplicante.
—¡Salid—gritó el superior—, y olvidaos para siempre de mí! Yo, por mi parte, me guardaré en adelante de salir responsable ante el general de Roma de imbéciles como vos.
El viejo salió del despacho.
¡Arrojado de la Compañía! ¡Abandonado para siempre! No; él no podía sobrevivir a tan gran desgracia.
Ya buscaría el medio de librarse de tal humillación antes que la miseria lo atormentase.
Había sido vencido, pero sabría caer con grandeza.
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En la madrugada del día siguiente los guardias municipales situados en las inmediaciones del puente de las Artes, vieron caer un hombre en el Sena, reaparecer por dos veces sobre las negruzcas aguas y hundirse, por fin, definitivamente.
A las diez de la mañana los dependientes del Municipio, con la habilidad propia de los que diariamente tenían que entender en sucesos iguales, habían pescado el cadáver; a los pocos minutos era expuesto éste, sucio e hinchado, en el depósito de la Morgue, y antes del mediodía constaba en el registro de la Policía que en la noche anterior, y a juzgar por los documentos que se habían encontrado sobre el interfecto, se había suicidado, arrojándose al Sena, un español, de edad avanzaba, llamado José García y domiciliado en la calle de las Santos Padres.
Suceso fué este que no llegó a preocupar a media docena de parisienses, ni mereció de los periódicos otra cosa que una noticia de dos lineas.
La Compañía de Jesús se había librado de un inválido que le estorbaba.
FIN DEL TOMO SEGUNDO